El idilio de un enfermo - 03

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--¿Y de qué padece usted, señor de Heredia, del pecho?
--No, señor; más bien del estómago.
--¿No tiene usted ganas de comer?
--Pocas.
--¡Hombre, le compadezco de veras! Debe de ser fuerte cosa eso de
sentarse delante de un plato de jamón con tomate y no poder meterle el
diente. No he padecido nunca de ese mal... Bien es verdad que tampoco
usted padecería si se hubiera pasado cinco años en el seminario comiendo
judías con sal, y arroz averiado: saldría usted de allí comiéndose las
correas de los zapatos, como este cura...
--¿Es usted cura?
--No, señor; es un decir: estudio para ello.
--¡Ya me parecía!
--No tengo tomadas más que las órdenes menores... Verá usted: cuando
entré en el seminario fue con la intención de seguir la carrera lata;
pero se murió mi padre hace cosa de seis meses, y no he aprobado más que
un año de teología. La pobre de mi madre no puede sostenerme tanto
tiempo en el seminario ni en posada tampoco: es necesario abreviar la
carrera y ordenarse cuanto antes... Si no puedo ser teólogo, seré cura
de misa y olla... ¿Y qué importa?... De todos modos, la _curapería_ anda
perdida; ¿verdad, D. Andrés?
--No me parece tan mala carrera.
--Se asegura el _garbanceo_ y nada más. Ya sabe usted que hasta se están
vendiendo los mansos de las parroquias...
--¿Y cómo está usted ahora aquí, en la aldea?
--Desde el fallecimiento de mi padre (que en gloria esté) vivo en casa:
los negocios no han quedado muy bien, y costará todavía algún tiempo el
arreglarlos. A pesar de todo cuento, Dios mediante, cantar misa de aquí
a dos años... Ea, bajémonos un poco a estirar las piernas y a tomar un
_piscolabis_... ¿No quiere usted echar un cuarterón o una copita, D.
Andrés?
Se hallaban delante de una casucha solitaria, sobre cuya puerta
tremolaba una banderita blanca y encarnada, dando testimonio de que allí
se rendía culto a Baco.
--No tomo nada, pero bajaré a acompañarle a usted. Me está lastimando
el diablo de la silla.
--No perderá usted el tiempo--dijo Celesto acercándose a tenerle el
estribo y bajando cuanto pudo la voz.--Va usted a ver una de las mejores
mozas del partido, más derecha que un pino, bien armada y bien
plantada... Se chupará usted los dedos...
Las muecas que el seminarista hizo al proferir tales palabras no son
para descritas. Sus ojos acuosos brillaron como diamantes brasileños y
la volcánica nariz se estremeció de júbilo.
--Vamos, Amalia, sandunguera, échame una copa de bala rasa y a este
señor lo que guste. ¡Así pudieras echarte tú en la copa, salerosa, y
beberte yo con toda satisfacción, mas que reventase después como una
granada!
--¿Tan mal estómago te haría, capellán?
--No lo sé, cielo estrellado; lo único que puedo decirte es que me
alborotarías mucho los nervios.
--Pues tila, querido, tila. ¿Qué quiere usted tomar, caballero?
(dirigiéndose a Andrés).
--Un vaso de agua.
Mientras Amalia lavaba el vaso en un barreño colocado al extremo del
mostrador, Andrés la examinó a su talante.
Los datos de Celesto le parecieron exactos. Era una moza de arrogante
figura y buenos ojos, de brazos rollizos y amoratados; gorda y colorada
en demasía. Cuando abría la boca para reír, enseñaba unos dientes
blancos y sanos, aunque nada menudos.
--Échame otra, cara de rosa, que cuando te veo se me seca el gaznate...
Vamos, D. Andrés, ¿no se la llevaría para casa de buena gana?
--¿Y para qué me había de querer este señor en su casa?--preguntó riendo
maliciosamente la joven.
--Para darte confites, princesa;--¿no es verdad, D. Andrés?
--¡Vaya!
--No me gustan los dulces.
--¿Y si yo te los diera, lucero?--preguntó el seminarista con voz
almibarada, entrando en el recinto cerrado por el mostrador y
acercándose con paso de gato a la moza.
--¡Bah!... entonces me los comería con mucho gusto--replicó ella en tono
irónico.
