El doncel de don Enrique el doliente, Tomo II (de 4) - 6

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dió el primero ni oyó resonar en torno suyo el grito de ¡Santiago
cierra España! Á un hombre que ha trocado la lanza por la pluma cuyo
campo de batalla es una mesa cubierta de inútiles pergaminos; que
no ha vencido nunca sino las necias dificultades de lo que llama él
rimas. Á un hombre, caballeros, de quien con fundada razon se dice
que tiene inteligencia con los espíritus, y que...
—¡Qué horror!
—Oidlo, sí, con escándalo, nobles compañeros. Ese es el hombre que
nos destinan por maestre: un afeminado cortesano, un intrigante
ambicioso, un rimador, un nigromante en fin...
—¡Fuera, fuera! gritaron á una los caballeros, cuyos ánimos iba
templando ya el calor comunicativo y la natural elocuencia de la
pasion que dominaba en el comendador.
—¿Lo sufriremos? continuó don Luis, como una piedra que caida de una
altura desmesurada sigue rodando largo espacio despues de llegada al
llano, ¿lo sufriremos? Yo por mí, nobles caballeros, juro á Santiago
de no dormir desnudo y de no comer pan á la mesa mientras que vea la
orden á su cabeza al... al... ¿para qué callarlo en fin? al asesino
de su esposa.
No necesitaban ni tanto ya los caballeros reunidos en casa del
comendador para acabar de perder la poca sangre fria que les quedaba.
La última frase del orador produjo el efecto de una chispa lanzada
en medio de un monton de estopa seca. Veíase lucir en todos los
semblantes la misma animacion que en el de Guzman; todos provocaban
y escitaban mútuamente su cólera con la relacion de las ofensas que
en aquel momento se figuraba cada cual haber recibido ó del rey
Doliente ó del intruso maestre. Inútil es decir si se recapitularon
largamente las calidades del conde de Cangas. Habia quien lo habia
visto horas enteras evocando los manes de los difuntos en un
cementerio en compañía del judío Abenzarsal; habia quien le habia
visto sepultarse en una larga redoma y desaparecer á los ojos de los
circunstantes; y hasta se llegaba á probar que habia estado en mas
de una ocasion en dos partes opuestas á un mismo tiempo: lo cual,
como convinieron todos, no podia obrarse sino por arte del demonio,
si se atiende á que cada uno no suele tener en el mundo mas que un
cuerpo; ahora bien, era cosa sabida que el demonio no hace nada de
valde, circunstancia que podria hacerle pasar perfectamente por
escribano ó agente de negocios; de lo cual era forzoso inferir que
don Enrique le habria vendido su alma, si bien no habia entre tanto
ilustre caballero quien osase descifrar las ventajas que al demonio
le podian resultar de poseer el alma de don Enrique de Villena, tanto
mas cuanto que á todo tirar no era realmente de las mejores.
Quedó sin embargo establecido por punto general; primero, que don
Enrique habia sido, era y seria eternamente nigromante por pacto con
el demonio: segundo, que habia sido asimismo, era y seria eternamente
el asesino de su esposa, lo cual habia de ser irremisiblemente
cierto, mas que no hubiese tal demonio, ni tal esposa muerta, cosas
para nosotros, si hemos de decir verdad, igualmente dudosas.
Resueltos estos dos puntos principales, era consecuencia forzosa
el resolver la deposicion del maestre: esto en verdad ofrecia mas
dificultades, pero la imaginacion las superó; convínose primeramente
en que don Luis de Guzman quedaria en la corte para esponer
reverentemente á su alteza que los estatutos de la orden de Calatrava
determinaban que solo pudiese ser nombrado el maestre por eleccion
de los caballeros y comendadores reunidos en capítulo; y que para
ganar tiempo mientras se recababa de su alteza la revocacion del
nombramiento ilegal, saldrian varios de los caballeros presentes en
calidad de emisarios á los diversos puntos donde habia fortalezas
y castillos de la orden para evitar que se reconociese y prestase
juramento de pleito homenage al conde de Cangas. Uno sobre todo
debia ir y declarar al clavero de la orden residente en Calatrava
que era la voluntad del mayor número de los caballeros que siguiese
desempeñando las funciones de maestre, lo cual ademas le suplicaban
rendidamente por el bien de todos, mientras que se procedia á la
eleccion del que hubiese de ser válida y legalmente nombrado.
