El idilio de un enfermo - 02

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sabe lo que pasará cuando la suelte... Y sobre todo, más vale pájaro en
mano... Los hombres que tienen, como usted, valor e inteligencia, deben
reservarse para las empresas grandes y útiles. Cúrese usted, robustezca
usted su cuerpo, y verá cómo después no siente tanto desprecio por la
existencia... Adiós, joven... No deje usted de escribirme pronto desde
su retiro, para que le envíe una receta. Por ahora no quiero darle
medicamentos. Necesito saber la influencia del cambio de vida y de clima
sobre su organismo... ¿Se llama usted D. Andrés Heredia, no es
verdad?... Perfectamente: no me olvidaré... Adiós, Sr. Heredia; no deje
usted de irse cuanto antes de Madrid.
Al pasear la mirada por la sala, el médico tropezó con un cliente que,
sentado en un diván, tosía apretando las sienes con las manos. Bajando
la voz, añadió al oído del joven:
--Ese pobre se curará en otro campo distinto del que usted va a
visitar... Adiós, querido, adiós.


II

Andrés Heredia perdió en la niñez a su padre, magistrado del Tribunal
Supremo, que había tenido la flaqueza de casarse, ya viejo, con una
sobrinita de diez y ocho años. Su tardío matrimonio y algunos quebrantos
de fortuna, que por la baja repentina de los fondos públicos había
experimentado, dieron con él en la sepultura. El fruto de esta unión
desacertada fue un niño menudo y enteco, que se crió trabajosamente a
fuerza de mimos y cuidados.
A la muerte de su padre heredó 40.000 reales de renta que, unidos a la
viudedad de su madre, les consintió vivir con bienestar en la corte. La
joven viuda no quiso contraer nuevo matrimonio, aunque no le faltaron
buenas coyunturas para ello. Cifró los anhelos y las esperanzas todas de
su vida en aquel niño, que necesitaba de su maternal solicitud para no
perecer al golpe de las muchas dolencias que padeció en la infancia:
para ella era un goce intenso y continuo irlas venciendo y verle salvo y
cada vez más robusto. El chico, al mismo tiempo, iba descubriendo un
natural sensible y despejado: adoraba a su madre y la enorgullecía con
sus triunfos en el colegio: todos los meses diploma de honor: en todos
los exámenes sobresaliente o notablemente aprovechado. Más tarde, cuando
alcanzó los diez y seis años, le trajo un periódico donde aparecían unos
versos firmados por él. Lisonjeada en su vanidad de madre, la pobre
mujer rompió a llorar. Desde entonces la carrera de Andrés quedó fijada:
fue poeta. No hubo revista literaria ni periodiquillo de provincias que
no se viese comprometido a insertar alguna de sus lacrimosas
composiciones, ni certamen poético o juegos florales donde no ganase una
escribanía de plata, algún libro lujosamente encuadernado, y tal vez que
otra hasta la misma flor natural reservada a los poetastros más
preclaros. El género en que más sobresalía eran las leyendas. Con una
cruz de piedra, un par de jinetes rebujados en sendas capas, un camarín
bien amueblado, una dama de rara belleza, un castillo con ventanas
ojivales y una noche de luna llena, tenía lo bastante nuestro mancebo
para armar un belén de seis mil diablos muy interesante, capaz de poner
la carne de gallina a cualquiera. Cuando tuvo bastante número de
composiciones, publicó (a ruego de algunos amigos) un tomo; y después
otro; y después otro. Le costaban un caudal; pero lo daba por bien
empleado, porque los periódicos donde tenía amigos comenzaban a llamarle
«el inspirado poeta, nuestro particular amigo D. Andrés Heredia.» Por
desgracia, su madre se murió antes de verle en el pináculo de la gloria:
murió rápidamente de una tisis pulmonar. Andrés, que sólo contaba
veinte años a la sazón, tuvo por curador de sus bienes a un hermano de
la difunta; pero no quiso vivir con él, y se trasladó con algunos de sus
bártulos a la fonda.
