El doncel de don Enrique el doliente, Tomo IV (de 4) - 2

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ahora montero y guardabosques? preguntó Nuño con aire socarron.
—¿Para qué, voto á tal? Desde que me hicieron guarda de los montes
de esta comarca por su alteza, no he vuelto á emprender una sola
aventura de las que soliamos acometer y vencer en nuestros abriles.
Con Hernando al lado, ya me curaria yo de moros y malandrines,
de encantadas moras y cristianas. Yo entraria en el castillo; ó
quedariamos en él entrambos encantados, ó desencantariamos con la
punta de un venablo al mago, y á cuantos magos nos fuesen echando á
las barbas...
—¿Entrar en el castillo decís, eh? preguntó sonriéndose el hostalero.
—¿Y por qué no?
—Mas facil seria entrar en vida en el purgatorio, señor monacillo y
sacristan, montero y guardabosques.
—Eso no, ¡voto va! que para entrar en el castillo no he menester yo á
Hernando, ni á nadie.
—¿Vos? preguntó de nuevo el hostalero, soltando la carcajada; aunque
supierais mas latin que todos los sacristanes juntos de Andalucía.
—Yo: apostemos, repuso Peransurez, picado de la risa del amo y de sus
frecuentes alusiones á su sacristanía de la Almudena.
—De buena gana, contestó Nuño.
—Una cántara de vino y media docena de embuchados de jabalí para
todos los presentes, gritó Peransurez dando una puñada en la mesa,
que estuvo por ella largo rato á pique de zozobrar.
Al llegar aqui la conversacion acalorada del montero Peransurez
acercáronse todos los que en el hogar estaban.
—Señores, sean vuesas mercedes testigos, clamó Peransurez; Nuño y
yo...
—¡Peransurez! dijo en voz baja al oido del montero exaltado un hombre
de no muy buena apariencia que habia entrado no hacia mucho en el
meson, y en quien nadie habia reparado, tanto por su silencio, como
por hallarse el amo de la venta entretenido en la referida discusion;
¡Peransurez!
—¿Quién me interrumpe? gritó Peransurez, volviéndose precipitadamente
al forastero.
—Oid, contestó éste apartándole una buena pieza de los circunstantes,
que quedaron chichisbeando por lo bajo acerca de la apuesta, y de la
posibilidad de llevarla á cabo, y del valor de Peransurez, y de la
interrupcion del recien venido. ¿Hablais seriamente, seor Peransurez?
dijo éste tapando todavia su rostro con su capotillo pardo.
—¿Cómo si hablo seriamente? gritó Peransurez.
—Mas bajo, que importa. ¿Insistís en lo que habeis dicho de aquel
montero vuestro amigo...?
—¡Si insisto, voto va! Cuando yo he dicho una cosa... una vez...
—¡Bueno! ¿Quereis montear con un amigo?
—¿Pero á qué viene...?
—Mirad... dijo el recien llegado desembozándose parte de su cara.
—¿Qué veo? esclamó Peransurez: ¿es posible? ¿vos?
—¡Chiton! me importa no ser conocido.
—Dejad, pues, que cierre mi apuesta... y esperadme...
—No: ciad en la apuesta. El buen montero ha de saber perder una pieza
mediana cuando le importa alcanzar otra mayor. Si quereis entrar en
el castillo y desencantar á esa mora, nos importa el silencio.
—Pero, ¡y mi honor!
—¡Voto va! por el Real de Manzanares, algun dia quedará bien puesto
el honor de vuestro pabellon. En el ínterin ved que nos ojean, y si
no nos hemos de dejar montear, bueno será que no escatimen nuestro
rastro. Os espero fuera y hablaremos largo.
—En buena hora, repuso Peransurez. Señor Nuño, añadió volviéndose en
seguida á los circunstantes, un negocio urgente me llama. Mañana, si
os parece, cerraremos la apuesta. Dijo, y salió.
—¿No decia yo? repuso triunfante Nuño; ¿no decia yo? ¡entrar en
el castillo! ¿entrar? Como gusteis, añadió volviéndose hácia la
puerta por donde ya habia salido Peransurez con el desconocido, como
gusteis, seor guardabosques; pero paréceme que haríais mejor en
guardar vuestra lengua para contar esos propósitos á un muñeco de
seis años, y vuestro valor para los raposos del monte.