--¿De veras, cielo?--preguntó Celesto cogiéndola al mismo tiempo por la
barba y clavándole sus ojos claros de besugo, encendidos por una chispa
amorosa.
Andrés consideró que debía salir a ver cómo andaban los caballos. No se
habían movido del sitio; tranquilos, cabizbajos, abstraídos. Los examinó
detenidamente, revisó sus cascos a ver cómo estaban de herraduras,
arregló los aparejos, mientras escuchaba dentro de la taberna un alegre
y continuado retozar, salpicado de frases tiernas, carcajadas y no pocos
golpes. Allá, después de bastante rato, salió Celesto con las mejillas
pálidas de fatiga y las narices más requemadas que antes.
--Vamos, en marcha... Hay que apretar el paso... ¡Qué moza, D. Andrés!
¿verdad?... Pues tiene una hermana que va a ser mejor que ella
todavía... ¡Qué chiquilla más espetada y más rica!--tan bien formadita
por delante como si tuviera veinte años, y no tiene más de catorce...
¡Arre caballo! ¿No repara usted, D. Andrés, cómo agradecen los caballos
que el jinete eche unas copitas? Es cosa sabida; para hacer andar un
caballo remolón, no hay como verterse entre pecho y espalda un jarrito
de ginebra... Pues ahí donde usted la ve, D. Andrés, la Amalita no tiene
nada de arisca.
--Ya, ya veo que sabe usted buscarle los pliegues.
Celesto rió de satisfacción hasta saltársele las lágrimas.
--¡Bah! Ya se los han buscado antes que yo otros muchos. Me divierto un
poco con ella cuando voy y vengo... pero no pasa de ahí... Por supuesto,
D. Andrés, que esto no dura más que hasta que tome las órdenes mayores,
porque no quiero ser un mal sacerdote...
--Hará usted muy bien; de otro modo, más vale que siga usted distinta
carrera.
--Nada, nada, estoy resuelto a ello: el mismo día que me ordene
_sanseacabó_... fuera vino, fuera mujeres, y vida nueva como Dios
manda...
Siguió moviendo la lengua el seminarista con creciente brío mientras
duraba la operación que en la cabeza le hacían las copitas de ginebra.
Cuando se cansaba de hablar, entonaba alguna canción picaresca con
ribetes de obscena, que hacía reír no poco al joven cortesano. La
alegría es contagiosa, como la tristeza. La de Celesto consiguió
pegársele y llegó pronto a hacerle el dúo, poniendo en inusitado
ejercicio las fuerzas de sus desmayados pulmones.
No por eso dejaban de caminar a paso vivo por la amena carretera, que
ceñía como una cinta blanca las faldas de las colinas.
El valle se iba cerrando. Por detrás de las colinas frondosas asomaban
ya sus crestas algunas montañas anunciando que los viajeros no tardarían
en penetrar en otra región más fragosa, en el corazón mismo de la
sierra. En efecto, la carretera terminó bruscamente cerca de una fuerte
apretura de los montes, donde se asentaba un caserío de poca
importancia. Desde allí siguieron por un camino tan pronto ancho como
estrecho, que faldeaba la montaña a semejanza de la carretera, y estaba
sombrado a largos trechos por los avellanos de las fincas lindantes. El
paisaje era cada vez más agreste. El valle se había trasformado en
cañada, por donde un río bullicioso y cristalino corría entre angostas
aunque muy deleitosas praderas. A trechos la cañada se amplificaba, como
si desease merecer tal nombre; otras veces se cerraba hasta más no poder
trocándose en verdadera garganta, donde había poco más espacio que el
que ocupaban el camino y el río.
Éste, a medida que caminaban hacia su nacimiento, iba perdiendo en
caudal, aunque ganando mucho en amenidad y frescura: más vivo, más
diáfano y sonoro. Los grandes guijarros de color amarillo que formaban
su lecho dejábanse ver con toda limpieza, y hasta en los pozos más
hondos, labrados al borde de alguna peña, exploraban los ojos todos los
secretos del fondo... Las montañas a veces se levantaban sobre él a
pico, y eran blancas y coronadas de vistosa crestería, entre cuyos
agujeros se mostraba el azul del cielo. El musgo formaba en ellas
grandes machones de un verde oscuro, que resaltaban gallardamente sobre
la blancura de la caliza. Muchedumbre de arbustos, y en ocasiones
árboles, metían las raíces dentro de sus grietas y aparecían como
colgados en retorcidas y fantásticas posiciones sobre el río.
