El doncel de don Enrique el doliente, Tomo II (de 4) - 4

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sorprendido rey: ¡don Pedro de Luna! y arrodillándose ante una
venerada estampa de las llagas de San Francisco, ¡oh portento!
continuó; libradme, señor, de todo mal, y purificad mi alma si estas
predicciones son hechas por arte de vos reprobado...
—Rey, interrumpió al oir este escrúpulo religioso el solapado
Abrahem, el Dios del cielo y de la tierra no reprobó nunca la
ciencia, si bien quiso descubrir á pocos sus recónditos arcanos.
Los hechos que te refiero, ademas, no son predicciones de incierto
porvenir, en cuya oscuridad no es dado siempre á los míseros mortales
penetrar; á la hora esta, si es cierto que hablan los astros á los
que poseen el don de entender su lenguaje sublime, Aviñon ha sido
testigo ya de los grandes acontecimientos que te anuncio. ¿Ves
aquella estrella, cuyo incierto resplandor parece querer apagarse con
vacilantes oscilaciones, á la derecha de la osa menor, siguiendo la
direccion de mi báculo? Parece lanzar sus mortecinos reflejos á la
parte de Calatrava...
—Abrahem, ¿qué nueva desdicha...?
—Una columna de la cristiandad española yace derribada; el rayo
contra el moro de Granada se estinguió. Acaba de entregar su
espíritu al Señor...
—¿Guzman? preguntó con precipitacion el buen Lopez Dávalos.
—Sí: ¿veis aquella parda y manchada nubecilla que el viento del
norte impele violentamente hácia el mediodia? miradla reunirse á
los demas vapores que un resto del calor del dia levanta de la
húmeda superficie de la tierra. El astro del virtuoso maestre se ha
eclipsado para no volver á lucir jamas.
Al llegar aqui, un profundo silencio succedió á la tonante voz de
Abenzarsal, y don Enrique y el condestable oraron fervorosamente por
el alma del difunto maestre.
—Si las señales de mi ciencia, continuó el físico, no han dejado de
ser infalibles, sangre mas ilustre ha de reemplazar la del piadoso
maestre, y el estandarte de Calatrava verá agregarse á su cruz roja
las barras de Aragon. Otro aragonés llevará á la victoria á los
valientes caballeros de Calatrava. El cielo ensalza á los hijos de
don Jaime y un nieto del primer condestable de Castilla...
—Basta, interrumpió don Enrique III con voz desfallecida, basta
Abrahem: los altos juicios de Dios son incomprehensibles, pero el
tiempo viene á justificarlos. Ayer el voto de la orden de Calatrava
hubiera apartado á ese nieto del primer marques de Villena del
alto puesto á que está destinado. Un acontecimiento desgraciado,
pero cuya causa, escondida hasta ahora, revelan tus palabras, ha
llevado á mejor vida á mi muy amada doña María de Albornoz, y su
afligido esposo ha quedado desatado de los lazos que le alejaban del
maestrazgo. Dios la tenga en su santa gloria. Adoro tus fines, ó
Providencia. Abrahem, decid, ¿habeis visto hoy al conde de Cangas?
—Señor, respondió con afectada sorpresa el hipócrita charlatan, tu
alteza sabe que el estudio absorbe las horas todas de mi vida, y
desde esta mañana no he cesado de consultar mis pergaminos en mi
cámara inmediata á la tuya. Don Enrique por otra parte no se apartará
de su estancia en estos momentos de luto para su corazon. No he
visto, pues, al conde...
—No sabes en ese caso, repuso el rey, si está dispuesto á admitir el
alto cargo á que el cielo le destina.
—No creo que haya pensado en ello siquiera; ni menos que pueda saber
nadie en el alcázar todavia la triste muerte de don Gonzalo...
—Dices bien, Abrahem. Por otra parte, el nombre ilustre de mi
pariente no puede menos de dar realce á la orden de Calatrava, y sus
caballeros no opondrian obstáculo á tan acertada eleccion.
—¡Hágase la voluntad del Señor! respondió el taimado físico con
solemne entonacion; é inclinando la cabeza, el recojimienio en que
quedó pareció anunciar el fin de sus predicciones.
—Condestable, dijo el rey despues de una ligera pausa, mañana
dispondreis que la corte se reuna. Quiero recibir á los embajadores
del Tamorlan y del rey de Francia. Abenzarsal, ayudadme á entrar en
mi cámara: mis fuerzas se debilitan, y despues de la agitacion de
esta noche necesito que las restaure un sueño reparador.
