El doncel de don Enrique el doliente, Tomo II (de 4) - 7
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conquistar este desengaño... ¿Pero qué veo? ¿Llorais? Elvira,
¿llorais? Nos entendemos, ¡ah! nos entendemos: se hablan nuestras
almas, á pesar de nosotros y de los obstáculos: confesadlo; es
imposible que no me ameis. No se ama nunca con este amor que me
abrasa para no ser correspondido. Os comprendo. ¿Temeis? ¿mirais á
todas partes? Bien, callaré, señora, callaré. Pero decidme _os amo_,
y nada mas.
—Basta ya: ¡es imposible! ¿Paréceos que la supercheria que conmigo
usais, y que este encuentro, _casual_ sin duda, en la habitacion
del astrólogo, merece de mi parte premio y galardon? Creedme, jóven
imprudente, un mundo entero existe entre vos y entre mí: jamas le
traspasareis.
—¡Jamas! ¡Dios mio!
—Y escuchad: si quereis evitar mi odio, si mi aprecio os interesa,
jamas me hableis de amor: os prohibo que os presenteis delante de mí;
os prohibo que me dirijais trova ni cancion alguna; os prohibo...
—Prohibidme el vivir, cruel, y acabareis mas pronto, contestó el
doncel con toda la amargura de la desesperacion.
—Juradlo, Macías, juradlo si sois caballero.
—¿Que jure yo no amarte? Jurad vos no ser hermosa, jurad que vuestra
voz no será dulce y penetrante, jurad que vuestros ojos no me
abrasarán en lo sucesivo, y yo juraré entonces...
—¡Silencio! Soy perdida. ¿No sentís pasos? ¿No oís? ¡Abrahem, Abrahem!
—Si; pero esa puerta se cerrará...
—¿Qué haceis? Teneos. ¿Quereis hacerme delincuente cuando soy solo
desgraciada?
—Señor Hernan Perez, dijo á este tiempo la conocida voz del
astrólogo en la antecámara, entrad en mi habitacion, y daré
satisfaccion á vuestras preguntas.
—Él es, señora, él es, esclamó Macías apretando por última vez la
mano de Elvira, que se desasió de él: y lanzando un ¡ay! agudo y
penetrante, se dejó caer sobre el sitial que detras de si tenia.
El lejano y repentino ruido de la conocida tormenta no pone mas pavor
en el corazon del asustado marinero que el que produjo en el pecho
del hidalgo la voz acongojada que en valde intentaba desconocer.
—¡Santo cielo! gritó: ¡esta voz es la suya! Lanzóse en seguida en la
habitacion como se abalanza el tigre al redil, llamado por el tímido
balído de la inocente oveja.
Detúvole empero y acabó de confundir todas sus ideas la presencia del
doncel, que ya en pie, y echada la visera, parecia el ángel tutelar
de la enlutada, puesto alli delante de ella para defenderla de todo
riesgo.—Abrahem, dijo entonces vuelto hácia el astrólogo, ¿quién es
esta enlutada?
Fingía el judío hallarse en la mayor agitacion.—Señor, le respondió
por último, permitid que no descubra á nadie este secreto que se me
ha encargado y menos á vos...
—¿A mí...? Yo he de saberlo... Acercóse entonces, resuelto, á la
tapada con ánimo al parecer de descubrirla.
—¿Qué haceis, hidalgo...? preguntó una voz de trueno, deteniéndole al
mismo tiempo el brazo del doncel.
Llegándose entonces el astrólogo á la dama, que se habia arrojado de
rodillas como á implorar piedad ante el zeloso marido, asióla de una
mano, y aprovechando el momento en que forcejeaba Hernan Perez con el
doncel, sacóla de la cámara, diciéndola al oido precipitadamente,
—Me ha sido imposible evitarlo; pero salvaos.
—La he de seguir, esclamó el hidalgo.
—No, mientras esté yo aqui, repuso el doncel. Id, señora...
—¿Y con qué derecho...?
—Con el de la fuerza.
—¡Ah! os conozco: mis dudas se desvanecen: ¿sois vos el doncel...?
—Yo mismo.
—Sacad la espada...
—¿Osado y descortés?
—Sacadla.
—No en el alcázar, gritó el astrólogo arrojándose entre los dos.
Imprudentes, respetad mis canas. Macías, no teneis razon sino para
envainar vuestro acero. Hidalgo, os deslumbra tal vez...
—¡Basta, pérfido astrólogo! gritó fuera de sí el irritado hidalgo:
¡basta! Doncel, respetemos este lugar; pero en otra parte tengo que
hablaros: salgamos.
—Salgamos, repuso Macías echando á andar tras el escudero. ¡Tiempo
hace que lo deseaba! añadió en lo mas profundo de su corazon.
—¡Oidme! gritaba el astrólogo ¡Teneos!
Pero de alli á poco dejó de oir sus pasos precipitados; mirando
entonces hácia la puerta por donde habian salido,—¡Miserables, dijo
cerrándola, os preciais de fuertes y de entendidos, y un torpe
anciano juega con vosotros como con sus maniquíes! Abriendo en
seguida la comunicacion que daba á la cámara de don Enrique, asió de
una lámpara, y bajó silenciosa, pero precipitadamente, la escalera
retorcida. Daba la luz en parte solo de su rostro, merced á su
mano derecha, que interpuesta le defendia los ojos del resplandor.
Sonaban sus sandalias de escalon en escalon, y su larga ropa crugía
barriendo el pavimento. Parecia el genio del mal de aquel oscuro
alcázar, que recorria sus mas recónditos rincones buscando víctimas
nuevas que sacrificar el dia siguiente á su insaciable furor.
