El idilio de un enfermo - 04

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--Sí, hombre, sí, las seis... ¿A qué hora te levantabas en Madrid? Estoy
seguro de que no bajaría de las ocho o las nueve.
--Por ahí...--respondió Andrés, cada vez más aterrado.
--¡Es claro!--prorrumpió el cura chocando con fuerza las manos.--¡Y
luego queréis no estar enfermos, y no tener ese color de cirio que tú
tienes! ¡Cocidos en la cama, me entiende usted, toda la mañana como si
fueseis a empollar huevos!... Vamos, vamos, levántate que hoy es
domingo, y es necesario mudarse la ropa.
--Me la he mudado ayer--contestó Andrés, pensando ganar algunos minutos.
--¿Cómo ayer?--replicó el cura lleno de estupor.--Si ayer fue sábado,
muchacho...
--Y eso ¡qué importa!
--Pero en Madrid, chico, ¿no os mudáis la camisa los domingos?
--En Madrid se muda la gente la camisa cuando está sucia.
--¡Bah, bah, bah! No me vengas con monadas; en Madrid los domingos son
domingos como aquí, y en toda tierra de garbanzos, y los domingos se
hicieron para descansar y ponerse camisa limpia los cristianos... Conque
arriba, que me voy a afeitar... A las ocho la misa...
Ya que se hubo vestido nuestro joven, con no poco trabajo y dolor de su
alma, se asomó a la ventana. En vez de tropezar su vista con los
balcones de la casa de enfrente, pudo derramarla a su buen talante por
el magnífico paisaje que había contemplado el día anterior. La rectoral
estaba más alta que el pueblo, dominándolo perfectamente, y lo mismo al
valle. Éste se presentaba con la púdica frescura de la mañana, saliendo
del negro manto que la noche le había tendido.
Todavía no se ha levantado la neblina que por las tardes desciende sobre
el río. Las praderas que lo guarnecen están matizadas de blanco por la
escarcha. Las cimas de las altas montañas se ofrecen a lo lejos teñidas
de fuerte color de naranja. Los bosques de castaños esparcidos por las
faldas de las colinas guardan aún todas las sombras, todos los misterios
de la noche. Debajo de estos bosques duerme segura la aldea, cuyas casas
blancas déjanse ver apenas entre el follaje. En los ángulos y rincones
del valle la escarcha es tan fuerte que parece un manto de nieve. El
cielo está diáfano, de un azul pálido, tirando a verde en el Levante,
oscuro hacia el Poniente. Algunas nubecillas leves y blancas, como copos
de vellón, flotan, no obstante, por la atmósfera; los rayos del sol las
tiñen a veces de color de rosa; resbalan lentamente por el cristal del
firmamento; en ocasiones descansan breves momentos sobre la cima de los
peñascos más altos, como si viniesen adrede a proteger los secretos
amores de los genios de la montaña. Por todos lados es necesario
levantar mucho la vista para ver el cielo.
--Estoy metido en una jaula--pensó Andrés,--en una jaula deliciosa. Sin
embargo, hace tiempo que no he respirado tan bien: parece que se me
ensancha el pecho y me entra con el aire nueva vida.
Después se rió de sus ilusiones, achacándolas a las ideas tan favorables
al campo que le había inculcado el doctor Ibarra. Así que hubo tomado el
desayuno, en compañía de su tío, se echó fuera de casa, para comenzar a
poner por obra lo que le habían recetado.
Delante de la rectoral estaba el camino, que hacia la derecha y bajando
conducía al pueblo, y por la izquierda y subiendo guiaba a Lada; el
mismo que él había traído. Detrás había una huertecita en declive con
hortaliza y frutales: después de la huerta un bosque, también en
declive, perteneciente a los mansos de la parroquia y denominado la
Mata. No era una mata en la acepción verdadera de la palabra, sino un
bosquecillo formado de árboles de distintas clases, plantados por el
antecesor del actual párroco, y que no contarían de existencia más de
cuarenta años. Debido a lo cual, los que crecen lentamente, como el
roble, el nogal, el haya, etc., no tenían aún la corpulencia que habían
de alcanzar con el tiempo; en cambio, otros se presentaban en la
plenitud de su desarrollo. Veíanse soberbios plátanos de espléndido
ramaje con sus anchas hojas erizadas de picos; magníficos olmos de
oscura copa tallada en punta como las agujas de las catedrales, y
formada de espesísimas y menudas hojas; grandes y robustos castaños de
aspecto patriarcal, exuberantes de salud y frescura; al lado de éstos
ostentaban los abedules sus blancos y delicados troncos. Había también
acacias silvestres sosteniendo con endebles pilares una inmensa bóveda
de hojas; numerosos fresnos de elegante figura, representando en su copa
bien cortada la pulcritud clásica; espineras silvestres, tejos, álamos,
moreras y otras varias clases de árboles, todos fraternizando en el
pedazo de tierra parroquial que las aficiones selváticas del cura
anterior les había asignado.