No perdieron, pues, instantes preciosos, y antes de anochecer
los caballeros habian hecho voto solemne de llevar adelante su
empresa, mientras que estuviese pegado el puño de la espada á la
hoja, y mientras que corriese una gota de sangre por las venas:
todos habian ofrecido al santo de su devocion el don que les parecia
mas grato á sus ojos, y se habian separado, despues de conferidos
poderes á cada uno de los emisarios en nombre de aquella junta, que
llamaron _capítulo estraordinario_, y al cual supusieron igual poder
que al capítulo general, en vista de la urgencia y apuro de las
circunstancias en que se habia celebrado.
Verdad es que tampoco se habia dormido don Enrique de Villena, á
quien no se le ocultaba que podria encontrar una enérgica oposicion
en los caballeros; antes disponiendo de varios de los que se habian
pronunciado en su favor en la corte de aquella mañana, tomó igual
providencia enviando á Calatrava á Alhama, y á otros puntos emisarios
que le dieran á reconocer, que animasen á los tibios con promesas
de adelantamiento, ganasen á los descontentos con plazas efectivas
de comendadores, y enardeciesen á los amigos para que no pudiese en
ningun caso ser contraria á la eleccion de su alteza la eleccion del
capítulo, que bien sabia él que se necesitaba para la tranquila é
indisputable posesion del apetecido maestrazgo.
Dejemos empero á los emisarios de uno y otro corriendo los campos de
Castilla, y llevando de una parte á otra órdenes contradictorias, y
volvamos á seguir el hilo de las maquinaciones, de que era teatro la
parte del alcázar destinada á las habitaciones de su alteza y de sus
mas allegados servidores.
[Ilustración]


CAPITULO XX.
Quien esto vos aconseja
vuestra honra no queria.
_Rom. de don García._

Empezaba á anochecer cuando el astrólogo Abrahem Abenzarsal,
paseándose en su laboratorio con notable inquietud, parecia esperar
á alguna persona, ó el éxito por lo menos de alguna de las muchas
intrigas en que le tenia embarcado á la sazon su desmedida avaricia.
—¿Si habré cometido una imprudencia? decia. ¡Oh! á mi edad seria
imperdonable. ¡Los motivos que me espuso fueron tan poderosos y
tantas sus lágrimas, tan eficaces sus ruegos!! No sé qué principio
de condescendencia hay en el corazon del hombre, el mas duro, el mas
empedernido, el mas viejo, para con una muger, y una muger hermosa
y jóven que suplica... pero... alguien viene... ¡Ah! No cometí
imprudencia alguna.—Señora, me hallais en la mayor inquietud...
estaba anocheciendo ya...
—Os dí mi palabra, respondió la dama, que entraba, é hicísteis mal
en estar con cuidado. Pero os advierto lo mismo que esta mañana os
advertí: bien conoceis cuán dificil es que en mi posicion pueda
continuar semejante enredo. Os he dicho ya que las razones que á
ocultarme me obligaron nada tenian de comun con su alteza; muchas
veces no se puede hacer una obra buena á cara descubierta; las
posiciones de la vida... En fin ya me habeis comprendido. Espero,
pues, que si no habeis hablado á su alteza, le hableis cuanto antes
os sea posible.
—Esta misma noche, señora, podreis retiraros. Una vez que sepa su
alteza quién sois, ¿qué inconveniente podrá haber...?
—¡Qué agradecida debo estaros, sabio Abrahem!
—Vuestra estancia aqui es ahora indispensable. Su alteza pudiera
querer veros, y sus órdenes han sido tan terminantes... Por otra
parte no es de estrañar que quiera tomar con la acusadora de su
querido pariente todas las medidas que la prudencia indica, sobre
todo cuando no presenta acusacion tan atrevida vislumbre alguna de
verosimilitud.
—¿Vos tambien, Abenzarsal, vos que conoceis á don Enrique de
Villena...?
—Porque le conozco, señora, no le creí nunca capaz de un...
—De todo, Abrahem, de todo.
—Veo que os hace obrar, señora, algun resentimiento particular...
¡Oh! sabido es que el conde fue siempre aficionado en demasía á las
bellas...
—De nada le hubiera servido esa aficion para conmigo...
—Conozco vuestra virtud... pero pudiera muy bien...
—¿Sí? ¿y qué? ¿para qué negarlo? largo tiempo duró su persecucion;
pero si alguno de los dos puede aborrecer al otro por ese recuerdo,
él es y no yo...
