El idilio de un enfermo - 01

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OBRAS COMPLETAS
DE
D. ARMANDO PALACIO VALDÉS
[imagen: A. Palacio Valdés]
TOMO I
EL IDILIO DE UN ENFERMO
MADRID
Librería de Victoriano Suárez.
PRECIADOS, NÚMERO 48.
1894
ES PROPIEDAD DEL AUTOR
MADRID.--Hijos de M. G. Hernández, Libertad, 16 dup.º


DEDICATORIA
A mi hijo.

Con grata sorpresa pude averiguar que algunas de las obras que he
lanzado a la publicidad estaban agotadas y otras a punto de estarlo. Fue
pasión incontrastable de mi ánimo, no esperanza de lucro o de gloria, la
que me arrastró a novelar en esta edad tan poco feliz para las musas.
Desde que, recién salido de las aulas, entregué mis primeras cuartillas
a la imprenta, vi claramente que no era ésa la vía para lograr los
halagos de la vanidad ni los regalos del cuerpo.
Nuestra nación se halla desde hace algunos años con disposición
indiferente, más bien hostil, hacia todas las manifestaciones del
espíritu. La pasión de lo _útil_, un sensualismo omnipotente, invade a
la sociedad española, y muy singularmente a esa clase media que en la
primera mitad del siglo tantas y tan gallardas muestras dio de su amor a
lo justo y a lo bello. La juventud, de quien suelen partir los impulsos
generosos, los anhelos espirituales, no se ocupa actualmente sino en
abrirse paso a codazos para llegar al poder, a la influencia, a la
comodidad. Mi padre me decía que, en su tiempo, viendo un joven errar
solitario con un libro entre las manos, se podía apostar a que este
libro era de versos. El tuyo te dice que actualmente hay seguridad de
que el libro es la ley municipal o un compendio de Derecho
administrativo. ¿Caminamos por este sendero a la civilización y al
engrandecimiento de la patria, o vamos derechos a la barbarie y al
desprecio de las naciones cultas? Tú o tus hijos lo sabréis. Yo moriré
antes de que se averigüe.
De todos modos, a nadie se le oculta que las letras cuentan con pocos
apasionados en España. La prensa periódica, en vez de difundirlas y
alentarlas, contribuye no poco con su desvío a la tristeza y languidez
en que vegetan. Es más; la facilidad que el primer advenedizo logra (a
condición de solicitarlo) para ver sus producciones, malas o buenas,
ensalzadas hasta las nubes, demuestra mejor aún el desdén con que se
miran.
Pero como no existe en este mundo tan relativo nada absolutamente bueno
o malo, pienso que hay en tal desvío algún motivo para regocijarse.
Cuando las letras se hallan en auge y agitan y apasionan al público y
engendran disputas y encienden la cólera de los críticos, me parece
punto menos que imposible que el escritor se sustraiga a la influencia
nociva de tanto ruido. El anhelo del aplauso y las ventajas materiales
que consigo arrastra por una parte, y por otra el temor a las censuras
de los críticos, le turban, le excitan, le impiden, en suma, escribir
con aquella serenidad sin la cual se hace imposible la producción de una
obra de arte duradera. Ya no consulta libremente el oráculo de la
naturaleza, sino las aficiones de un público tornadizo o el gusto de
algún crítico irascible, pedante y ramplón.
Por fortuna, de tales plagas, que abundan en Francia y en otras
naciones, nos vemos libres los escritores españoles. Aquí, ni el interés
con que el público acoge nuestras obras puede seducirnos, ni el látigo
de la crítica debe inspirarnos cuidado alguno. Disfrutamos de envidiable
libertad. El literato español sabe de antemano que, escriba en una forma
o en otra, sea osado o comedido, páguese del arte y la medida, o escriba
cuantos desatinos le acudan a la mente, sea realista, o romántico, o
clásico, el resultado ha de ser poco más o menos él mismo.