Andrés sintió un deseo irresistible de ensotarse en aquella espesura. A
pesar del vago terror a lo desconocido que un bosque inspira siempre,
sobre todo cuando no se han visto más que los del Retiro de Madrid, y
del miedo razonable a los bichos que allí suelen tener guarida, penetró
en él resueltamente.
Nunca había visto vegetación tan poderosa, entregada por entero a si
misma, libre para engrandecerse y ostentar caprichos extraños y
monstruosos. El buen cura había arrojado un puñado de gérmenes en aquel
pañuelo de tierra. La naturaleza había respondido al llamamiento con una
sacudida formidable de sus fuerzas interiores, levantando sobre la
alfombra de césped un inmenso templo de cúpulas movibles, una catedral
de verdura cuyos fustes de todos colores y tamaños se alineaban en serie
indefinida hasta perderse de vista. Y de sus bóvedas altas y tupidas,
rasgadas a veces por singular capricho para que se viese el cielo,
bajaba más grata frescura, un silencio más religioso que de las naves de
piedra de nuestras iglesias góticas. La luz, entrando con esfuerzo al
través de aquella múltiple celosía, caía sobre el césped discreta,
misteriosa, llena de exquisita dulzura, convidando a las emociones
profundas y suaves.
Experimentó una turbación deliciosa al poner la planta en aquel recinto.
El olor acre y penetrante de la selva, cargado de emanaciones
balsámicas, producto del sudor de los árboles y la tierra, le embriagó
dulcemente. La infinita diversidad de luces y sombras que bailaban sin
cesar, el contraste de los varios matices del verde, desde el negro
profundo hasta el dorado, le ofuscaron. Se sentó, mejor dicho, se dejó
caer sobre el césped, y acometido a la vez por la admiración, el temor,
el bienestar y la sorpresa, giró la vista en torno, contemplando el
templo sublime de la naturaleza. No osaba mover un dedo siquiera por no
turbar la majestad silenciosa y la paz de sus naves. Olvidose en un
punto de toda su vida, de sus placeres como de sus dolores: creyó nacer
de nuevo en otras regiones más altas, más puras, más felices. Aquellos
árboles, llenos de vigor, henchidos de salud y de fuerza, le seducían:
su inmovilidad augusta, el recogimiento de sus copas, le causaban una
sensación melancólica: la fortaleza de sus enormes brazos, que se
extendían por el espacio firmes y poderosos, repletos de savia, le
infundían respeto y envidia. El bosque todo se ofrecía con vida
desordenada y exuberante, con el brío y la soberbia de la juventud:
ningún árbol carcomido, ninguna planta marchita; todo viril, todo sano,
todo fuerte. Jamás la flaca naturaleza de nuestro joven se sintió tan
humillada. Junto a aquellos atletas crasos y pletóricos que ostentaban
su musculatura sosteniendo sin esfuerzo la enorme masa de sus copas,
sintiose tan pobre, tan pequeño, que se asombraba de vivir.
Mas esta humillación, lejos de causarle pena, parecía regenerarle. Una
alegría extraña penetraba en su corazón y se esparcía por todo su ser,
inundándole de tal suerte que le causaba congojas. Era una alegría que
le apretaba la garganta y le refrescaba la sangre. Nunca experimentara
sensación de placer tan puro ni un sentimiento tan profundo de la
belleza. Por primera vez ¡él, que había escrito tantos millares de
versos! vio cara a cara la poesía; el corazón se lo dijo claramente.
