El doncel de don Enrique el doliente, Tomo IV (de 4) - 1

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EL DONCEL DE DON ENRIQUE EL DOLIENTE:
HISTORIA CABALLERESCA
DEL SIGLO QUINCE
por
D. MARIANO JOSÉ DE LARRA.
SEGUNDA EDICION.
TOMO IV.



Madrid:
IMPRENTA DE I. SANCHA,
1838.


EL DONCEL DE _Don Enrique el Doliente_.


CAPITULO XXXII.
En Castilla está un castillo
que se llama Rocafrida;
tanto relumbra de noche
como el sol al medio dia.
_Rom. de Montesinos._

Existe á cinco leguas de Jaen una poblacion pequeña ahora, y pequeña
en los tiempos á que se refiere nuestra narracion, que tiene por
nombre Arjonilla, ora por haber sido fundacion de algunos habitantes
salidos de Arjona; ora por su inmediacion á esta ó por las relaciones
que con ella pudo tener en lo antiguo. Pertenecia esta villa al
maestrazgo de Calatrava, y era una de las primeras que se habian
declarado por don Enrique de Villena, á causa de la influencia que le
daban á este en aquel punto varias posesiones que en su territorio
tenia. En el siglo XV presentaba el aspecto, que aun en el dia suelen
presentar muchos pueblos de nuestra patria. Algunas casas que, mas
que viviendas de hombres, parecian cuevas de animales, esparcidas
aqui y alli, formaban irregulares callejones. No era sin embargo
tan pequeña su importancia, que tuviesen que acudir sus habitantes
á algun pueblo vecino de mayor cuantía para cumplir con sus deberes
espirituales. Poseía una iglesia parroquial, no muy grande en verdad,
pero que no dejaba por eso de bastar para su reducido vecindario; y
que se hallaba bajo la proteccion y advocacion de Santa Catalina.
En el dia será todo lo mas si puede traslucirse su antigua grandeza
en los restos míseros que la constituyen en la humilde gerarquía de
ermita, pero en el reinado de Enrique III, nos dice Jimena en sus
anales eclesiásticos de Jaen, no solo era la iglesia parroquial, sino
que era una obra moderna que no tenia mas fecha que los años que
hacia que habia sido reconquistado aquel pais á los moros.
A cosa de un cuarto de legua del pueblo rivalizaba en grandeza con la
iglesia parroquial un castillo sombrío y viejo, que si no era de los
mas fuertes y afamados de Castilla, no dejaba por eso de ser sólido,
y una de las posiciones militares mas ventajosas de la comarca.
Edificado como todos los de aquel tiempo en una eminencia, mejor
diremos en la punta de una peña, podia servir de reducto á un tercio
militar en retirada, ó de baluarte á un destacamento avanzado de un
ejército invasor. Tenia su doble muralla almenada, torres, foso,
contrafoso, puente levadizo, en una palabra, cuanto hacia necesario
en semejantes edificios la táctica militar de ataque y defensa de
aquella época belicosa, y de perpetuo temor y desconfianza. Crecia
la yerba tranquilamente en derredor de las almenas, prueba evidente
de que hacia mucho tiempo que no oponian obstáculos los artes de
la guerra á su abundante vegetacion. Un largo litigio que sobre
la pertenencia del tal castillo habia sostenido contra la corona
de Castilla la orden de Calatrava habia sido ocasion de hallarse
inhabitado algunos años, y se habian adherido á él, como en aquellos
tiempos de ignorancia solia frecuentemente suceder, mil vagas
tradiciones, mil supersticiones fabulosas que habian consolidado
algunos malhechores, cobijándose en él secretamente y haciéndole
cuartel general y centro de sus operaciones. Era fama por el pais que
en tiempos anteriores un moro, mago, si jamas los hubo, habia sido
fundador del castillo, cuya construccion se perdia en los tiempos
remotos de la conquista y reconquista; opinion á que no daba poco
realce el color negruzco de la piedra, y el aspecto todo venerable
y misterioso de sus antiquísimas murallas. El mago habia construido
el castillo, segun la mas recibida opinion, para satisfaccion de
odios y rencores propios suyos: en él habia atormentado durante su
vida á muchas hermosas doncellas que no habian querido rendirse á
sus brutales deseos, pues todas las tradiciones convenian en que
este habia sido el flaco del moro encantador y descomunal. Añadíase
á esto que no le habia faltado razon para ello, pues se referia
de él la siguiente historia. El moro habia amado en sus lucidos
abriles á una mora llamada Zelindaja, hija de un reyezuelo de
Andalucía; la cual habia correspondido primero á su pasion, pero