Una larga carcajada de la concurrencia acogió benévolamente el
chistoso destello de ingenio del triunfante posadero: en vano quiso
el comensal de Peransurez defender á su amigo citando hechos de
valor, y atrevimientos suyos de bulto y calibre. Quedó por entonces
convenido que el que quisiera beber vino y comer embuchados no debia
aguardar á que entrase Peransurez en el castillo, cosa reputada tan
imposible realmente, como entrar en vida en el purgatorio, segun la
feliz espresion del hostalero, que se repitió de boca en boca, y que
hizo reir á todos á costa del montero, que habia abandonado el campo
de la apuesta al enemigo con notable descrédito de su honor y de su
buena fama y reputacion.
[Ilustración]


CAPITULO XXXIII.
Bien sabedes, vos, señora,
que soy cazador real;
caza que tengo en la mano
nunca la puedo dejar.
Tomárala por la mano
y para un verjel se van.
_Rom. del conde Claros._

—¿Vos, Hernando, en Arjonilla? dijo Peransurez en cuanto se vieron
apartados del ventorrillo todo lo que hubieron menester para no ser
de nadie entendidos. ¿Podeis esplicarme cómo habeis dejado el lado
del doncel Macías, á quien serviais no ha mucho, si mal no me acuerdo?
—Largo es de contar, amigo Peransurez, repuso Hernando deteniéndose
en un ribazo enfrente del castillo, desde el cual se descubria todo
él perfectamente. Pero si no teneis prisa en este instante, si podeis
atender á la llamada de mi vocina, os referiré cosas que os admiren,
y vereis si tenemos monte y venado en abundancia, lo cual haré con
tanto mas gusto, cuanto que me habeis prometido ayudarme en la
montería que me trae á este bendito lugar.
Refirió en seguida el montero Hernando, lo mejor que pudo y supo,
cuanto dejamos en nuestros tres tomos anteriores relatado, ó á lo
menos toda la parte que él sabia, que era lo muy bastante para poner
al corriente á cualquiera de los negocios del doncel. Al llegar al
punto donde dejamos nosotros á nuestros héroes al fin de nuestro
capítulo 31, prosiguió Hernando en la forma siguiente:
—Habeis de saber, Peransurez, que desde el ojeo que dieron á mi amo
en el soto de Manzanares aquellos desalmados siervos del conde,
recelábame yo de cuanto nos rodeaba, y habíame propuesto no soltar
la oreja de mi amo, el doncel Macías. Cuando llegó, sin embargo, la
nueva del alumbramiento de nuestra señora la reina doña Catalina,
un maldecido sarao hubo de darse. Ni podia entrar yo alli, ni mi
leal Bravonel. Viendo con todo que tardaba ya el doncel en demasía,
salí á esplorar el monte, y á ojear los alrededores del alcázar.
En ese tiempo ¡voto va! debió de volver mi amo á nuestra cámara,
porque cuando yo regresé faltaba un tabardo de velarte que primero
no llevara y su espada. Volví á salir, y cansado de no hallarle,
ocurrióme que acaso fuera de la villa y debajo de las ventanas de
Elvira, que dan sobre la plataforma, podria estar el melancólico
caballero tañendo su laud, y cantando alguna balada á la señora de
sus pensamientos. Dirigí hacia allá, Peransurez, mi jauría, y al
llegar ¡voto á san Marcos! hallé rastro. Un ruido estraño me habia
llamado la atencion á alguna distancia: conforme nos acercábamos
Bravonel y yo, habiamos oido algunas voces confusas, y pasos luego de
caballos. Llegamos, y veíase abierta la reja de la cámara de Elvira.