Era la poesía genuina, esplendorosa y diáfana, sin estrofas ni
consonantes, ni mucho menos ripios, que nace de la comunicación de un
alma sensible con la naturaleza. Era la poesía que en aquel momento
expresaba un mirlo, que vino a posarse cerca, con sus notas puras y
cristalinas. El bosque se estremeció de dicha al escuchar aquel grito
aflautado, aquel canto tierno y melodioso que recogía la frescura, las
armonías, los misteriosos hechizos del bosque, para dirigirlos al
Hacedor como un himno matinal de gracias. Andrés también sufrió una
sacudida. La emoción, que le había ido embargando poco a poco, se
desbordó en lágrimas por sus ojos. Lo que sentía era tan nuevo, tan
dulce, que llegaba a hacerle daño. El llanto le refrescó.


VII

Sonaron por tercera vez las campanas de la iglesia, respondiendo con un
concierto bullicioso e ininteligible al canto claro y sosegado del
mirlo. Andrés se levantó para oír misa. Estaba la iglesia no muy lejos
de la rectoral. Cuando llegó a ella, aún no habían terminado el rosario,
que en las aldeas precede los domingos al sacrificio incruento. Pero al
rosario asisten solamente las mujeres y los devotos: los espíritus
lúcidos, los temperamentos volterianos de la aldea se quedan en el
pórtico fumando y charlando en alta voz.
En ocasiones, las voces son tan altas, que el cura se ve en la precisión
de salir a imponerles silencio. Con tal motivo, les pronuncia siempre un
discurso, en que los llama, entre otras cosas, _escribas_; pero los
feligreses recalcitrantes no se dan por ofendidos, y reciben las
pedradas del pastor bajando la cabeza con sonrisilla irónica.
Nuestro joven entró en la iglesia, que era reducida y pobre, y después
de hacer una genuflexión ante el altar mayor, siguió hasta la sacristía,
cuartito más pobre aún que la iglesia, con una ventanilla redonda por
donde entraban los rayos del sol. Un arca con tiradores a modo de
mostrador ocupaba entera la parte inferior del lienzo más grande de
pared; un crucifijo horriblemente ensangrentado pendía sobre el arca. Lo
primero con que tropezó fue con Celesto que, de rodillas a la puerta,
rezaba el rosario. Esparcidos por el recinto, unos sentados, otros de
hinojos, estaban: el maestro de escuela, que era un joven rubio
afeminado, con traje de labrador en día de fiesta; el escribano del
lugar, que trabajaba toda la semana en Lada y venía los sábados por la
tarde a pasar el domingo con su familia; rostro enjuto, nariz aguileña,
aspecto de raposo; cierto caballero llamado D. Jaime, hijo del pueblo,
que había llegado recientemente de América: color de aceituna, ojos
pequeños y hundidos, enfermo del hígado, de cuarenta y cinco a cincuenta
años de edad; el sacristán y otras dos o tres personas, que por su
aspecto representaban la transición entre el labrador y el caballero.
--Buenos días, señores.
--Santos y buenos los tenga usted.
El rosario terminó en seguida. D. Fermín entró en la sacristía tan
altanero y furibundo como el conquistador que pone el pie en una ciudad
capitulada; entró diciendo con increíble arrogancia y crueldad:
--Esta noche ha helado como en Diciembre; me parece que no vamos a tener
fruta este año.
Los circunstantes asintieron; no les quedaba otro recurso. Sin embargo,
el escribano se atrevió a apuntar humildemente que no se perdería más
que la fruta temprana; la que viene tarde aún podía lograrse.
--¿Cree usted?--dijo el cura clavándole sus ojos preñados de amenazas.
--Sí, señor--repuso el escribano con gran presencia de ánimo.
Contra lo que pudiera presumirse, don Fermín no cayó como un rayo sobre
él. Sacó un inmenso pañuelo de yerbas para sonarse y replicó:
--No sé qué le diga a usted, D. Félix; ahora está toda la savia arriba y
apenas ha caído flor...
--¡Eso qué importa!... Los perales tienen la corteza dura, y los
castaños y los nogales lo mismo--dijo el escribano con creciente osadía.
La misma aterradora mirada por parte del cura.
--Me alegraré, D. Félix, me alegraré; mis perales de Marco han echado un
carro de flor este año... No quisiera, por algo de bueno, que se me
perdiera la cosecha... ¿Y usted, D. Félix, cómo tiene su pomarada?
