El doncel de don Enrique el doliente, Tomo II (de 4) - 2

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por la misma mina era caso imposible, puesto que habiendo sustraido y
llevado las llaves de las diversas puertas los encubiertos, era claro
que habrian ido cerrandolas todas sucesivamente tras sí, como con la
primera de la cámara habia hecho el gefe de ellos, con el prudente
objeto de asegurarse las espaldas.
Dejemos á don Enrique á la cabeza de los oficiales de su casa
corriendo el campo del moro en busca de su robada Elena, y pidamos
al lector un ligero descanso, que despues de la pasada refriega y
aventura estraordinaria referida habernos en gran manera menester.
[Ilustración]


CAPITULO XI.
Cuando el conde aquesto vido
. . . . . . . . . . . . . .
fuérase para el palacio
donde el rey solia estar,
saludó á todos los grandes,
la mano al rey fue á besar.
_Rom. del conde Grimaltos, Silva de varios rom._

La pequeña corte de la antecámara de don Enrique, que dejamos en
anteriores capítulos descrita, era un imperfecto y pálido remedo de
la del _muy alto y poderoso rey don Enrique III_.
Veíanse lucir en esta á mas de los que tenian los primeros oficios
de la real casa de su alteza las principales dignidades de Castilla.
Hallábanse en derredor del trono á derecha é izquierda, y por el
orden de su dignidad y favor, el buen condestable don Rui Lopez
Dávalos, el almirante don Alfonso Enriquez, don Fadrique, duque de
Benavente, don Gaston, conde de Medinaceli, el conde don Juan Alfonso
de Niebla, los maestres de Santiago y Alcántara, el mariscal don
Garci Gonzalez de Herrera, don Juan de Velasco, camarero mayor, Diego
Lopez de Stúñiga, justicia mayor, Pero Lopez de Ayala, chanciller
mayor y del sello de la puridad, el adelantado Pedro Manrique,
donceles y caballeros principales, en fin, que á la corte asistian.
En el momento de nuestra narracion llegaba su alteza á ocupar su
regia silla: acompañábanle al lado don Pedro Tenorio, arzobispo
de Toledo, don Juan Hurtado de Mendoza, su mayordomo mayor, y
sosteníanle del brazo fray Juan Enriquez, su confesor, y don Mosen
Abenzarsal, su físico. Don Enrique III, en medio de su juventud,
tenia el natural aspecto enfermizo que á su rostro prestaban
sus habituales dolencias. Semblante pálido y prolongado por la
enfermedad, noble con todo, grave y lleno de magestad: sus ojos eran
hermosos: mezclábase en ellos cierta languidez y tristeza con la
penetracion y la severidad: su andar era lento y su voz flaca.
Hasta el momento de la entrada de su alteza habíase tratado con
raro interes entre los palaciegos del robo singular de doña María
de Albornoz, y ninguno en consecuencia estrañaba la ausencia de don
Enrique de Villena y de los caballeros de su casa. Succedió el mayor
silencio á la entrada de su alteza, y éste recorrió con la vista
apresuradamente el círculo de sus cortesanos, saludando á uno y otro
lado con su natural sequedad.
—¿Y nuestro fiel pariente y vasallo don Enrique de Villena? preguntó
su alteza: condestable, ¿creo que me habeis dicho que ha vuelto de la
montería del Real de Manzanares?
—Señor, dijo el buen Lopez Dávalos inclinando su cabeza cana y
despojada por el tiempo, cierto es lo que aseguré á tu alteza: don
Enrique volvió ayer del Pardo.
—¡Por San Francisco! que no sabe sus intereses mi primo cuando olvida
presentarse á su rey...
—¡Es una omision imperdonable...! pero, señor, hay causas á veces
que...
—¿Causas? quiero saberlas.
—Seis enmascarados han robado á su esposa.
—¿Robado? ¿dónde?
—En su cámara misma.
—¿En mi palacio? no puede ser, condestable. Tal desacato costaria la
cabeza... esplicaos.
—Nada hay mas cierto, señor.
Aqui el condestable, amigo del conde de Cangas y Tineo, refirió al
rey cuanto en el alcázar corria acerca de tan estraño acontecimiento.