Dos ó tres piedras enormes, y colocadas una sobre otra, parecian
indicar que acababan de servir de escala á algun atrevido caballero
para alcanzar á la reja. A poco rato de observacion parecióme que
andaba alguien en la habitacion con una luz en la mano: ocultéme
debajo de la reja lo mas arrimado que pude á la pared: el que era
se asomó efectivamente, y al resplandor de la luz que llevaba en la
mano ví relucir en el suelo dos trozos de una espada rota. ¡Esta es
la osera! dije para mí: no bien se hubo apartado el de la luz, que
no pude ver quién fuese, reconocí los trozos; era la espada de mi
señor. ¿Lo habrian muerto? No, porque estuviera alli su cuerpo, y
porque le hubiera olfateado mi leal Bravonel, y hubiera puesto en los
cielos el ahullido. ¿No es verdad, Bravonel? preguntó Hernando á su
hermoso alano, que echado á su izquierda parecia escuchar atentamente
la relacion del montero. Al oir esta pregunta, alzóse Bravonel en las
cuatro patas, lamió la mano que lo acariciaba, como si quisiese dar á
entender á su dueño que no se equivocaba en el buen juicio que acerca
de su fidelidad acababa de emitir, dió una vuelta en derredor sobre
sí mismo, y volvió á colocarse, poco mas ó menos, como estaba antes
de la estraña interpelacion. ¡Bravonel! dije entonces á mi alano, el
rastro, el rastro del doncel.
Entendióme el animal, Peransurez; ¡admirable Bravonel! No bien le
hube dicho aquella breve exhortacion, comenzó á olfatear la tierra,
y antes de dos minutos ya se habia decidido por una senda. Quise
probar, sin embargo, la certeza de la huella, y aparenté ir por otra,
gritando siempre: “¡El doncel, el doncel!” Viéraisle entonces correr
á mí, echar por la otra, ladrar, ahullar, tirarme, en fin, de la ropa
con los dientes. ¡Ah! ¡Bravonel, Bravonel, luz de mis ojos! añadió
el montero abarcando con la mano el hocico del animal, é imprimiendo
en él un beso, mas lleno de amor y de cariño que el primero que da
un amante al tierno objeto de su pasion. ¡Bravonel! el que no ha
tenido un perro, no sabe lo que es querer, y ser querido. ¿Qué sirve
la muger? la muger equivoca siempre la senda, la muger empieza por
montear al venado de casa, y el perro no engaña nunca como lo muger.
¡Bravonel, juntos hemos vivido, y juntos moriremos!
—¿Y seguísteis la huella? preguntó Peransurez impaciente por saber el
fin del cuento, que Hernando habia interrumpido con tanto placer por
acariciar al animal.
—¿Cómo si la seguí? á pasos precipitados, con toda confianza ya: dos
leguas anduvimos. Alli encontramos un pueblo: tomamos lenguas: el
herrador nos dijo que acababa de pasar una partida de ginetes; que
habian hablado pocas palabras, pero que habian tenido que detenerse
á herrar un caballo desherrado; que caminaban de prisa; que debian
llevar un preso, segun las señas, y que habian pronunciado en medio
de su misterio la villa de Arjonilla. ¡Mia es la pieza! dije yo
entonces. Até cabos y dije: “El preso es el doncel, y el que lo
prende el conde de Villena.” Efectivamente, el mismo dia se habia
servido su alteza señalar el dia quinceno para el combate que debia
tener con el doncel Macías. ¿Mas claro, Peransurez? Era fuerza, sin
embargo, asegurar mis dudas. ¿Qué hacia yo hasta entonces? y luego
quise mas fiar de mi brazo y de mi venablo el logro de mi intento.
Volví á Madrid, y supe que la corte salia al otro dia; sabedor de
que don Luis Guzman era el que, por su posicion con Villena, debia
interesarse mas por mi amo, víme con él y espúsele mis dudas:
declaréle mi intento; aprobó mi idea, y yo le confié el cuidado de
llevar con su menage á Otordesillas las prendas de mi amo y mias;
entre otras la armadura mejor de Castilla, que si se perdiera, nunca
de ello me consolara; es, al fin, la que tiene mi amo destinada
por su buen temple para el aplazado combate. Armado despues de mi
ballesta y dos aguzados venablos, seguido de mi leal Bravonel, y
disfrazado lo mejor que pude, púseme la misma noche en camino.
Ayer parece llegaron ellos. Hoy he llegado yo. Hé aqui Peransurez la
causa de mi venida. En aquel castillo, no hay duda, está el doncel.
Hé aqui la presa que habemos menester rastrear. ¿Os acordais, amigo
mio de un juglar de don Enrique de Villena que Dios maldiga, hombre
de pelo crespo y rojo...?
—¡Ferrus! Recuerdo su nombre; pero él...