Y si alguna rara vez el público y la prensa tejen coronas, no son
ciertamente para los que cultivan su arte con amor y respeto, sino para
quienes le ofrecen manjares picantes y llamativos. El vulgo no agradece
que se le deleite suavemente, que se le haga pensar y sentir. Para
otorgar su aplauso es preciso que el escritor le deslumbre o por el
número de obras, o por su desmesurada magnitud, o por el relumbrón de
los efectos, o con descripciones aparatosas y prolijos análisis de
caracteres, tan prolijos como falsos, o con un lenguaje arcaico y
pedantesco. El vulgo desprecia lo sincero, lo natural, lo armónico. Para
obtener su admiración precisa ser un poco charlatán y cursi. Escritores
conozco de indisputable mérito, tanto en España como fuera de ella, a
quienes si se les quitase los granitos de charlatanería con que sazonan
sus obras, dejarían en el mismo punto de ser populares.
Pero sobre todas las cosas de este mundo, el hombre adocenado odia la
medida. Nada le enfurece tanto como ver una obra proporcionada y
armónica. Al que la produce dipútale desde luego por artista apocado y
enclenque. Componer obras monstruosas, emitir ideas estupendas, no decir
jamás algo que no sea completamente nuevo, inaudito, aunque sea un
desatino: tal es el secreto para sujetarle. Un día se entusiasmará con
cualquier escritor francés que identifique las pasiones humanas a los
ciegos impulsos de las bestias, que describa nuestros amores con la
libertad brutal y repulsiva que si se tratase de los de un toro y una
vaca: al siguiente caerá de hinojos ante un místico ruso que tenga a
pecado el amor conyugal y niegue a los tribunales el derecho a juzgar a
los delincuentes. En una u otra forma adorará eternamente la locura o la
charlatanería.
Los que como yo aborrecen lo excesivo no alcanzarán jamás sus favores.
¿Qué importa? Aunque me agrada el aplauso público, mi espíritu no vive
de él. La gloria se encuentra entre las cosas que Séneca considera
_preferibles_, no entre las necesarias. Puedo vivir feliz sin la
admiración del vulgo y los elogios de la prensa; tanto más cuanto que
de casi todos los países civilizados del globo recibo testimonios de
simpatía que me alientan y me calman.
Y, sin embargo, te lo confieso ingenuamente, hijo mío, aunque renuncio
sin dolor a los homenajes de los revisteros y a sus adjetivos
arrulladores, no puedo menos de sentir tristeza pensando que jamás seré
el héroe de una de esas ovaciones nocturnas con que la muchedumbre
obsequia a sus favoritos. No soy hipócrita; me alegraría de llegar
siquiera una noche en la vida a mi casa como un cónsul, precedido de
lictores con las fasces en alto o rodeado de cirios encendidos, como
Nuestro Señor Sacramentado cuando se digna visitar a los enfermos.
Me consuelo imaginando que los dioses me han concedido el gusto de las
artes y alguna escasa habilidad en una de ellas para embellecer y hacer
felices los días de mi vida, no para dejarlos correr en medio de las
miserables inquietudes que engendra el amor propio. Me consuelo
asimismo con la idea de que también en materia de triunfos el exceso se
paga cruelmente. La medida no es sólo la esencia del arte, sino que lo
es también del mundo entero, como afirmaba Pitágoras. Tanto vivo
persuadido de ello, que juzgo locura, como Horacio, hasta el exceso en
la virtud.
_Insani sapiens nomen ferat, æquus iniqui
Ultra quam satis est virtutem si petat ipsam._
Siempre he tenido la intuición de esta gran verdad, que nutrió al pueblo
más grande que ha pisado la tierra y produjo el arte más asombroso. En
casi todas mis obras se hallará como tendencia más o menos ostensible.
Desgraciadamente, como la reflexión y el estudio no la habían
confirmado, me aparté de ella en diversas ocasiones. Falsos conceptos
unas veces, otras estímulos de vanidad literaria, me arrastraron a
hacerlo.
Me arrepiento, en primer término, de haber principiado a novelar
demasiado pronto. En la edad juvenil se puede ser excelente poeta
lírico, pero no cultivar con acierto un género tan objetivo como la
novela realista. Sólo en la edad madura es dado al artista emanciparse
de los lazos con que su sensibilidad le ata al mundo fenomenal y
adquirir la calma, la perfecta serenidad necesaria para concebir y
penetrar en el carácter de sus semejantes.
