El doncel de don Enrique el doliente, Tomo IV (de 4) - 4

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de aquella palidez y cadavérico aspecto á la hermosa que tantas veces
habia visto triunfante en el mundo de lujo y de belleza.
—¡Monstruo! dijo por fin para sí: ¡monstruo abominable!
—¿Quién sois? acabad; y ¿qué quereis? tornó á preguntar la encerrada:
¿venís á prolongar mis males, á remediarlos por ventura?
—A salvaros, señora, repuso Hernando. Conocedme ¡voto va! El montero
Hernando, señora, os ha de sacar de esta maleza.
—¿Con que no me habia engañado? ¡Ah! Decidme, ¿por qué feliz azar os
veo, y cómo en ese trage?
—El montero de ley, señora, no caza siempre del mismo modo: dejemos
para mejor ocasion ese punto. Ved que necesitamos salir del monte.
¡Ea! Venid con nosotros.
—¿Con vosotros? Adónde: ¡ah! no me engañeis. Mas facil es que me
mateis aqui. ¿Qué resistencia puedo oponeros? Si sois tan crueles
como todos los que hasta ahora he visto en este castillo...
—¿Qué hablais, señora? no veniamos á salvaros: no presumiamos
siquiera que vivieseis: el bárbaro que ha osado reduciros á este
estremo no se ha contentado con una presa. Sin embargo en el momento
actual vuestra presencia nos hace mas falta de todas suertes que
un ojo avezado al cazador. Vuestra presencia va á confundir la
iniquidad, y á atajar acaso un torrente de sangre.
Mucho tardaron Hernando y Peransurez en determinar á la desdichada á
que los siguiese; sus preguntas exigian larguísimas esplicaciones,
que no podian darse en aquel momento sin comprometer la suerte de una
espedicion tan incierta y azarosa ya por sí. A poder de ruegos en
fin y de observaciones logróse de ella que dejase el satisfacer sus
dudas para mejor ocasion; el tiempo urgía: nuestros dos reverendos
habian pasado ya gran parte de la noche en dar con la prision, y
despues de tantos afanes faltábales aun desempeñar la verdadera
mision que en tal peligro les habia puesto.
Resolvióse unánimemente que Hernando se despojaria del hábito que
sobre su trage traía, y que lo vestiria lo mejor que pudiese la
recien libre cautiva, porque si bien su estatura era muy diversa,
tambien era de advertir que habian entrado de noche, que iban á salir
al rayar el alba, y que probablemente no estarian á su salida de
faccion los mismos que lo habian estado á su entrada. Dos frailes
habian entrado: dos frailes salian: nada habia que decir, si durante
la noche no se descubria su accion, cosa dificil, pues habian quedado
cerrados por dentro y amordazados Ferrus y Rui Pero. A la salida
ningun ostáculo podrian encontrar dos frailes, pues durante la cena
se habia dado la orden de abrirles el rastrillo en cuanto se dejasen
ver á la puerta al amanecer.
Cortó, pues, Hernando el hábito con su cuchillo de monte, y dejólo
mas adaptado á la estatura de la hermosa. Hecho lo cual trataron
de buscar por la parte, que no habian recorrido aun, la prision del
doncel, dejando para despues de encontrarla el determinar la forma
de sacarle y salir el mismo Hernando del castillo, cosa que á éste
le parecia sencillísima; pues todo se lo parecia cuando era hecho en
obsequio de su señor, y cuando tenia en la mano su venablo y al lado
su fiel Bravonel; el cual los seguia silenciosamente toda la noche
como si estuviera penetrado de lo mucho que convenia el sigilo en
aquella peligrosa tentativa.
[Ilustración]


CAPITULO XXXVI.
Ya la gran noche pasaba
é la luna sestendia:
la clara lumbre del dia
radiante se mostraba;
al tiempo que reposaba
de mis trabajos é pena
oí triste cantilena
que tal cancion pronunciaba.
_Don Enr. de Vill. Querella de amor de Mac._

No bien hubieron tomado la determinacion que dejamos referida,
echáronse á buscar otra salida, dispuestos siempre á hacer callar
con sus venablos á cualquier centinela imprudente que hubiese podido
comprometer su existencia. Felizmente no encontraron ninguno en dos
escaleras que bajaron. Al fin de ellas una tronera les permitió
reconocer la parte de la torre en que se hallaban: estarian como á
diez varas del pie de la muralla interior.