El cura, mientras hablaba, se había despojado del bonete y empezaba a
meterse el alba de lienzo ayudado por el maestro y el sacristán. D.
Félix hizo una descripción detallada del estado de su finca: algunos
pomares habían cargado mucho; otros, en cambio, no tenían una sola
manzana.--Algo raro está pasando con la sidra--terminó diciendo mientras
arreglaba un pliegue del alba, que el maestro y el sacristán habían
dejado mal.--Antes los pomares producían un año y descansaban al otro.
Ahora se contentan con dar un puñado de manzanas todos los años.
--_Merear, Domine, portare manipulum fletus et doloris_--murmuró el
cura, poniéndose el manípulo en el brazo izquierdo.--Vamos, D. Félix, no
ofenda usted a Dios con esas quejas. Un hombre, señores (volviéndose a
los circunstantes), que ha recogido el año pasado treinta y siete
pipas...
--¿Y eso qué tiene que ver? Yo he recogido treinta y siete pipas de
sidra y tengo quince días de bueyes de pomarada; y D. Pedro de Marín no
tiene más de nueve, y hace dos años metió en el lagar muy cerca de
cincuenta pipas.
--_Redde mihi, Domine stolam inmortalitatis quam perdidi_, etc.--murmuró
el cura poniéndose la estola.--Pero dígame a cómo le han pagado a usted
las pipas y a cómo se las han pagado a don Pedro.
--¡Hum, hum!--gruñó el escribano, cogido en el garlito.
--¡Eh!... ¿qué tal? Que se lo diga a ustedes, señores, que se lo
diga--exclamó el cura con aire triunfal; y sin querer aguardar la
réplica que el escribano estaba meditando, se metió con un solo
movimiento la casulla por la cabeza, tomó el bonete, hizo una profunda
reverencia al Cristo ensangrentado, y salió de la sacristía dirigiéndose
al altar mayor.
Gran rumor en la iglesia a la aparición del sacerdote: las mujeres se
arrodillan, la mayor parte de los hombres también. En la sacristía se
opera un movimiento de concentración hacia la puerta. Don Fermín, dentro
del presbiterio, inclinado profundamente, comienza a recitar con voz
hueca y oscura las preces de la misa; un niño que tiene al lado le
contesta. El maestro, el escribano y Celesto abren un enorme misal de
letras coloradas, lo colocan sobre el arca de la vestimenta, y con voz
destemplada principian a cantar. Imposible que se diera algo más
inarmónico y endiablado. Andrés, después de haberlos contemplado un rato
con espanto, se refugió en la puerta y desde allí comenzó a explorar los
rincones de la iglesia. Estaba enteramente ocupada por la gente de la
aldea, todos labradores; las mujeres delante, vestidas la mayor parte de
tela de estameña negra, pañuelos de color a la garganta y la cabeza
cubierta con mantilla de franela; los hombres detrás, con chaqueta de
bayeta verde o amarilla, calzón corto de pana, medias blancas de lana
sujetas por ligas de color. Todos asistían con profunda devoción y
recogimiento a la misa.
El joven cortesano, no muy fervoroso, paseó una y otra vez su mirada
distraída por el concurso, ahora fijándose en una mujer que pellizcaba a
su hijo para que se estuviese atento, después en un anciano que rezaba
con los brazos en cruz, más tarde en unos niños que se entretenían en
meter la cabeza por el enrejado del altar. Había algunos rostros
bastante agradables entre las mujeres, frescos y sonrosados, los cuales,
por más que aparentasen mucha atención y recogimiento, no dejaban de
volverse a menudo, y con visible curiosidad, hacia el forastero pálido
que se apoyaba en el quicio de la puerta de la sacristía. Había,
particularmente, uno moreno, gracioso, de nariz levemente aguileña, boca
chiquita y fresca, ojos no muy grandes tampoco, pero negros y vivos,
frente estrecha y adornada con rizos de pelo negro, que consiguió
llamarle la atención.--¡Vaya una chica salada!--pensó, devorándola al
mismo tiempo con los ojos. A la joven aldeana también debió de
extrañarle Andrés, porque le miró larga y fijamente un buen espacio, sin
importarle nada de la insistente curiosidad de éste. Después que le hubo
examinado a su sabor, hizo una levísima mueca con los labios y entornó
de nuevo los ojos al altar. El forastero, con la percepción clara y fina
del hombre culto, adivinó por esta mueca que no había gustado. El rostro
trigueño no volvió a inclinarse hacia su lado en todo el tiempo que
duró la misa. En cambio, Andrés, por una especie de atracción magnética,
apenas pudo quitarle ojo. Al mudar el misal para leer el Evangelio, la
joven se levantó, tomó un hacha de cera que tenía delante, colocada
sobre unos palitroques, y fue a encenderla en uno de los dos cirios que
ardían al pie de la verja del altar. Entonces nuestro héroe pudo
contemplar una figura más alta que baja, esbelta y airosa, un pecho
subido y pronunciado que, digámoslo en menoscabo de su pureza, no fue lo
que menos impresión le causó desde el principio.