le habia dejado despues sin verdadero motivo por otro y otros
moros succesivamente con la natural facilidad y ligereza de su sexo
leal y encantador. El moro, que debia de haber sido hombre de suyo
sentado y poco aficionado á mudanzas, habia tomado la cosa muy á
mal y el desaire muy á pechos, y en vez de volver los ojos á otra
Zelindaja mejor que la primera, lo cual hubiera sido determinacion
de hombre prudente, habia jurado vengarse castigando en el sexo todo
la culpa de uno de sus individuos. Hé aqui la causa de su odio á
las mugeres: para lograr sus fines habíase dado á la mágia y á la
confeccion de bebidas y filtros amorosos. Con ellos enquillotrava á
las doncellas, las cuales, al punto que apuraban á poder de engaños
la pócima, asi quedaban del moro enamoradas como si en el mundo no
hubiera habido otro hombre ni moro ni cristiano. Entonces entraba la
parte de su venganza; entonces el pícaro moro hacíase de pencas y
dejábalas llorar y suplicar, suspirar y gemir por los sus encantos,
con lo cual íbanse consumiendo y acabando las enquillotradas
doncellas, como bugía que se apaga. Conforme las iba el bribonazo
del encantador seduciendo, íbalas encerrando en el castillo, y era
todo su placer, cuando veía á una ya tan madura y encaprichada de él
como juzgaba necesario, hacerla testigo de los enamorados motetes y
de las apasionadas caricias que á otra fingia, usando despues con
esta y con todas las succesivas de igual odioso manejo. Mesábanse
los cabellos las infelices, y decíanle injurias y ternezas; pero
el moro habia aprendido tan bien de su Zelindaja, que hacia oidos
de mercader, y no parecia sino que habia nacido hembra y mora mas
bien que varon y moro. Todo lo mas que solia decirlas cuando las
veía presas en las redes de su pérfido amor era contestarlas como
le habia contestado á él Zelindaja:—Mi honor, les decia, no lo
consiente.—Cede, bien mio, replicaban ellas.—Imposible, reponia él
con grave remilgamiento y afectado pudor y compostura. ¡Mi honor
es lo primero!—¿Y los juramentos, ingrato, y las promesas, falso?
solian responderle.—¿Yo juré nunca, prometí yo acaso? añadia el moro
haciendo el olvidadizo.—¿Y los placeres que gozamos?—¡Insolente, qué
osadía! ¿cuándo, en dónde?—Ved que mi muerte, moro mio, será obra
de tu rigor, acababan ellas.—Podeis hacer lo que gusteis, concluia
entonces el redomado moro cogiendo un abanico, é imitando con él y
con el desvio de sus ojos el antiguo sistema de su pérfida Zelindaja.
Con lo cual tenia á las perdidas doncellas en un infierno perpetuo,
muy parecido al que pasan voluntariamente en esta vida los incautos
que dan en creerse de palabras y juramentos, de prendas, en fin, y de
ternezas de moras pérfidas y veleidosas.
No habia parado aqui el rencor del bribon del encantador.
Efectivamente, incompleta hubiera sido su venganza si no hubiese
caido en sus lazos la misma Zelindaja. Tuvo modo el mágico de engañar
á una de sus doncellas, la cual le hizo beber, no se sabe á punto
fijo con qué sutil arbitrio, una buena pieza del filtro ponzoñoso: no
bien se le hubo echado á pechos Zelindaja, cuando sintió renovarse
en sus venas el fuego antiguo en que habia ardido por el moro:
desde entonces no perdonó medio alguno de anudar de nuevo sus rotas
relaciones. Hízolo tambien el vengativo, que la obligó á que se
decidiese á venir á hacer vida comun con él á su castillo, donde
decia los esperaban delicias sin fin, y una vida entera de amor y
fidelidad. Cayó en el lazo la incauta cuanto enamorada Zelindaja;
pero no bien hubo pasado el rastrillo de la encantada fortaleza,
cuando llamándose andana el astuto moro, dió dos zapateadas en el
aire, como potro que sale, roto el freno, á gozar al campo de la
conquistada libertad, sacudió el amor y comenzó á dar tal cual
leccion de sufrimiento á la desvanecida hermosa, quien aprendió
entonces lo que habrian sufrido sus amantes. Lloraba ella y gemía, y
volvia siempre al moro, pero decíala él:—¡Ay! mora mia, es tarde.—¡Ay
moro! le decia Zelindaja.—Es tarde, ¡ay! es tarde, contestaba el
moro, afectando dolor y sentimiento. Tal era la esplicacion que se
daba á un gran rótulo, labrada en la misma piedra sobre la puerta
principal del interior del castillo, que decia efectivamente en
letras gordas arábigas, y en árabe dialecto: _es tarde_.