Llamó el condestable á los camareros de su alteza, y abriéndose las
puertas de la estancia en que dormía, despidióse de él el primero:
el rey de alli á poco, apoyado en el brazo de su físico favorito,
desapareció, volviéndose á cerrar las hojas de la puerta, y quedando
aquella parte del regio alcázar sumida en el mas profundo silencio.
[Ilustración]


CAPITULO XVII.
Yo os repto los zamoranos,
por traidores fementidos,
repto á todos los muertos,
y con ellos á los vivos,
repto hombres y mugeres,
los por nacer y nacidos,
repto á todos los grandes,
á los grandes y á los chicos,
á las carnes y pescados,
y á las aguas de los rios.
_Canc. de Rom._

Aun no habia conciliado el sueño el poderoso rey de Castilla, cuando
ya el impaciente conde de Cangas y Tineo sabia palabra por palabra el
coloquio que en el anterior capítulo dejamos descrito. A la mañana
siguiente creyó ya del caso la llegada de la noticia de la muerte del
maestre de Calatrava; tomó en consecuencia sus disposiciones para que
el enviado, que precisamente habia llegado la víspera, y que él habia
sabido entretener, se presentase en la corte de aquel dia, y esperó
tranquilo el resultado de su artificio.
El salon principal del alcázar donde tenia corte su alteza se hallaba
ya ocupado en la mañana del dia, que tan fecundo prometia ser en
notables acontecimientos, por algunos caballeros jóvenes donceles del
rey, por varios pages de lanza y de estribo, y por los ballesteros
que guardaban las puertas como prevenia la etiqueta del tiempo.
Algunos caballeros cortesanos de los que no acompañaban al rey á la
misa, que á la sazon oía: discurrian sobre las noticias del dia.
—¿Qué novedades, dijo un jóven de gallarda apostura y de pulido
arreo á otro caballero que paseaba con él á lo largo del salon, qué
novedades habeis recogido para vuestra corónica, señor coronista
Pedro Lopez de Ayala?
—La principal, señor don Luis de Guzman, es la que de Sevilla me
escribe el ginovés Micer Francisco Imperial.
—¿El de las trovas que comienzan _Gran sosiego é mansedumbre_ á doña
Angelina de Grecia, la princesa que ha regalado á Castilla el gran
Tamorlan, del botin que cogió al turco Bayaceto?
—El mismo. Buen ingenio.
—¿Y qué os dice?
—Díceme que el ginebrino que envió á buscar su alteza á París para
componer el reloj de la torre de Sevilla, hálo compuesto á las mil
maravillas, y que da todas las horas como antes de haberle caido el
rayo hace un año.
—Cierto que es importante, porque no habia otro reloj tan maravilloso
en Castilla, ni quien supiera componer aquella enredada máquina.
Premiaránlo bien.
—Merece mas de diez mil maravedís. ¿Habeis oido, señor comendador,
que acaba de llegar un demandadero de Calatrava?
—Por la Vírgen de Atocha que eso me interesaria, porque mi tio el
maestre estaba malo...
—Sabeis que si muriese, lo que Dios no quiera, podriais pretender...
—Acaso. Pues nada oí: estuve jugando á las tablas...
—¡Ah! vos bohordais bien.
—Sí, ahora que no está aqui el doncel Macías: cuando está, nadie
lanza con mas tino el bohordo, ni derriba mas veces el tablero.
Cobróle aficion el rey solo por eso.
—¿Y qué es de Macías? ¡Bravo trovador y buen caballero!
—Desde que está en comision del hechicero no se sabe de él.
¿Sabeis que ese hombre es el diablo, y que todo el que se le llega
desaparece? Mirad ahora la condesa...
—¡Bah! como dice Rodriguez del Padron, el trovador gallego, amigo de
Macías, ya se le podria hechizar á él con una buena lanza, porque,
sea dicho sin ofenderle, se le entiende mas de _lais_, y _virolais_,
que de achaque de encuentros. Ahora anda enseñando la gaya ciencia al
marques de Santillana.
—Ese sí que es mancebo de sutil ingenio. El jóven don Íñigo Mendoza
gusta mucho de letras, y ha de hacer con el tiempo mejores trovas que
el mismo Alfonso Alvarez de Villasandino, y que el judío Baena... A
propósito, ¿cómo lleváis vos vuestro rimado?