La voz del seminarista, entonando sin cesar sus groseras anacreónticas,
resonaba formidablemente entre las peñas.
Andrés callaba ya como un mudo. Se hallaba sobrecogido de respeto y
emoción ante aquella vigorosa naturaleza, que no había visto más que en
los paisajes _al óleo_ o _a la aguada_.
--¿Estamos muy lejos de Riofrío, amigo?
--No, señor; ya hemos entrado en el concejo de las Brañas. Riofrío, que
es la capital, está en el centro mismo. En cuanto salgamos de esta
apretura y subamos un repechito corto, lo veremos. A usted no le
gustarán estos peñascotes, ¿verdad? acostumbrado a vivir en las
ciudades...
--Al contrario, me encantan: esto es hermosísimo.
El seminarista volvió su rostro inflamado por la ginebra, temiendo que
Andrés bromease; pero viéndole muy serio, hizo una leve mueca de
sorpresa, y arreando al caballo con la vara de avellano que empuñaba,
tornó a coger el hilo de su canción favorita.
«La mujer que es gorda y tierna
Y tiene buena pierna...
Y al cura hace pecar,
Mereciera ser condesa, marquesa, duquesa
Y el cura cardenal.»
Y no dio paz al cántico hasta que divisó a una muchacha que llegaba con
un cesto sobre la cabeza.
--Hola, Telva, cuerpo bueno: ¿adónde te vas a estas horas,
chiquirritilla? Supongo que no será a Lada...
Al mismo tiempo le cerraba el camino con el caballo y le aplicaba
golpecitos en las mejillas con la vara.
--Pues a Lada me voy.
--¿Y si te comen los lobos?
--Poco se perdería.
--Se perdía una moza como un sol.
--¡Sí, del mediodía! Déjame pasar, Celesto.
--En seguidita; pero antes vas a decirme adónde vas.
--A Lada, ¿no lo sabes?
--Eso no es verdad: tú te vas a Marín a llevar fruta a tu tía, y de
camino a ver a tu primo.
--¡Buena gana tengo yo de ver a primos ni a tíos! Vamos, déjame paso,
que llevo prisa.
Andrés había seguido caminando, en la sospecha de que la conversación
iba a ser larga y no muy divertida (para él al menos).
Subió el repechito de que había hablado Celesto, avanzó algo más, y al
dar vuelta a un recodo del camino, ofreciose de improviso a su vista un
espectáculo que le dejó suspenso. A sus pies, allá en el fondo, se
columbraba un vallecito ameno y virginal, surcado por un riachuelo
cristalino que hacía eses, dejando a entrambos lados praderas de un
verde deslumbrador. Cerraban este valle algunas colinas pobladas de
árboles de tono más oscuro. Por detrás de las colinas, en segundo
término, alzaban su frente altísimas montañas de piedra blanca; más
allá de éstas alzábanse otras aún más altas; después otras más altas
todavía, y así sucesivamente una serie indefinida de peñascos,
apoyándose los unos sobre los otros, cual si se empinasen para echar una
ojeada a aquel rinconcito fresco y deleitoso.
La tarde fenecía y comenzaba el crepúsculo. Andrés quedó en éxtasis ante
aquel semicírculo inmenso de montañas, que parecían los escaños vacíos
de un congreso de dioses. En los más altos tocaban casi las nubes rojas
que acompañaban al sol en su descenso. Desde las colinas a los más bajos
mediaba cortísima distancia, aunque la vista suele engañar en tales
casos. Manchando de blanco el verde oscuro de las colinas, aparecían
sembrados, o mejor, colgados sobre el valle algunos caseríos. En lo más
hondo se percibía uno mayor que los otros, descansando entre el follaje
de una vegetación soberbia.--Aquél debe de ser Riofrío--se dijo Andrés
poniéndose la mano por encima de los ojos, a guisa de pantalla, para
examinarle con más comodidad. Mas la gentil aldea se resistía a la
inspección, ocultándose a medias detrás de los árboles, que le servían
en toda su extensión de poético baluarte. No podía darse nada más bello.