No habia querido el moro que Zelindaja muriese como las demas á poder
de sus desprecios: habia decidido por el contrario que Zelindaja
viviese mas que todas, y que á su muerte, la cual el no podia evitar
que sucediese algun dia, quedase á lo menos su sombra recorriendo
perpetuamente los cláustros y galerías del castillo, pidiendo á las
piedras la fidelidad que tanta falta le habia hecho en vida, y á los
ecos su esposo, como llamaba en su delirio al rencoroso moro.
De aqui la tradicion misteriosa de que se oía en el castillo, sobre
todo en las crudas noches del invierno, ó en épocas de tormentas, una
voz de muger que pedia á los elementos todos su esposo; y no faltaba
quien añadia haber visto con sus propios ojos, que habian de comer
la tierra por mas señas, una sombra blanca, recorriendo, toda pálida
y desmelenada, con una antorcha en la mano, las altas bóvedas, como
quien busca efectivamente alguna cosa que no encuentra.
Escusado es, pues, decir que no tendria el castillo muchos
aficionados, porque era comun opinion que el que llegaba á poner el
pie en él, hallándose enamorado, ya nunca habia de oir mas consuelo
ni esperanza amorosa que aquel fatal _es tarde_, que á la fundacion y
suerte del castillo presidia.
Era igualmente aborrecido el moro, y maldecidos su nombre y su
memoria en la comarca, porque no habia amante desairado que no
creyese deberle aquel singular favor á la influencia que ejercia
todavia en muchas leguas á la redonda, aun despues de su muerte. No
habia padre que no creyese deberle la palidez de su hija, esposo que
no imaginase obra suya el despego de su esposa, y zagal enamorado
que no le pidiese mas de una vez, en sus secretas oraciones, la
revocacion de la terrible suerte que habia dejado en herencia al pais
en que habia vivido.
Nosotros, sin embargo, habremos de abogar por el moro, en primer
lugar porque no creemos que tenga en el dia influencia alguna el
tal mago sobre nuestras mugeres, y sin embargo ni dejan de estar
pálidas las incautas jovencillas, ni dejan de dar su amor á todos los
diablos los enamorados zagales, ni se ha acabado el despego entre los
esposos, ni deja de suceder con las Zelindajas, de que se compone
el bello sexo, lo que con los hilos de las sábanas de angeo de la
venta de Puerto Lapice; de los cuales decia Cide Hamete, que si se
quisieran contar no se perderia uno solo de la cuenta.
Si no tenia efectivamente otro delito el moro que engañar á sus
amantes, enamorar primero para despreciar despues, y variar de amor
como de camisa, mal haya si encontramos porque reconvenirle, en
unos tiempos, sobre todo, en que cualquiera muger no necesita ser
muy mora, ni muy hechicera por cierto, para hacer otro tanto cada
y cuando le ocurre, que suele ocurrirles siempre. Somos demasiado
defensores y amigos del bello sexo para hacer por ello inculpacion
alguna al inocente moro.
Enfrente del castillo, pero á mas que respetable distancia, se veía
el tercer edificio notable, la tercera maravilla de Arjonilla. Era
esta una casa no muy grande, comparada con las mas pequeñas de las
que adornan en el dia la capital de todas las Españas posibles, pero
verdaderamente régia, puesta en parangon con la mas espaciosa de
Arjonilla.
Una anchísima puerta, cuyo dintel presentaba al espectador la
huella antigua y honda de la rueda, y un espacioso corral, mitad
con cobertizo, mitad con el cielo por techo, hubieran indicado al
caminante muy suficientemente que aquella era la posada, ó parador, ó
venta, ó como se quiera, de la importante villa por donde transitaba,
aun sin necesidad de reparar en un empolvado ramo que de una reja
baja salia, inclinando sus secas y marchitadas hojas sobre el camino.