—Téngolo suspendido porque digo grandes verdades en él, y ya sabeis
que en palacio...
—Oh, la verdad nunca gusta á...
—¡El rey...! dijo una voz que salia de las piezas inmediatas.
—¡El rey! repitieron dos farautes que entraban ya vestidos de
ceremonia por las puertas del salon. Apartáronse los caballeros, y
don Enrique subió á su trono, rodeado de los principales señores de
Castilla, á cada uno de los cuales seguian los caballeros y escuderos
de sus casas.
Ocupaba don Enrique de Villena, como tio segundo que era de su
alteza, el lugar preeminente, si se esceptúa el del físico y el del
condestable Dávalos, que á uno y otro lado pisaban el primer escalon
del trono. Tenia el conde á su izquierda á su primer escudero y
detras al juglar, y rodeábanle varios caballeros, en cuyos pechos
lucian las cruces de Calatrava, en lo cual echará de ver el lector
que no se habia descuidado aquella mañana en atraérselos con mercedes
y distinciones para tenerlos favorables á sus miras. Vestía luto,
pero su semblante mas anunciaba alegría que dolor, por mas que
procuraba él disimularla,
—Chanciller, dijo don Enrique cuando se hubo sentado y saludado en
derredor á sus cortesanos, ¿qué letras teneis?
—Acábanse, señor, de recibir estas.
—¡Ah! de Otordesillas, de mi esposa. Díceme doña Catalina que está
próxima á su alumbramiento. ¿Paréceos, Abenzarsal, que tendrá
Castilla que jurar un príncipe de Asturias, despues de haber jurado
solemnemente á la infanta doña María mi muy amada hija?
—Pudiera ser, señor. ¿Qué mal habria en eso?
—Haced, condestable, que se dispongan tiros, y avisad á los pueblos
de aqui á Otordesillas que se hagan grandes fogadas y ahumadas en las
eminencias luego que las vean hacer en el pueblo inmediato, empezando
Otordesillas mismo en cuanto su alteza dé á luz un príncipe. De
esta suerte sabremos ese fausto acontecimiento pocas horas despues:
dispondreis que no falten atalayas. ¿Hay mas?
—Señor, desea besar los pies de tu alteza el sublime Mahomad Alcagí,
embajador del llamado gran Tamorlan.
—Que entre, dijo su alteza; y los cortesanos todos volvieron las
cabezas con ansiosa curiosidad hácia la puerta, como quien iba á ver
una cosa que no todos los dias se veía.
Entró efectivamente el tártaro con áspero continente al aviso de un
page de antecámara. Acompañábanle al lado Payo Gomez de Sotomayor y
Hernan Sanchez de Palazuelos, embajadores del rey de Castilla al
Tamorlan, que habian vuelto con él despues de haber recorrido vastas
regiones, climas apartados y diversas costumbres de paises.
Hablaba el bárbaro, y Sotomayor que en dos años que su larga embajada
habia durado, habia tenido ocasion de aprender algun tanto su lengua,
le sirvió de truchiman.
—El rey Tamurbec el honrado, Tabor Bermacian, mi señor, me envia á
tí, rey de las ciudades y lugares de Castilla y de Leon é España.
Dure tu tiempo y buena fama en noblezas generales y en gracias
cumplidas. El rey mi amo, noticioso de la grandeza de tu reino,
acepta la amistad y buena correspondencia que con tus embajadores
le enviaste á ofrecer. El Profeta te sea en ayuda, y te dé sus
saludaciones. En muestra de buena amistad, envíate el rey mi señor
el presente de joyas y las dos hermosas damas, que te trage, para
tu harem, que al hijo de Osmin ha cogido en la gran victoria que le
ha ganado. El Rey de los reyes ha humillado la soberbia condicion
del hijo de Osmin, y hoy en una jaula de hierro sirve de estribo al
poderoso Tamurbec, rayo de Dios.
—Recibo vuestra embajada, valiente Mahomad Alcagí, y no os doy
respuesta, dijo don Enrique, porque quiero que tornen embajadores
mios á vuestro amo y señor el muy honrado Tamurbec con mis cartas y
presentes. Rui Gonzalez de Clavijo, añadió vuelto á este su camarero
que entre la turba de cortesanos andaba oscurecido, quiero que vos y
fray Alonso Paez de Santa María, maestro en santa teología, y Gomez
de Salazar mi guarda, hagais este viage como embajadores mios.