—Ferrus, pues, está aqui, y ese es el guardian de mi amo. Le he visto
subir á un camaranchon de arriba, cuando yo entraba en la venta. Por
qué duerme en esta encrucijada y no en su osera, eso no lo alcanzo.
Lo que entiendo solo, Peransurez, es que ese es el oso que hemos de
montear. ¿Insistís en vuestro ofrecimiento, ahora que sabeis cuánto
motivo puedo tener de guardar silencio y sigilo, y cuán peligrosa sea
la empresa?
—¿Cómo si insisto? Hernando, dijo Peransurez levantándose del suelo
en que estaban sentados, no es esta la primera montería en que hemos
andado juntos. Amo el peligro como buen montero, y osos mayores
que ese, amigo mio, me ha prestado amistosamente piel para mas de
una zamarra. Examinemos, si os parece, la posicion del castillo,
discurramos el medio mas prudente...
—El medio, Peransurez, ¡voto va! es esperar aqui á ese perro de
juglar, á esa raposa cobarde y rapaz, y clavarle en tierra con un
venablo, como quien bohorda, mas bien que como quien caza. ¿Merece
siquiera los honores de ser comparado con una fiera noble y denodada?
—Guardaos, amigo Hernando, de ejecutar tan descabellado propósito.
Bien veo que seguís necesitando un consejero prudente que temple el
ardor de vuestra imaginacion. Matareis á Ferrus; pero ¿y luego?
—Luego, voto va, luego... Dirigidme, pues, en hora buena. Bravonel
y yo estaremos atentos al ruido de vuestra vocina. Soy yo mejor
en verdad para obedecer que para mandar. Pero voto á Dios que os
despacheis pronto, y nos digais cuanto antes contra quién he de
disparar el venablo, que se me escapa él solo de las manos, y estan
ya los dientes de Bravonel deseando hacer presa en el animal.
—Ea, pues, venid: demos disimuladamente la vuelta al castillo: en
seguida volveremos á Arjonilla: vendreis á tomar un bocado conmigo,
que _el buen montero, riñon cubierto_, y mañana amanecerá Dios, y con
su dedo omnipotente nos señalará el rastro de los malvados.
—A la buena de Dios, replicó Hernando: ¡Bravonel, Bravonel, vamos!
Guiad vos, Peransurez, que conoceis la tierra.
Dichas estas palabras comenzaron los dos amigos su esploracion, hecha
la cual se retiraron á concertar los medios de introducirse en el
castillo por mas guardado que estuviera, y de salvar al doncel, que
presumian hallarse dentro, con no pocos visos y fundamentos de verdad.
[Ilustración]


CAPITULO XXXIV.
En una torre fue puesto
con cadenas á recado.
. . . . . . . . . . .
La condesa entrára dentro
do está el conde aprisionado.
. . . . . . . . . . .
Ambos hablan en secreto,
y conciertan en celado;
que por librar tal persona
á mas que esto era obligado.
_Rom. de Sepúlveda._

Cuando Ferrus, encargado por el conde de Cangas y el astrólogo de
la prision del enamorado Macías, pensó albergarse en la hostalería
del complaciente Nuño, no fue ciertamente porque no hubiese en el
castillo albergue digno de él.
Es fuerza remontarnos mas al origen de las cosas para esplicar de un
modo satisfactorio esta singularidad.
Facilmente comprenderá el lector, impuesto ya en los diversos
caractéres sobre que gira nuestra narracion, que necesitando los
dos autores de esta intriga el mayor secreto, solo podian fiar tan
importante comision al que ya estaba forzosamente en él: el reparo
de la falta de valor no podia tener en este caso mucho peso, porque
habian de acompañarle otros, los cuales solo sabian que debian
prender á un hombre, sin saber quién fuese; y para mandar á estos y
aprisionar con ellos á un caballero que salia descuidado de una cita
amorosa no se necesitaba un gran fondo de arrojo y determinacion.
Por otra parte, Ferrus era hombre friamente malo y cruel: ¿quién
podia, pues, desempeñar mejor que él la inexorable comision que se
le confiaba? Lográbase ademas de este modo la ventaja de apartar de
la corte al único hombre que podria en un caso adverso comprometer
al conde, y la de tener en el castillo un ente capaz de cualquier
accion determinada si llegaba ocasion apurada en que estorbase la
existencia del preso. Combinadas estas diversas circunstancias, solo
quedaba que pensar en ligar el interes de Ferrus al feliz éxito de
la espedicion de una manera que hiciese imposible toda traicion.