—Diego Lopez de Stúñiga, dijo el rey levantándose cuando hubo oido
la relacion del caso. El rey Enrique no desmentirá jamas la fama que
tiene granjeada de justiciero. Como justicia mayor de mis reinos os
cometo la averiguacion del suceso. Compadezco á nuestro fiel pariente
y vasallo, y quiero vengar la felonía cometida en la persona de mi
muy amada doña María de Albornoz. Antes de tres meses me habreis
descubierto quién sea el reo, y habrá pagado con su cabeza su
atrevimiento. Juro por las llagas de San Francisco que no le podré
dar seguro aunque me le pida.
Inclinó respetuosamente la cabeza Diego Lopez de Stúñiga, y volvió á
ocupar su lugar.
—Vos, Pero Lopez de Ayala, tendreis entendido que quiero que se
estienda hoy mismo la cédula que os dije: es mi real voluntad que no
paguen mis reinos mas monedas, á pesar de no haberse acabado aun la
guerra con Granada. ¿Qué os parece almirante?
—Paréceme, señor, que pudieran recrecerse graves daños de la
supresion del tributo de las monedas, repuso el almirante: si bien
con eso contentais á los pecheros y hombres de afan, tambien si los
moros vuelven á hacer la entrada...
—No me lo digais, repuso el rey; estad cierto de que tengo yo mayor
miedo de las maldiciones de las viejas de mis reinos que de cuantos
moros hay de esta parte y de la otra parte del mar.
Calló el almirante, y alto murmullo de aprobacion acogió el paternal
dicho de Enrique el Doliente.
Otra media hora pasaria en que el rey de Castilla despachó en medio
de su corte algunos negocios del gobierno de sus reinos; ya iba á dar
la vuelta á la cámara cuando se sintió ruido como de muchas personas
armadas que se acercan; volviendo todos las cabezas hácia el sitio
por donde el rumor sonaba, un faraute de su alteza llegando hasta el
medio de la sala hizo una reverencia, otra á poca distancia, y hecha
la tercera á los pies casi del trono.
—Poderoso rey, dijo en alta voz, y justo don Enrique, tu pariente
y leal vasallo don Enrique de Aragon, conde de Cangas y Tineo,
rico-hombre de estos reinos, y señor de Alcocer, Salmeron y
Valdeolivas, viene á pedir á tus plantas justicia y reparacion.
—Decid que entre á mi pariente y leal vasallo.
Retiróse el faraute con las mismas cortesías sin volver jamas las
espaldas, y llegado á la puerta, _entrad_, dijo con voz descomunal.
Dos farautes de don Enrique precedian. Don Enrique de Villena detras
con rostro á la par airado y pesaroso. Seguia á su lado su primer
escudero, y detras un caballero de su casa con el estandarte de sus
armas, en que lucian sobremanera las barras paralelas de Aragon. El
estandarte, pendiente de una asta á la manera de los que aun se usan
en algunas procesiones, era ricamente recamado de oro y plata sobre
campo azul. Venian despues armados como su señor los caballeros y
escuderos vasallos del poderoso don Enrique.
Pedido y dado el permiso de hablar por su alteza, tres veces
reclamaron los farautes de don Enrique la atencion y silencio de los
demas señores y asistentes.
—Oid, oid, oid el desacato y felonía cometido en la persona de la muy
noble é ilustre señora doña María de Albornoz, esposa del muy noble
é ilustre señor don Enrique de Aragon, y de que en nombre de Dios
Padre, Hijo y Espíritu Santo, y de la Bienaventurada Vírgen gloriosa,
viene á pedir justicia y reparacion.
Respondido _hablad_ tres veces tambien por el faraute de su alteza,
comenzó don Enrique, hincando en tierra una rodilla, á hacer relacion
de como le habia sido en su misma cámara robada su muy amada esposa,
y de como habia salido en persecucion de los robadores, entre los
cuales contábanse criados de su casa, cuya falta habia notado al
mismo tiempo.
—Alzad, le dijo el Doliente rey, conde de Cangas y Tineo, y decid
cuál sea el fruto de vuestra espedicion.
—No me levantaré, señor escelso, mientras no acabe el cuento de mi
cuita, y no esté seguro de que tu alteza me otorga lo que á pedirte
vengo. Inútilmente he recorrido el campo en busca de los robadores;
á haberlos encontrado, señor, no hubiera menester pedirte justicia,
porque mi espada me la supiera dar muy suficiente. ¡Pero oh dolor!
Gran rey, he hallado en vez de la esposa ó de la venganza que
buscara, esos sangrientos despojos que solo una funesta catástrofe me
pueden anunciar.
