El doncel de don Enrique el doliente, Tomo IV (de 4) - 5

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antes de declarar infame al doncel tu favorito es fuerza esperarle en
el palenque todo el dia de hoy; si entonces no compareciere, á pesar
de los pregones que habrán de repetirse en ese tiempo tres veces, la
acusadora será ejecutada.
—Ya lo oís, señora, continuó su alteza; dentro de una hora concurrirá
la corte al sitio del combate.
Una nube de tristeza profundísima enturbió la frente pálida de
Elvira, que quedó sumergida en el silencio de la desesperacion. Don
Enrique de Villena triunfaba, y una mal reprimida sonrisa se dibujaba
en sus labios. Hernan Perez de Vadillo parecia desesperado de no
tener contrario, y de la inopinada tardanza.
—Señora, dijo don Luis Guzman, que veía con despecho triunfar á su
enemigo, llegándose al oido de la infeliz acusadora; si mi brazo
puede seros útil ved que diera mil vidas por ser el acusador.
—¡Ah! señor, repuso Elvira dirigiendo al caballero una mirada de
agradecimiento, dejad morir á una desdichada. Levantó entonces los
ojos al cielo, y añadió para si con dolorosa espresion. ¡Él ha muerto
tambien! ¡Y mi esposo me desprecia! Bajó en seguida los ojos, y dos
farautes, notando el pequeñísimo diálogo que quisiera prolongar don
Luis Guzman, la separaron, advirtiendo á éste que la ley prevenia
toda incomunicacion con la acusadora.
Bajó entre tanto su alteza del trono, y preparóse la corte á asistir
al sitio del combate, donde debia esperarse al campeon de Elvira.
Don Luis Guzman vió salir á todos con despecho reconcentrado. Su
silencio y su gesto manifestaban cuánto destrozaba su alma impetuosa
el próximo triunfo que esperaba á su rival, y que él habia tratado en
vano de impedir con su intempestiva y no aceptada generosidad.
[Ilustración]


CAPITULO XXXVIII.
Traidor sois, Payo Rodriguez,
el mayor que ser podia.
Yo vos haré conocer
ser verdad lo que decia.
Entraré con vos en lid
y en ella vos venceria.
—Mentides, Rui Paez Viedma,
Pai Rodriguez respondia.
Por eso sois vos reptado,
no yo que nada debia.
Diéronse luego sus gages,
y en el campo entrado habian.
Procuran de se matar
muy cruel batalla habian.
_Sepúlveda_, _Rom._

—¿Pararemos aqui, si os parece? decia deteniendo su mula á la puerta
de la hospedería de Andujar un hombre de quien ya hemos dado una
pequeña muestra en la cena á oscuras que describimos en capítulos
anteriores.
—Como gusteis, repuso su compañero de viaje, á quien solo por su
muletilla favorita habrán conocido ya nuestros lectores.
—¡Ah, de la hospedería! ¡Buena gente!
—¿Quién es la buena gente? replicó una voz agria y descompasada,
semejante al desapacible chirrido de una chicharra, la cual salia del
endeble cuerpo de una vieja mal humorada que acababa de asomarse á
una fenestra. No hay posada.
—Como gusteis, replicó apeándose Nuño; pero reparad, buena Beatriz,
que somos, es decir, que soy vuestro compadre el de Arjonilla...
—¡Si digo que está llena la casa! no hay posada, compadre, tornó á
decir la vieja.
—Como gusteis, Beatriz; pero ved que no la pido para mí, sino para
esta mi bestia, que es como sabeis la niña de mis ojos; no hay mula
mejor en la comarca: miradla despacio; es compra que le hice al prior
del convento de Arjonilla; miradla, y compadeceos y hacedla un lugar
en la cuadra.
—Os digo, replicó la vieja, que como no querais meterla conmigo
en mi camaranchon, no hay donde. Y no canseis, Nuño, concluyó la
vieja; cerró despues de golpe la ventana, y se alejó con un gruñido
prolongado, como se aleja tronando la tempestad.
—¡Buenas noches! dijo soltando una carcajada el compañero de viaje de
Nuño.
—¡Maldita vieja! dijo Nuño. ¡Cuerpo de Cristo!
—Vaya, Nuño, no os desespereis. Está visto que ha venido media
Andalucía á la fama del juicio de Dios que se celebra por la prueba
del combate en este pueblo, que Dios bendiga.