Aquí da comienzo para el joven Heredia una era muy diversa del resto de
su vida anterior. Pasó repentinamente de la atmósfera tibia de su casa
al fresco de la calle, de la existencia dulce y tranquila que el amoroso
cuidado de su madre le hacía observar, a la desarreglada y trashumante
de las fondas. El exceso de libertad le hizo daño. Su naturaleza había
cambiado bastante desde los diez y seis años. El método riguroso, la
conducta ordenada, habían conseguido darle una robustez relativa; de
suerte que, al trasladarse a la fonda, se hallaba bastante fuerte para
disfrutar de la vida. Por otra parte, su curador le pasaba una muy
bastante cantidad para sostenerse con desahogo. De todas estas ventajas
comenzó a usar largamente nuestro joven, presentándose en el mundo con
el brío y la petulancia de los pocos años. Pisó los teatros a menudo, y
los cafés, y los salones, y hasta los lugares menos santos; contrajo
amistades y deudas; despeñose en aventuras amorosas que no son el amor.
Todo le sonrió en un principio. Mas no se pasó mucho tiempo sin que la
naturaleza diese el grito de alarma. De nuevo se presentó la antigua
dolencia del estómago, más áspera que nunca, por la falta de método en
las comidas y el desdén de los remedios oportunos. Y el constante
padecer que le envenenaba todos los placeres, comenzó a influir de modo
notable en su carácter: se tornó hipocondríaco, pesimista, irascible.
Llegó un instante en que se vio precisado a retirarse del comercio
social, para no tener a cada instante alguna reyerta. Se hizo
susceptible, desconfiado; una palabra le desconcertaba, una mirada le
hería; no transcurrían ocho días sin que riñese con algún amigo por
cualquier bagatela. Uno de ellos, médico, después de cierta escena
violenta, le dijo que no discutiría más con él mientras no se pusiese en
cura. Esto le hizo volver en sí: comprendió que estaba efectivamente
enfermo, huyó con particular cuidado toda ocasión de disputa, y comenzó
a jaroparse con los remedios que usualmente se dan contra la bilis. No
le fue mal con ellos: el estómago se le entonó, comió con más apetito, y
al cabo pudo volver a la vida ordinaria, aunque resentido y quebrantado.
En esta época había dado paz temporalmente a las musas, y descendió a
escribir en prosa, no vil, sino poética y ensortijada como ninguna.
Entró de revistero en un periódico, y con ocasión de los saraos,
banquetes, funciones de teatro, corridas de toros y toda laya de fiestas
públicas y privadas, comenzó a soltar de la pluma un millón de lindas
frasecillas ingeniosas y acicaladas, que no había otra cosa que alabar
entre las damas. Y como natural consecuencia de la boga de sus
artículos, también su persona alcanzó inusitado favor en los salones. Se
le juzgó fino, gentil, elegante: las mamás le bloquearon con sonrisas y
lisonjas. Pero no estaba por los amores lícitos: gustaba de morder en la
manzana prohibida, y es fama que en poco tiempo le dio muchos y fuertes
bocados. Por cierto que uno de ellos le costó un lance de honor, del
cual salió levemente herido; pero esto le hizo ganar prestigio entre el
sexo femenino. Últimamente, tuvo la mala ventura de ligarse a una mujer
no joven, ni bella, ni rica, pero tan hábil y experta, de tal infernal
atractivo, que en poco tiempo logró atarle de pies y manos, tenerle
rendido y sumiso a sus pies como un esclavo. Era la esposa de un alto
empleado a quien las aventuras de su señora no parecían dar frío ni
calor. Cesaron las de Andrés al tropezar con tal mujer: dejó la vida
alegre y bulliciosa, y hasta el trato de sus amigos íntimos; no pensó
desde entonces más que en servir y festejar a su ídolo. Y de esta suerte
transcurrieron más de dos años, perdiendo en aquellos amores necios sus
fuerzas físicas e intelectuales; porque había abandonado el estudio, y
hasta la pluma ya no le servía más que para trazar algunas insulsas
composiciones en honor de su dama.