Adelantáronse al llegar á decir esto de entre el grupo de los
caballeros dos escuderos, que tendieron á la vista del rey el manto y
el velo de doña María de Albornoz todos ensangrentados.
—¡Cielo santo! esclamó horrorizado el piadoso rey: un movimiento
de horror circuló por la corte, y todos apartaban la vista de los
sangrientos restos.
—Hé aqui, señor, esclamó sollozando el desdichado esposo; ¡y ojalá no
hubiera encontrado mas pruebas de mi desgracia!
—¿Qué decís? hablad, esclamó Enrique III.
—Un pastor, gran rey, que es el que ves y puede darte de ello
testimonio, me ha asegurado que unas horas antes de encontrar con
estas ropas, habia visto pasar á unos armados con un cadáver de una
muger, á su parecer hermosa y jóven; mi esposa, señor. Receláronse
de él, y quisieron echarle mano para impedir que su mal hecho se
supiese; mas el conocimiento que tiene del pais, las quebradas de las
peñas y sus buenos pies le salvaron por desdicha mia, para mi amargo
desengaño.
—Pastor, llegad, dijo don Enrique; ¿vos habeis visto eso?
—Verdad dice su grandeza, repuso el pastor con visible turbacion, que
achacaron todos al asombro de hallarse en tal parage. Llevábanla sin
duda á enterrar en los sitios ocultos en donde los ví.
—Justicia, pues, señor, justicia. Otorgadme que me dé á buscar al
alevoso, y que donde quiera que le encuentre pueda sin duelo ni
formalidad alguna castigar al que como villano se portó.
—Yo os juro, don Enrique, justicia y reparacion. Alzad: ¿teneis vos
indicios de quién pueda ser el robador?
—Ninguno, respondió Villena levantándose.
—¿Sospechais por ventura, si una venganza ó si una pasion...?
—¡Ay de quien osare ofender la memoria de mi esposa...!
—Nadie en mi presencia la ofenderá, conde de Cangas y Tineo.
Imposible me fuera concederos que os entregueis á buscar al
delincuente; necesito vuestra asistencia en mi corte. Pero los
oficiales de mi justicia apurarán la verdad, y le hallarán donde
quiera que se esconda. Os otorgo, sin embargo, en nombre de Dios
Trino y Uno, á quien en la tierra representan los reyes ejercitando
su justicia, que matéis al villano, si lo hallais, adonde quiera que
lo halleis, armado ó desnudo, solo ó acompañado, por vuestra mano
ó por la de villanos vasallos vuestros. Otorgo otro sí, que quede
privado de cualquier gracia que pudiere yo hacerle ó le hubiere hecho
sin conocerle; mando á quien le encuentre, caballero, escudero, noble
ó pechero, y le requiero que le castigue como su villanía merece, y
al que le mate hágole de su muerte salvo y perdonado. Alzad ahora,
don Enrique.
—No esperaba yo menos, gran rey, de tu recta justicia.
Adelantándose entonces don Enrique el espacio que del trono le
separaba, llegó con rostro apenado, y doblando de nuevo la rodilla
ante el rey Doliente, quitóse el yelmo, besóle la mano, y dióle
repelidas gracias por el favor singular que acababa de otorgarle.
Retiróse en seguida á desarmar con sus caballeros por el mismo orden
que habian venido.
Quedaron los cortesanos estupefactos de cuanto acababan de oir.
¿Qué motivo racional se podia efectivamente dar á la estraordinaria
muerte de doña María? Todos discurrian y se hablaban al oido; pero
ninguno conjeturaba la verdad, si bien muchos dudaban del relato y
forma de la muerte por don Enrique referida. Pero donde el rey habia
creido públicamente, no era lícito, ni aun á los mayores enemigos
de don Enrique, dudar del caso sino en secreto. Todos por lo tanto
callaron, y el físico de su alteza, que vió, que la animada audiencia
de la mañana, y lo mucho que su alteza habia hablado, habia alterado
visiblemente su color, le advirtió respetuosamente, que le convenia
tomar algun descanso. Oido esto por el rey bajó del regio sillon,
y despidiendo á sus cortesanos, entróse en su cámara con aquellos
mismos que le habian acompañado á su salida, menos don Pedro Tenorio
el arzobispo de Toledo, que quedó en la sala de audiencia con los
mas grandes, dando y tomando en la singular aventura del que entonces
mas que nunca comenzó á parecer verdadero hechicero á los ojos de los
suspicaces cortesanos de don Enrique el Doliente.