El conde para esto creyó que no podria haber medios mejores que la
gratitud por una parte y la esperanza del premio por otra; asi,
decidió hacer libre á su siervo y loco favorito. Quitóle el collar
de metal que en seña de servidumbre llevaba, é hízolo de su siervo
su vasallo. Con estraordinario placer renunció Ferrus á su bonete de
sonajas de juglar, y al molesto oficio de divertir con bufonadas á
sus superiores; y sus sentimientos de fidelidad llegaron á tocar en
un acendramiento dificil de esplicar, ni menos de igualar, cuando
el conde le manifestó que le hacia libre entonces para confiarle la
alcaidía del castillo de Arjonilla; añadiéndole, que si desempeñaba
fielmente este importante cargo, no pararia en esto solo su favor.
Bien entrevió Ferrus, por consiguiente, que toda su prosperidad
futura dependia de que Villena saliese con el maestrazgo, y siendo
esto imposible si se llegaba á probar algun dia que don Enrique
habia muerto á su esposa, hizo firme propósito Ferrus de consentir
primero en que le hiciesen pedazos que en dejar la menor esperanza
de salvacion al asegurado doncel. Su muerte en último caso hubiera
sido para él una grandísima friolera puesta en balanza con su futura
grandeza.
El lector sabe que, merced á la tenacidad de Elvira, se habia logrado
la industria del astrólogo con mas felicidad aun que lo que él podia
nunca haber esperado, si bien habia contado siempre con la ventaja
que le ofrecia el haber de bajar el doncel de la reja alta de una
manera que impedia toda defensa. Llevó á Arjonilla unas instrucciones
del conde, severas sí, pero no sanguinarias, y otras del judío
aplicables á todas las circunstancias que pudieran ocurrir, y un
tanto menos escrupulosas, porque éste se hallaba tan interesado como
Ferrus en la grandeza del conde, y sumamente ligado á sus intrigas
por el peligro que corria si llegaba á descubrirse algun dia la
horrible maquinacion en que no habia tenido él la menor parte.
No se habia previsto, empero, una circunstancia bien temible.
El conde, que habia tenido grande interes en que su castillo de
Arjonilla estuviese de algun tiempo á aquella parte bajo la custodia
de alguno de sus mas allegados servidores por razones que él se
sabia, y que algun dia sabrán nuestros lectores, habia confiado su
alcaidía á su camarero Rui Pero, de quien no hemos vuelto á hablar
por esta causa. Este era hombre duro y fiel; por lo tanto suspicaz
é irascible. No pudo, pues, sentarle bien la orden que le intimó
Ferrus en nombre del conde, su comun señor, ni menos el imperio y
mal entendida arrogancia con que se la oía prescribir á un hombre
que acababa de salir de la nada; á un siervo cuyo collar de metal
acababa de romper su amo, y cuyas sonajas de azofar y bonete de loco
estaban todavia demasiado recientes en la memoria del noble camarero
para que le pudiese inspirar respeto ni estimacion el que venia á
ocupar su mismo destino, con desdoro de su clase y prerogativas.
Mandábale á decir el conde que siendo necesaria su asistencia á su
lado, solo tardase en ponerse en camino para Otordesillas, donde
debia encontrarle con la corte, el tiempo indispensable para hacer
entrega del castillo al nuevo alcaide, y enterarle de cuanto él se
figurase que conducia á su mejor servicio. Rui Pero, llevado de
su mal humor, no perdonó medio alguno de inspirar terror á Ferrus
acerca de la responsabilidad que sobre sí acababa de tomar; y de las
dificultades que ofrecia la conservacion del secreto en un castillo
tan inmediato á poblacion, y en que si era facil impedir la entrada
á los estraños, no lo era tanto estorbar que tuvieran los de dentro
alguna comunicacion con los de fuera: insistió bastante ademas en la
fama que de encantado tenia el castillo, y en lo que de él contaban
los habitantes, cosa que no contribuyó en nada á tranquilizar el
ánimo de Ferrus, ya de suyo naturalmente enemigo de encantos y
prodigios. Deseoso de averiguar si deberia temer ó no cuanto en el
particular Rui Pero le referia, determinó dormir una noche en la
hostalería del pueblo, asi para averiguar á punto fijo el fundamento
que podrian tener aquellas tradiciones, que cual telas de araña se
adhieren siempre á los edificios viejos, como para escudriñar si se
habia traslucido algo entre los habitantes de Arjonilla acerca de los
misteriosos secretos que encerraba á la sazon la antigua hechura del
amante de Zelindaja, y acerca del objeto de su propio viage. Esta era
la verdadera causa de aquella estravagancia.