—Lo sé, señora...
—Por lo que á mí hace, me ha movido la amistad que á la condesa, mi
señora, siempre he profesado, y el cielo; no otras consideraciones.
Las que puedan moverle á él contra mí me interesan poco, Abenzarsal.
Hállome bajo la proteccion de las leyes, bajo la salvaguardia de mi
estado, bajo la custodia ahora de su alteza mismo.
—Decís bien, hermosa dama. Perdonadme si no entro ahora mismo á
hablar por vos á su alteza; pero tengo para mí que ha de estar en su
cámara todavia su doncel favorito, cuya larga ausencia no podia menos
de dar lugar ahora á largas entrevistas. ¿Conoceis supongo al doncel
Macías? ¡pero qué distraccion! es vuestro defensor.
—Sin embargo, respondió la dueña cubriéndose el rostro con su abanico
morisco, nunca le hablé...
—¿No?
—Ya visteis que su presencia en la corte no tenia indicio de cosa
premeditada de consuno. La casualidad sin duda le trajo... á tiempo
que ningun caballero de la corte de don Enrique queria arrostrar por
una débil muger el poder del insolente Villena.
—Y su bizarro valor fue en ese caso y su cortesanía lo que le obligó
á...
—¡Oh! eso no es nada. Mas es de admirar la cobardía de los demas
caballeros que su valor. Ese es deber...
—No sereis vos sin embargo, prosiguió el astuto astrólogo, la que
negareis al único caballero que os ha librado del riesgo en que
estabais las brillantes y peregrinas dotes que Castilla toda le
concede...
—Ciertamente, no. ¿Sabeis qué hora es?
—Aqui teneis el arenero... Un solo defecto suelen encontrarle...
—¿A quién?
—Al doncel.
—¿Y cuál? repuso la dama afectando una indiferencia que por cierto no
sentia.
—Nada; dícese que nunca se le ha conocido dama alguna: sin embargo
tiene edad ya de enamorarse.
—¿Quién sabe si lo estará realmente? ¿Es forzoso decir á gritos...?
—No; pero sabeis que á su edad es raro el caballero que no puede
llevar un mal lazo, una banda, prenda del amor de su dama. Hasta es
desdoro. Como no sea que adore en secreto á alguna belleza cuyo mote
no pueda llevar...
—¿Qué decís?
—Ó es eso, señora, ó es que el doncel no es sensible sino al aguijon
de la gloria. En ese caso su galantería seria pura caballerosidad...
—¿Estará ya solo su alteza? interrumpió la agitada dama.
—Paréceme, señora, que teneis interes en interrumpir la conversacion
del doncel... ¿Seria yo indiscreto al hablar delante de vos...?
—Oh, no, no, nada de eso; hablad de él como pudierais de cualquiera
otro. Solo me relaciona con él el vínculo de la gratitud que
recientemente me ha merecido.
—Solo una cosa tenia que añadir, en el supuesto de que esta
conversacion no os incomode... ¿Estais inquieta?
—No, os he dicho que no: estoy tranquila. ¿Por qué no habria de
estarlo?
—Digo, pues, que acaso ahora con ser vuestro caballero...
—¡Mi caballero!
—Forzosamente ha de serlo.
—Sí; mi campeon; repuso la enlutada con un suspiro escapado del pecho
á su pesar.
—Como querais. La posicion en que está para con vos, ese misterio que
os empeñais en guardar, la compasion que inspirais, y el entusiasmo
al mismo tiempo á que inclina el hermoso rasgo de amistad que
habeis...
—No me lisonjeeis, y acabad.
—Todo eso, pues, hará nacer acaso en su imaginacion ideas que no
habrá tenido nunca tal vez, y en su corazon una aficion...
—Perdonad, Abrahem, si os interrumpo pero admiro vuestra
penetracion. ¿Habeis conocido antes en mi rostro que me sentia
incomodada...?
—¿Será cierto? esta conversacion...
—No, la conversacion no, repuso la dama reclinándose; pero la
agitacion del dia, la precipitacion ademas con que he tenido que
andar no me ha permitido tomar alimento y siento una debilidad...
—¿No os decia yo? la palidez de vuestro rostro me lo anunciaba. Ved
qué necio, y yo creía que era la conversacion... ¡Qué tontería! Ya
veo que el dia que habeis traido hoy es mas que suficiente motivo...