Adelantóse entonces Rui Perez de Clavijo, y poniendo en tierra una
rodilla,—Beso á tu alteza los pies, dijo, por la lisonjera distincion
con que honras á tu vasallo.
Retiróse el embajador del Tamorlan, y salieron con él algunos
caballeros, curiosos de preguntarle y saber las varias noticias que
de tan luengas tierras y afamadas hazañas podia darles.
Entraron en seguida los embajadores del rey Cárlos de Francia,
sexto de este nombre, los cuales digeron á su alteza despues de las
primeras fórmulas de etiqueta, como se hallaba bastante malo el
rey su amo de resultas de habérsele prendido fuego en un baile de
máscaras á una piel de salvage de que iba vestido. Aseguraron despues
á los cortesanos en confianza, que lo que en Francia mas se temia
no eran las resultas de este accidente, sino que corria el rumor de
que el buen rey Cárlos VI estaba á punto de perder la razon, que se
habia observado ya muchas veces tal cual desatino en su conducta,
que pasaba los dias enteros sin hablar, y otras estravagancias de
esta especie. Estos embajadores trajeron en presente dos truenos
grandes, como entonces se llamaban, que fueron la admiracion de los
cortesanos, por haberse reducido ya á tan cortos límites una arma que
habia empezado por no poderse usar sino en las murallas de una plaza
sitiada, que se habia podido trasladar de un punto á otro despues
por medio de una máquina convenientemente montada, y que ya podia
manejar, y disparar casi un hombre solo, si bien con trabajo. Apreció
mucho este regalo el rey Enrique, y despachó á los embajadores, los
cuales volvieron para su tierra, no sin dejar alguna moda de las de
su trage en la corte del rey de Castilla, pues eran muy galanos, y
venian lindamente ataviados. Al dia siguiente salieron ya varios
jóvenes donceles con el pantalon muy ajustado, y dos mangas perdidas
recortadas como las habian visto en los embajadores: moderaron la
barba que antes se dejaban crecer en derredor de la cara, porque
los embajadores no la traían, y hubo quien sacó el zapato retorcido
y puntiagudo, que entonces se llevaba, con mas de seis pulgadas de
punta, ni mas ni menos que el asta de un toro.
Presentóse en seguida de los embajadores franceses un demandadero
de Calatrava, el cual anunció á su alteza la infausta noticia de la
muerte del maestre.
—La sabíamos, dijo el rey, y hoy mismo le nombraré sucesor.
—Hernan Perez, dijo el de Villena dándole con el codo.
—Entiendo, señor, contestó el taimado escudero.
Apenas se habia retirado el demandadero, cuando se dejó ver en
las puertas del salon, precedida de dos dueñas vestidas de negro,
una dama enlutada y con antifaz que le tapaba completamente el
rostro. Grande fue la sorpresa de los cortesanos todos: examinaban
detenidamente sus contornos, por ver si descubrian quién fuese la
que de aquella manera se presentaba. Llegóse la tapada lentamente
hasta los pies del trono, y prosternóse en actitud de esperar á que
su alteza le diese licencia para hablar.
—Condestable, dijo curioso y admirado don Enrique, ¿por qué no me
habeis prevenido que hoy nos las habiamos de haber con fantasmas?
Vive Dios que hubiera preparado mi alma á recibirlas dignamente:
¿sabeis quién sea esta dolorida?
—Ha burlado sin duda la vigilancia de los ballesteros; si su
presencia te incomoda, señor, harásela salir.
—Es muger, condestable, y su manera de presentarse encierra algun
misterio que es fuerza aclarar. Alzad, señora, prosiguió don Enrique,
alzad, y declarad qué causa estraordinaria os fuerza á venir de esta
manera.
—¡Justicia, señor, justicia! esclamó con doliente voz la arrodillada
dama.
—Alzad y contad vuestras cuitas, repuso su alteza: nunca el rey de
Castilla negó justicia á nadie.
—Señor, prosiguió la dama levantándose y mirando en derredor con
notable inquietud, como si buscase á alguien que apoyase la demanda
que iba á hacer, señor, un crímen se ha cometido en tus dominios, en
tu villa de Madrid, en tu propio palacio.