El río, iluminado por los rayos oblicuos del sol, era un cinturón de
plata bruñida que lo aprisionaba. Nuestro viajero experimentó la dulce
sorpresa del que tropieza con un tesoro. Recordó los valles vírgenes de
las novelas por entregas, y convino en que nunca se había imaginado cosa
tan linda y recatada. Dichoso, pensó, el que haya nacido en este
apartado retiro y nunca lo perdió de vista. Al mismo tiempo vino a su
mente un tropel de tristes reflexiones, inspiradas en parte por su
lastimoso estado, en parte también por la amargura de los escritores
románticos, de los cuales estaba saturado.
Mas cuando se hallaba por entero embebido en ellas, he aquí que un
caballo, enjaezado y sin jinete, llega y cruza velozmente. Reconoció al
punto el jamelgo de Celesto.--¡Canario! ¿Qué habrá sucedido? ¡Si lo
habrá matado!--Y a toda prisa dio la vuelta y bajó hacia el sitio donde
lo dejara. Celesto se encontraba en situación apuradísima. Encogido,
doblado, hecho un ovillo, yacía al pie de una de las paredillas del
camino, mientras Telva se erguía un poco más arriba, en actitud airada,
los ojos centelleantes, las mejillas pálidas, arrojándole sin piedad
todos los pedruscos que hallaba a mano. Y la lengua la movía con igual
celeridad que las manos.
--¡Desvergonzado! ¡Puerco! ¡Eso te enseñan en el seminario, gran tuno!
¡Malos diablos te lleven a ti y a todos los capellanes! ¡Ven acá, ven
otra vez y verás cómo te arranco esas narizotas podridas!
Andrés se interpuso y logró que la moza no arrojase más guijarros sobre
el desdichado seminarista, que estaba a punto de pasarlo muy mal si uno
de ellos le acertaba; mas los denuestos continuaron a más y mejor,
mientras se iba aplacando lentamente la cólera.
--¡El demonio del capellanzote!... ¡Si pensará que está tratando con
alguna pendanga!... ¡Sucio! ¡sucio! ¡suciote!... Ya se lo diré a tu
madre, que cree que tiene un santo en casa... ¡Anda, anda con el santo!
¡No, las misas que tú digas que me las claven aquí!
De esta suerte prosiguió vociferando y alejándose poco a poco, mientras
Andrés levantaba del suelo a la víctima y la sacudía con la mano el
polvo. Celesto se tocó por todas partes, a ver si tenía algún paraje del
cuerpo magullado, y dijo exhalando un suspiro:
--¡Qué gran yegua!
--Yo pensé que le había tirado a usted el caballo, porque pasó delante
con gran rapidez...
--Sí, como huele cerca la cuadra no ha querido esperar. Monte usted, D.
Andrés.
--¿Y usted?
--Yo voy perfectamente a pie.
Así se hizo. Celesto estaba un poco avergonzado.
--Por supuesto, D. Andrés, que todos estos líos concluirán el día que
tome las órdenes mayores--dijo después de caminar un rato en silencio.
--Tiene usted razón--repuso Andrés sonriendo irónicamente,--ese día...
_sanseacabó_.
--Justamente... _sanseacabó_.
Bajaron con todo sosiego al valle por un camino estrecho, trazado en
zig-zag. La casa rectoral era la primera del pueblo, alejada buen trecho
de las otras. Delante de ella se detuvieron. Era de un solo piso,
vetusta; gran corredor de madera ya carcomida, cubierto casi todo él por
una vigorosa parra, que lo aprisionaba por debajo con sus mil brazos
secos y le servía de hermosa guirnalda por arriba; el vasto alero del
tejado poblado de nidos de golondrinas; la puerta de la calle negra por
el uso y partida al medio como las de toda aquella comarca; por
entrambos lados huerta, cuyos árboles frutales aventajaban con mucho la
altura de la pared.
--¡Hola, señor cura!... ¡Doña Rita, doña Rita!... ¡Vamos, despáchense
ustedes, carambita, que traigo forasteros!--principió a gritar Celesto,
aplicando al propio tiempo rudos golpes a la parte inferior de la
puerta, que era la que estaba cerrada.
Casi al mismo tiempo aparecían en el corredor y en la puerta
respectivamente el cura de Riofrío y su ama.
--¿Quién es?--preguntaron el cura desde arriba y el ama desde abajo.
--¡Casi nadie!... Su sobrino en persona, señor cura--contestó Celesto.
--¡Cáscaras! Me alegro... No pensé yo que sería tan puntual. Allá voy,
allá voy ahora mismo...