[Ilustración]


CAPITULO XII.
Por dar al dicho don Quadros
dado ha al emperador.
. . . . . . . . . . . .
—¿Por qué me tiraste, infante?
¿por qué me tiras, traidor?
—Perdóneme tu alteza,
que no tiraba á tí, no.
_Rom. ant. del infante vengador._

No bien hubo llegado don Enrique á su cámara despachó á sus
caballeros, y solo quedó á su lado su predilecto escudero: depuesta
alli la falsa máscara de la pena, cuando hubo quedado solo el
intrigante conde con Fernan Perez de Vadillo trabó con él una breve
conversacion.
—Fernan, nada tenemos que temer.
—Siempre tiene que temer quien no obra bien, señor.
—¡Fernan!
—Perdonadme, pero no apruebo lo hecho. Y ahora que he obedecido tus
órdenes sin murmurar, tengo algun derecho á descargar mi conciencia.
—Vadillo, díjole al oido el conde, de nada tiene que acusarme la mia.
—¿De nada?
—Bien: convengo en que el medio ha sido violento; pero era preciso
ser maestre de Calatrava.
—Callo, señor, obedezco; pero no lo apruebo. Permíteme que te lo diga
por última vez.
—En buena hora: vuestro silencio y vuestra obediencia es lo que
necesito. Y vamos á lo que mas importa. Tiéneme inquieto el camino
que habrán tomado los armados.
—En cuanto á los que llevaron á la condesa, yo te respondo de su
silencio y de su fidelidad.
—Bien; ¿y Ferrus?
—¿Tanto sentís la pérdida del juglar?
—¡Si la siento, Hernan! aquel nunca desaprueba nada: su conciencia es
la del estúpido: nada le dice nunca: yo soy harto débil y harto bueno
todavia para no necesitar tener á mi lado en mis fines un hombre
honrado como vos. Quiero un instrumento, no un amigo. ¿Y el trovador
prisionero?
—Podemos verle.
—¡Podemos!!! es indispensable. ¿No os dije yo que era él? Ved si ha
estado detras del sillon del trono, como acostumbra, hallándose en la
corte. El golpe nuestro será tanto mas seguro cuanto que nadie tiene
noticia de su llegada. Habrá desaparecido del mundo, y quién sabe si
alguien notará la coincidencia de su desaparicion y la de la condesa.
—Eso, señor, pudiera no convenirte.
—Conviéneme mucho ser maestre de Calatrava. Partamos. Guíame adonde
esté.
Inquietos iban los dos acerca de la entrevista que con el nocturno
músico los esperaba. Al odio que contra él por la denegacion referida
abrigaba don Enrique, agregábase cierto recelo de que hubiese en su
conducta algo mas que ley de caballería, y pura generosidad hácia la
condesa: y aunque no amaba á su esposa, como bien á las claras lo
acababa de probar, irritábale sin embargo la idea de que un simple
caballero hubiese puesto los ojos en cosa suya y en tan alta persona.
Con respecto á Vadillo no dejaba de tener alguna inquietud, pues no
estaba muy claro para él si daba serenata á la condesa, ó si acaso su
esposa... imposible y horrorosa le parecia tan descabellada sospecha
de la virtud de Elvira... pero la duda se habia hecho lugar en su
corazon, y es huésped por cierto que, una vez alojado, no se arroja
del pecho á voluntad.
A entrambos parecia cosa indisputable que el músico era Macías, y
nosotros, que desde la noche anterior nada sabemos de su existencia,
no podemos menos de abundar en la opinion de los que tal pensaban.
Llegaron por fin á una puerta pequeña que en el estremo de una
larguísima galería se encontraba.
—Alvar, dijo llamando Vadillo, y se abrió la puerta inmediatamente.
Alvar era el montero á quien en la noche anterior habia confiado el
escudero la importante presa. Entraron en una pequeña habitacion,
cerrándose tras ellos la puerta.
—¿Y el preso? preguntó Vadillo.
—Descansa en la pieza inmediata; debia no haber dormido en un mes,
segun ronca tranquilamente.
—¿Ronca? ¿No está, pues, herido de peligro?
—Mas daño debió de hacerle el miedo que vuestro venablo, señor
escudero. Tiene algo arañada la cara de la caida, y un brazo vendado;
pero el maestro que lo ha reconocido esta mañana asegura que podrá
salir despues del medio dia.