—Decís bien.
—Ya sabeis que mi primera ciencia es la de curar, si quereis seguir
mis consejos...
—¡Ah! ¿Creeis que esta debilidad...?
—¿Quereis tomar algun alimento?
—Me será imposible...
—Verdad es... Si quisierais una bebida cordial que os diese fuerzas...
—¿Teneis...?
—Yo mismo os la prepararia... Os daria descanso y fuerzas.
—Como gusteis, Abrahem.
—La tomareis, dijo el físico, preparando unas yerbas, y podreis
descansar un rato aqui mientras que paso á hablar á su alteza.
—Pero en vuestra ausencia...
—No temais: nadie viene á mi cámara: el estudio y el retiro en que
vivo alejan de mí las visitas que pudieran turbar vuestro reposo.
Ningun sitio del palacio mas seguro que este: su inmediacion á la
cámara del rey, las muchas guardias que custodian las próximas
galerías...
—No, no es que tema ningun peligro; pero...
—Perder el miedo; por otra parte teneis vuestro antifaz, que puede
en todo caso guardaros de la indiscrecion, y vuestras dos dueñas
esperan vuestras órdenes en mi antecámara. A la menor voz, ellas y
los ballesteros...
—Decís bien.
—Perdonad si vuestros mismos intereses me obligan á dejaros sola en
mi habitacion; mi ausencia será corta.
—Eso deseo.
—Tomad, pues, señora, esa bebida.
—¿Pero me respondeis de su eficacia...?
—Estoy seguro de ella: apuradla.
—Ya veis si tengo confianza en el físico de su alteza; ni una sola
gota he dejado.
—Obrásteis como prudente, repuso el empírico con una alegría que
disimulaban mal sus ojos llenos de fuego y de esperanza. Reclinaos
ahora un momento.
—No, no hay necesidad.
—Presto conoceréis sus efectos; es maravillosa la virtud de la
bebida; al principio parecerá quitaros las fuerzas; pero despues... Y
obra con una rapidez...
—Sí; paréceme que siento como pesadez...
—¿No os dije? acaso os hará dormir...
—¡Dormir, Dios mio! y aqui...¡Abrahem!!
—¡Señora!
—¡Santo Dios! ¿por qué no me lo habeis dicho?
—¡Oh! será un momento... una hora...
—¡Una hora, Abrahem! Quiero marcharme... Me pondré el antifaz...
—¿Qué decís? si quereis mi lecho...
—¡Dios mio! ¡Dios mio...!¡Qué sueño, Abrahem, qué pesadez! es de
plomo mi cabeza... Abrahem, Abrah... ah... Bien.
Apenas tuvo fuerza para pronunciar esta última palabra, á la cual no
podia ya dar la enlutada sentido alguno. Inclinóse su cabeza, dejó
caer su brazo lánguidamente, abrióse su mano, y desprendióse de ella
sobre su sitial el hermoso pañuelo que bordado de su propia mano
traía, y en que lucia su nombre con gruesos caractéres góticos de
oro y seda artificiosamente mezclados. El mas profundo letargo habia
sobrecogido á la enlutada, y el astrólogo conocia efectivamente muy
bien el maravilloso efecto de la narcótica bebida.
—¡Es mia! dijo, despues de un momento de silencio, el físico: ¡es
mia! añadió levantando el antifaz con que se habia cubierto la dueña
la cara antes de dormirse, y volviendo á dejarle caer sobre sus
hermosas facciones luego que la vió profundamente dormida. Téngola
segura aqui para mas de dos horas. Una hora tengo para hablar con su
alteza; otra para el desenlace de esta intriga infernal. Infernal,
sí, pero pagada. Esta es la circunstancia que han de tener las
intrigas. Dichas estas palabras, reconoció el astrólogo su habitacion
y las puertas de ella; cerró la comunicacion con la escalera secreta,
y salió con direccion sin duda á la cámara de su alteza.
[Ilustración]


CAPITULO XXI.
¿Cuyo es aquel caballo
que allá bajo relinchó?
. . . . . . . . . .
¿Cuyas son aquellas armas
que estan en el corredor?
. . . . . . . . . .
¿Cuya es aquella lanza
que desde aqui la veo yo?
_Canc. de Rom. Anón._

Mas de una hora habia pasado desde que el intrigante viejo habia
sepultado en letargo profundo á la incauta enlutada, y no habia
alterado en aquel espacio el mas mínimo ruido la tranquilidad que en
el laboratorio reinaba.