Al llegar a la mayor edad entró en la libre disposición de sus bienes,
que halló no poco mermados, gracias al buen aire que supo darles su
señor tío mientras los manejó. Con este motivo hubo disputas y fuertes
desabrimientos entre ambos, y aun amagos de litigio: al fin se zanjó el
asunto por la intervención de algunos amigos oficiosos, no sin perder
Andrés en la transacción buena parte de su hacienda. Estos disgustos y
todos los demás se compensaban por los dulces momentos que sus
vergonzosos amores le hacían pasar. Mas al fin, también fueron perdiendo
mucho en su atractivo: la esposa del empleado se empeñaba en abusar de
su poder y en exigir mayores sacrificios, al mismo tiempo que el amor se
iba gastando en el pecho del evaporado joven. Esto produjo tirantez
entre ellos, algunas reyertas y no pocas desazones. Andrés concluyó por
desear un rompimiento; pero se dejaba arrastrar de la costumbre, sin
fuerzas para tomar una resolución violenta, como sucede casi siempre en
las relaciones añejas.
Presentose al cabo lo que era inevitable. Su salud, siempre arrastrada y
temblona, se resintió de modo alarmante. Ya no eran solamente la
delgadez singular, la fatiga y la inapetencia los fenómenos que se
advertían en su organismo. En los últimos tiempos comenzó a sentir
agudos dolores de estómago a ciertas horas del día, que le dejaban
extremadamente abatido y triste. Cuando en la calle le acometían,
apretaba fuertemente la parte dolorida con el puño del bastón, y así
caminaba con el rostro pálido y angustiado, sin oír ni ver nada de lo
que a su alrededor pasaba. Por fortuna, duraron poco tiempo: el bismuto
que le recetó el amigo con quien solía consultarse consiguió aliviarlos
notablemente.
Pero a los pocos días, un esputo de sangre, que arrojó al toser, le
asustó. ¿Estaría tísico? Semejante idea le llenó de espanto. Nunca había
pensado en la muerte, sino como elemento artístico que utilizaba para
sus poemas románticos, sacándola a relucir, demasiadamente por cierto,
en apoyo de la sinceridad de sus ansias amorosas, y como medio de
conseguir un bálsamo para sus penas. Mas ahora, la muerte se le
presentaba de modo mucho menos simpático, lívida, descarnada, hedionda,
empuñando en sus huesosas manos la guadaña fatal apercibida a segarle el
cuello; era la muerte sin consonantes ni ripios, totalmente desnuda de
galas retóricas. En su presencia sintió impresión muy distinta a la que
le había inspirado el poema _Amor y muerte_, que pocos meses antes había
publicado cierta revista literaria titulada _Los Ecos del Manzanares_:
sintió frío y miedo y apego sin condición a la vida, de la cual tantas
veces había maldecido en verso. Pasó dos días en extraordinaria
agitación, encerrado en su cuarto, sin ver a su amiga ni otro ser
viviente más que a la doméstica que le servía sus cortas refacciones,
sin resolverse a consultar con algún médico de experiencia por el temor
de adquirir la fatal certidumbre de su desgracia.
La agitación, no obstante, cedió y se transformó, como sucede
generalmente, en abatimiento y tristeza. Y poco a poco, de este
abatimiento, del que muy contados humanos escaparían en idéntico caso,
brotó como planta vigorosa la resignación, o más bien una indiferencia
estoica y varonil nacida de la vergüenza de haber sentido miedo. Su
corazón alzose bravamente ante el fantasma terrible de la tisis, y dijo:
«No se muere más que una vez... Días antes o días después... ¡Bah! ¡Qué
importa!» Y por un supremo esfuerzo de la voluntad quedó sereno,
completamente sereno, observando su propia tranquilidad con noble
orgullo. Sólo un pensamiento logró enternecerle dulcemente: «Mi madre
murió tísica; allá voy a juntarme con ella.» Y derramó algunas lágrimas
que le refrescaron el alma. Después arregló _in mente_ todas sus cosas,
trazando una minuta ideal de su testamento, se lavó, se vistió con
pulcritud y salió de casa en busca de la del doctor Ibarra, uno de los
más celebrados médicos de Madrid, resuelto a saber la verdad de su
estado y el tiempo que aún le quedaba de vida. Algo siniestro,
espantoso, flotaba por encima de su resignación, sin que él mismo se
atreviese a definirlo.
¡Cuán distintas fueron sus impresiones al salir de aquella casa! Había
entrado pocos momentos antes indiferente, frío, con el espíritu
desmayado y el paso vacilante. Al salir, le palpitaba el corazón
fuertemente, los ojos le relucían, las mejillas se coloreaban, los pies
bailaban sobre la escalera con redoble firme y alegre. Es que el doctor
Ibarra, el médico más afamado de la corte, un sabio respetado en toda
Europa, un semidiós de la ciencia, le acababa de prometer la vida.