No bien se habia dispertado Ferrus, cuando tenia ya á la cabecera
de su cama al complaciente Nuño con la montera en la mano, y con un
_como gusteis_ siempre asomado á los labios para salir á la menor
indicacion del huésped. Entablóse entre ambos mientras que Ferrus se
vestia un diálogo, que por lo largo, é inútil á nuestro propósito,
perdonamos á nuestros lectores con el interesado objeto de que nos
perdonen ellos á nosotros cosas de mayor monta y trascendencia. Baste
decir que por él pudo Ferrus formar una exacta idea de su verdadera
posicion, y no le hubo de parecer tan mala como Rui Pero se la habia
pintado, porque decidió volver inmediatamente á su castillo, y aun
hizo propósito de darse por encargado y enterado de todo lo mas
pronto posible; pues bien se le alcanzaba que el disgusto y mal humor
del camarero solo podia resultar en daño de la intriga de su amo.
Tuvo el hostalero, prevenido por Peransurez en la madrugada del
mismo dia, el buen talento de no hablar á Ferrus de la imprudente
conversacion tenida en público la noche anterior en su cocina
despues de haberse él recojido, y Hernando, á quien importaba no ser
conocido, de Ferrus sobre todo, se mantuvo oculto hasta que supo que
habia regresado al castillo el ex-juglar, pagada ya la cuenta de su
gasto, aunque no tan opíparamente como el hostalero esperaba, cosa
que se supo porque al despedirse Ferrus de él díjole:
—Dios os prospere, y os dé, buen Nuño, lo que mas os convenga. Y se
notó que Nuño no le habia respondido el _como gusteis_ de ordenanza.
Esta observacion de los historiadores del tiempo, que hablan con
toda profundidad del lance, es tan justa, que cuando Nuño habló con
Peransurez despues de la partida de Ferrus no solo no insistió en
la apuesta, sino que se inclinó ya, por cierta antipatía que habia
nacido en su corazon repentinamente contra Ferrus, á la parte del
emprendedor montero; diciéndole entre otras cosas que tendria un
placer singular en que se jugase una pasada que metiese ruido al
señor alcaide nuevo del castillo del moro, por su arrogancia y su
petulante continente.
No echó Peransurez en saco roto esta buena predisposicion al mal del
hostalero, y reuniéndose á toda prisa con Hernando, procedieron á
dar el paso que en su deliberacion de la noche anterior les habia
parecido mas conducente y atinado para el logro de su arrojado
intento.
Entre tanto era varia la posicion de los habitantes del castillo.
En los patios interiores divertian sus ocios tirando al blanco ó
bohordando hombres de armas, á quienes estaba confiada su defensa y
custodia; algun grupo de ballesteros ó archeros pacíficos discurrian
mas apartados acerca de la singular reserva que reinaba en todas las
operaciones de aquel edificio verdaderamente mágico, porque no eran
todos sabedores de lo que encerraban sus altas murallas. Algunos sí
sabian que habian traido ellos mismos un prisionero por ejemplo, pero
ni sabian quién era, ni le habian vuelto á ver. Tales habian sido
y eran las precauciones observadas sabiamente por los principales
emisarios del conde.