Fatigados de la faena que la ignorancia de las llaves les acarreaba,
y aun mas del silencio y cuidado con que les era indispensable
proceder, tomaron alli algun descanso. La cautiva, que acababa
de esperimentar una emocion tan inesperada, y que en medio de su
debilidad se hallaba abrumada bajo el peso del hábito desusado,
y combatido su ánimo de mil dudas y esperanzas, por desgracia
harto inseguras todavia, no pudiendo resistir á tantos afectos
encontrados, hubo de apoyarse un momento en un trozo roto de columna,
que felizmente encontró en la pieza en que á la sazon se hallaban.
Perdian ya nuestros paladines la esperanza de dar con la prision
del doncel. Asegurábales sin embargo su compañera que en la noche
anterior y á deshoras habia creido oir un laud débilmente pulsado,
cosa que no le habia acaecido nunca desde su llegada al castillo;
este dato convenia con la fecha de la prision de Macías; y hubiera
jurado, les añadió, que salia el eco del pie de la torre. Esta
advertencia solo podia animar á los generosos amigos del prisionero.
Sacando, pues, nuevas fuerzas de flaqueza, trataron de examinar qué
hora podria ser. Sacó entonces Hernando la cabeza por la angosta
tronera, y pudo distinguir que el cielo se habia serenado; un viento
fuerte de norte lanzaba hácia las playas africanas algunas nubes
dispersas, restos de la pasada tormenta, y el pálido resplandor de
la luna en su ocaso advirtió á Hernando, asi como la posicion de
algunas estrellas que acertó á ver, que podria faltar una hora todo
lo mas para el alba. Al mismo tiempo que hizo esta observacion nada
favorable, el ruido acompasado de los pasos de un hombre le hizo
sospechar que debajo de ellos debia de haber al pie de la muralla
un soldado de faccion. Esta precaucion le confirmó en la idea de
que debia caer hácia aquella parte del castillo la buscada prision.
Resolviéronse, pues, á probar la aventura y poniendo el éxito en
manos de Dios, á quién fervorosamente se encomendaron. Hernando hizo
voto á la Vírgen de la Almudena de una ofrenda proporcionada á sus
cortos medios, y la cautiva prometió edificarle un santuario suntuoso
si la sacaba con bien de tan peligroso trance. Iban ya á probar una
nueva llave en la puerta que debia conducirlos, segun todas las
probabilidades, al pie de la muralla, cuando el rumor de un laud, que
al pronto reconocieron la hermosa y Hernando, los dejaron suspensos.
—¡Él es! dijeron á un tiempo los dos, apoyándose con esperanza la
blanda mano de la bella en la tosca y curtida del montero. Escuchemos.
Un ligero preludio del trovador se siguió á su suspension, y de alli
á un momento una voz, harto conocida para ellos, entonó con lánguido
acento una cantica, de la cual pudieron percibir los fragmentos
siguientes, en medio de los sollozos que de cuando en cuando la
interrumpian, y del monotono rumor del torrente, que á los pies de la
torre por la honda zanja se desprendia.
¿Será que en mi muerte te goces, impía,
ó pérfida hermosa, muy mas aun ingrata?
¿Asi al tierno amante, mas fino, se trata?
¿Cabrá en tal belleza tan grande falsía?
¡Llorad ¡ay! mis ojos, llorad noche y dia!
Mis tristes gemidos levántense al cielo,
pues ya en mi tristura no alcanzo consuelo.
Dolor hoy se vuelva lo que era alegría.
. . . . . . . . . . . . . . . . .
La copa alevosa, que amor nos colmó,
tambien heces cria, señora, en mi daño.
Sus heces son ¡ay! fatal desengaño.
La copa y las heces mi labio apuró.
¡Ay triste el que al mundo sensible nació!
¡Ay triste el que muere por pérfida ingrata!
¡Ay mísero aquel, que asi amor maltrata!
¡Ay triste el que nunca su dicha olvidó!
¿Por qué, justos cielos, en pecho amador
tiranos me disteis una alma de fuego?
¿Por qué sed nos disteis, si en tósigo luego,
bebido, en el pecho, se torna el licor?