—¿Y qué hacemos, señor montero? ¿Os parece que nos recibirá en su
audiencia el señor justicia mayor con mulas y todo?
—Paréceme que no; pero pudieran quedar las bestias con el mozo en las
afueras del pueblo.
—Como gusteis, repuso el buen Nuño.
Apeáronse nuestros viajeros, y dejadas las caballerías al mozo,
dirigiéronse hácia el palacio, donde se hallaba la corte hospedada.
—Hé aqui lo que yo digo, iba refunfuñando el montero. Dad el pie,
y os tomarán la mano. Ofrecíme á hacer un servicio á Peransurez,
y exigióme ciento. ¿No era bastante andar un dia entero tras unos
hábitos viejos de nuestro padre San Francisco, que no fue poca
fortuna encontrar, merced á las muchas liebres que regala uno al
padre sacristan? No, sino veníos despues con letras para el señor
justicia mayor de no sé qué dueña ó qué doncella encantada... ¡Voto
va! ¡Muchacho! añadió el montero deteniendo á uno que corria hácia la
plaza del pueblo, ¿nos daréis razon del señor justicia mayor?
—¡Ah señor! en mala hora venís, repuso el muchacho; ya no dejan
pasar los archeros y ballesteros hácia palacio; la corte va á salir
al palenque... ¿no veis cómo corre todo el mundo? Si venís á ver el
duelo, mejor haréis en llegaros á la plaza. Acaso podréis acercaros
al señor justicia mayor, que ha de estar alli, dijo el muchacho, y
siguió corriendo. Agrupábase la gente cada vez mas por todas partes,
y bien vieron nuestros viajeros que no les quedaba mas recurso que
seguir el consejo del muchacho.
—¡Ea! vamos, dijo Nuño; si alli le podemos dar alcance, sea en buen
hora; sino tenga Peransurez paciencia, y acabada la fiesta haréis su
comision: ¿ha de correr tanta prisa?
—Mucho me dijo que urgía, pero á la buena de Dios. El hombre
propone...
—Y Dios dispone, concluyó el buen Nuño. Siguieron en seguida el
curso de la gente, y no tardaron en llegar á la plaza.
Habíase construido un palenque de ochenta pasos de ancho y de
cuarenta de largo; en una estremidad un cadalso se hallaba levantado,
y ricamente entapizado de paños negros; en él debian sentarse los
jueces del campo. Hácia el comedio de uno de los lados un balconcillo
de madera, forrado de paño color de grana bordado de oro, debia
servir para el rey y su comitiva. Al uno y otro lado del palenque
dos garitas, semejantes á las que se construyen en el dia para los
centinelas, estaban destinadas para dos hombres, que debian dar desde
ellas lanzas y armas nuevas á los combatientes, en el caso de romper
las suyas en los primeros encuentros sin acabarse el duelo.
Al rededor del palenque, y donde habian dejado lugar para ello las
bocas calles, habian arrimado los habitantes carros y carretas para
ver mas cómodamente el tremendo combate. Coronaba ya la concurrencia
los puntos mas altos de la plaza, y empujábanse las gentes unas á
otras en los mas bajos para alcanzar puesto cuando llegaron Nuño y su
compañero.
—¿Habeis oido decir por qué es el duelo? preguntaban unos.
—Sí; respondian otros. El nigromante de don Enrique de Villena, que
hechizó á su muger, es acusado por ello.
—Bien hecho: no, sino que nos hechicen cada y cuando quieran esas
gentes que tienen pacto con el diablo.
—Callad, maldicientes, gritaba una vieja ¿Qué sabeis vosotros de lo
que decís? No la hechizó, sino que la condesa desapareció, y aseguran
que fue muerta por unos bribones pagados, á causa de unos amores, lo
cual se supo porque noches antes le habian dado una serenata...
—¡Ah! ¡ah! ¡ah! mirad la madre Susana con lo que nos viene, esclamaba
otro. Matóla su marido, si señor, y hay quien sabe el por qué.
¿Hubiera si no, una dama tan discreta y hermosa como la señora
Elvira, muy amiga por cierto de la condesa y que estaba en sus
secretos, cometido la ligereza de...?
—Eso no, ¡pesia mí! maese Pedro, interrumpió un mozalvete mal
encarado; ¡que no ha menester una muger muchos motivos para cometer
una ligereza!