¡La vida! Al poner el pie en la calle, la encontró hermosa y amable como
nunca. El sol resbalaba por el diáfano cristal del firmamento con dulce
sosiego, y sus rayos caían sobre la ciudad como suave y divina
bendición. Discurría la gente por las aceras en animado movimiento;
brillaban los cristales de los escaparates y los de los balcones;
cruzaban los carruajes hacia el paseo estremeciendo el pavimento, y
despidiendo de sus ruedas vivos y gratos reflejos; un piano mecánico
alzaba sus sones en medio de la calle tocando el brindis de _Lucrecia_;
una vendedora de violetas cruzaba con el cestillo en la mano, dejando
tras si el ambiente perfumado; escuchábanse las risas de los niños que
jugaban en el balcón de un entresuelo; veíase la linda cabecita rubia de
una joven que desde otro balcón mucho más alto exploraba la calle,
evitando los rayos del sol con la pantalla de su mano nacarada... Todo
era grato y placentero; todo palpitaba, todo cantaba, todo resplandecía.
El cielo enviaba una dulce sonrisa protectora a la tierra. La tierra
contestaba con frescas carcajadas de júbilo.
El alma de Andrés también reía. Quedó inmóvil un instante a la puerta
del bendito doctor, deslumbrado, el corazón henchido de emociones,
bebiendo y aspirando la luz que le inundaba, gozando como dicha infinita
el vaivén y los rumores de la calle. Y del fondo de su espíritu caviloso
y triste salió un grito que dominó todas las emociones, todas las ideas
y deseos. ¡Vivir!
Vivir, vivir de cualquier modo que fuese; vivir sin placeres, porque el
vivir es el mayor de todos. Era el grito de ¡socorro! de un ser en
peligro, el ruego acongojado de un cuerpo dolorido; el mandato
imperioso de la naturaleza viva que lucha con la muerte desde el
comienzo del mundo. ¿Cómo algunos minutos antes desdeñaba a tal punto la
vida, cuando ahora renunciaría de buen grado a todos los goces de la
tierra por poseerla? No acertaba a comprenderlo.
Mientras caminaba hacia su casa, bañándose en la dicha de vivir, iba
pensando en el modo más adecuado de cumplir los preceptos del doctor
Ibarra y satisfacer el deseo vehemente, irresistible, de su atribulada
naturaleza. Se acordó de que tenía un tío en una de las provincias del
Norte, párroco de cierta aldea pintoresca y sana, al decir de los que la
habían visitado, y decidió escribirle inmediatamente.
Escribiole, en efecto, arregló el cobro de sus intereses con el agente
encargado de ellos, hizo su equipaje y al día siguiente se embarcó en el
tren del Norte, sin ver a su amante, ni dar parte a nadie de su marcha
repentina, como quien escapa de violenta y temerosa persecución.
Ni la justicia ni enemigo mortal alguno le perseguían. El único que le
acechaba los pasos, esperando impaciente el momento oportuno de
acometerle, era aquel fantasma pálido y hediondo que se le había
aparecido al arrojar algunas gotas de sangre por la boca.


III

Cuando el joven Heredia se acercó al despacho del ferrocarril minero que
enlaza el puerto de Sarrió con la villa de Lada, solicitando un billete
de primera, el expendedor le clavó una mirada honda y escrutadora, y le
examinó detenidamente de la cabeza a los pies, preguntándose con
curiosidad:--¿Quién será este joven? Me parece que no le he visto hasta
ahora. ¿Algún nuevo ingeniero que hayan traído los Iturraldes? Está bien
flaquito el pobre.
En la vasta sala de espera, negra por el polvo de carbón, no había
nadie. El expendedor pudo examinar largo rato aún al viajero. Al cabo
de un cuarto de hora de pasear por aquel inmenso y sucio camaranchón,
apareció un mozo con el rostro embadurnado también de carbón, empuñando
una campana de bronce que hizo sonar con fuerza; y encarándose al propio
tiempo con nuestro joven, gritó reciamente:
--¡Viajeros al tren!
--Oye, Perico--gritó el expendedor desde la taquilla.--¿Quién te ha
mandado dar la señal?
--Es la hora--repuso el mozo, malhumorado.