Contempla, señora, mi acerbo dolor.
¡Ay! torna á mis brazos, ven presto, mi Elvira;
ingrata; aunque sea, como antes, mentira,
la dicha me vuelve, me vuelve tu amor.
No mas á mis ruegos te muestres impía,
ó pérfida hermosa, muy mas aun ingrata.
No asi al tierno amante, mas fino, se trata.
No quepa en tu pecho tan grande falsía.
Dolor no se vuelva lo que era alegría.
Mas ¡ay! si en mi pena no alcanzo consuelo,
si en vano mis quejas se elevan al cielo,
¡llorad ¡ay! mis ojos, llorad noche y dia!
Callaron al llegar aqui los lúgubres acentos de la cantilena, que
habia arrancado lágrimas de los ojos de aquellos que silenciosamente
la habian oido.
Seguros de que habian llegado al término de sus esperanzas, diéronse
prisa á abrir la puerta que les faltaba traspasar, y en pocos minutos
se hallaron al pie de la torre. El primero que salió fue el terrible
alano, el cual no bien salió al aire libre cuando comenzó á ladrar
dirigiéndose á un objeto que se hallaba arrimado á la pared.
—¡Bravonel! dijo Hernando, ¡Bravonel! vamos, silencio.
—¿Quién va? preguntó con voz ronca el centinela, enderezando su
ballesta contra el montero, que salió el primero á contener á su
perro.
No tuvo lugar de preguntar segunda vez el centinela.
—¡Ese es quien va! respondió Hernando lanzando su venablo, el
cual fue recto á clavarse, silbando por el aire, en el pecho del
faccionario, que cayó por tierra sin voz y sin aliento.
—¡Ay! gritó la compañera de nuestros aventureros apartando
rápidamente los ojos del que acababa de caer.
—Silencio, señora, silencio, dijo Peransurez: dejad la piedad para
despues. Plegue al cielo que no hayamos alarmado ya algun otro
centinela con este intempestivo ruido.
—Vengan en hora buena, dijo Hernando, caliente ya con el feliz
éxito de su tiro certero. Inclinándose en seguida sobre el cuerpo
del caido, púsole un pie en el pecho, y sacó de él su venablo
ensangrentado con la diestra mano. El venablo al salir del cuerpo
dejó libre el paso á un surtidor de sangre que salpicó á Hernando; y
á poco el infeliz habia ya espirado.
Vencida esta primera dificultad, examinaron la posicion, y no les
quedó duda de que el rastrillo que enfrente veían servia de puerta
á la prision del doncel; pero ¿cómo pasar la zanja? ¿cómo soltar el
rastrillo? Perplejo Hernando miraba á una parte y á otra, mordíase
los dedos, y daba al diablo todas las fatigas de la noche. Pensar
en tomar el opuesto lado del castillo, volviendo por donde habian
venido para probar la otra entrada que deberia tener forzosamente la
prision, era caso imposible, en vista sobre todo de la hora avanzada.
—¡Voto va! dijo por fin Hernando. Dénme á mi la fiera en el campo;
pero ¿encerrada? ¡Cuerpo de Cristo! ¿Y hemos de quedarnos aqui, para
ser presa de esos perros judíos, que quedan en el castillo, en cuanto
amanezca?
Su posicion tenia mas dificultades de las que á primera vista habian
creido encontrar. Sin embargo, fue preciso deliberar; y por último,
Hernando decidió que lo mas acertado seria probar á salir Peransurez
y la bella á favor de su disfraz, quedando él con su alano en
aquella posicion. Oponíanse los otros á esta generosa determinacion;
pero Hernando los convenció, probándoles que si á la mañana no habia
logrado ponerse en comunicacion con el doncel y salvarle, ó saltaria
la muralla y pasaria el foso á nado con su perro, ó retrocediendo al
salon de la torre se haria rehenes y prenda de seguridad al mismo
Ferrus, que probablemente deberia permanecer en el mismo estado, pues
no se habia dado la alarma en el castillo en toda la noche. Fueron
tales, por último, sus ruegos y sus amenazas, que fue preciso ceder
á ellas. Importaba mucho en verdad que saliese alguien del castillo;
fuera ellos, nada les seria mas facil que volver con socorro; y la
presencia sobre todo de la ilustre prisionera en la corte debia
hacer variar completamente la posicion del doncel y de Hernando,
aun dado caso que quedase preso. Este, en fin, se aferró en decir
que él no saldria del castillo sino muerto ó con su amo; lo mas
que pudo conseguir de él Peransurez fue que quitándose su trage de
montero vistiese la ropa del muerto centinela, y que quedase en su
lugar. Si se le relevaba antes del alba, como era de pensar, acaso
no seria reconocido y entre tanto tenia aquella probabilidad mas de
salvacion. Hízolo asi Hernando, y arrojando sus vestidos y el cuerpo
del vencido en la zanja con un pie, dió algunas instrucciones á
Peransurez acerca de lo que deberia hacer en saliendo del castillo y
en llegando á la corte.