—¡Calle el deslenguado! gritaba una doncella bien apuesta, y ataviada
para el combate como para una funcion; ¿qué sabe él lo que son
mugeres? Deje crecer sus barbas y hable de tirar piedras.
—En hora buena, replicó el mozo; pero lo que yo digo es, que el
combate no se verificará...
—¿No, eh?
—No señor; porque el campeon de la acusadora no parece.
—Sí parecerá, repuso un recien llegado. En alguna redoma.
—¡Oh! y qué bien decís, ¡voto á tal! hay quien asegura que entre el
judío... maldiga Dios á los judíos.
—Amen.
—Amen.
—Amen.
—Pues sí; hay quien dice que entre el judío y el de Villena han
echado un conjuro al señor doncel, aquel caballero tan cumplido, y le
tienen en una redoma mas larga que la cigüeña de la torre, donde ha
de estar cuarenta dias para convertirse luego en cuervo como el rey
Artus.
—¡Otra tenemos! gritó soltando la carcajada un petrimetre incrédulo
de aquel tiempo. ¡Buena está la invencion de la redoma! El hecho de
verdad es que ese caballero tan cumplido andaba enredado en amores
con la dama acusadora; hálos sorprendido el marido, y...
—¡Jesus! ¡Jesus! Dios nos perdone, y qué cosas oye uno á los
barbilampiños de estos tiempos, esclamó una dueña quintañona,
hincando el codo para pasar, y mirando con ojos zainos á un mancebito
que parecia mas reservado que el que tenia la palabra. ¡Hé aqui por
tierra en un instante el honor de una dueña!
—Vaya, madre, no se enfade, repuso el que habia recibido la repasata,
y cuide de su honra, sin andar enderezando la de nadie, que todos
habemos menester...
—¿Qué irá á decir el desvergonzado? interrumpió toda azorada y
encendida la quisquillosa mogigata.
—¡Ea! ¡ea! dijo Nuño; dejen esas cuestiones, y miren á los
trompeteros que se entran ya en el palenque. Seor montero, veníos
hácia acá; continuó, y veamos de dar la vuelta á la plaza, por si
podemos llegar á dar esas letras que traeis al señor justicia mayor.
Acababan de entrar efectivamente en el palenque dos trompeteros
anunciando con fúnebre sonido el principio de la ceremonia del
combate. Venia detras de las trompetas un rey de armas y dos
farautes. Seguian ministriles con instrumentos músicos, y varios
ministros del justicia mayor; dos notarios para testimoniar y dar
fé de lo que acaeciese; los dos jueces del campo elegidos por su
alteza, que fueron el muy buen condestable don Rui Lopez Dávalos y
el juicioso y entendido en armas y letras don Pedro Lopez de Ayala.
Detras el justicia mayor Diego Lopez de Stúñiga, vestido como los
demas de gala y ceremonia cerraba la comitiva. Subió toda al cadalso
revestido de paño negro, en el cual se colocó segun la preeminencia
de puestos debida al empleo de cada uno, y á ella se agregaron dos
persevantes. Entró en seguida en su balconcillo, ó mirador, su alteza
acompañado de su físico Abenzarsal, del arzobispo de Toledo, de su
confesor fray Juan Enriquez, y de varias dignidades de palacio que á
semejantes oficios debian seguirle.
Proveyeron los jueces la liza de gente de armas que asegurase el
campo, y fueron treinta buenos escuderos con mas ballesteros y
piqueros; de los cuales colocáronse unos en ala bajo el balconcillo
de su alteza, y otros en varios puntos estremos de la liza.
Entró en seguida un eclesiástico, y dirigiéndose hácia el estremo
enfrente de los jueces, donde habian hecho levantar estos un altar
con preciosas reliquias y ricos ornamentos, y en el cual debia
celebrarse el santo sacrificio de la misa.