Entrábase dentro del tal ventorrillo, y siguiendo un callejon, en el
cual servia la oscuridad de encubrir la poca limpieza, se llegaba
á una cuadra, pasábase de esta á otra peor que la primera, y de
alli á la gloria, como suele comunmente decirse, es decir, á la
cocina, pieza principal de la casa. Un mal hogar, coronado de una
alta y piramidal chimenea era todo el mueblage, si se esceptúan dos
fementidas mesas, digámoslo asi, que comparáramos de buena gana en lo
largas y estrechas con el alma de un vizcaino, si nosotros hubieramos
visto alguna; estaban clavadas y arraigadas casi ya en el suelo, como
todas las cosas malas en el pais. Dos bancos, remedos asaz perfectos
en su instabilidad de las cosas de esta vida, y que en lo poco firmes
mas que bancos parecian mugeres, tenian cogida en medio á cada mesa,
y hacia cada mesa con sus dos bancos la misma figura precisamente
que haria un galgo grande entre dos galgos chicos. La superficie de
cada mesa era tan desigual, como la superficie del mar en un dia de
tormenta: se tambaleaba ademas, y cedia al menor impulso con la misma
flexibilidad que un periódico ministerial del dia. La construccion
de los bancos era un tanto cuanto picaresca y maliciosa, porque
cuando se sentaba una persona sola en una estremidad levantábase la
otra irritada de la presion como si fuera á hablar con su huésped, y
era preciso sujetar al rebelde si no queria dar consigo en tierra el
recien sentado, cualidad en que parecia cada banco una balanza.
La llama del hogar, oscilante, y tan indecisa como un gobierno del
justo medio, alumbraba á relámpagos los barbados rostros de unos
cuantos arrieros y tragineros que secaban en la brasa sus húmedas
alpargatas, ó disponian su cena en bollas y sartenes, asaineteando su
rústica conversacion con mas votos y por vidas que palabras.
Pero como no podia bastar el resplandor intermitente de la leña
para iluminar debidamente á los que ya en las mesas cenaban, el
inteligente dueño del establecimiento, lleno de prevision, habia
provisto á esta necesidad con un magnífico candil, cuya materia no
era facil adivinar al través del ollin y grasa que le enmascaraba, el
cual daba de sí mas aceite que luz. Pendíase unas veces de la misma
pared, asegurando su gancho en un agujero practicado sencillamente
al efecto, colgábase otras en una cuerdecita embreada de manchas de
moscas: en el segundo caso columpiábase el luminar aquel de la noche
de tal suerte que de buena gana le hubiera comparado un poeta del
siglo XVI con el aura meciéndose blandamente en las ondeantes hebras
de oro de Belisa, de Filis, ó de otra cualquiera no menos bella
inspiradora. Habia ademas en la misma cocina, y como si digéramos
ocupando el estrado y sirviendo de divan, un corpulento arcon que asi
era de paja como de cebada, y adonde acudia no pocas veces el mozo de
la posada, con detrimento notable de las ropas de los concurrentes,
á los cuales no podia favorecer gran cosa el polvillo que, al cerner
la cebada, del horadado harnero se desprendia. En dias de viento
tenia la cocina la singular ventaja de parecerse al olimpo, mansion
de los dioses, en las densas y misteriosas nubes que formaba el humo
oprimido y rechazado en el cañon de la chimenea por las corrientes de
aire que en la region atmosférica discurrian.
Cenaban á un lado dos paisanos que parecian, si no del pueblo, por
lo menos de la tierra, y á otra parte solo, enteramente solo, un
individuo muy conocido nuestro y de nuestros lectores, á quien
parecia dedicar mil atenciones el dueño de la posada. Servíale
primeramente en persona, mientras que servia á los demas, ó no
los servia, una robusta Maritornes, que nada tenia que envidiar á
la de Cervantes sino es la pluma de su historiador y cronista. En
segundo lugar quitábasele la montera cada vez que aquel le dirigia
la palabra; lo cual hacia este siempre, preciso es decirlo todo,
con aire imperioso, y hablando como superior á inferior. En tercer
lugar reíase á la menor palabra que decia el forastero. Y en cuarto
le habia sacado de las provisiones reservadas de su hostalería unas
aceitunas algo aventajadas, y cierto vino, no precisamente puro, pero
en fin, del que tenia menos agua en su bodega.