Despidiéronse en seguida, como aquellos que acaso no habian de volver
á verse. Peransurez y su compañera, ocultando su rostro bajo su
capucha, siguieron la senda que debia conducirlos forzosamente á lo
largo de la muralla hasta la puerta principal y puente del castillo,
donde era mas que probable que no hallasen obstáculos á su salida,
siendo como era ya la hora que habia dejado advertido Ferrus la
noche anterior que se abriese á los padres descaminados; y donde los
dejarémos para acudir adonde nos llaman otros personages, no menos
interesantes de nuestra historia.
Solo podemos añadir para sacar algun tanto á nuestros lectores de
la incertidumbre en que los dejamos, bien á nuestro pesar, que
hácia aquellas horas, pero sin que hayamos podido averiguar si
antes ó despues, el gefe del destacamento, que guardaba la puerta
principal del castillo, creyó deber tomar órdenes del alcaide, de
cuya ausencia total durante la noche estaba no poco admirado. Subió,
pues, al salon que se habian reservado Rui Pero y Ferrus, y en vano
llamó repetidas veces. Asombrado de esta circunstancia, no dudó en
reunir algunos hombres, los cuales quebrantaron con sus hachas de
armas la cerradura, y les dieron entrada en el salon. Alli fueron
encontrados amordazados, en la misma forma singular que los dejamos,
Ferrus y Rui Pero mirándose todavia, y sin dar otra respuesta á las
preguntas del gefe que un sonido desigual ronco y desapacible, muy
semejante al ruido gutural que produce un sordo-mudo para mover la
pública conmiseracion. Desatóse á los alcaides, dióse la alarma, y en
pocos minutos era el castillo todo un teatro de actividad dificil de
pintar: corrian unos sin saber adónde, ni de qué enemigos se habian
de guardar; tocaban algunos vocinas en son de guerra; preparaban
otros sus armas; recorríanse las escaleras y galerías; oíanse votos y
juramentos, pésames y proyectos de venganza, abríanse unas puertas,
derribábanse aquellas cuyas llaves habian echado por dentro nuestros
atrevidos paladines... en una palabra, era el castillo todo desorden
y confusion. Nuestras leyendas, empero, tan prolijas por lo regular
en todos los pormenores de sus relatos, parecen haberse descuidado
sobremanera en esta ocasion; pues ni una sola palabra dicen por la
cual podamos inferir, sospechar ó barruntar siquiera si cuando se dió
esta alarma en el castillo habian salido ya al campo los fugitivos, ó
si fue ocasion de que su intento se malograse. Lo cual prueba, ademas
de otras muchas cosas que no son de este lugar, que no es tan facil
el oficio de historiador y cronista como generalmente se cree, sobre
todo si no ha de dejarse olvidada ninguna de las circunstancias que
pueda anhelar saber el impaciente lector.
[Ilustración]


CAPITULO XXXVII.
El rey moro de Granada
mas quisiera la su fin;
la su seña muy preciada
entrególa á don Ozmin.
El poder le dió sin falla
á don Ozmin su vasallo,
y escusóse de batalla
con cinco mil de caballo.
_Historia de Alonso XI, escrita en coplas redondillas._
Dos mil vidas diera juntas
por ser el desafiado.