Enfrente del balconcillo de su alteza habíanse levantado, bastante
apartados entre sí, dos pequeños cadalsos de tablazon revestidos
de paños negros bordados de oro; hasta el uno entró conducida y
custodiada por cuatro archeros una muger jóven cubierta de un velo
negro que la tapaba toda: ocultaba su blanca espalda y torneada
garganta su cabellera brillante como el ébano. No era ya aquella
perfecta hermosura fresca y lozana que habia deslumbrado tantas
veces á la corte toda de don Enrique el Doliente. Su rostro pálido y
prolongado por la contínua afliccion; sus ojos hundidos y rodeados de
un cerco oscuro; su frente mancillada por la adusta mano del dolor;
su mano descarnada y trémula; su paso vacilante y sus ardientes
lágrimas manifestaban cuán grande era su pesar. Seguíala al lado,
vestido de gala, el pagecillo Jaime, que de ver llorar á su prima
lloraba tambien, y que la dirigia de cuando en cuando palabras de
consuelo, de las cuales no eran contestadas unas, y otras ni siquiera
oidas.
Hasta el otro cadalso ó tablado entró el ilustre conde de Cangas y
Tineo, ricamente vestido, alta la cabeza y arrogante el paso. Llevaba
rico jubon de raso negro columbino; calzas justas; un bohemio de paño
negro guarnecido del mismo color; manga larga y angosta, con capilla
de buitron; una jaqueta de raja recamada de oro le cubria apenas el
jubon; cinto tachonado de que pendia una rica limosnera; zapatos de
seda negros abiertos y acuchillados; un camison riquísimo de holanda,
labrado, le volvia sobre el pecho y hombros, y un riquísimo collar de
piedras y oro, de que pendia un San Miguel de este precioso metal,
deslumbraba en su pecho al lado de la cruz roja de Calatrava. El
manto de la orden encima completaba su magnífico arreo.
Precedíanle farautes suyos, su estandarte con el escudo de sus armas,
y la caldera de rico-home, y le seguian escuderos, donceles pages,
caballeros y gentiles homes de su casa, vasallos suyos, vestidos
todos de ceremonia y paz como su señor.
Un alto crucifijo de plata reflejaba los rayos del sol á igual
distancia de uno y otro cadalso, enfrente mismo del balconcillo de
su alteza, y detras de él se veía sentado sobre un banco contiguo ya
al palenque un hombre vestido con un capoton de seda encarnada, y
cubierta la cabeza de una gorra de lo mismo. Un tajo á su lado, y una
afilada cuchilla declaraban aun á los que mas de lejos le veían que
era Mateo Sanchez, verdugo de su alteza, pronto á ejecutar á aquel de
los dos que quedase por el combate convencido ó de calumniador, ó de
reo.
Dispuesta ya la liza en esta forma, que hemos procurado describir
todo lo mas fielmente que nos ha sido posible, mandaron los jueces al
rey de armas y farautes dar una grida ó pregon anunciando el combate,
que iba á verificarse en comprobacion del juicio de Dios á falta de
otras pruebas, y mandando comparecer á las partes ó á sus campeones.
Presentóse en seguida á la puerta del palenque un caballero, alzada
la visera, que todos reconocieron ser el hidalgo Hernan Perez de
Vadillo: seguíanle dos pages con las libreas de Villena, llevando
el uno la lanza y el otro un caballo de respeto. Venia ginete en un
soberbio alazan encubertado con paramentos negros que le llegaban
hasta los corbejones, con cortapisa de martas cebellinas, y bordados
de muy gruesos rollos de argentería á manera de chapertas de celada,
y por divisa las armas de don Enrique de Villena. Traia Hernan Perez
vestido sobre su arnés blanco, como de caballero novel, sin empresa
ni mote, un falso peto de aceituní vellud bellotado, verde brocado,
con una uza de brocado aceituní vellud bellotado azul, calzas de
grana italianas, una caperuza alta de grana, y espuelas de rodete
italianas: llevaba sus arneses de piernas y brazales con hermosa
continencia. Su rostro era el único que estaba en contradiccion con
la galana apostura de su arreo. Encendido como la lumbre, lanzaba
rayos de sus ojos, y parecia medir con la vista el espacio del
palenque, como si viniera estrecho á su cólera y su corage. Tres
vueltas dió en derredor con gracia y gentileza, saludando á cada
vuelta él y su caballo al mirador de su alteza y al conde su señor;
dirigiendo, empero, una mirada de desprecio y de ira, sentimientos
que se confundian en la espresion de su semblante, hácia la víctima
infeliz de su propia virtud y generosidad.
Presente ya en la liza el defensor del acusado, requirieron
los farautes por pregon al campeon del acusador por tres veces
consecutivas, el cual no pareciendo, comenzó el oficio de la misa.