--Y ¿quién te ha dicho a ti que era la hora?
--El reloj.
--Pues aquí no hay más reloj que yo; ¿lo entiendes, mastuerzo?--dijo el
expendedor con voz colérica, sacando cuanto pudo el airado rostro por la
ventanilla.--¡Vaya, vaya! ¡Pues no faltaba más que estuviésemos aquí
sujetos a la voluntad de los señores mozos!--Usted dispense,
caballero--prosiguió volviendo los ojos a Andrés;--pero este mozo es
más animal que el andar a pie... Hoy no podemos salir a la hora en
punto, porque va el señor gerente con el ingeniero a reconocer unas
minas... De todos modos, no será cosa lo que nos retrasemos...
Andrés levantó la mano, como diciendo:--¡Por mí no se molesten ustedes!
Y siguió paseando por la sala con la misma calma.
--¿Quiere usted facturar el baúl?
--¡Ah! Sí, señor; se me olvidaba.
Facturado el baúl, creyó que podía salir a dar algunas vueltas fuera de
la estación.
--No se aleje usted mucho, caballero: el señor gerente no tardará en
llegar: suele ser puntual.
En efecto, el gerente y el ingeniero tardaron poco en aparecer,
conversaron unos instantes con el expendedor y se metieron en un coche
reservado, algo menos sucio que el que a Andrés le tocó en suerte. El
hombre de la taquilla, después de apretar la mano repetidas veces al
gerente y al ingeniero y de hacer un sinnúmero de saludos con su gorra
galoneada, se dirigió en voz alta al maquinista:
--Ya puedes arrancar, Manuel.
Silbó la locomotora, prolongada, triste, agudamente; lanzó después
sordos bufidos de angustia, cual si le costase esfuerzos supremos
remover el cortejo de vagones que le seguían; por último, empezó a
caminar suave y majestuosamente; después con más celeridad, aunque no
mucha.
El valle en que estaban asentados el pueblo y la estación de Navaliego,
intermedia entre la villa marítima y la carbonífera, y adonde había
llegado nuestro joven desde la capital con sólo hora y media de
diligencia, era amplio y dilatado: la vista se derramaba por él sin
topar obstáculo en algunas leguas: el terreno solamente hacía leves
ondulaciones. En el país donde nos hallamos, el más quebrado y montuoso
de la Península, el valle de Navaliego constituye una feliz o desdichada
excepción, según el gusto de quien lo mire. Es más árido que el resto de
la provincia; hay poco arbolado. No obstante, sembrados aquí y allá, se
ofrecen muchos y blancos caseríos que resaltan sobre el verde pálido
del campo y rompen alegremente la monotonía del paisaje.
El tren o trenecillo donde Andrés iba empaquetado lo atravesó todo lo
prontamente que le fue posible, y se detuvo a la falda de una montaña,
delante de otra estación. Allí se subió al mismo coche un matrimonio
obeso que saludó cortésmente a nuestro viajero. Un hombre, calzado de
almadreñas, gorro de paño negro y bufanda, que se paseaba por delante de
la estación y dictaba órdenes en calidad de jefe, hizo señal con la
mano, y el tren tornó a silbar y a bufar y a partir.
El valle se había ido cerrando poco a poco. Los montes que lo
estrechaban estaban vestidos de árboles, dejando entre su falda y la vía
férrea hermosas praderas de un verde esmeralda. Andrés contemplaba con
júbilo aquel exuberante follaje, que en la vida había visto,
comparándolo con la empolvada _pradera_ de San Isidro. Es indecible el
desprecio que en tal instante le inspiraba el recinto de la famosa
romería, donde no existe más verde que el de las botellas.
Un hombre apareció por la parte exterior del coche, preguntándole:
--¿Adónde va usted?
--A Lada.
--Bueno, entonces ya me dará usted el billete; no hay prisa... ¡Sr. D.
Ramón!... ¡Señá Micaela!... (dirigiéndose con efusión al matrimonio
obeso). ¡Ustedes por acá! Hace ya lo menos dos meses que no vienen a ver
al chico: ya sé, ya sé que Gaspara ha parido un niño muy robusto...
¿Vienen ustedes a ver al nieto, verdad?... D.ª Micaela cada día más
gorda.
--Pues no es por lo que dejo de pasar, hijito.