Por fin dos hombres, vestido el uno de rica y vistosa seda, de tosco
buriel el otro, armado aquel simplemente con una espada, balanceando
éste en su diestra mano un aguzado venablo, entraron en la pieza
inmediata á la del astrólogo.
—¿Con que está decidido, dijo Hernando, que vais á ver á ese
astrólogo?
—Citóme esta mañana, Hernando, repuso Macías, y no ha mucho que le he
visto en la cámara de su alteza. “Dentro de una hora, me dijo, estaré
en mi aposento: esperadme, si tardare un momento.”
—¡Plegue á Dios que no acabe el judío de volverte el juicio, señor!
—¿Por qué, Hernando?
—Por el soto de Manzanares, señor, que otra vez le viniste á ver
y nos ha costado andar meses perdiendo alcones en los montes de
Calatrava, que asi sirven para los de Madrid como sirven los mas de
los perros del rey Enrique para mi leal Bravonel.
—Asi estaba escrito, Hernando; mi negra estrella lo dispuso de esa
suerte.
—Voto ya, señor, que yo no tuve nunca mas constelacion que mi mano
derecha, y lo que sé decirte es que siempre está escrito que muera el
venado contra el cual disparo mi venablo.
—¿Niegas tú, pues, la influencia de las constelaciones?
—No niego nada, pésiamí: pero si tienes enemigos, señor, y si quieres
conjurarlos, ¿por qué no me dices: Hernando, escatima el rastro de
aquel oso que me incomoda? Mal año para Hernando si antes de la luna
nueva no habias de poderle hacer una buena zamarra con la piel de la
bestia.
—Muchas veces, Hernando, conviene cazar de otra manera. Puede mas el
ingenio que la fuerza.
—¿Y qué, no tiene ingenio un montero? No todo ha de ser tampoco dar
lanzada; pero maneras hay de cazar, si bien no se hicieron todas para
monteros de corazon. No gusto yo de ardides; pero por tí, válame
Dios, que monteara yo presto de todos modos. Tambien yo estuve en tu
tierra; alli en Galicia aprendí la montería á buitron, y mas de un
lobo he cogido al alzapie.
—Bien se trasluce, Hernando, que se te alcanza mas de ardides de
montería que de intrigas de corte. Mira si puedes esperar á mi
salida, y dejemos para mejor coyuntura tus toscos lazos.
—Toscos, señor, pero seguros. Aqui te espero, y á la buena de Dios.
Quiera éste que no caigas tú en la hoya del adivino, y salgas cazado
pudiendo cazar.
—No temas, Hernando, que en último apuro no ha de faltarme nunca una
buena lanza, y eso es todo lo que necesita un caballero. Entre tanto
no tengo que temer del astrólogo, á quien nunca hice mal, sino de mí
mismo, y este peligro es el que vengo á prevenir, que aquel prevenido
se está.
—Como de esas veces sale la fiera de donde no se espera. El oso era
enemigo del hombre antes de que el hombre supiera cazarle. Anda con
Dios, señor, mientras yo le quedo rogando que sea mas feliz esta
prediccion del astrólogo que la pasada.
Sentóse á un lado Hernando dichas estas últimas palabras, y el dudoso
doncel entró en el laboratorio del judío, inquieto por sus propios
presentimientos, reforzados con las palabras del montero, y por el
objeto de su supersticiosa visita.
La luz que alumbraba la habitacion era una lámpara de que solo
ardia un mechero, y ese con pálido resplandor, porque el adivino no
ignoraba cuán favorable es á la osadía en el amor un débil reflejo
que sirve de velo al pudor y de capa al enamorado deseo. El doncel
por lo tanto dirigió la vista á la mesa á que solia estar sentado
trabajando el judío, y no vió á nadie. El sitial, donde estaba
la dama reclinada, caia del otro lado de la mesa, y el aburrido
caballero se creyó solo por consiguiente.—No está, dijo para sí;
le esperaré. No habia mucho que se habia abandonado en un asiento á
sus melancólicas imaginaciones, cuando le sacó de su distraccion un
ruido acompasado semejante al que produce el desigual aliento de una
persona que duerme agitadamente. Miró á todos lados, y creyó que su
oido le engañaba, cuando un profundísimo suspiro vino á confirmarle
en su primera sospecha.