Al llegar al Ofertorio, el cura se dispuso a predicar a sus feligreses.
Algunos de éstos, los más próximos a la puerta, se salieron; las mujeres
se sentaron; en la sacristía, el escribano también se sentó en un banco,
sacó el bote de plata con tabaco y se puso a liar un cigarro: no
tardaron en acompañarle algunos otros. Andrés, el maestro y D. Jaime
permanecieron en la puerta.
--«Tengo que deciros una cosa--comenzó el cura en el tono más cavernoso
que pudo adoptar.--Tengo que deciros que sois unos verdaderos fariseos,
porque aparentáis cumplir con los preceptos de Nuestro Señor Jesucristo
y de Nuestra Santa Madre la Iglesia, y hacéis, me entiende usted, befa
de ellos en secreto. Venís a misa, rezáis el rosario, asistís a las
procesiones; pero es porque no os cuesta ningún trabajo. En cambio, si a
mano viene, no os importa trabajar en día festivo, faltando a uno de los
primeros mandamientos de la ley de Dios, que dice «santificar las
fiestas...» Lo que hacen mis feligreses en tiempo de yerba, como ahora,
es un verdadero escándalo, y está dando que decir, me entiende usted, a
todas las personas piadosas del concejo. Con la mayor frescura levantan
la yerba los domingos, la cargan y marchan con su carro chillando por el
medio del pueblo, como si Dios no los mirase, como si no clavasen con su
pecado una espina más en la cabeza de nuestro Redentor. Esto no está
bien, no está bien, y espero que os corrijáis, si no queréis ser los
sepulcros blanqueados de que nos habla el Evangelio, llenos de
podredumbre, me entiende usted, y de inmundicia por dentro, y limpios
por fuera... eso es...
»Pero alguno me dirá: ¿De modo que, bajo ningún pretexto, se puede
trabajar los domingos?... Yo le contestaré: Distingo... Si Juan, Pedro o
Diego, pongo por caso, tienen la yerba tendida en la heredad y temen que
se les pierda de no meterla cuanto antes en la tinada, bien porque el
día amenaza nublado y amanece a llover, o bien, me entiende usted,
porque ya esté seca de algunos días o por cualquier otra causa; si
aprovechan la mañana del domingo para meterla, y efectivamente la meten,
procurando no dar escándalo... no pecan... Pero si Juan, Pedro o Diego
se ponen a revolver la yerba o a meterla un domingo por estar más
desocupados el lunes, o porque, me entiende usted, quieren concluir
cuanto más antes esta labor para comenzar otra, o por decir que la
tienen en la tinada antes que los demás vecinos, o por cualquier otra
causa que no sea legítima... entonces pecan mortalmente.
»Por consiguiente, ya lo sabéis... No se puede trabajar los días
festivos sin causa; que lo oigan bien esos que están a la puerta...
¡sin causa legítima!... Los que trabajen pecan mortalmente y están
condenados, si no se limpian en el sagrado tribunal de la Penitencia, a
las penas eternas del infierno.
»Por consiguiente, ya lo sabéis... El tercer mandamiento de la ley de
Dios es «santificar las fiestas.» Todos estamos obligados, me entiende
usted, a guardar los días de precepto, no sólo para bien de nuestra
alma, sino por el ejemplo que con nuestra buena conducta damos a los
otros. Los que falten a este sagrado precepto sin necesidad, cometen un
grave pecado. Dios ha descansado el séptimo día cuando hizo el Universo,
y quiere que nosotros descansemos también...