Asimismo deploro el empleo de ciertos efectos de relumbrón que hallarás
en algunas de mis obras. Cuando salieron de mi pluma ten por seguro que
no atendía al consejo de las musas, sino al gusto depravado de un vulgo
frívolo y necio.
Me pesa, finalmente, de haber escrito más de lo que debiera. La
fecundidad tal como el vulgo de los críticos la entiende es, en mi
opinión, un vicio, no cualidad digna de aplauso. Para que las obras de
arte se acerquen a la perfección y nazcan viables, es menester que se
nutran antes largo tiempo en el cerebro y se trabajen con sosiego. No se
me oculta que hay espíritus privilegiados a quienes basta poco tiempo
para engendrar y producir frutos delicados; pero juzgo que ni aun a
estos mismos les perjudicará un saludable retraso. Recuérdese el ejemplo
de Goethe, que concibió a los veinte años la idea de Fausto y no terminó
su inmortal poema hasta los ochenta. Actualmente, oprimidos unas veces
con el afán de lucro, otras con la pasión de la gloria, los que
escribimos para el público vivimos en una fiebre devoradora de
producción. El público exige a cada instante _novedades_: es menester
servírselas, aunque vayan hilvanadas. Si no aparece cada poco tiempo un
libro nuevo en los escaparates de los libreros, pensamos con terror que
se nos va a olvidar, sin prever que ése es el medio más seguro para
ello; porque ese público cuya atención anhelamos cautivar a toda costa
es un Saturno que devora nuestros pobres libros sin digerirlos: es igual
que le den a mascar carne de dioses o piedras berroqueñas.
No, compañeros, no: tratemos de producir obras sazonadas, sacando de
nuestro ingenio todo el partido posible. Quien haya producido una sola
obra en su vida, si es bella, jamás será olvidado. No nos fatiguemos en
dilatar nuestra popularidad agradando a la muchedumbre, sino en obtener
la aprobación de los pocos hombres de gusto que existen en cada
generación. Éstos son los que al cabo imponen su criterio. Si así no
fuese, si el renombre del escritor dependiese de la turbamulta, ni el
_Quijote_, ni la _Iliada_, ni la _Divina Comedia_, ni ninguna de las
obras maestras del ingenio humano, serían estimadas en lo que merecen.
La fecundidad del escritor no debe medirse por el número de sus obras,
sino por el tiempo que éstas duran en la memoria de los hombres.
Escritor fecundo es aquel que a través de las edades hace sentir su
influencia, _fecundiza_ con su obra el pensamiento de la posteridad,
vive con todas las generaciones, las acompaña, las instruye, les hace
gozar y sentir. En este supuesto, Cervantes con un solo libro es más
fecundo que Lope de Vega con sus millares de comedias.
Lejos, pues, de enorgullecerme por el número de obras que llevo
escritas, me avergüenzo pensando en los grandes escritores que tras
larga y laboriosa vida no han producido otro tanto. Es un vicio de la
época al cual tampoco he podido sustraerme.
Nadie recorrerá las muchas páginas que seguirán a ésta con igual
paciencia que tú, hijo mío. En ellas leerás la historia íntima de mi
pensamiento. Sobre ellas he exprimido la sangre de mi corazón. A ti te
las dedico, no a ningún prócer que las ponga bajo su amparo, no a ningún
crítico que las defienda y las alabe. Alguna vez, leyéndolas, las
lágrimas se agolparán a tus ojos. ¡Llora, sí! Harta razón tendrás para
ello. Por debajo de la ficción verás palpitar la tremenda realidad,
adivinarás los tormentos de tu padre y tu propia desdicha. Lo que para
los demás es fábula más o menos divertida, para ti será triste y solemne
confesión. Poco vale desde el punto de vista del arte, pero he gozado
escribiéndola. No hay medio más eficaz de suavizar nuestros dolores, de
aplacar nuestra cólera y arrojar el veneno de las pasiones que verlas
reflejadas en el espejo de una obra de arte.
Ninguna otra recompensa espero. Estoy plenamente satisfecho. Pero si al
recorrer el mundo, cuando llegues a la edad viril, escuchando tu nombre,
algunos ojos brillan con simpatía, algunas manos se extienden hacia ti,
será quizá que alguien recuerde todavía los cantos de tu padre.