El forastero cenaba mas bien como un gañan que como un señor; pero,
fuera de esto, era preciso confesar que entre todos los que formaban
aquella escogida reunion no habia nadie que tuviese un esterior tan
cortesano, ni que mas se apartase del tipo primordial del hombre
de la naturaleza, al cual estaban demasiado cerca en honor de la
verdad aquellos sencillos arjonillanos. De todo el comportamiento
del huésped para con el forastero no era preciso ser un lince
para inferir que este era hombre que disponia de mas que medianas
facultades, y que aquel se prometia una lucida paga de sus esmeradas
y particulares atenciones.
—Traedme mas vino, dijo el forastero apurando la primera vasija que á
su derecha habia puesto el posadero.
—Como gusteis, dijo éste riéndose, y no tardó un minuto en estar
servido el huésped. No se bebe mejor, señor caballero, dijo aquel, en
toda la tierra.
—El pan es el que es malo, dijo el viajero.
—¡Ah! sí señor, como gusteis, muy malo repuso riéndose
obsequiosamente el hostalero. ¡Ya veis! añadió acercándosele al oido.
Esta semana no se ha cocido en casa todavia, y ha cargado tanta gente
que he tenido que recurrir á un vecino...
—Bien: basta, dijo con tono imperante el huésped.
—¡Eh! ¡eh! como gusteis, repuso el hostalero.
—Parece que el tiempo está bueno, dijo de alli á un rato el que
cenaba.
—¡Ah! ¡ah! sí, como gusteis, señor caballero, respondió con una
sonrisa agradable el amo.
—¿Teneis mucha familia?
—¡Eh! sí ¡eh! ¡eh! como gusteis, señor caballero; como gusteis, dijo
el flexible.
—El hombre es categórico, dijo para sí el pregunton; no gusta por lo
visto de quimeras ni de indisponerse con nadie; y volvió á sepultarse
en su distraido cuanto importante y misterioso silencio.
—¿Y vendrá el señor huésped por mucho tiempo? se atrevió á preguntar
el hostalero de alli á un momento, viendo que habia caido la
conversacion, y creyendo hacer un obsequio á su huésped en renovarla.
—Como gusteis, le contestó secamente el forastero, encargándose á su
vez de que no se diese de baja en el diálogo la muletilla del ventero.
—Yo lo creo, repuso el amo. Vuestra señoría fue de los que llegaron
ayer... prosiguió luchando entre el temor de parecer demasiado
pregunton é indiscreto, y la curiosidad natural de su oficio; de los
que... es decir, de la casa del señor maestre de Calatrava...
—Como gusteis, respondió mas secamente aun nuestro hombre,
levantándose y soltando en la mesa con desenfado una moneda de oro.
Esta noche dormiré aqui. Me haréis disponer la cama.
—Como gusteis, señor; pero cama, eso no habrá, porque vuesa merced...
—¿No habrá, bellaco? ¿Cómo diablo tengo de gustar entonces...?
—Como gusteis, señor caballero; pero es decir que vuesa merced sabe
que en estas casas...
—En estas casas... ¡voto va! Quereis cenar, y os dicen: Se guisará
lo que traigais de vuestro repuesto. ¿Quereis dormir? Traeréis cama.
¿Qué hay, pues, posadero que Dios maldiga, en una posada?
—Lo que gusteis, señor, lo que gusteis... no siendo cosa de comer, ni
de cama, ni cuarto, ni...
—Ni diablos que te lleven.
—Como gusteis, señor: ¡eh! ¡eh! repuso el hostalero sopesando en la
mano la moneda de oro. Lo mas, señor caballero, que puedo hacer por
vos si urge...
—¿No me ha de urgir, pícaro...? Mañana por cierto no dormiré aqui;
pero en el castillo parece que estan tan provistos como si fuera una
posada. No esperaban á nadie, y hasta mañana... Vamos, hablad: ¿no
veis que escucho? ¡Voto va!
—Como gusteis... podeis dormir en la cama de mi muger.
—¡Por Santiago! herege... ¿es tu muger esa vieja?