FIN DEL TOMO SEGUNDO.
¿llorais? Nos entendemos, ¡ah! nos entendemos: se hablan nuestras
almas, á pesar de nosotros y de los obstáculos: confesadlo; es
imposible que no me ameis. No se ama nunca con este amor que me
abrasa para no ser correspondido. Os comprendo. ¿Temeis? ¿mirais á
todas partes? Bien, callaré, señora, callaré. Pero decidme _os amo_,
y nada mas.
—Basta ya: ¡es imposible! ¿Paréceos que la supercheria que conmigo
usais, y que este encuentro, _casual_ sin duda, en la habitacion
del astrólogo, merece de mi parte premio y galardon? Creedme, jóven
imprudente, un mundo entero existe entre vos y entre mí: jamas le
traspasareis.
—¡Jamas! ¡Dios mio!
—Y escuchad: si quereis evitar mi odio, si mi aprecio os interesa,
jamas me hableis de amor: os prohibo que os presenteis delante de mí;
os prohibo que me dirijais trova ni cancion alguna; os prohibo...
—Prohibidme el vivir, cruel, y acabareis mas pronto, contestó el
doncel con toda la amargura de la desesperacion.
—Juradlo, Macías, juradlo si sois caballero.
—¿Que jure yo no amarte? Jurad vos no ser hermosa, jurad que vuestra
voz no será dulce y penetrante, jurad que vuestros ojos no me
abrasarán en lo sucesivo, y yo juraré entonces...
—¡Silencio! Soy perdida. ¿No sentís pasos? ¿No oís? ¡Abrahem, Abrahem!
—Si; pero esa puerta se cerrará...
—¿Qué haceis? Teneos. ¿Quereis hacerme delincuente cuando soy solo
desgraciada?
—Señor Hernan Perez, dijo á este tiempo la conocida voz del
astrólogo en la antecámara, entrad en mi habitacion, y daré
satisfaccion á vuestras preguntas.
—Él es, señora, él es, esclamó Macías apretando por última vez la
mano de Elvira, que se desasió de él: y lanzando un ¡ay! agudo y
penetrante, se dejó caer sobre el sitial que detras de si tenia.
El lejano y repentino ruido de la conocida tormenta no pone mas pavor
en el corazon del asustado marinero que el que produjo en el pecho
del hidalgo la voz acongojada que en valde intentaba desconocer.
—¡Santo cielo! gritó: ¡esta voz es la suya! Lanzóse en seguida en la
habitacion como se abalanza el tigre al redil, llamado por el tímido
balído de la inocente oveja.
Detúvole empero y acabó de confundir todas sus ideas la presencia del
doncel, que ya en pie, y echada la visera, parecia el ángel tutelar
de la enlutada, puesto alli delante de ella para defenderla de todo
riesgo.—Abrahem, dijo entonces vuelto hácia el astrólogo, ¿quién es
esta enlutada?
Fingía el judío hallarse en la mayor agitacion.—Señor, le respondió
por último, permitid que no descubra á nadie este secreto que se me
ha encargado y menos á vos...
—¿A mí...? Yo he de saberlo... Acercóse entonces, resuelto, á la
tapada con ánimo al parecer de descubrirla.
—¿Qué haceis, hidalgo...? preguntó una voz de trueno, deteniéndole al
mismo tiempo el brazo del doncel.
Llegándose entonces el astrólogo á la dama, que se habia arrojado de
rodillas como á implorar piedad ante el zeloso marido, asióla de una
mano, y aprovechando el momento en que forcejeaba Hernan Perez con el
doncel, sacóla de la cámara, diciéndola al oido precipitadamente,
—Me ha sido imposible evitarlo; pero salvaos.
—La he de seguir, esclamó el hidalgo.
—No, mientras esté yo aqui, repuso el doncel. Id, señora...
—¿Y con qué derecho...?
—Con el de la fuerza.
—¡Ah! os conozco: mis dudas se desvanecen: ¿sois vos el doncel...?
—Yo mismo.
—Sacad la espada...
—¿Osado y descortés?
—Sacadla.
—No en el alcázar, gritó el astrólogo arrojándose entre los dos.
Imprudentes, respetad mis canas. Macías, no teneis razon sino para
envainar vuestro acero. Hidalgo, os deslumbra tal vez...
—¡Basta, pérfido astrólogo! gritó fuera de sí el irritado hidalgo:
¡basta! Doncel, respetemos este lugar; pero en otra parte tengo que
hablaros: salgamos.
—Salgamos, repuso Macías echando á andar tras el escudero. ¡Tiempo
hace que lo deseaba! añadió en lo mas profundo de su corazon.
—¡Oidme! gritaba el astrólogo ¡Teneos!
Pero de alli á poco dejó de oir sus pasos precipitados; mirando
entonces hácia la puerta por donde habian salido,—¡Miserables, dijo
cerrándola, os preciais de fuertes y de entendidos, y un torpe
anciano juega con vosotros como con sus maniquíes! Abriendo en
seguida la comunicacion que daba á la cámara de don Enrique, asió de
una lámpara, y bajó silenciosa, pero precipitadamente, la escalera
retorcida. Daba la luz en parte solo de su rostro, merced á su
mano derecha, que interpuesta le defendia los ojos del resplandor.
Sonaban sus sandalias de escalon en escalon, y su larga ropa crugía
barriendo el pavimento. Parecia el genio del mal de aquel oscuro
alcázar, que recorria sus mas recónditos rincones buscando víctimas
nuevas que sacrificar el dia siguiente á su insaciable furor.
FIN DEL TOMO SEGUNDO.
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