»Por consiguiente, ya lo sabéis...»
Todavía siguió el cura buen rato arrastrando con esfuerzo el carro de la
palabra, repitiendo los mismos conceptos, a veces con las mismas
palabras, buscando en los nudillos de los dedos, que frotaba suavemente,
nuevas ideas y argumentos. La voz era profunda, particularmente al
terminar los períodos: al principiarlos, más gangosa que profunda.
Los rostros de los feligreses expresaban aburrimiento resignado. Las
mujeres, sentadas en el suelo, miraban cara a cara al cura con ojos
distraídos. Los hombres de la puerta bostezaban, abriendo la boca hasta
descoyuntarse las mandíbulas. Andrés, el maestro y D. Jaime, fatigados
de escuchar, se replegaron también hacia el banco donde estaba el
escribano. Se empeñó una conversación animada acerca de lo que podía
recaudarse entre los vecinos para la fiesta parroquial, que no estaba
muy lejos. El escribano, D. Jaime y otro de los que allí se hallaban
sostenían la causa de los vecinos y se oponían a que se les gravase,
alegando que la fábrica aún tenía algunos fondos: el maestro y Celesto
defendían la del cura.
Al fin terminó éste su plática, y prosiguió la misa. Todos volvieron a
sus primitivos puestos. Los cantantes apenas tuvieron ya que decir en
adelante más que _amén_ y _et cum spiritu tuo_, respondiendo al cura.
Cuando éste, después de cantar solemnemente el _ite misa est_, echó la
bendición al pueblo, los circunstantes se volvieron unos a otros,
diciendo un «buenos días» amical y apresurándose a recoger los
sombreros. Algunos se marcharon; otros, entre ellos Andrés, esperaron al
cura, que entró en la sacristía mascullando latines, los ojos bajos y
las manos juntas. Después que se despojó de la casulla, saludó con
expansión a sus amigos.
Cuando nuestro joven salió de la iglesia, las campanas repicaban
alegremente. El sol bañaba ya enteramente el valle. Mozos y mozas
formaban pintorescos grupos dentro y fuera del pórtico, que empezaban a
moverse en dirección al pueblo. En uno de ellos atisbó a la morenita que
le había llamado la atención.
--Oiga usted, Celesto, ¿quién es aquella chica morena que está a la
izquierda del hombre de la boina?
--¿Cuál, la del pañuelo azul?
--No, la del pañuelo negro y corales en la garganta... la que ahora se
despide, mire usted.
--¡Ah, sí!... la hija de Tomás el molinero... No piense usted en ella,
D. Andrés... (bajando la voz y en tono confidencial). Yo le daré a
conocer otras mucho más amables en cuanto usted se mejore un poco... Ésa
es una yegua.


VIII

Al mes de hallarse en las Brañas, Andrés había mejorado notablemente.
Sin otras medicinas que el andar constantemente al aire libre, montar a
veces el caballejo de su tío, salir otras con Celesto a cazar (en
realidad a espantar pájaros), jugar a los bolos, acostarse y levantarse
temprano, acudió el apetito y desapareció la extremada debilidad que le
inquietaba. El color siempre pálido, pero se iba tostando un poco.