Pero ya se había adelantado la señora Rita, con su faz mórbida y pálida
y la figura de perro sentado, a recibir al viajero con entusiasmo que
rayaba en frenesí.
--¡Virgen del Amor Hermoso! ¡El señorito Andrés! ¡Qué escuálido viene el
pobrecito! ¡Si parte el corazón!
Y al proferir tales palabras, como Andrés no se había apeado, le besaba
una de las manos con efusión. A nuestro viajero le sorprendió
agradablemente que su mal estado de salud partiese el corazón de una
persona que nunca le había visto. Echó pie a tierra, se despidió
afectuosamente de Celesto, y abrazado de su tío y escoltado por el ama,
subió la tortuosa escalera de la rectoral.


V

El cura de Riofrío frisaba en los sesenta años. Era un hombre pequeño y
grueso, de cuello corto, rostro mofletudo y rojo, o por mejor decir,
morado; los ojos claros y redondos, como trazados a compás; ágil en sus
movimientos, a pesar de la obesidad, y fuerte como un atleta. La
expresión ordinaria de su fisonomía, dura, casi feroz; mas cuando tenía
que expresar algo, aunque fuese lo más insignificante, v. gr., cuando
preguntaba la hora o el tiempo que hacía, hinchaba de tal suerte su
nariz borbónica, abría los ojos desmesuradamente y los clavaba con tal
fuerza en el interlocutor, que éste necesitaba mucha presencia de ánimo
y sangre fría para no echarse a temblar.
Andrés se sintió profundamente intimidado cuando su tío le propuso que
se quitase las botas y se pusiese las zapatillas.
--Me parece que no hay zapatillas en la maleta... Vienen en el baúl que
trae un carretero--dijo, con el aspecto encogido y el acento del que
confiesa un delito.
--¡Cómo! ¿No traes zapatillas?
--No, señor--se atrevió a responder con voz débil.
--Bien; entonces te pondrás unas mías.
El cura entró un momento en la alcoba oscura de la sala, y salió
empuñando un par de zapatillas como lanchas, que dejó caer con estrépito
a los pies de su sobrino.
--Ahora quítate esa gabardina.
--¿Qué gabardina?
--La que traes puesta, hombre... no vale nada... parece de papel... Te
estás muriendo de frío.
Andrés comprendió que se refería al _jaquette_.
--No, señor, no tengo frío.
--Sí lo tienes; ponte ese chaquetón forrado; ya verás qué pronto entras
en calor.
En el chaquetón que le presentaba su tío cabían cómodamente, a más de
él, otros dos sobrinos. Pero Andrés estaba tan asustado, que se lo metió
sin replicar.
--Ahora hace falta que te abrigues esa cabeza, hombre, ¡esa cabeza!...
El sombrero lastima la frente... Espera un poco; tengo yo un gorro que
te vendrá de perilla.
Era un gorro de terciopelo negro, alto y vueludo, que le tapó las
orejas. Cuando se miró en el espejillo que colgaba sobre la cómoda,
hacía una figura tan lúgubre y extraña, tan semejante a la de un
amortajado, que sintió miedo.
--Siéntate ahora en ese sillón.
--No estoy cansado.
--Siéntate, digo, y responde a lo que voy a preguntarte. ¿Me contestarás
con toda franqueza?
--Sí, señor.
--¿Cómo te encuentras del estómago?
--Así, así.
--Eso no es decir nada... Tú me has prometido franqueza...
--Me encuentro medianamente.
El cura, que paseaba por la sala con las manos atrás, se detuvo delante
de su sobrino, y clavando en él una mirada de increíble ferocidad, le
dijo con acento enérgico:
--¡Pues es necesario curarse!
Andrés no respondió.
--¡Pues es necesario curarse!--repitió en voz más alta y sin dejar de
atravesarle con la mirada.
--Procuraré--dijo Andrés entre dientes.
--¿Cómo?
--Procuraré.
--Procurarás... está bien; está perfectamente--dijo el cura
dulcificándose un poco y continuando sus paseos.--Lo primero que debemos
hacer para curarnos es cuidar del abrigo, sobre todo del abrigo del
estómago. Traerás faja, ¿no es cierto?
--No, señor.
--¡Cómo! ¿No traes faja?--exclamó quedando inmóvil, petrificado.
--No, señor; no me ha hecho falta.