—¿Un crímen?
—Un crímen, y crímen destinado á quedar impune. Los poderosos que
rodean insolentemente tu trono, validos de tu favor, son, señor los
que infringen tu justicia, y los que la arrostran. Doña María de
Albornoz, la ilustre condesa de Cangas y Tineo, ha sido asesinada...
—Lo sabemos, dueña, dijo don Enrique, y ya hemos dado nuestras
órdenes para que se descubran los autores de tan horrible atentado.
—¿Los autores, señor? Uno hay no mas, y ese no corre los campos
fugitivo á esconder como debiera debajo de la tierra su insolente
rostro; ese se ampara en tu misma corte. Ese nos oye.
—¿En mi corte? dijo don Enrique mirando dudoso á todas partes.
Agolpáronse al oir estas palabras los cortesanos para escuchar mas
de cerca á la atrevida acusadora. Don Enrique de Villena, de cuyo
semblante habia desaparecido su natural serenidad desde el momento
en que habia columbrado el sentido de las palabras de la dama,
la miraba con ojos indagadores, y afectando una curiosidad hija
del interes que le convenia aparentar por el descubrimiento del
perpetrador del asesinato de su esposa.
—Hernan, dijo en voz baja á su escudero durante la pausa que siguió
á las últimas palabras de la tapada, Hernan Perez, ¿qué quiere decir
esto?
Hernan Perez estaba tan inquieto como el conde; por una parte creía
que la tapada no podia ser otra que una persona que muy de cerca le
tocaba. Su voz aunque disfrazada, le habia hecho un efecto singular:
por otra parte no podia concebir que se diese tal paso sin su
noticia.—Señor, contestó al conde, sea lo que fuere, tu escudero no
desmiente nunca su fidelidad.
—En tu corte, prosiguió la dama: él nos oye, y él recibe tus
beneficios...
—Nombradle, dijo el rey, nombradle.
—Sí, añadió con voz trémula el de Villena echando el resto á su mal
sostenido disimulo, ¿quién es?
—¡Vos! respondió una voz tonante, vos.
—¿Yo? preguntó don Enrique: ¿yo?
—¡Don Enrique! esclamó el rey mirando alternativamente al de Villena
y á la tapada.
—¡Don Enrique! repitieron en voz confusa casi á un mismo tiempo los
señores todos que rodeaban el trono.
—¡Santo cielo! esclamó el agitado conde volviéndose al rey con ademan
y gesto hipócrita. ¿No me bastaba, señor, que una fatal estrella me
privase de mi esposa; era preciso que la calumnia se uniese á la
alevosía, y que Don Enrique de Villena se viese asi ultrajado en tu
misma corte y en tu presencia misma? Toma, señor, los honores que me
has dado, recoge las distinciones con que me has honrado, toma esta
espada, acepta esa banda que mal pudiera llevar con honor quien vió
de esa manera el suyo atropellado...
—Serenaos, don Enrique, dijo tranquilamente despues de un breve
rato de meditacion el rey justiciero, serenaos: conservad esas
distinciones que tan bien os estan, y tened presente que la calumnia
se embota en el inocente como la punta de la lanza en el bruñido peto.
—¿La calumnia? repitió mirando de nuevo en derredor la dueña
desconsolada.
—Dueña, dijo don Enrique entonces con entereza, ¿sabeis el nombre que
habeis tomado en boca, y la persona á quien ultrajais...?
—La verdad nunca puede ser ultraje.
—¿Sabeis á ciencia cierta lo que dijísteis...?
—Juráralo si fuera menester.
—¿Qué caucion dais de vuestras palabras? ¿quién sois? ¿por qué venis
tapada á acusar al delincuente? La verdad trae la cara descubierta á
la faz del sol. La mentira es la que se esconde.
—¿Quién yo soy, señor? si pudiera decirlo no viniera de este modo.
¿No es posible que circunstancias personales me impidan descubrirme
en público? Tomad, señor dijo entonces la tapada presentando á su
alteza un anillo que en el dedo traía. Ese anillo puede decir quién
soy algun dia.
Tomó su alteza el anillo y examinóle detenidamente.—¿Conoceis ese
anillo, Abenzarsal, ó la seña que dice esa dama?
—Señor, dijo Abenzarsal al oido de su alteza, las piedras forman un
nombre.
—Guardadle, pues.