—¿Quién hay aqui, dijo levantándose: quién? Alguien duerme en esta
habitacion, ¿será que el judío, rendido al poder del sueño...?
pero Santo Dios, ¿qué veo? añadió reparando en la dormida, cuyo
vestido se confundia en color con el fondo oscuro de los muebles
y de la habitacion. Una persona... ella... ella es... la dama que
esta mañana... no hay duda. Yo te doy gracias, Santo Dios, por
esta ocasion que me deparas propicio para averiguar lo que tanto
anhelaba saber. ¡Oh! añadió acercándose con blando paso, temeroso de
despertarla; ¡haced, Dios mio, que no venga nadie ahora, nadie!
La postura que el abandono de su letargo habia hecho adoptar á
la dormida era tan elegante como puede serlo la de una hermosa
dormida: su ropa la cubria enteramente; uno de sus pies adelantado
indolentemente, y levantando el estremo de su vestido, dejaba ver el
torneado y escelente contorno de una pierna modelada por el deseo: no
la hubiera hecho mas perfecta la imaginacion. Reclinábase sobre la
una mano su cabeza, y la otra, naturalmente caida, parecia destinada
á ser el objeto de la osadía de un amante arrodillado. Su estremada
blancura, que se destacaba del fondo negro del vestido sobre que
descansaba, la hacia semejante á esas pequeñas manchas de nieve que
suelen verse todavia á fines de la primavera, desde larga distancia,
resaltando entre las quebradas de una escarpada y oscura montaña.
La agitacion de su descanso marcaba á cada sobrealiento la delicada
forma de su seno, que se alzaba y deprimia como suelen alzarse y
deprimirse las leves ondas al blando impulso de la brisa azotadora.
Su aliento desigual solevantaba de cuando en cuando el ligero antifaz
de seda, y dejaba descubierta un instante la estremidad de su rostro,
por la cual parecia poderse deducir fundadamente la hermosura del
resto que no se llegaba á ver: levantándose alguna vez un poco mas
el antifaz llegaba á descubrirse cerca de la boca la huella de
una fugitiva y vaga sonrisa; bien como un relámpago mas prolongado
suele en una noche tenebrosa ofrecer por un instante á la vista del
ansioso espectador una porcion del cielo que dejan á descubierto los
intervalos de las nubes, ó la lejana y suave superficie de un arroyo
plateado.
El doncel, cruzado de brazos á su lado, y sin atreverse á respirar ni
acercarse por no terminar él mismo con el mas leve ruido la dicha de
su contemplacion, esperaba el inmediato movimiento del antifaz, como
si hubiese de ir viendo cada vez mas porcion de aquel tan deseado
rostro, que la importuna tela robaba á sus ansiosas miradas.
No era, sin embargo el descanso del tierno objeto de su espectacion
aquel que en la inmediacion de la mañana tiñe en alegres imágenes
la fantasía de una bella: era el sueño fatídico de una horrible
pesadilla producida por la pena ó por una bebida ponzoñosa y
antinatural. Algun gemido se escapaba de cuando en cuando del pecho
oprimido: un ay oscuramente pronunciado moria al nacer en sus
trémulos labios, y la mano que pendia, moviéndose con dificultad
parecia querer desviar de su dueño la fantástica figura que
atormentaba sin duda su intranquilo sueño.
—Padece la infeliz, padece, dijo entre dientes Macías. ¡Ah! ¿quién
puede ser sino ella? ¿quién sino ella podria atar de esta manera mis
acciones? ¿quién producir este respeto y esta agitacion que á un
mismo tiempo me dominan?
Un movimiento, en fin, mas marcado pareció anunciar que iba á
despertarse.—Dejadme, dejadme, dijo confusamente; huid. La muerte, la
muerte...
—No, dijo Macías sin poderse contener por mas tiempo, no; la vida, la
vida á tu lado eternamente. ¿Quién se atreverá á ofenderte estando
Macías á tu lado?
Arrojóse entonces á sus pies, é iba á levantar con mano atrevida el
antifaz.
—Salgamos de una vez, esclamó, de esta penosa situacion. Recordó
entonces que en la mañana del mismo dia habia manifestado la enlutada
su deseo de no ser conocida, y que él la habia empeñado su palabra de
no descubrirla.
—¡Horrible tormento! esclamó; pero respetaré tu voluntad, muger
cruel. Atrevióse entonces á llegar su mano á la de la tapada, y un
fuego desconocido corrió por sus venas.