—Despertad, pues, á ese caballero, interrumpió impaciente don Enrique.
—Despertad á ese caballero, repitió entre dientes Alvar.
—¿Qué respondeis en voz baja? Despachad, dijo Fernan. ¿Háse quejado
de la violencia que con él se ha usado?
—Ayer noche todo era pedir que se le condujese á presencia de su amo
el ilustre conde...
—¿Su amo? dijo el conde: el trovador ha perdido la cabeza.
—Voy á advertirle que vuestras señorías...
—Presto, Alvar, presto.
Entróse Alvar en la inmediata pieza, mientras que don Enrique y
Hernan se preparaban á la estraña entrevista que iban á tener. No
tardó mucho en volver á salir Alvar, asegurando que habia despertado
al enfermo, quien sintiéndose completamente reparado de fuerzas con
el pasado sueño, metia sus vestidos para salir á recibir á sus
ilustres huéspedes.
—¿Es segura esa puerta, Alvar? preguntó el conde.
—Las fuerzas de diez hombres reunidos no bastarán, señor, á
violentarla, respondió Alvar. Ademas, dos monteros le guardan conmigo
y está indefenso: de aqui no saldrá sino para donde vuestras señorías
determinen. Pero aqui está.
Salia en efecto el asombrado prisionero, el cual, no bien hubo visto
al conde, cuando arrojándose hácia él, como quien ve á su libertador,
se echó á sus pies, y con lágrimas de gozo y de temor, “Señor,
esclamó besándoselos, ¿en qué ha podido ofenderte para merecer tan
dura prision tu fiel Ferrus?”
Dos estátuas de mármol parecieron á tan inesperada vista el conde y
su escudero. No seria mayor el asombro y la indignacion del rústico
pastor que se viese torpemente cogido en el propio lazo que hubiera
preparado para el raposo.
—¿Tú, Ferrus? esclamó despues de la primera sorpresa el furioso
conde. ¿Tú, Ferrus?—Hernan, nos han vendido. Venid acá, don Villano,
añadió derribando por tierra de un empellon al desesperado juglar,
venid acá vos, Alvar, ¿es éste el preso que se os ha confiado?
¿Qué hicísteis, don Vellaco, del doncel de su alteza? Asíale de
la garganta, y ahogárale sin remedio sino se le pusiera por medio
Hernan, que mas sereno comenzaba á vislumbrar la verdad del caso.
—¿Qué doncel, señor? gritó cuanto pudo Alvar. Lleve mi alma el diablo
si tuve yo jamas en mi poder mas preso que el que el señor escudero
me entregó, y si no es ese el mismo de que me encargué.
—¿Qué es esto, Hernan? dijo don Enrique soltando la presa.
—¡Qué ha de ser, señor! que sin duda debió de ser Ferrus el músico
que yo cogí.
—Negra fortuna mia, gritó don Enrique. ¡Qué músico habiais de coger,
ni qué...! ¡Por Santiago! venid acá, Ferrus; ¿qué hicísteis vos de
cuanto os encargué? ¿quién era el músico, juglar? acabad ó...
—Serénate, señor, respondió temblando el alterado Ferrus. Yo obedecí
tus órdenes ciegamente: yo rodeaba el muro y me acercaba ya al
que tañía, cuando él, echando de ver mi bulto, calló, y hundióse
precipitadamente en la tierra; el diablo debia de ser sin duda, que
tomó la forma de músico para perderme en tu estimacion...
—¿El diablo? malandrín... no pudo menos de sonreirse don Enrique al
oir la simpleza de su juglar. ¿El diablo?
—Señor, lo jurára: lo cierto es que yo no le volví á ver mas: y
cuando, todo ojos y orejas, me acercaba al sitio donde le habia
visto, y buscaba el boqueron que habria dejado al hundirse, sin saber
por dónde encontréme con un caballo encima y un caballero... Bien
sabe Dios que en aquel trance me santigüé...
—Adelante; miserable, acaba.
—Por acabado, señor: desde aquel punto ni ví ni oí: cuando recobré
el uso de mi razon halléme en ese camaranchon donde me curaban las
heridas que el mal enemigo me habia hecho.
—Calle el necio, interrumpió, no pudiendo sufrir mas, don Enrique.
¡Vive Dios que nada comprendo, Hernan!