--¡Qué ha de pasar usted, señora! ¡Con esas espaldas y esas!... ¡Vamos,
hombre, si da ganas de reír!
--Que sí, que sí, hijito; que lo estoy pasando muy mal desde el día de
San Bartolomé; que lo diga Ramón si no...
--Es verdad, es verdad--bramó sordamente el elefante del marido.--Lo
está pasando muy mal... A mí me parece que es histérico...
Andrés dejó de escuchar la conversación y se mudó a la otra ventanilla
para seguir contemplando el paisaje. Al poco rato, el revisor se alejó y
volvió a reinar silencio en el coche.
El valle se había cerrado aún más. Las faldas de los montes avanzaban
casi hasta el borde de la vía, dejando poquísimo espacio de campo. A
trechos, sólo quedaba la anchura suficiente para el paso del riachuelo
que corría por la cañada. Los árboles extendían de cerca, y por
entrambos lados, sus ramas, cual si tratasen de atajar la marcha del
tren.
Parose éste repentinamente, cuando menos se esperaba, en medio de la
mayor apretura de la garganta, donde no había rastro de estación ni otra
fábrica de menor calidad que hiciese sus veces.
Andrés, después de asomar la cabeza por las ventanillas y mirar y
remirar en vano, se atrevió a preguntar a sus compañeros:
--¿Qué significa esta detención?
--Nada, que se apeará aquí el gerente.
--¡Ah!
Marido y mujer cambiaron entonces una mirada menos vaga y mortecina que
las que ordinariamente despedían sus ojos revestidos de carne. Un mismo
pensamiento cruzó por sus acuosas masas encefálicas.
--Si el maquinista quisiera parar antes de llegar a Piedrasblancas--dijo
la mujer--nos ahorrábamos deshacer el camino.
--Es verdad--dijo el marido.
--Díselo a Felipe.
--No sé si cederá.
--¿Qué se pierde con pedírselo? El no ya lo tienes en casa.
El marido asomó su faz redonda por la ventana, y espió largo rato los
movimientos del revisor. Al fin se resolvió a hacer seña de que se
acercase. Vino el revisor, escuchó la proposición de la faz redonda y la
halló un poco grave. Era comprometido para el maquinista y para él; ya
les habían reprendido severamente por actos semejantes; el servicio se
interrumpía; los viajeros se quejaban; se perdían algunos minutos...
La mujer escanció un vaso de vino, y se llegó con él a reforzar los
argumentos de su consorte. Negocio terminado. El tren pararía media
legua antes de Piedrasblancas, ¡pero cuidado con bajarse en seguida!
¡Mucho cuidado!
--Pierda usted cuidado.
En efecto, al poco rato el tren detuvo un instante su marcha; sólo el
tiempo necesario para que marido y mujer dijesen a Andrés:--Buenas
tardes, caballero, feliz viaje--y se bajasen con la premura que les
consentía la pesadumbre de sus cuerpos.
Tornó a quedarse el joven solo. No tardó en abrirse nuevamente el valle,
ofreciéndose a los ojos del viajero con amena perspectiva. Era más
fértil y frondoso que el de Navaliego, pero menos extenso: un río de
respetable caudal corría por el medio: las colinas, que por todas partes
lo circundaban, de mediana elevación y cubiertas de árboles. Allá, a lo
lejos, los ojos del joven columbraron un grupo de chimeneas altas y
delgadas como los mástiles de un buque y adornadas de blancos y negros y
flotantes penachos de humo. En torno suyo, una población cuya magnitud
no pudo medir entonces. Era la metalúrgica y carbonífera villa de Lada.
Mucho humo, mucho trajín industrial, mucho estrépito, muchas pilas de
carbón, muchos rostros ahumados.
Al apearse del tren vaciló un momento acerca de lo que había de hacer.
Decidiose a interrogar al primer mozo que le salió al paso.


IV

--Oiga usted: ¿me podría informar si hay en la villa algún alquilador de
caballos?
--Sí, señor; hay dos.
--¿Quiere usted guiarme a casa de uno de ellos?
Pero en aquel momento un joven alto, de nariz abultada y bermeja,
vestido decentemente con pantalón y chaqueta negros, bufanda al cuello,
negra también, y ancho sombrero de paño, también negro, los abocó,
preguntando al viajero:
--¿Sería usted, por casualidad, el sobrino del señor cura de Riofrío?