_Batalla de Rugero y Rodamonte._

Curiosos estarán nuestros lectores, si es que hemos sabido hacerles
interesantes los personages de nuestra desaliñada narracion, de saber
el estado de la desdichada Elvira, á quien dejamos con la reja de su
cámara abierta, ella desvanecida en tierra, y abriéndose su puerta
para dar entrada al pagecillo, ó á su mismo esposo, únicos poseedores
de la llave. Mucho sentimos que la complicacion de sucesos, que
bajo nuestra pluma se aglomeran, no nos haya permitido sacarlos
antes de tan incómoda duda; pero todavia sentimos mas que el tiempo,
que todo lo devora, nos prive aun ahora del placer de satisfacerlos
completamente. Recordarán, sin embargo, en disculpa nuestra, que
cuando se abrió la puerta de la cámara, Elvira estaba desmayada, y
nada por consiguiente pudo ver de lo que en torno suyo pasaba: el
que entró nada contó nunca, razon que tenemos para sospechar que
fue Hernan Perez, á quien no le podia convenir que nada de ello se
supiese; y el cronista de aquellos tiempos, el famoso Pero Lopez de
Ayala, se hallaba en el sarao, y nada trae tampoco por consiguiente
en sus escritos de semejante escena. Por los resultados que esta
tuvo, volvemos á repetir que debió de ser Hernan Perez. Hubo quien
aseguró que habia visto hablar al astrólogo con él mucho despues de
haber vuelto á entrar éste en el alcázar y como ya conocemos la mala
intencion del judío; y es de presumir que alarmase al marido acerca
de lo que en su cámara pasaba; la reja abierta, la puerta cerrada y
el estado de Elvira debieron acabar de abrir los ojos á Hernan Perez
acerca de lo que alli podia haber ocurrido.
Lo único que podremos afirmar es que Hernan Perez de Vadillo, de
resultas sin duda de la violenta escena que debió tener con su
esposa, decidió aquella noche misma su separacion; buscó á su alteza,
y le espuso con voz trémula y agitada como sabia que su esposa era la
acusadora de don Enrique de Villena. Añadióle que él habia recibido
del conde de Cangas la rara prueba de confianza de que pudiese en
su nombre defender su parte en el combate; suplicóle en vista de
ello que tomase á su cargo la acusadora; y por mas que se hizo para
averiguar la causa de tan extraña conducta, solo se pudo sacar en
limpio de las cortadas razones de Hernan Perez que éste habia tenido
un rompimiento con su esposa; advirtióse desde entonces que cuanto
hablaba eran palabras de aborrecimiento y execracion, y dirigidas á
adelantar el plazo del combate, de resultas del cual debia él morir ó
morir Elvira. El odio mas reconcentrado y profundo habia succedido en
su corazon al amor conyugal. No se pudo negar don Enrique el Doliente
á la justa demanda del ofendido Hernan, y en consecuencia encargó
al judío Abenzarsal de la custodia de Elvira, la cual pasó á poder
de éste con su inseparable pagecillo aquella misma noche. Decidióse
al mismo tiempo que se verificaria el combate, donde quiera que
estuviese la corte, al quinceno dia, por cumplirse entonces el plazo
que habia dado su alteza al justicia mayor Diego Lopez de Stúñiga
para presentarle el reo de la muerte de doña María de Albornoz. Si
éste le presentaba con las pruebas legales del delito, escusaríase
la prueba del combate. De lo contrario, no quedando otro medio que
recurrir al juicio de Dios, seria aquel inevitable.
Con respecto á Elvira, solo diremos que desde aquella funesta noche
en valde intentó tener con su esposo una esplicacion: negóse éste á
todas sus demandas, y la infeliz, sumida en la mayor desesperacion,
esperó en un continuo llanto y congoja el dia en que habia de
desenlazarse tan terrible drama, y en que habia de verse espuesta
á los riesgos de un combate por causa suya, y por una imprudente
generosidad, que no era ya tiempo de remediar; la vida de su
desdichado amante, si es que éste no habia perecido ya, como tenia
motivos para creerlo, en la funesta noche de su última entrevista.