—Yo infiero, señor, dijo Hernan, que el músico debió ser si no
diablo, muy ligero por lo menos, y yo debí tomar á Ferrus por el que
tañía.
—Eso debió de ser sin duda. Pero voto á Santiago que todos los deseos
que de encontrar á Ferrus tenia no me pagan del pesado chasco. Alza,
Ferrus, y vente con nosotros. ¡Necio de mí, que fui á escoger para
tan delicada empresa al mándria mayor que vió la tierra! ¿Enviéte
yo para que cogieras al músico, ó para que te dejaras coger por el
primero que llegase?
—Perdóname, señor, contestó algo repuesto Ferrus; dijérasme lo que
habia de hacer contra el diablo en viéndole...
—¿Vuelves á mentar al diablo, menguado? ¿Dónde está el diablo, mal
servidor? Enséñamele, desalmado.
—¡Jesus! Líbreme Dios. ¡Jesus! esclamó Ferrus santiguándose á mas y
mejor.
—Vamos de aqui, Hernan. Juro no abrir libro ni hacer trova, y júrolo
por el apostol Santiago, hasta no tener en mi poder al insolente
doncel que de tal manera ha burlado mi esperanza. Ahora está libre
vive Dios, y puede hacernos mucho mal. Alvar tu fidelidad será
recompensada.
Inclinóse Alvar, y nuestros tres predilectos personages salieron
silenciosamente á la galería; regocijado Ferrus de verse libre, en
poder de su señor legítimo, y disipado ya el nublado que sobre su
cabeza tronaba desde la noche anterior; disimulando Hernan la risa
que en el cuerpo le retozaba al recordar á sangre fria el chasco
inesperado; y mohino por demas el desairado conde, á cuya imaginacion
se agolpaba entre otros peligrosos recuerdos el del secreto que habia
imprudentemente confiado al perseguido doncel, y dándole no poco
cuidado la reflexion de no haberle visto en la corte, siendo asi
que ya no era la causa que él habia pensado la que podia habérselo
impedido.
[Ilustración]


CAPITULO XIII.
¿Qué es aquesto, mi señora?
¿quién es el que os hizo mal?
_Cancion. de Rom._

Largo tiempo hacia que Elvira, atada á la columna y sin poder pedir á
nadie ausilio á causa del pañuelo que la tapaba la boca, esperaba con
insufrible impaciencia á que la casualidad ó el transcurso del dia le
deparase un libertador que de tan crítica situacion la sacase. Por
fin llegó el momento deseado, y el page que tanto habia tardado en la
averiguacion de lo que se encomendara á su cuidado, abrió las puertas
de la cámara que de prision servia á la afligida hermosa. Miró en
derredor y á nadie veía, hasta que fijando los ojos en la columna,
ofrecióse á su vista el espectáculo de su aprisionada prima. Asustóse
primero y esclamó:
—¡Santo Dios! ¿qué ha ocurrido aqui...?
Mal podia responderle Elvira sino con los ojos; pero cuando vió el
pagecillo que no parecia nadie, ni habia asomos de peligro alguno,
soltó la carcajada, impertinente á la verdad en aquel momento, y
comenzó á dar brincos.
—¿Quién os ha puesto asi, mi señora Elvira? ¿os ató el señor escudero
por...?
Dióle lástima al llegar aqui el ver que su prima no parecia gustar de
la prolongacion de tan pesada chanza: llegóse entonces el atolondrado
á Elvira, y desató sus crueles ligaduras.
—¡Dios mio! ¡Dios mio! esclamó Elvira en viéndose libre, alguna gran
desgracia está sucediendo á mi señora la condesa. Corramos...
—¿Adónde vais tan deprisa? repuso el page deteniéndola; ¿y quién
me paga mi recado? ¿quién escucha las nuevas que traigo? ¿quién
sobre todo me cuenta lo que os ha sucedido, y la razon de haberos
encontrado asi mano á mano con esa columna negra?
—¿Traes nuevas? preguntó Elvira olvidando todo lo demas. ¿Traes
nuevas?
—Y buenas, contestó el page. El caballero de las armas negras era el
que tañía...
—Lo sé... y...
—Pero sabed que le esperé inútilmente dos largas horas, mas largas
que las del arenero...
—¿Inútilmente?
—Si, pero por fin llegó.
—¿Llegó? ¿Con que no era él el...? ¡Yo os bendigo, Dios mio...! Sigue.