--Servidor.
--Pues vengo de parte de su señor tío para que, si gusta de ir conmigo a
las Brañas, lo haga con toda satisfacción. Tengo en la cuadra dos
caballerías...
El enviado del cura mantenía suspendido el sombrero sobre la cabeza, sin
quitárselo por entero ni acabar de encajárselo.
--¡Ah! ¿Viene usted de parte de mi tío? ¡Cuánto me alegro!... Pero
póngase, por Dios, el sombrero... No esperaba yo esa atención... Pues
cuando usted guste... Lo peor es el baúl... no sé cómo lo hemos de
llevar...
--Que se lo traiga un mozo hasta la posada, y de allí podrá marchar en
un carro... El carretero es de satisfacción.
--Perfectamente... Vamos allá.
Ambos se emparejaron, entrando en la industriosa villa como dos antiguos
conocidos.
--Vaya, vaya... pues la verdad, no esperaba yo que mi tío me enviase
caballo... No le decía categóricamente el día en que había de llegar.
--Tampoco me lo dio él como seguro. Yo tenía asuntejos que arreglar
aquí, en Lada, y pensando venir hoy, se lo dije... Entonces me
dijo:--Hombre, Celesto, mañana puede ser que venga un sobrino mío en el
tren de la tarde: ¿quieres llevar mi caballo por si acaso?...--Oro
molido que fuera, señor cura... ¡Vaya, que no faltaba más!
--Pero lo raro es que usted me haya conocido tan pronto.
Celesto hizo una mueca horrorosa con su nariz multicolora. Porque es
tiempo de manifestar que la nariz del mensajero no era bermeja, como a
primera vista le había parecido a Andrés, sino que, dominando este color
notablemente, todavía dejaba que otros matices, tirando a amarillo,
verde y morado, se ofreciesen con más o menos franqueza entre los muchos
altibajos y quebraduras que la surcaban. En verdad que era digna de
examen aquella nariz. Un geólogo hubiese encontrado en ella ejemplares
de todos los terrenos volcánicos.
--¡Ca, no señor, no es raro! El señor cura tuvo cuidado de
decirme:--Mira, mi sobrino viene muy delicadito, casi hético el
pobrecito; de modo que no te será difícil conocerlo... Y
efectivamente...
No dijo más porque comprendió que no debía decirlo. Andrés se puso
triste repentinamente, y caminaron en silencio hasta llegar a la posada,
que estaba a la salida de la villa. Fueron a la cuadra, enjaezó Celesto
los caballos, sacáronlos fuera. ¡En marcha, en marcha!... No; todavía
no. Celesto no se siente bien del estómago, y se hace servir una copa de
ginebra, que bebe de un trago, como quien vierte el contenido en otra
vasija. Andrés quedó pasmado de tal limpieza y facilidad. Ahora sí; en
marcha: ¡Arre, caballo!
Los rucios emprendieron por la carretera un trote cochinero. Las
vísceras todas del joven cortesano protestaron enseguida de aquel
nefando traqueteo, y a cosa de un kilómetro clamaron de tal suerte, que
se vio obligado a tirar de las riendas del caballo.
--¿Sabe usted, amigo, que el trote de este jamelgo es un poco duro? Si
usted tuviese la bondad de ir más despacio...
--Sí, señor; con mucho gusto. Pues no le oí nunca quejarse al señor
cura de su caballo. Antes dice que es una alhaja...
--Como yo no estoy acostumbrado a esta clase de montura...
--Eso será... Aunque vayamos con calma, hemos de llegar al oscurecer a
casa.
Y ambos se emparejaron y se pusieron a caminar al paso, unas veces vivo,
otras muerto, de sus cabalgaduras.
Conforme se alejaban de la villa industrial, el paisaje iba siendo más
ameno. La carretera bordaba las márgenes de un río de aguas cristalinas,
y era llana y guarnecida de árboles. El polvo y el humo de carbón de
piedra que invadían la villa y sus contornos, ensuciándolos y
entristeciéndolos, iban desapareciendo del paisaje. La vegetación se
ostentaba limpia y briosa: sólo de vez en cuando, en tal o cual raro
paraje, se veía el agujero de una mina, y delante algunos escombros que
manchaban de negro el hermoso verde del campo.
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