Puesta á recaudo como estaba, y no permitiéndosele comunicacion
alguna sino con el page, solo pudo saber en el particular lo que todo
el mundo sabia, esto es, que el doncel habia desaparecido, cosa que
no daba poco que decir en la corte. No se le podia ocultar á Elvira
que cualquiera que hubiera sido la suerte del doncel, su tenacidad, y
el empeño con que á todo trance habia querido defender su moribunda
virtud, habian tenido gran parte en ella. No le podia pesar de ello;
pero era bien triste reflexionar cuán horrible premio daba el cielo á
su conducta. Ora pensando en su esposo, ora en su crítica situacion,
ora en un amor desdichado que en vano habia pretendido lanzar de
su pecho por todos los medios posibles, pasábase la desgraciada
Elvira los dias y las noches de claro en claro sin dar reposo á la
lucha de encontrados sentimientos, que tenian dividida su deplorable
existencia.
La nueva que llegó á la corte el dia mismo que debia haberse
trasladado á Otordesillas, hizo variar de determinacion á don Enrique
el Doliente, como ya saben nuestros lectores, y el dia del combate la
cogió por tanto en Andujar.
Amaneció este dia, y nadie en la corte pudo dar razon al rey,
cuidadoso é impaciente, del ignorado paradero del doncel: don Luis
Guzman fue el único que pudo esponer sencillamente como Hernando,
fiel criado del doncel, le habia visitado en la noche del sarao,
manifestándole sus dudas y temores, y encargándole el equipage de su
amo mientras él se dedicaba á averiguar su paradero, de que tenia
vagas sospechas. Pero afirmó en seguida que desde entonces no habia
vuelto á tener noticia alguna ni del doncel ni de Hernando. Todos
los que conocian, sin embargo, el pundonor caballeresco de Macías,
no dudaban un punto que se presentaria en la lid el dia emplazado,
tanto mas cuanto que se habian publicado los convenientes edictos
y pregones; á no ser que hubiese muerto, acontecimiento que nadie
tenia motivos de sospechar. Muchos achacaron la ausencia del doncel
á alguna hechicería de don Enrique de Villena y del judío, pero de
sospecharlo á saberlo habia tanta distancia como hay de la mentira á
la verdad.
Regocijábanse en tanto secretamente aquellos dos intrigantes del
feliz éxito de su manejo; sobre todo Villena, que habia conseguido
llevar á cabo su proyecto sin necesidad de cargar su conciencia
con el peso de sangre agena, descansando en la vigilancia de su
emancipado juglar y en la fortaleza de su castillo, lleno todo de
gentes de su devocion, curábase poco ya del combate, que mal podia
verificarse sin la presencia del doncel. Verdad es que debia quedar
condenada Elvira como calumniadora, pero esperaba que su mucho
valimiento, y el que debia aumentársele sobre todo con el triunfo
que el cielo le preparaba aquel dia, le bastaria para salvar la vida
de la infeliz Elvira; cosa que intentaba pedir inmediatamente á su
alteza, proponiendo la conmutacion de la pena que imponia la ley en
un encierro perpetuo. De esta manera conciliaba el buen don Enrique,
con el triunfo de sus intrigas, la tranquilidad de su conciencia,
haciendo por una y otra parte transacciones con su ambicion, y con la
voz secreta que le gritaba en el fondo de su corazon, que no dejaba
de ser culpable por haber evitado la muerte de Elvira y del doncel.
A pesar de la ausencia de éste, anunciaron los farautes el aplazado
combate, y reunida la pequeña corte que llevaba consiga don Enrique
el Doliente, éste se constituyó en audiencia sentándose debajo del
dosel régio preparado para la ceremonia que debia verificarse.
Sentado su alteza, y rodeado del buen condestable Rui Lopez Dávalos,
de su físico Abenzarsal, de su camarero mayor, y de las demas
dignidades de palacio; compareció ante el trono, llamado por un
faraute, el ilustre don Enrique de Villena, conde de Cangas y Tineo,
precediéndole dos farautes suyos, y un escudero con el estandarte en
que se veía lucir su escudo de armas ricamente recamado; seguíanle
numerosos caballeros y escuderos de su casa, vasallos suyos.