—Ademas, señor, no trato de huir; póngome bajo tu salvaguardia; sé
que desde el punto en que tomo sobre mí esta acusacion mil peligros
me rodean.
—¿Y sabeis, incauta dueña, que la pena del Talion espera al
impostor...?
—Solo sé que el crímen debe denunciarse y desenmascararse al criminal.
—¿Sabeis que si os faltan pruebas, ó un caballero que sostenga
vuestra acusacion, sereis puesta en tormento y...?
—¡En tormento! dijo espantada la dama volviendo á mirar en derredor
con inquietud. ¡En tormento!
—A tiempo estais de desdeciros...
—Desdecirme... esclamó la dama enlutada clavando en don Enrique los
ojos, que aparecian en medio de su antifaz como los relámpagos que
rasgan la negra nube en medio de una noche tempestuosa, Jamas.
—En ese caso es forzosa la muerte del delincuente ó la vuestra.
—¡Nadie, nadie! dijo entre dientes la demandante mirando á las
puertas, y escuchando con la mayor ansiedad. ¿No hay un caballero,
esclamó entonces con despecho volviéndose á los cortesanos todos,
no hay un cortesano siquiera del poderoso rey de Castilla que sepa
empuñar una lanza por la inocencia, que salga por una muger?
Leve y susurrante murmullo corrió por la asamblea á esta invitacion
desesperada. Pero lucian en los pechos y en los brazos de los mas
caballeros jóvenes prendas del amor de sus damas: un caballero que
tenia la suya no podia adoptar otra. No era ademas seguro que la
acusadora no hubiese perdido el juicio, cuando con tan poco apoyo y
favor osaba habérselas con el mas poderoso señor de Castilla. ¿Quién
la conocia? nadie: ¿quién estaba seguro de no ser víctima del rencor
del de Villena si tomaba la defensa de la advenediza?—¡Oh oprobio!
¡oh mengua! ¡oh caballeros! esclamó sollozando la desairada hermosa.
¡Hé aqui la corte de don Enrique III! Lo veo, aunque tarde: la
inocencia no encuentra defensa entre los hombres. No importa. Insisto
en la acusacion.
—Faraute, dijo entonces su alteza, haced vuestro deber.
Adelantóse un faraute, y en la fórmula del tiempo anunció tres veces
en alta voz la acusacion hecha á don Enrique de Villena; preguntó si
algun caballero tomaba la demanda de la acusadora, y succediendo
á sus voces sepulcral silencio, intimó á aquella que en el plazo
preciso de tres dias habia de presentar un defensor ó las pruebas de
su acusacion, y que cumplido el plazo sin presentarle seria puesta en
tormento y llevada al suplicio, donde le seria la lengua cortada y
arrojada á los canes, despues de ella ajusticiada por calumniadora.
No pudo oir esta última parte de la intimacion la desolada dama sin
exhalar un gemido de terror, y abandonándola sus fuerzas, dejóse caer
en brazos de una de las dueñas que la habian acompañado.
Movido á lástima el rey al ver su situacion, alzóse en el trono, y
puesto en pie,—Don Enrique, dijo, estoy seguro de vuestra inocencia,
y el cielo en todo caso saldrá por ella. Aflíjeme sin embargo el
estado de esa desgraciada, y la administracion de la justicia exige
que yo satisfaga la vindicta pública. Dadme, Abenzarsal, ese anillo.
Quiero yo mismo requerir por última vez un defensor, Ricos-hombres,
caballeros, ¿quién de vosotros toma esta demanda? El caballero
que se proclame su defensor recibirá este anillo como prenda de
la dama que va á defender, y si sale con victoria de la prueba á
hierro y demuestra en el palenque, con el favor de Dios, la verdad
de la acusacion, que no creemos, este anillo le servirá de seguro
para los dias de su vida: la persona que me lo presente logrará la
gracia que pida, y su dueño será libre de toda pena en el momento de
presentarlo. ¿Quién de vosotros toma la demanda de la acusadora?
—¡Yo! esclamó una voz estentórea que resonó fuera de la cámara
todavia.
—¡Él es! gritó con penetrante alarido la enlutada, y el esceso de la
alegría, pudiendo mas en su alma que el pasado dolor, la derribó sin
sentido en brazos de sus dos dueñas.