Estréchalas, hijo mío: recibe esta simpatía como una herencia sagrada.
Corta es, pero ha sido ganada con alegría y sin mancilla.


Il a tout, il a l'art de plaire,
Mais il n'a rien s'il ne digère.
VOLTAIRE.
I

Abriose la puerta y entró en la sala un joven flaco, que saludó a los
circunstantes inclinando la cabeza. Las dos señoras, sentadas en el
diván de damasco amarillo, y el caballero de luenga barba, situado al
pie del balcón, le examinaron un momento sin curiosidad, contestando con
otra levísima cabezada. El joven fue a sentarse cerca del velador que
había en el centro, y se puso a mirar las estampas de un libro
lujosamente encuadernado.
Reinaba silencio completo en la estancia esclarecida a medias
solamente. La luz del sol penetraba bastante amortiguada al través de
las persianas y cortinas. Detrás de la puerta del gabinete vecino
percibíase un rumor semejante al cuchicheo de los confesonarios.
El caballero de la barba se obstinaba en mirar a la calle por las
rendijas de la persiana, dándose golpecitos de impaciencia en el muslo
con el sombrero de copa. Las señoras, sin despegar los labios y con
semblante de duelo, paseaban la mirada repetidas veces por todos los
rincones de la sala, cual si tratasen de inventariar la multitud de
objetos dorados que la adornaban con lujo de relumbrón.
Al cabo de buen rato de espera, se entreabrió la puerta del gabinete y
escucháronse las frases de cortesía de dos personas que se despiden. La
señora que se marchaba cruzó la sala con una hermosa niña de la mano y
se fue dando las buenas tardes. El doctor Ibarra asomó la cabeza calva y
venerable, diciendo en tono imperativo:
--El primero de ustedes, señores.
Adelantose con prontitud el caballero impaciente. Y volvió a reinar el
mismo silencio.
El joven flaco siguió hojeando el libro de estampas, que era un tratado
de indumentaria, sin hacerse cargo del minucioso examen a que le estaban
sometiendo las dos señoras del diván. Era casi imberbe, dado que el
tenue bozo que sombreaba su labio superior no merecía en conciencia el
nombre de bigote. A pesar de esto, se comprendía que no era ya
adolescente. Los lineamientos de su rostro estaban definitivamente
trazados y ofrecían un conjunto agradable, donde se leían claramente los
signos de prolongado padecer. Alrededor de los ojos negros y brillantes
advertíase un círculo morado que les comunicaba gran tristeza; en los
pómulos, bastante acentuados, tenía dos rosetas de mal agüero, para el
que haya visto desaparecer deudos y amigos en la flor de la vida.
En tanto que el barbado caballero se estuvo dentro con el doctor,
nuestro joven continuó repasando los preciosos cromos del libro con sus
dedos tan finos, tan delicados, que parecían hacecillos de huesos
prontos a quebrarse. ¿Pero con tales manos puede un hombre trabajar? ¿Se
puede defender? Eran las preguntas que a cualquiera le ocurrirían
mirándolas. Las señoras del diván contempláronlas con lástima y se
hicieron una leve señal con los ojos, que quería decir: ¡pobre joven!
Después se hicieron otra señal, que significaba: ¡qué pantalones tan
bonitos lleva, y qué bien calzado está! Indudablemente aquel muchacho
les fue simpático. La vieja se irritó en su interior contra las mujeres
infames, como hay muchas en Madrid, que se apoderan de los chicos y les
beben la sangre, al igual de las antiguas brujas. La joven pensó
vagamente en salvarle la vida a fuerza de amor y cuidados.
--El primero de ustedes, señores--dijo nuevamente el doctor Ibarra,
despidiendo al caballero, que salió grave y erguido como un senador
romano.