Requerido por el faraute de su alteza, espuso brevemente la demanda
que de justicia habia hecho en otra ocasion sobre la muerte de su
esposa la condesa doña María de Albornoz. Concluida esta ceremonia,
pidió cuenta su alteza á su canciller mayor del sello de la puridad
de lo que en el asunto habia determinado: recordó éste el cargo
que habia dado su alteza de averiguar el hecho al justicia mayor
cometiéndole el cuidado del castigo. Adelantóse entonces Diego Lopez
de Stúñiga, é hizo breve relacion de los pasos que habia dado para
la averiguacion de aquel horrendo crímen, el cual sin embargo habia
permanecido oculto; sin duda, añadió, por los incomprensibles juicios
de Dios, que se reservaba el castigo de tan gran maldad. Oido el
justicia mayor, prosiguió el canciller relatando como en ese tiempo
se habia presentado una acusadora del mismo don Enrique de Villena,
achacándole aquel propio crímen del que él habia pedido satisfaccion,
y lo demas ocurrido en el caso.
Hizo entonces su alteza comparecer á la acusadora, la cual, guiada
de Abenzarsal, á cuya custodia estaba confiada, pareció y espuso de
nuevo en la misma forma que la habia hecho la funesta acusacion, no
sin acompañarla de abundosas lágrimas, que manifestaban bien á las
claras el estado en que se hallaba.
Tomósele de ella juramento, asi como á don Enrique de la denegacion
del delito, el cual prestaron ambos sobre los santos Evangelios.
Pidiéronse pruebas en seguida á la acusadora; no pudiendo la cual
presentarlas, recordó el canciller que fundado en esto mismo se habia
dignado su alteza ordenar la prueba del combate.
Alzóse en seguida un faraute de su alteza y en voz alta repitió que
era llegado el dia en que aquel debia verificarse; lo cual hizo por
medio de largas fórmulas, de que nos dispensarán nuestros lectores.
El canciller en seguida pidió los gages al acusado y acusadora,
que le entregaron, aquel el guante arrojado por Macías el dia de
la acusacion, ésta el anillo que en prenda de su persona habia
entregado al rey en el propio dia. Recojidos ambos por el canciller,
fuéles preguntado á los dos si se hallaban prontos para la prueba
del combate que su alteza habia ordenado: esta pregunta estremeció
á Elvira, que se vió sola en el mundo en aquel tremendo instante;
pero Villena respondió á ella con insolente sonrisa de triunfo
y de satisfaccion. Requeridos á presentarse ante su alteza los
combatientes ó sus campeones representantes, adelantóse el hidalgo
Hernan Perez de Vadillo, que se habia mantenido oculto hasta entonces
en el grupo de caballeros de la comitiva de don Enrique de Villena;
Elvira al verle no fue dueña de sí por mas tiempo, lanzó un agudo
chillido, y ocultó su cabeza entre los brazos de una dueña que la
seguia. No se alteró el implacable Vadillo; hincándose por el
contrario de hinojos ante su señor natural, pidióle la venia, dada la
cual anuncióse como el campeon de don Enrique.
Este golpe inesperado, y que pocos en la corte sabian, hizo todo el
efecto que el lector puede imaginar, reflexionando como reflexionaron
los presentes que iba á presentarse un caso singular en semejantes
combates. La muger acusadora por una parte, y el marido campeon del
acusado por otra. Elvira al recibir tan terrible golpe se precipitó
á los pies del trono esclamando:—¡Santo Dios! ¡Rey justiciero, no lo
permitirás, señor...!
Era tarde ya, empero, para deshacer lo hecho, y el faraute impuso
silencio á la acusadora, con duro gesto y ademan, separándola del
trono.
Requirióse entonces á Elvira de que presentase su campeon, y á
este requerimiento se succedió el mas profundo silencio. Leíase en
los ojos de Elvira la ansiedad con que esperaba el fin de aquella
ceremonia. En aquel momento hubiera dado su existencia porque no
compareciese el doncel. Temblaba á cada ruido que se oía; todo era
para ella preferible al espantoso espectáculo de ver pelear por su
causa á su esposo y á su amante.
Por último, vino á sacarla de su mortal angustia el tercer
requerimiento del faraute.
Apenas habia acabado éste de pronunciarle, cuando prosternándose
Elvira, y elevando al cielo las manos y los ojos,—Nadie, esclamó con
loca alegría, nadie. ¡Yo os doy gracias, Dios mio! Señor, continuó
dirigiéndose al rey, no tengo campeon: soy, pues, calumniadora; ¡la
muerte presto, la muerte!
—Señor, se adelantó á decir el canciller al rey, que se levantaba
para decidir en tan arduo caso, debo hacer presente á tu alteza que
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