Habia sido colocado el nuevo huésped en una sala baja incrustada,
digámoslo asi, en el corazon de una mole de piedra, que esto y no
otra cosa era cada paredon del castillo. No tenia mas adornos que
el que le proporcionaban algunas telas de araña, indicio de la poca
consideracion con que al caballero se trataba, y varios informes
lamparones que dibujaba la humedad con caprichosa desigualdad en las
desnudas paredes de aquel calabozo. Hacia mas horrorosa la prision
un rumor monotono y profundísimo, muy semejante al que produce el
brazo de agua que sale de la presa de un molino, que rompe por entre
las guijas de una cascada, ó que se desprende de un batan. El que
haya tenido alguna vez la desgracia de verse privado de su libertad
en una oscura prision, oyendo dia y noche el acompasado golpeo de
un reloj de péndola, será el único que pueda apreciar la situacion
del doncel, condenado á aquel tristísimo son. No recibia mas luz
aquel cavernoso nicho que la que le prestaba en los dias mas claros
del año un agujero redondo y cerrado con cuatro hierros cruzados,
y practicado en la parte mas alta del muro. Hallábase situado á
orilla de una zanja, hecha á lo largo de la muralla interior: por la
zanja corria, produciendo el rumor que hemos descrito un resíduo del
torrente, que llenaba con sus aguas el foso esterior del edificio,
y entre la zanja y la muralla interior habia una ancha y espaciosa
plataforma. Era preciso, pues, pasar la zanja desde la plataforma
para entrar en la prision destinada al doncel; pero esto solo se
podia verificar bajando el rastrillo que la cerraba sirviéndole de
puerta. La rara colocacion de aquella cueva indicaba que habia sido
construida desde luego para encerrar presos de importancia, y á
quienes se quisiese quitar la vida prontamente, como represalia, en
caso de hallarse ya tomado el castillo por el enemigo. La situacion
por otra parte, su hondura, y el ruido del torrente, impedian que
pudiese ser oida en ningun caso la voz del prisionero que en aquella
caverna se encerrase. Casi enfrente de ella venia á caer entre las
dos murallas la torre principal de la fortaleza. Mirando oblicuamente
por el agujero conductor de la luz, que dejamos descrito, divisábanse
con trabajo algunas altas ventanas. Nada se podia ver de dia de lo
que dentro de ellas pasaba; pero de noche, cuando reinaba la mas
completa oscuridad, veía el doncel una luz arder en lo interior
de una habitacion, moverse á ratos, mudar de sitio, desaparecer,
y aun producir sombras de diversos tamaños y figuras, bastantes
á atemorizar en aquel tiempo de supersticion un corazon menos
determinado que el del doncel; sobre todo en un castillo que hacian
encantado las tradiciones mas remotas del pais, y cuyo destino
parecia ser realmente el de pertenecer siempre á seres nigrománticos,
como le sucedia á la sazon, que era dueño de él el conde de Cangas, é
quien nadie tenia por menos mago que al amante de Zelindaja. De noche
tambien, y cuando se columbraban las temerosas sombras, era cuando
solia mezclarse con el silbido del viento, y el ruido de la lluvia,
ó el estruendo de la tempestad, una voz aguda y dolorosa, que era
la que tenia espantada la comarca, y la que nuestro buen Nuño habia
oido la noche que se retiraba de su labor, como en nuestro capítulo
anterior dejamos dicho.
Finalmente, otra entrada tenia la prision del doncel. Una escalerilla
de caracol la ponia en comunicacion con una larga galería interior
del castillo; pero una puerta de hierro sumamente pequeña y cerrada
por defuera con pesados cerrojos y candados, cuyas llaves poseía
solo el alcaide, imposibilitaban por esta parte toda esperanza de
evasion. Un mal lecho habia sido dispuesto á ruegos del prisionero en
la caverna, y habia conseguido por favor singular que le dejasen el
pequeño laud que á la espalda como trovador llevaba cuando su cita
amorosa. Con él divertia su amarga posicion pulsándole blandamente,
y regándole con sus acerbas lágrimas, los ratos que no escribia en
las paredes con un punzon alguna tristísima endecha, dirigida á la
ingrata señora de sus pensamientos, cuyo rigor le habia puesto en tan
lastimero trance.
La habitacion que por ser la mejor y la mas espaciosa se habia
reservado el alcaide, y que se habian repartido á la sazon Rui Pero y
Ferrus, se hallaba en el piso bajo de la torre de que hemos hablado.
Un salon anchuroso, adornado con varios trofeos y armas suspendidas
en las paredes, era el departamento principal. Una larga mesa estaba
clavada en medio: el hogar ardia en la cabecera de la sala, y en el
estremo opuesto un aparador ó bufete encerraba la vajilla estilada en
aquel tiempo para el servicio de la mesa.
Al anochecer del dia en que nos encuentra nuestra historia, dos
hombres arrellanados en dos grandes poltronas de baqueta española,
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