Concluida ésta, requirieron de nuevo al acusador; igual silencio
succedió, sin embargo, al segundo y tercer pregon.
Elvira alzaba de cuando en cuando los ojos al cielo: no se podia
distinguir si le daba las gracias por la ausencia de su campeon, que
de ninguna manera hubiera deseado ver entonces alli, ó si lloraba
la ya probable muerte del doncel. Sin creer en ésta, ¿cómo concebir
que caballero tan generoso y enamorado pudiese dejarla en tan amargo
trance desamparada, donde la cuchilla del verdugo esperaba su cabeza
si su campeon no venia?
Dos largas horas pasaron en tan cruel espectativa. Impacientábase ya
el concurso como si hubiera pagado el dinero por su asiento, y como
si fuese aquella una funcion que estuviese ya su alteza obligado
á darle, solo por el hecho de haber él concebido esperanzas de
presenciarla. Circunstancia que prueba que el público de Andujar en
el siglo XV se parecia á los públicos de todas las épocas y paises.
Habia consentido en recrearse con los furibundos mandobles y reveses
del combate: habia contado con una diversion, porque generalmente las
calamidades particulares son diversiones públicas, y la diversion no
llegaba. Comenzaba á levantarse ya un sordo murmullo de descontento
y desaprobacion; quien hablaba contra Macías, caballero aleve y
descortés que se habia ofrecido al socorro de una dama para faltar
despues á su palabra y su fé; quien se indignaba contra Villena
achacando á sus cobardes maleficios la desaparicion del pundonoroso
doncel.
Habian ganado terreno en este tiempo Nuño y su compañero, portador
de las letras, que segun sus propias espresiones le habia confiado
Peransurez para el justicia mayor: ora sirviéndose de la persuasion,
ora de sus codos, habíanse abierto paso poco á poco hasta llegar
á colocarse cerca del tablado de los jueces, dando la vuelta al
palenque. Atraido un faraute á las voces de Nuño, no pudo menos
de acudir á ver qué pretendia aquel palurdo; espúsole entonces
el montero como tenia dos palabras que comunicar á su señoría al
justicia mayor.
Miróle de alto abajo el faraute, y como le vió tan mal parado,—No
es ocasion, villano, le dijo, de pedir justicia. Id mañana á la
audiencia.
—Ved que no es justicia lo que á pedirle vengo, ni son asuntos mios
los que tengo que comunicarle.
—¡Calle el villano! repuso el faraute con enojo. ¿Qué asuntos traerá
él con su señoría, sino es alguna querella contra el tabernero de la
taberna del rincon?
—¡Voto va, señor faraute! replicó el montero al verse tan
injustamente maltratado, que le enseñe yo á hablar antes de mucho...
—¡Favor al rey! gritó el faraute.
—¿Favor al rey? pícaro, contestó el montero montado en cólera, ¿sabes
tú, jabalí del soto mas que faraute, que lo que tengo que hablar á su
señoría interesa acaso al mismo combate que debia hoy verificarse, y
vale de seguro mas que tú, y todas las bestias feroces de tu especie?
Una carcajada del faraute, y un golpe que con la vara de su insignia
dió al montero, acabaron de indignar á éste, é iba á precipitarse
ya sobre su antagonista, cuando un grandísimo rumor de voces y de
aplausos resonó por toda la plaza.
—¡Dejadnos ver, dejadnos oir! clamaron á un tiempo mas de veinte
curiosos de los que hasta entonces se habian entretenido con la
disputa del faraute y del montero. A esta interrupcion inesperada se
volvieron las cabezas de todos hácia el parage donde sonaba el mayor
alboroto.
Un caballero bien montado y armado de todas armas acaba de entrar en
la liza, y dirigiéndose hácia el mariscal del campo, que preguntaba
ya á su alteza si habia de procederse á la ejecucion de la acusadora,
le hablaba con voz agitada y resuelto continente.
Traia el caballero echada la visera; sus armas negras, el penacho
negro que sobre su reluciente almete ondeaba á la merced del viento,
y mas que todo una divisa que en el brazo derecho llevaba ricamente
obrada, y que decia en letras de plata _imposible_, _venganza_,
llamaron la atencion general.—¡Él es! gritó una voz penetrante que se
elevó hasta las nubes desde el cadalso de la acusadora.—¡Él es! ¡él
es! respondieron en el acto mil y mil voces confusas y repetidas.