Volvieron los ojos los cortesanos á mirar quién fuese el temerario
que en tan arriesgada demanda se entrometia, y don Enrique de
Villena, cuya alegría se habia manifiestamente conocido por algunos
instantes, dirigió miradas de fuego y de incertidumbre hácia el
advenedizo defensor de su acusadora.
Entraba éste ya por la cámara con ademan resuelto y pasos
precipitados. Venia armado de pies á cabeza, y su sobreveste negra
y su penacho del mismo color, que ondeaba funestamente sobre su
capacete, parecian anunciar la muerte á todo el que se opusiese á su
bizarro valor.
—Yo, repitió con voz fuerte entrando. Dirigiéndose en seguida hácia
el trono, arrodillóse y pidió licencia á su alteza para tomar la
demanda de la desconocida, fuese la que fuese.
Mirábanse unos á otros los circunstantes, y no sabian qué pensar de
las aventuras de la mañana.—Condestable, dijo el rey volviéndose á
Rui Lopez Dávalos, ¿será que hoy no hayamos de conocer á ninguno de
nuestros vasallos? ¿qué decís, conde de Cangas, de este defensor? ¿le
conoceis?
—No responderé nunca, señor, á la acusacion de dos enmascarados.
—¿Y respondereis á la mia? preguntó alzándose la visera el denodado
mancebo.
—¡Macías! esclamó el rey. ¡Macías! repitieron asombrados los mas de
los que presentes estaban. Don Enrique fue el único que sobrecogido
de la ira y del terror, ni acertaba á pronunciar palabra, ni osaba
levantar los ojos del suelo, al cual se los habian hecho bajar mal
su grado la seguridad y la audacia de las miradas de Macías.
—Perdóneme tu alteza, prosiguió éste vuelto á don Enrique el
Doliente, si me hallo en tu palacio sin haberme presentado antes
á recibir tus órdenes: tu alteza conoce mi lealtad, y solo
poderosísimas causas pueden habérmelo impedido.
—Sensible es á mi corazon, doncel, que cuando os veo despues de tan
larga ausencia sea para declararos contrario de mi muy amado pariente
el conde de Cangas y Tineo, y para defender contra él una acusacion
que estimo calumniosa.
—El cielo, señor, puede solo decidir esta querella.
—Aqui, pues, teneis dijo el rey presentando á Macías el anillo de la
tapada, que ya habia vuelto en sí de su desmayo, la prenda de la dama
que elegís.
—Perdóneme tu alteza, esclamó la dama arrojándose en medio del rey
y de Macías: permite que no reciba de mi mano ese anillo hasta el
dia en que haya de verificarse el combate. Yo informaré á la persona
de tu confianza que elijas de mis circunstancias, y quedaré hasta
que las sepas en tu poder, si necesario fuese. Como prenda de que os
admito por mi campeon, aceptad este lazo, noble caballero.
Arrodillóse el mancebo, á quien palpitaba violentamente el corazon
dentro del pecho, y mientras que su dama rodeaba su cuello con
una banda negra que tenia por lema estas dos palabras bordadas:
_imposible_, _venganza_:—¿Será posible, le dijo en voz baja, que
insistais en ocultaros de quien ha de ser vuestro caballero, no solo
acaso en la lid...?
—_Imposible_, repuso por lo bajo tambien la tapada.
—¿Qué teneis, pues, derecho á exigir de mí...? repuso Macías.
—_Venganza_, volvió á contestar la dama concluyendo de anudarle el
lazo.
—Y bien, Macías, ¿teneis que pedirme alguna gracia? dijo el rey.
—Ninguna, respondió el doncel, sino que oiga tu alteza y apruebe mi
desafio. Oid, ricos-hombres, caballeros y escuderos. Yo, Macías,
doncel del poderoso rey de Castilla don Enrique III, á tí don Enrique
de Aragon y Villena, conde de Cangas y Tineo, tomamos por testigos á
todos los aqui presentes, te desafiamos de mal caballero, descortés y
aleve, y te retamos á muerte como matador de tu esposa la muy ilustre
doña María de Albornoz, á tí y á todos los caballeros de tu casa, á
lanza ó á espada, á pie ó á caballo, mientras corra la sangre en las
venas, renunciando á tu merced, como tu debes renunciar á la mia,
y sobre esto Dios y la Vírgen de Atocha me ayuden. Á tí solo, ó á
varios.
Al decir estas palabras arrojó Macías su guante. Gran suspension y
silencio siguió á esta accion determinada.
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