—¡Dios mio! gritó despertándose la dama al sentir su mano oprimida
por la del doncel. ¿Dónde estoy? ¡ah! ¿qué haceis? ¡Abrahem! Pero,
cielos, ¿qué veo? ¿pierdo la cabeza? ¿quién sois? soltad... Guiomar,
Guiomar, añadió levantándose y llamando con voz apenas inteligible á
una de sus dueñas que en la antecámara la esperaban.
—Callad por Dios, callad, esclamó Macías mirando á la puerta. No
llameis á nadie: señora, ¿qué temeis?
—¿Quién sois? ¡ah! ¡sois vos! ¿Me engaña mi deseo?
—¿Tu deseo? has dicho ¿tu deseo? repítelo otra vez, repítelo.
—No; no, caballero; no he dicho mi deseo. Perdonad si... no sé lo que
pronuncio; el sueño, la... pero decidme, ¿por qué estais aqui? ¿qué
haceis? Huid, huid ahora que os conozco.
—¡Cruel! ¿por qué?
—Soltad mi mano; soltadla, que no es vuestra...
—¡No es mia! ¡Mil rayos me confundan! Perdonad si mi dolor... ¿pero
qué veo? este anillo... ¡Santo Dios! ¡ella es! ¡ella es! ¿quién sino
ella pudiera tener este anillo? Es el mismo, le conozco, es el mismo.
—¡Imprudente! esclamó la dama retirando y escondiendo
precipitadamente su mano.
—¡Elvira!
—¡Silencio!
—Vos sois, vos sois: no me lo oculteis por mas tiempo, si no quereis
que muera á vuestros pies.
—Y bien, yo soy, respondió la dama abalanzándose hácia atras para
poner todo el espacio posible entre ella y el doncel; yo soy, puesto
que fuera inútil negároslo por mas tiempo. ¿Y qué quereis? ¿qué
exigís de mí?
—¿Qué exijo, señora, qué exijo? preguntó el doncel arrebatado de su
loco frenesí: ¿tengo derecho á exigir algo de vos?
—Huid, pues, y no turbeis por mas tiempo mi tranquilidad.
—¿Vuestra tranquilidad? y la mia, señora, ¿quién la turbó sino vos?
¿ó no es nada por ventura mi tranquilidad?
—¿Yo?
—¿Quién sino vos emponzoñó mi existencia, antes feliz y descuidada?
¿quién sino vos me dijo: Macías, mírame y ama?
—¿Yo?
—Vuestros ojos, vuestros ojos se clavaron cien veces en los mios, y
bien claro lo dijeron. ¡Ah! Elvira, yo he aprendido bien á mi costa á
leer en ellos.
—Santo Dios, ¿qué decís?
—¿Juzgais, señora, por ventura, que es lícito mirar á un hombre y
elegirle con los ojos entre la multitud para abrasarle impunemente?
¿Creeis que no vale tanto un hombre como una muger? ¿Imaginásteis que
su vida no es nada, que su existencia es vuestra? Vuestra, sí, si la
comprais; pero con una sola moneda, con la sola moneda que la paga;
¡con amor!
—¿Pero Macías, delirais?
—Sí, deliro, porque te veo, porque te hablo, porque esta era la
felicidad que anhelaba y que huia hace tres años. ¡Tres años, Elvira!
Tú sabes los dias, los larguísimos dias que encierran, cuando se
pasan sin esperanza. He huido yo tambien, pero no hay un hombre mas
fuerte que su destino. Te amo, Elvira, te adoro. Amame, ó mátame.
—Elegid, caballero, lo que gusteis, esclamó Elvira fuera de sí, y
haciendo un esfuerzo sobrenatural. ¡Vos osais ofenderme, vos abusais
de esa manera de mi loca confianza! ¿Quién os ha dicho que os amé?
¿Olvidais que no puedo ser vuestra nunca jamas?
—¡Yo olvidarlo, señora! ¡Pluguiera al cielo que me fuera dado
olvidarlo! ¿Quién mas dichoso entonces? pues nunca creí que vos misma
os complaceriais en repetírmelo. Añadidme ahora que le amáis á ese
hidalgo.
—¿Y si os lo digera mentiria? Le amo...
—¡Silencio! El infierno, el infierno se abre en este momento ante
mis ojos... necio de mí, que consumí una vida entera de amor en
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