Las dos señoras avanzaron lentamente hacia el gabinete. Antes de
encerrarse, la niña dirigió una mirada de inteligencia al joven flaco,
tratando sin duda de decirle: «No soy yo la que vengo a consultar; es
mi madre. Gracias a Dios, yo estoy buena y sana para lo que usted guste
mandar.» Los labios del joven se plegaron con sonrisa imperceptible y
siguió examinando el pintoresco manto de un caballero de la Orden de
Alcántara que le había dado golpe, al parecer. No obstante, de vez en
cuando volvía los ojos con zozobra hacia la puerta del gabinete. Trataba
inútilmente de reprimir la impaciencia. Aquellas señoras tardaban mucho
más de lo que había contado. Dejó el libro, se levantó, y como no había
nadie en la sala, se puso a dar vivos paseos sin perder de vista el
pestillo, cuyo movimiento esperaba. Al cabo de media hora sonó por fin
la malhadada cerradura; pero aún en la puerta se estuvieron las señoras
largo rato despidiéndose. Cuando terminaron, la niña le miró: «No tengo
la culpa de que usted haya esperado tanto: ha sido mamá ¡que es tan
pesada!» El joven contestó con otra mirada indiferente y fría y entró en
el gabinete. La niña salió de la sala con un nuevo desengaño en el
corazón.
Era el célebre doctor Ibarra un anciano fresco y sonrosado, pequeñito,
con ojos vivos y escrutadores, todo vestido de negro. El gabinete donde
daba sus consultas distaba mucho de estar decorado con el lujo cursi y
empalagoso de la sala. Se adivinaba que el doctor, al amueblarla, siguió
el modelo de todas las salas de espera, al paso que en el gabinete había
intervenido más directamente con sus gustos y carácter un tanto
estrafalarios, resultando una decoración severa y modesta, no exenta de
originalidad. La mesa en el centro, las paredes cubiertas de libros, y
el suelo también, dejando sólo algunos senderos para llegar al sofá y a
la mesa. Por uno de ellos condujo el doctor, de la mano, a nuestro
joven, hasta sentarlo cómodamente, quedándose él en pie y con las manos
en los bolsillos. Después de permanecer inmóvil algunos instantes
examinando con atención el rostro desencajado de su cliente, dijo
poniéndole una mano en el hombro:
--¿Es la primera vez que viene usted a esta consulta?
--Sí, señor.
--Bien; diga usted.
El joven bajó la vista ante la mirada penetrante del médico, y profirió
con palabra rápida, donde bajo aparente frialdad se traslucía la
emoción:
--Vengo a saber la verdad definitiva sobre mi estado. Estoy enfermo del
pecho. El médico que me ha reconocido dice que me encuentro en segundo
grado de tisis pulmonar, y por si la ciencia tiene aún algún remedio
para mi mal, me dirijo a usted, que está reputado como el primer médico
que hoy tenemos.
--Muchas gracias, querido--contestó el doctor, dirigiéndole una larga
mirada de compasión.--Le reconoceré a usted y le diré mi opinión con
franqueza, pues que así lo desea... Pero antes de que procedamos al
reconocimiento, necesito saber los antecedentes de su enfermedad...
Vamos a ver... ¿Cuánto tiempo hace que está usted enfermo?
--En realidad, puedo decir que lo he estado siempre. Apenas recuerdo
haber gozado un día de completa salud. Siempre he tenido una naturaleza
muy enclenque, y he padecido casi constantemente... unas veces de uno y
otras veces de otro... generalmente del estómago.
--¿Malas digestiones?
--Sí, señor; siempre han sido muy difíciles.
--¿Con dolores?
--No los he tenido hasta hace poco. Durante la niñez he padecido mucho.
A los catorce o quince años empecé a sentirme mejor, a comer con más
apetito y me puse hasta gordo, dado, por supuesto, mi temperamento; pero
al llegar a los veinte, no sé si por el mucho estudiar o el desarreglo
de las comidas, o la falta de ejercicio, o todo esto reunido, volvieron
a exacerbarse mis enfermedades, y puedo decir que, durante una larga
temporada, mi vida ha sido un martirio. Después mejoré cambiando de
vida; pero he vuelto a recaer hace ya algún tiempo.
--¿A qué ocupaciones se dedica usted?
El joven vaciló un instante y repuso:
--Soy escritor.
--Mala profesión es para una naturaleza como la suya. Las
circunstancias con que ustedes trabajan generalmente... a las altas
horas de la noche, hostigados por la premura del tiempo... la falta de
ejercicio... y el trabajo intelectual, que ya de por sí es
debilitante... ¿Y dice usted que de algún tiempo a esta parte se ha
recrudecido la enfermedad del estómago?