—¿Habráse salido Hernando con la suya? dijo el montero á Nuño. ¡Háse
salvado el doncel!
Proseguia, sin embargo, el altercado del caballero y del mariscal:
llegó éste al tablado de los jueces, y despues de una corta
esplicacion, pareció que éstos habian decidido acerca de la duda que
tenia el mariscal.
Grande fue el asombro de don Enrique de Villena, y mayor aun su
indignacion.
¿Era posible que Ferrus hubiese dado suelta al encerrado doncel?
Conocióse su turbacion en toda la plaza, y hubo de parecer buen
agüero á los que se inclinaban á la parte de la acusadora.
El rostro de Hernan Perez por el contrario brilló de un resplandor
singular. Afirmóse en los estribos, registró con su vista relumbrante
á su contrario, y dando con el cuento de la lanza en el suelo,
“¡Venganza, sí! clamó: ¡venganza!” Dió en seguida media vuelta á
su caballo, y ocupó el lado izquierdo del palenque en la terrible
actitud ya de acometer.
Otro tanto hizo el recien venido, y tomó de mano de uno de sus dos
pages una ponderosa lanza.
El rey de armas, acompañado de dos farautes, descendió entonces del
tablado; midieron en seguida el suelo, dividieron el sol, é indicaron
su debido puesto á ambos combatientes.
Dirigiéndose en seguida Hernan Perez de Vadillo, conducido por el rey
de armas, hácia el crucifijo, y tocándole con la diestra mano, juró
á fé de cristiano y de caballero, por su alma y por la vida que iba
á perder acaso en aquel trance, que su demanda era justa y buena, y
que no traía sobre sí ni sobre su caballo armas ocultas, ni yerbas,
ni hechizos, ni piastron, ni ventaja alguna de las reprobadas por la
orden de caballería; vuelto á su puesto, igual juramento repitió, y
en la misma forma, el caballero de las armas negras, colocándose de
nuevo en seguida al frente de su adversario.
Al ver tan próximos al último trance á entrambos combatientes, no
pudo contenerse por mas tiempo Elvira.
—¡Señor! clamó prosternándose con los brazos abiertos y dirigidos en
actitud suplicante hácia el mirador de su alteza, ¡basta! quiero ser
antes calumniadora. ¡Lo soy, señor, lo soy!
Pero en aquel momento la atencion de todos se bailaba fijada en los
gallardos combatientes, y una confusa gritería de aplauso y de temor
al mismo tiempo sofocó la débil voz de la acusadora. Desanimada
Elvira enteramente, dejó caer su cabeza sobre el pecho, y enagenada
desde entonces apenas vió y oyó lo que en torno suyo pasaba.
Al punto los jueces del campo mandaron al rey de armas y al faraute
dar una grida ó pregon que ninguno fuese osado por cosa que sucediese
á ningun caballero á dar voces ó aviso, ó menear mano ni hacer seña,
so pena de que por hablar le cortarian la lengua, y por hacer seña le
cortarian la mano. Succedióse á este pregon el mas profundo silencio,
interrumpido solo por un ligero murmullo que producia el montero
irritado todavia, profiriendo entre dientes algunos juramentos contra
el faraute; ni atendió el pregon, ni pensaba sino en llevar á cabo la
entrega de sus letras, mas bien por terquedad ya que por otra razon
cualquiera. Aplacáronle, sin embargo, algun tanto los que le rodeaban.
Al mismo tiempo mandaron los jueces sonar toda la música de
ministriles con grande estruendo, y en tono rasgado de romper la
batalla; reconoció el rey de armas, acompañado del mariscal, las
armas de los desafiados, y hecha la señal soltaron los farautes la
brida del bocado de los combatientes que tenian cogida gritando á una
voz: “_Legeres aller, legeres aller, é fair son deber_”, segun la
fórmula provenzal introducida en duelos singulares, justas y torneos.