—Es decir, señor, que la cama de mi muger es la misma que la mia:
llámola asi porque la trajo ella en dote, y gusto de dar á cada uno
lo que es suyo.
—¡Ah! de ese modo... porque de otro...
—Como gusteis; y nosotros dormiremos como podamos.
—Ea, pues, guiad, que he menester madrugar, y voto va que estoy
cansado.
—Como gusteis, señor caballero. Señores, con perdon de ustedes,
añadió el hostalero echando mano del candil que alumbraba á los que
cenaban en la otra mesa, y atizándole con los dedos: bien pueden
vuesas mercedes cenar á oscuras, porque hoy no hay mas que un candil
en la casa, contando con este.
Dicho esto, echó á andar delante del viajero con su risita y su
natural sumision, cuidándose poco de lo que quedaban diciendo las
gentes de baja ralea que hospedaba aquella noche en su casa, y á
quienes con tan poco comedimiento habia devuelto al caos y á las
tinieblas de que el Hacedor Supremo los habia sacado al criarlos.
—¿Habeis visto, Peransurez? dijo al otro uno de los que cenaban.
—He visto, he visto, repuso su comensal; y pluguiera al cielo que
siguiera viendo.
—Decís bien, porque el bueno de Nuño, atraido sin duda por el color
de oro del pelo ensortijado del forastero, nos ha dejado ¡vive
Dios! como solemos quedarnos al fin de los sermones de nuestro buen
párroco, es decir, á oscuras.
—¿Y sabeis quién sea el forastero?
—Nadie nos lo podrá decir mejor que el mismo Nuño, si es que él ve
mas claro en ese asunto que nosotros en nuestra cena.
Volvia á este tiempo Nuño, que asi se llamaba el hostalero: despues
de restituido el candil á su primitivo lugar, y haberse escusado lo
mejor que supo con sus huéspedes, comenzó á restregarse las manos con
aire importante y misterioso, como de hombre que sabe raros secretos.
—Ya que habeis tenido por conveniente, señor Nuño, dijo Peransurez,
llevarnos la luz, que supongo no nos pondreis en cuenta, ¿no nos
podriais dar algunas luces, en cambio de la que nos correspondia,
acerca de ese misterioso personaje que albergais en vuestro bien
alhajado establecimiento?
—Alhajado, ó no, señores, como gusteis; es el mejor que de esta
especie se conoce, voto á Dios, en muchas leguas á la redonda. Con
respecto al forastero, no acostumbro á revelar...
—Vaya, señor Nuño, eche un trago de lo bueno, y siéntese y hable, que
no nos dió el Señor en su sabiduría la lengua para callar las cosas
que sabemos, dijo el mas arriscado: harto trabajo tenemos con haber
de callar por fuerza las que no sabemos. Ese será algun pícaro...
—¡Chiton! dijo el hostalero apurando un vaso. ¡Chiton!
—Dígolo porque en estos tiempos anda el dinero por las nubes, y no se
cogen truchas...
—Como gusteis; ¡pero Dios me libre de que se quite en mi casa la
honra á nadie! Ademas, yo no suelo tratar de pícaro á un hombre que
se ha cenado en menos de un cuarto de hora media despensa, y que
paga... y que pagará...
—En hora buena, señor Nuño. ¿Y qué nuevas trae de la corte el hombre
honrado que ha cenado media despensa...?
—Que á la hora esta estará ya la corte en Otordesillas, adonde se
traslada porque nos ha nacido un príncipe...
—¡Oiga! Tendrémos mercedes.
—Sí, algun impuesto nuevo para sufragar á los gastos de las
funciones, dijo uno de los huéspedes. ¡Voto va! que para nosotros
pecheros...
—Como gusteis, señores; pero mirad que mi casa...
—Voto á la casa, señor Nuño, que hemos de hablar, y no nos habeis de
quitar la conversacion como la luz. A oscuras vemos aqui mas claro
que todos los hostaleros encandilados y por encandilar de Castilla y
Andalucía. Vaya, ¿qué mas dice el forastero? Echad otro trago, que
aun queda luz en nuestros bolsillos para aclarar mas de un punto.
—Parece que su alteza ha decidido que en cuanto llegue á Otordesillas
se reuna el capítulo de Calatrava y elijan maestre.
—¡Voto va! Buena estará la eleccion, cuando ha elegido ya su alteza.