--El estómago, no tanto: lo peor es la gran debilidad que siento en todo
mi organismo desde hace tres o cuatro meses. Una carencia absoluta de
fuerzas. En cuanto subo cuatro escaleras, me fatigo. No puedo levantar
el peso más insignificante...
--¿Ha tenido usted algún síncope, o siente usted mareos de cabeza?
--Mareos, sí, señor; pero nunca he llegado a perder el sentido. Sin
embargo, en estos últimos tiempos he temido muchas veces caerme en la
calle.
--¿Tose usted?
--Hace un mes que tengo una tosecilla seca, y el lunes he esputado un
poco de sangre. Me alarmé bastante y fui a consultar con un médico que
conocía...
--¿La sangre vino en forma de vómito o mezclada con saliva?
--Nada más que un poquito entre la saliva.
--Antes, ¿no había usted consultado?
--Sí, señor, muchas veces; pero como se trataba de una enfermedad
crónica, me iba arreglando con los antiguos remedios: el bicarbonato, la
magnesia, la cuasia...
--Bien; deme usted la mano.
El doctor Ibarra estuvo largo rato examinando el pulso del joven.
Después, observó con atención sus ojos, bajando para ello el párpado.
Quedose algunos momentos pensativo.
--Desearía reconocerle el pecho.
--Cuando usted guste. ¿Es necesario que me desnude?
--Sería mejor. Aquí no hace frío.
El joven empezó a despojarse velozmente. Parecía tranquilo a primera
vista. No obstante, quien le observase con cuidado, notaría que había
crecido un poco la palidez de su rostro, y que tenía las manos trémulas.
Cuando estuvo desnudo de medio cuerpo arriba, interrogó con la mirada
al médico. Éste consideró el miserable torso que tenía delante, con
profunda lástima. Las costillas pudieran contarse a respetable
distancia: el cuello salía de sus estrechos hombros largo y delgado, y
adornado con prominente nuez. Hízole seña de que se tendiese en el sofá
y fue a sacar de un armario el estetoscopio. Después se coloco de
rodillas al lado del sofá, y comenzó el reconocimiento. El doctor se
entretuvo largo rato a palpar y repalpar el pecho, apoyando los dedos y
dando sobre ellos repetidos golpecitos. En el lado derecho algo le llamó
la atención, porque acudía allí con más frecuencia. Nada turbaba el
silencio del gabinete. El joven observaba de reojo la fisonomía
impasible del doctor. Una mosca se puso a zumbar tristemente en torno de
ellos. Pero aún más triste zumbaba el pensamiento por el cerebro de
nuestro enfermo, quien sentía escapársele la vida cuando se hallaba en
los umbrales. Todos los instantes de dicha que había gozado acudieron en
tropel a su imaginación: la vida se le presentó engalanada y risueña,
como una mujer hermosa que le esperase: hasta sus dolores y quebrantos
le parecieron amables en aquel momento en que le iban a notificar que
dejaría de sentirlos para siempre. No obstante, si sus ideas y recuerdos
le pusieron triste, no consiguieron enternecerle. Había en su alma tal
fondo de entereza y orgullo, que consideraba indigno asustarse con la
perspectiva de la muerte.
El doctor tomó el instrumento, se lo puso sobre el pecho y aplicó el
oído.
--Tosa usted... así... no tan fuerte... Ahora respire usted con fuerza y
acompasadamente.
Hubo un largo silencio.
--Vuélvase usted un poquito... así... Tosa usted otra vez... Basta...
Respire usted con fuerza...
Nuevo silencio, durante el cual el enfermo comenzó a acariciar una idea
horrible.
--Ahora hable usted.
--¿De qué quiere usted que hable?
--Recite versos, ya que es usted literato.
--Bueno, recitaré los que más me convienen en este momento--repuso el
joven sonriendo con amargura. Y empezó a decir en voz alta la admirable
poesía de Andrés Chenier, titulada _Le Jeune malade_.
Cuando hubo recitado algunos versos, el médico le interrumpió:
--Basta... Siga usted respirando tranquilamente.