Arrancaron al punto los caballeros con las lanzas en los ristres,
arremetiendo uno contra otro con singular furia y denuedo. General
fue la espectativa y el ansia al choque de los combatientes, que se
encontraron entre nubes de polvo en medio de su carrera. Rompieron
entrambos sus lanzas. Hernan Perez encontró al caballero de las armas
negras en el arandela, desguarneciéndole el guardabrazo derecho, y
éste encontró á Hernan en la bavera del almete. Vacilaron entrambos
caballos de la sacudida, pero repuestos en el mismo instante del
súbito golpe, concluyeron su carrera airosamente. Tomaron los
caballeros lanzas nuevas, y en tres carreras succesivas no se decidió
la ventaja por ninguna parte. Al fin de la tercera, furioso Hernan
Perez del poco efecto de las lanzas, quebró la suya contra el suelo,
y revolvió desnudando la espada sobre su contrario, que vista la
accion adoptó igual determinacion. No daba Elvira, sumergida en el
mas profundo estupor, señal de vida, y mudaba de colores don Enrique
de Villena á cada encuentro, como aquel cuya fortuna dependia del
éxito del combate. A pesar de las buenas muestras que daba el novel
caballero, ponian todos por el de lo negro, cuyos altos hechos de
armas anteriores eran demasiado conocidos para osar poner en duda su
ventaja.
El que mas animado parecia era nuestro montero, á quien el corage
habia acabado de acalorar; pero cuando no pudo reprimirse fue cuando
despues de un largo rato de incierta lucha rompió Hernan Perez su
espada en el almete del caballero de las armas negras, quedando
desarmado. “¡A él! ¡á él!” gritó fuera de sí al aventajado de lo
negro, que descargando su acero sobre el indefenso desguarnecióle
el brazo, haciéndole una profunda herida á lo largo de él. Apartó
Vadillo su caballo como buscando una arma nueva, y tratando de evitar
el segundo golpe con que su contrario le amenazaba ya; accion que
puso una pequeña suspension en el combate, merced á la habilidad con
que logró, manejando su bridon, burlar repetidas veces la intencion
del enemigo.
Un faraute entre tanto se apoderó del montero, y llevado ante los
jueces del campo, íbasele á imponer la pena, que hubiera sufrido á
no haber hecho presente que traía letras para el justicia mayor.
Abriólas éste, y recorriólas rápidamente. No bien las hubo leido,
cuando se alzó en pie para mandar la suspension del combate. Era
tarde ya, sin embargo. Convencido Vadillo de que podia durar muy
poco lucha tan desigual, decidióse á echar el resto, y asiendo de
su hacha de armas detuvo su caballo y esperó resuelto al contrario,
que le acometió, causándole de nuevo otra herida en un costado.
Aprovechándose Vadillo entonces del momento, soltó la brida del
caballo, y alzando con ambas manos el hacha y clamando, “¡Venganza!
¡venganza!” descargó tan furioso golpe sobre el caballero de las
negras armas, sin darle tiempo de revolver su caballo, que faltándole
el almete hízole dar con la cabeza en el cuello del animal: aturdido
de ambos golpes, el caballero abrió los brazos, separáronse sus
piernas del vientre del caballo, y perdiendo ambos estribos vino al
suelo mal parado. “¡Victoria! ¡Victoria!” clamaron á un tiempo los
circunstantes, succediendo á la aclamacion el mas profundo silencio.
A este tiempo Vadillo, habiendo echado ya pie á tierra, se precipitó
sobre el caido con ánimo de cortarle la cabeza, idea que llevara á
cabo á no detenerle un faraute que de orden de los jueces dió por
concluido el combate. Miró Vadillo al cielo despechado, y descansó
en seguida sobre su hacha de armas, sin separarse empero de la
víctima, y en la misma actitud en que nos pintan á Hércules sobre
su maza. Elvira al oir el grito de victoria alzó los ojos, vió el
éxito del combate, y cerrándolos horrorizada se lanzó en los brazos
de Jaime, ocultando en ellos su cabeza. Don Enrique de Villena entre
tanto ostentaba en su semblante la alegría del triunfo, que no habia
esperado conseguir.
Mientras que el justicia mayor habia llegado á su alteza seguido
del montero, y le hablaba cosas sin duda del mayor interes, el rey
de armas se adelantó hasta el vencido, y poniéndole un pie sobre el
pecho, y tocándole con su maza: “¡_Hé aqui_, clamó en voz alta, _hé
aqui el juicio de Dios_!” Don Enrique de Villena es inocente. Elvira
es calumniadora. _Hé aqui el juicio de Dios._
Un grito de horror resonó por toda la concurrencia, que sabia bien
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