¿Y á quién, señor, á quién? A un hechicero mas nigromántico que el
mismo moro del castillo. ¿Y qué se le ha perdido al señor _pelo
rojo_ en Arjonilla?
—Mas bajo, señores, dijo el pobre hostalero, que necesitaba vivir con
todo el mundo.
—Será de la pandilla que llegó ayer, y que esperó fuera del pueblo á
que anocheciera, sin duda por no enseñar algun punto que traerian en
las medias.
—Como gusteis, repuso el hostalero. Lo cierto es que llegaron al
castillo, que pertenece en el dia al de Villena; que les fueron
abiertas las puertas; que el maldecido alcaide que le guardaba ha
cedido las llaves al señor _pelo rojo_ como le llamais, y que ha
venido á hospedarse aqui, dejando en el castillo á su gente. Con
respecto á ese punto que decís, hay quien asegura que han traido un
prisionero...
—¿Un prisionero?
—¡Chiton!
—Vendrá á hacer compañía á la mora Zelindaja, que anda pidiendo su
esposo á las paredes del castillo desde el tiempo de Abderramen...
—¡Ba! dijo el otro comensal: ¿vos os creeis tambien de moros
encantados?
—¡Chiton, señores, chiton! repuso el hostalero; lo que yo sé deciros
es, que no pasaria ni una hora despues de media noche, en el
castillo. Mirad: yo habia oido contar á mi abuela muchas veces la
historia del moro mago, y de la mora Zelindaja, y del letrero árabe
del castillo; y lo que sé decir es, que nunca le dí un noven á mi
abuela porque me lo contase, ni sus padres de ella le dieron una
blanca porque lo creyese; lo cual digo para probar que nada se echaba
de ella en el bolsillo por la mayor ó menor certeza del caso. Pero
como al hombre le tienta el diablo muchas veces para que dude de las
cosas que ve, cuanto mas de las que no ve, ni ha visto ni verá, yo
me temia mis dudas, pesia á mí. Y era cierto que hacia algun tiempo
ni se oían ruidos de noche en el castillo, ni voz de mora, ni de
cristiana, ni...
—Adelante, Nuño, adelante.
—Como gusteis. Pero hace cosa de meses comenzó á decirse por el
pueblo que se habia oido una noche á deshora rumor de gentes que
habian entrado en el castillo, las cuales gentes no se han visto
salir; quién sabe si serian gentes de estas que se usan: ello es que
nadie los vió: desde entonces ha tornado el run run de las cadenas
y de las voces, y de los espantosos nocturnos; y lo que sé decir es,
que yo me pasaba una noche, no hace muchas, por el castillo, porque
venia de trabajar la huerta que tengo mas allá: bien sabe Dios ó el
diablo que yo me traía conmigo todas mis dudas; era tarde ya, y oí
efectivamente yo mismo una voz lamentable que decia á grandes gritos:
“Esposo, esposo mio.” Mirad, aun se me hiela la sangre en las venas:
levanté los ojos, y en una de las ventanas mas altas de la torre, de
donde parecian salir las voces, se veía una luz, pero una luz pálida
y blanquecina que andaba de una parte á otra, y de cuando en cuando
parecia ponérsele por delante una sombra, mas larga que una esperanza
que no se cumple.
—¿Vos lo visteis? dijo Peransurez.
—¿No lo creeis? preguntó el hostalero mas espantado de la
incredulidad de su huésped que del mismo caso que referia.
—Mirad, contestó Peransurez, toda mi vida tuve grandes deseos de
conocer á un encantado, y nunca pude verle la cara á ninguno: desde
que fuí monacillo, y sacristan despues de la Almudena, tengo ese pio.
¿Sois hombre, compañero, para apurar esta aventura y ver de hacer
una visita á ese moro y á esa señora Zelindaja...?
—¿Qué decís? interrumpió Nuño. Como gusteis, pero os suplico que
mireis...
—¡Quite allá, señor hostalero! ¿Qué decís vos, comensal?
—La verdad, seor Peransurez, contestó su compañero, que en esas
materias... bueno es mirar dos veces...
—Vaya, ya veo yo que vos no servís para caballero andante y
aventurero. ¡Voto va! ¡que no tuviera yo aqui en Arjonilla á mi amigo
Hernando, el montero de su alteza!
—¿Para qué, señor monacillo, y sacristan despues de la Almudena,
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