Tornó a reinar el silencio. Un larguísimo rato se estuvo el médico con
el oído atento a lo que en las profundidades del pecho de nuestro joven
acaecía, explorando los más leves movimientos, los ruidos más
imperceptibles, como el ladrón que fuese de noche a penetrar en una
casa. A veces creía sentir los pasos de la muerte, como el soldado los
de su enemigo, y la frente del anciano se arrugaba, pero volvía a
serenarse al momento, adquiriendo expresión indiferente. Su atención era
cada vez más profunda. En tanto, el paciente tenía fijos en el techo los
ojos, donde empezaban a dibujarse las señales de una sombría decisión.
Las cejas se fruncían: las negras pupilas despedían miradas cada vez más
duras y tristes.
El doctor levantó al fin la cabeza, y preguntó fríamente:
--¿Qué médico le ha dicho a usted que estaba en segundo grado de tisis?
--Ninguno--repuso el enfermo con la misma frialdad.
El anciano se puso en pie vivamente, y le miró lleno de estupor. Después
se santiguó exclamando:
--¡Jesús qué atrocidad!--Y sonriendo con benevolencia:--Ha hecho usted
una locura, joven. ¿Qué hubiese usted ganado con que le dijera que se
moría?
--Saberlo de un modo indudable.
--Muchas gracias; ¿y después?
--Después... después... después yo no sé lo que hubiera pasado.
--Sí, lo sabe usted... pero más vale que no lo diga. Afortunadamente, le
ha salido bien la treta; porque no necesito decirle que no tiene usted
ningún pulmón lesionado: sólo hay un leve desorden en las funciones. Lo
que usted tiene, salta a la vista de cualquiera, porque lo lleva escrito
en el rostro: es la enfermedad del siglo XIX, y en particular de las
grandes poblaciones. Está usted anémico. La dispepsia inveterada que
padece no acusa tampoco ninguna lesión en el estómago, y es
perfectamente curable. No tiene usted, por consiguiente, nada que temer,
_por ahora_. Recalco estas palabras para que usted comprenda que urge
ponerse en cura, porque a la larga, esta enfermedad engendra la que
usted creía ya tener... Y ahora se ofrece para mí una grave dificultad.
Yo puedo recetarle algunos medicamentos que le aliviarían, pero sólo
momentáneamente. Mientras subsistan sus causas, la enfermedad no se
curará radicalmente, y le hará a usted padecer cruelmente toda la vida,
y al cabo concluirá con ella demasiado pronto... Hábleme usted con
franqueza... Nosotros, los médicos, somos los confesores de los hombres
que no creen en la confesión... ¿Es usted casado, o soltero?
--Soltero.
--Pero usted tiene una mujer que le ama demasiado...
--Acaso...--repuso el joven sonriendo y ruborizándose levemente.
--¿Tendría usted fuerzas para alejarse de ella por una temporada?
La frente del enfermo se arrugó, y sus ojos adquirieron expresión fija y
dura.
--No deseo otra cosa.
--Perfectamente... ¿Y pudiera usted también dejar sus negocios y pasar
una larga temporada en el campo, sin hacer absolutamente nada?
--Creo que sí.
--Entonces nos hemos salvado. No importa que sea un sitio u otro donde
usted vaya, en el Norte o en el Mediodía; lo indispensable es que usted
descanse y respire aire más puro, que corra usted entre los árboles unas
veces y otras al sol, que coma usted alimentos suaves y nutritivos, que
se levante usted temprano y no se retire tarde, que trueque, en fin, la
vida artificial y antihigiénica que lleva, por otra natural y sencilla,
y que dé a ese pobre cuerpo lo que está reclamando a gritos.
El anciano médico se alargó todavía bastante dándole consejos sobre su
proceder en lo futuro. El joven le escuchó religiosamente,
concediéndole la razón en su interior. Cuando hubo terminado, se levantó
y quiso pagarle. El médico no lo consintió: sentía mucha simpatía hacia
los jóvenes escritores, y en el caso presente comprendíase que la
simpatía era aún más viva. Llevole de la mano hasta la puerta de la
estancia, y al despedirse le pronunció otro corto discurso, dándole
afectuosas palmaditas en el hombro:
--No ser loco, no ser loco, joven. Tenga firme por la vida, que usted no
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