Bajaba a menudo al pueblo, compuesto de unas cuantas docenas de casas,
blancas unas, pardas otras, todas pequeñas y de un solo piso,
diseminadas sin orden por el espacio de tierra llana que el río dejaba
en su margen derecha. Las grandes huertas, que algunas de ellas tenían
detrás o a los lados, ensanchaban bastante el perímetro de la aldea. En
el centro, o hacia el centro, estaba lo que pudiera llamarse plaza, o
sea un pedazo de tierra cercado a trozos por casas, a trozos por
árboles, surcado por la acequia de un molino, que se salvaba por medio
de un pontón de madera. Tal pedazo de tierra sin cultivar servía de
desahogo al pueblo. En el medio había una columna de madera, carcomida
por la intemperie, a cuyo extremo se hallaba sujeta una campana que se
hacía sonar con cadena. Servía para convocar a los vecinos en caso de
necesidad, y también la utilizaba el cura para rezar el _Angelus_ cuando
las horas del mediodía o el oscurecer le sorprendían entre sus
feligreses. Los que anduviesen cerca se agrupaban en torno, la cabeza
descubierta, los ojos bajos: el cura, de pie en la escalerilla que
servía de pedestal, dominándolos a todos, rezaba en alta voz, dando con
lentitud tres campanadas antes de cada Ave María. En una cierta mañana
en que Andrés bajó al pueblo, halló gran número de hombres reunidos al
pie de la columna. Se introdujo en el grupo para saber de lo que se
trataba. Un vecino sostenía con calor (con el calor relativo que emplean
los paisanos hasta en los negocios más importantes de la vida) que el
toro del concejo no servía, que era demasiado corpulento y que había
causado graves daños a sus vacas y a las de otros. Los perjudicados
apoyaron los argumentos del preopinante, y después de breve discusión,
en que sólo sostuvo la causa del toro el vecino encargado de mantenerlo
(por haberse encariñado con él, según se aseguraba por lo bajo),
decretose, de acuerdo general, que fuese vendido en el primer mercado, y
se comprase otro de menor tamaño.
Solía por las tardes ir a dormir la siesta a la Mata, debajo de una gran
acacia, y se placía extremadamente en escuchar horas enteras los gorjeos
de los pájaros, los rumores de los árboles, el canto de los insectos.
Tendido boca arriba en el césped, contemplaba sin pestañear el
firmamento, sumergiendo la mirada en sus profundos senos azules,
pensando algunas veces descubrir detrás de ellos algún inefable
misterio. Aquella posición le mareaba al cabo. Entonces solía ver el
cielo como inmenso mar de cuyas aguas salían formando bosques de algas
las copas de los árboles: los pájaros eran las naves que lo surcaban.
Cuando el viento azotaba las hojas y removía la tenue gasa azul que las
envolvía, corría gozo extraño por todo su cuerpo, acometíanle locos
deseos de volar por aquellas diáfanas regiones, imaginábase en medio de
ellas solo, perdido, árbitro de surcar la inmensidad en todas
direcciones, sentíase envuelto y acariciado por las olas sutiles del
éter; la vista entonces se le ofuscaba; el vértigo se apoderaba de su
cabeza. Quedaba algunos instantes con los ojos abiertos sin ver, con el
pensamiento despierto sin pensar. Era, no obstante, un mareo tan
delicioso, un bienestar tan grande, que hubiera querido que durase
eternamente.
En la aldea comenzaban a tratarle con familiaridad: le llamaban D.
Andrés el sobrino del señor cura, y le instaban para que entrase en las
casas, y le agasajaban mucho cuando le tenían dentro. Se había corrido
la voz de que era rico y que «escribía en los papeles.» No había
necesidad de más para que el pueblo entero le respetase y se interesase
por su salud. Ningún vecino había que, al tropezarle por los caminos, no
le preguntase si tenía más ganas de comer. El apetito de Andrés fue por
una temporada la cuestión palpitante en Riofrío.
Cuando se hubo repuesto un poco, Celesto se atrevió a proponerle una
salida nocturna a caza de aventuras galantes por los caseríos
comarcanos: el cura no se enteraría de nada: tampoco D.ª Rita: después
que todos se hubiesen retirado, él colocaría una escalera de mano debajo
de la ventana, y por ella bajaría y subiría sin que alma alguna lo
advirtiese. Pero no aceptó la proposición. Se encontraba en uno de esos
períodos de la vida en que las mujeres interesan poco, en que lo
femenino no basta a llenar el alma embargada por otra clase de
sentimientos. De un lado, la admiración y las sorpresas que diariamente
le proporcionaba aquella rica naturaleza; de otro, la necesidad
imprescindible de restaurar su organismo, de renovarse, de asegurar su
vida expirante.
Sin embargo, en este sosiego físico y espiritual que disfrutaba todavía
su temperamento, excesivamente impresionable, se alarmaba alguna vez.
Eran leves y periódicas sacudidas que, por fortuna, duraban poco. Los
domingos, cuando iba a misa, solía contemplar a aquella muchacha morena
del primer día arrodillada en el mismo sitio y ejecutando a la lectura
del Evangelio la misma operación de levantarse y encender su hacha.
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