--Mañana te pondrás una mía de franela. A mí me da cinco vueltas. A ti
supongo que te dará alguna más.
--¡Me dará quince!--pensó con desesperación Andrés, que sudaba ya
copiosamente dentro de la zamarra.
El cura siguió paseando y desenvolviendo su sistema terapéutico, fundado
casi exclusivamente en el algodón y la lana. Andrés le examinaba en
tanto con viva curiosidad no exenta de miedo, imaginando que había hecho
muy mal en venir a caer en las garras de aquel salvaje.
Concluida la exposición del sistema, el cura se informó de muchas cosas,
que no sabía, tocantes a la familia. Treinta años hacía que desempeñaba
aquel curato, sin traspasar sus términos más que cuatro o cinco veces
para ir a la capital del obispado. Había sido muy camarada del padre de
Andrés; le había querido en el alma; pero desde su matrimonio no le
había vuelto a ver. En cierta ocasión habían reñido por cuestión de
intereses: se habían cruzado entre ellos algunas cartas muy agrias, que
Andrés había encontrado entre los papeles del ministro. Éste le decía en
una que «para llegar a la posición que él ocupaba en la magistratura,
algún discurso y algunas partes intelectuales se necesitaban.» El cura
respondía que «para alcanzar el estado sacerdotal también se requerían
cualidades de inteligencia.» El ministro replicaba furioso: «Cuando a ti
te han ordenado, hombre de Dios, ¿no habrían podido ordenar igualmente
al jumento que te llevó a Valladolid?» Estas y otras groserías se habían
olvidado, al parecer, por ambas partes. El magistrado, cuando hablaba
del cura a su hijo, le decía: «Más claro que mi primo Fermín, el agua.»
El cura, cuando se refería al magistrado, llevaba siempre el dedo a la
frente con respeto, para indicar dónde estaba el fuerte de su primo.
Aunque algo sabía de lo que había pasado después de la muerte de aquél,
no estaba al corriente de los varios sucesos ni de las reyertas que el
muchacho había tenido con su curador por motivo de intereses. Andrés, un
poco más tranquilo ya, empezó a referírselas por menudo. Al llegar al
punto del rompimiento se le inflamó el rostro de tal manera al cura, que
Andrés temió una congestión.
--¡Pobre muchacho!... ¿Y qué es de esa buena pieza?
--¿Quién, mi tío?... Pues paseándose muy tranquilo y comiéndose la
tercera parte de mi fortuna, que le he cedido por no llevar a un hermano
de mi madre a los tribunales.
--¡Majadero!--gritó el cura abalanzándose a él con los ojos
terriblemente inyectados; pero dulcificándose súbito, añadió:--Tú no
tienes la culpa... eres Heredia al fin y al cabo, como tu padre, como
yo, como mi hermano Pedro... ¡Unos tarambanas todos!...
La conversación se había prolongado. La señora Rita entró a encender un
velón de aceite, pues la estancia ya estaba casi en tinieblas; después
extendió el mantel para la cena sobre una mesa de castaño, negra y
pulida por los años de uso. Al poco rato vino con una cazuela humeante,
que depositó sobre la mesa, diciendo:
--La cena en la mesa.
--¡Santa palabra!--exclamó el cura levantándose.
Al sentarse frente a él, Andrés observó que la luz del velón hería de
lleno cierto cuadro que colgaba de la pared, representando un militar a
caballo.
--¿Qué general es ése, tío?--preguntó, dando por supuesto que era un
general.
--D. Ramón Cabrera--dijo el cura ahuecando la voz.--¿No le conoces por
su mirada de águila?--Y extendiendo en seguida la mano derecha sobre la
cazuela, a guisa de bendición, masculló algunas palabras en latín, que
Andrés no pudo entender.
--¡A cenar, muchacho!
--Cabrera fue un gran general--dijo Andrés para adular a su tío.
--¡Quién lo duda, chico, quién lo duda!--exclamó éste dejando caer la
cuchara sobre el plato.--Sólo algún liberal botarate puede llamarle
todavía cabecilla... ¡Anda, anda con el cabecilla!... Si le hubieran
visto en la batalla de Muniesa con el anteojo en la mano, me entiende
usted, echando líneas y paralelas... Aquí, escondida detrás de este
repecho, la caballería para cargar cuando haga falta... En la
retaguardia los batallones navarros... En la vanguardia los
castellanos... «Capitán Tal, despliegue usted su compañía en guerrilla y
moleste usted al enemigo por el flanco derecho... Coronel Cual, proteja
usted con un batallón al capitán Tal para el caso de retirada...