—¡Si le vierais qué agitado! descompuesto el cabello, espantados
los ojos, entró en su cámara y no me vió:—Negra suerte, esclamó,
y despedazó con sus manos el laud que traía cruzado sobre la
espalda. ¿No me servireis, dijo rompiendo las cuerdas, sino de
gemir eternamente? vióme en seguida: ¿qué haces aqui? me dijo con
voz terrible; pero al reconocerme templóse toda su ira. Page me
dijo entonces con voz mesurada, ¿tornas aun con nuevas demandas del
hechicero?
—¡Ah! si supierais quién me envia, dije entonces, si supierais que
una hermosa dama...
—Silencio, esclamó, no pronuncies su nombre... ¿Es posible?—Díjele
entonces la comision que me dísteis en nombre de la señora condesa:
largo rato suspiró y miró al cielo sin hablar.—Page, me dijo en
fin, no nos veremos mas. He creido que mi brazo podia ser útil á
una inocente; pero si es fuerte contra los hombres, es impotente
contra los recursos de una ciencia misteriosa y... maldecida. El
infierno me envia enemigos en medio de la soledad, y la Madre de
Dios me abandona. Un acontecimiento estraordinario ha interrumpido
mis avisos. He rondado la noche toda para volver á entrar en el
alcázar; las órdenes mas rigurosas, dadas no sé por quién despues
de mi salida, me han impedido verificarlo. He debido esperar á que
entrase el dia para que no fuese mi entrada sospechosa. Pero mañana
el alba me encontrará lejos, bien lejos de Madrid. Si alguna muger
necesita mi amparo en cualquier ocasion, mal pudiera negársele un
doncel de don Enrique. Dígame qué puedo hacer: por mí lo ignoro.
A Dios.—Apretóme la mano de una manera, prima, que yo creí que le
atormentaban otros recuerdos que los de nuestra amistad. Envolvióse
entonces en su pardo gaban, y cubriéndose con él la cabeza, oíle
sollozar y salí. Hé aqui, prima, las nuevas.
—Tristes, bien tristes, dijo pensativa Elvira. ¿Y de la condesa
supiste...?
—¿La condesa? ¿Es su confidenta la que me pregunta...?
—Sí: ¿nada sabes?
—Pero querida prima, ¿qué teneis? vuestra palidez, vuestra agitacion
me asustan...
—¡Ah Jaime! la condesa es víctima en este momento de la mas espantosa
villanía... volemos á su socorro: no sé adonde me dirija; la menor
imprudencia mia puede comprometer su suerte y el éxito mismo de mis
diligencias. Si supiera... pero la mas completa oscuridad reina en
todas mis conjeturas.
Meditó un momento Elvira el partido que tomaria mientras que hacia
nudos á uno de los cordones, que de su cintura pendia, el distraido
page. De pronto pareció que habia iluminado su entendimiento un rayo
de luz.
—No hay mas recurso, dijo: para los casos estremos son los remedios
violentos Jaime... deja ese cordon, déjale te digo... vamos á buscar
á mi esposo: averigüemos primero qué voces corren de lo ocurrido, y
qué se cree en el alcázar... despues, si eres prudente, si has de ser
callado, pero callado como la muerte, tú, que sabes el camino, me
guiarás adonde pienso ir.
—Puede que algun dia pruebe Jaime á su hermosa prima que no es tan
atolondrado como le llaman.
Elvira apretó la mano del inteligente pagecillo con espresion de
gratitud, y ambos salieron de la cámara que acababa de ser teatro de
tan estraordinarias escenas.
Buscó Elvira á su esposo sin mas demora, por que si bien sospechaba
que don Enrique hubiese tenido parte en la pérfida desaparicion de la
condesa, ni veía claro en esto, ni menos lo podia asegurar. ¡Tan bien
se habia representado por todos la farsa que dejamos descrita! Ni por
otra parte, aunque á pies juntillas hubiera creido la traicion del
conde, cabia en su imaginacion la menor sospecha acerca del estremado
honor de su esposo: sabíale ligado á los intereses de su señor; pero
que él hubiese tomado parte activa en el mal hecho, no le era lícito
á Elvira imaginarlo siquiera.
Asi era la verdad: hidalga sangre corria por las venas del escudero,
y hacia vanidad de honradez y de rectos sentimientos; no era uno de
los pocos hombres ilustrados de la época; no hubiera sostenido una
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