Comandante Tal, ataque usted con cuatro compañías aquella posición...
Coronel Cual, proteja usted con un batallón al comandante Tal en el caso
de retirada... Brigadier Tal, marche usted con los regimientos Tal y
Cual por el flanco izquierdo a coger la retaguardia del enemigo...
Brigadier Cual, prepárese usted a atacar de frente en el momento que yo
lo ordene.»
El cura de Riofrío, al poner estas órdenes en boca de Cabrera, imitaba
la voz y los ademanes imperiosos de un general en jefe; señalaba con el
dedo los diversos rincones de la sala, cual si realmente estuviesen
escondidos en ellos batallones, regimientos y brigadas.
--Y mientras tanto--continuó,--¿qué hacía el general Nogueras? Figúrate,
muchacho, que le habían hecho creer que Cabrera no era más que un
cabecilla de mala muerte, un estudiante, un teólogo que no sabía palabra
del arte de la guerra. Así que, tomando el anteojo, me entiende usted
(el cura hacía ademán de aplicárselo al ojo derecho), dijo a sus
ayudantes: «Muchachos: el seminarista se atreve a presentarnos batalla
con los desharrapados que le siguen; es necesario darle una lección muy
dura para que en su vida vuelva a ponerse delante de un general
español.» En seguida, me entiende usted, da sus órdenes y dispone el
ataque. Suena el toque de fuego, ¡pin! ¡pan! ¡pun! de aquí, ¡pin! ¡pan!
¡pun! de allá... ¡pom! ¡pom! suena la artillería de los liberales. La de
los carlistas, callada esperando la ocasión... Los liberales parece que
llevan ganada la batalla, y avanzan... En esto el general Nogueras, que
seguía contemplando con su anteojo el combate, mientras charlaba y reía
con sus ayudantes, se pone serio de pronto... «¡Rayos y truenos! ¿Qué es
lo que veo?... ¡La vanguardia del ejército envuelta! ¿De dónde mil rayos
ha salido esa tropa? ¿Qué caballería es aquélla?... A ver, uno de
ustedes, a enterarse de por qué retroceden los batallones de
cazadores... Que cargue la caballería... ¿Dónde está?... ¡Si tiene
cortado el paso!... ¡Los planes de este seminarista ni yo los entiendo,
ni el diablo que lo lleve tampoco!»... En esto llega un ayudante
gritando: «Mi general, escape V. E. a uña de caballo, porque estamos
envueltos y vamos a caer en las manos de Cabrera.» El general Nogueras,
acto continuo, pone espuela al caballo, diciendo: «¡Qué cabecilla ni qué
barajas!... ¡Éste es un general consumado, que da quince y raya a todos
los generales de la reina!»
El cura, al terminar su descripción, tenía el rostro tan inflamado que
daba miedo. Algunas gotas de sudor le salpicaban la frente. Se le había
caído la servilleta, que estaba prendida por una punta al alzacuello.
--Habrán cogido ustedes muchos prisioneros--dijo Andrés.
--¿Cómo nosotros?--repuso el tío con acento irritado.--Yo no he sido
nunca militar... ¡ni ganas!
Después comió con tranquilidad la sopa, y durante la cena siguió la
conversación estratégica. Al finalizar, rezó en voz alta un Padre
Nuestro en acción de gracias, acompañado del sobrino, y ambos se fueron
a la cama, poco después que las gallinas.


VI

Poco después que cantara el gallo por vez primera, se personó el cura de
Riofrío en el cuarto de su sobrino, voceando ya como si fuesen las doce
del día. Abrió la ventana con estrépito, y los rayos fríos, pero
hermosos, del sol matinal dieron en el rostro de nuestro joven, que los
acogió con una mueca nada estética.
--Vamos, gran dormilón, arriba: ¡arriba, hombre, arriba! Si te dejase,
serías capaz de estarte en la cama hasta las siete de la mañana.
Andrés oyó entre sueños el absurdo de su tío y arrugó las narices con
espanto.
--Vamos, muchacho, vamos--siguió el cura sacudiéndole,--que ya son muy
cerca de las seis.
--¡Ah, las seis!... ¡las seis!--dijo el sobrino restregándose los ojos.
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