El doncel de don Enrique el doliente, Tomo II (de 4) - 1

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EL DONCEL DE DON ENRIQUE EL DOLIENTE:
HISTORIA CABALLERESCA
DEL SIGLO QUINCE
por
D. MARIANO JOSÉ DE LARRA.
SEGUNDA EDICION.
TOMO II.



Madrid.
Imprenta de Don José María Repullés.
1838.


EL DONCEL DE _Don Enrique el Doliente_.


CAPITULO IX.
Ese caballero, amigo,
dime tú que señas trae.
_Cancion. de Rom._

La hora del alba seria cuando el famoso caballero don Enrique de
Villena, cansado de esperar inútilmente á su juglar, á quien habia
comprometido, como sabe el lector, en el misterioso y nocturno
acontecimiento de la víspera, vacilando entre mil ideas confusas,
habia entregado al descanso sus miembros fatigados. Ni el miedoso
juglar habia vuelto, ni él, desde el punto en que le enviara á
esplorar quién fuese el músico, habia tornado á oir mas que el
confuso ruido de las armas de los desconocidos combatientes. No
habiendo querido dar sospechas á nadie en el alcázar de que pudiera
tener la menor parte en los sucesos que él se figuraba haber
ocurrido, no se habia determinado ni á salir en persona á reconocer
el estado de las cosas, ni á dispertar á ninguno de sus pacíficos
sirvientes. Habíale entretanto sorprendido el sueño en medio de la
encontrada lucha de sus opuestos pensamientos, y vestido como estaba
se habia reclinado en su rico lecho, determinado á esperar al dia
y con él la aclaracion de los acontecimientos de la noche. El sol
sin embargo, que á mas andar se venia, amaneciendo por las doradas
puertas del oriente, daba la señal á caballeros y escuderos de tornar
á las obligaciones diarias, porque en la época de nuestra narracion
no se habia introducido aun la moda regalona de perder las gentes
principales las horas mas hermosas del dia en el mullido y caliente
lecho.
La cámara principal del señor de Cangas y Tineo, inmediata á su
gabinete alquimístico (cuya entrada no era á todos permitida),
presentaba un aspecto imponente, tanto por el lujo y afectacion con
que se hallaba alhajada, como por las diversas personas que en ella
se veían reunidas esperando á que se dignase recibir su acostumbrado
homenage el ilustre pariente de Enrique III. Gentiles-hombres,
caballeros y escuderos de su casa, oficiales de su servicio, donceles
y pages conversaban en diversos grupos, pendientes del menor ruido
que pudiera anunciarles la deseada presencia de su señor. Notábase
solo la falta de dos personas, y no se oían mas que preguntas
misteriosas sobre su estraña ausencia.
—¿Qué era del primer escudero? ¿Qué del juglar?
—¿Qué puede causar la tardanza de Fernan Perez?
—Por el señor Santiago que es cosa dificil de comprender. Cuando
volviamos anoche de la batida, él se adelantó con un solo montero y
se separó de nosotros. Desde entonces no le volvimos á ver.
—Sí, reponia otro: apostára la mejor pieza de mi arnés á que fue á
ver bajo las ventanas de su amada esposa si andaban moros en la costa.
—Bravo modo de decirnos que el escudero es zeloso.
—¡Dios me perdone! como un moro.
—¡Oh! entonces, decia un tercero, ya se esplica su ausencia. Habrá
tardado en conciliar el sueño... al lado de su dama...
—¡Chiton! la puerta de la cámara se ha abierto.
—Es el camarero.
—El camarero, el camarero, repitieron varias voces por lo bajo.
Fijáronse las miradas de todos en Rui Pero, quien con la mayor
inquietud preguntó:
—¿No ha venido aun Ferrus? su señoría pregunta por su juglar.
—Estará haciendo alguna trova, ó pensando algun donaire, dijo el mas
atrevido de los caballeretes.
—Cierto que comienza su tardanza á inquietarme, dijo Rui Pero. Y
acercándose á los principales personages de aquella pequeña corte.—Su
señoría no se ha desnudado esta noche; Fernan Perez no parece; Ferrus
tarda, les dijo misteriosamente: temo grandes novedades. Voy á
prevenir á su señoría, añadió en voz alta, y se entró.
Duraron otro rato las misteriosas conversaciones de la cámara; pero
no tardó mucho en venir á interrumpirlas la presencia del primer
escudero.
—Dios nos dé su bendicion, dijo en entrando, al comenzar este dia, y
se santiguó devotamente.
—Dios nos la dé, repitieron los circunstantes, é imitaron, como en
las cortes se usa, la accion del valido. Bien venido sea el escudero
de su señoría, esclamaron despues.
—Bien venido, sí, y bien despierto; la trasnochada me ha hecho ser
indolente. Vuestras mercedes me darán licencia que entre á tomar las
órdenes de nuestro amo. Ya hace rato que debiera estar á su lado.
No le dió lugar sin embargo á entrar la salida del conde en persona,
á quien acompañaba su fiel camarero. Hízose como los demas á un lado
respetuosamente Fernan Perez, y el conde, que le habia visto antes
que á otro alguno, disimulándolo sin embargo, como para castigarle
de su tardanza, dirigió comedidamente la palabra á sus principales
cortesanos. Despues de las ceremonias y fórmulas de uso.—Caballeros,
dijo el conde, asuntos de alguna importancia me obligan á separarme
de vuesas mercedes. Podreis esperarme en la antecámara de su alteza,
adonde no tardaré en seguiros. Fernan Perez, quedaos.
Inclinaron la cabeza los circunstantes, y hablando entre sí por lo
bajo, dejaron la cámara desocupada, no muy contentos con el frio
recibimiento del distraido conde de Cangas y Tineo.
—Y bien, Fernan Perez, dijo éste luego que quedaron solos, supongo
que habeis encontrado en completa salud á la hermosa Elvira.
—Esa pregunta, señor...
—¡Oh! no: haceis bien: no se puede vacilar entre el servicio de una
hermosa y el de un conde. Voy viendo que os debo de armar pronto
caballero, porque ya sin serlo cumplís perfectamente con la orden
de caballería. ¿A qué hora habeis entrado en Madrid?—Rui Pero,
dispondreis que se busque dentro y fuera del alcázar á Ferrus. Su
ausencia me inquieta.—Ya estamos solos, Vadillo. ¿A qué hora habeis
entrado?
—Podrian ser las cuatro, si dicen las horas las estrellas.
—¿Las cuatro? A esa hora... ¿no habeis visto á la entrada á Ferrus?
—Ojalá, señor, que hubiera visto á Ferrus: algo peor es lo que be
visto.
—¿Peor? esplicaos presto.
—Y peor lo que he oido.
—¿Habeis oido?
—Volvia, señor, de la batida, como me dejastes mandado, á la cabeza
de los caballeros y monteros de tu casa; al llegar al alcázar,
habíame adelantado algun tanto para hacer la señal de que nos echaran
el rastrillo, cuando creí oir hácia cierto punto del alcázar, pero de
la otra parte del foso, un laud asaz bien templado.
—Seguid, Vadillo.
—Parecióme mal que á tales horas se diesen serenatas hácia la parte
precisamente del alcázar que habita...
—Seguid.
—Apreté los hijares al caballo: cuando llegué, la música habia
cesado, pero un hombre que rodeaba el muro esterior, y que á la sazon
se hallaba debajo de las ventanas de mi señora la condesa...
—¡Vadillo!
—De Elvira, señor... perdonad si mi lengua... ¡maldita sospecha!
ahora caigo en que... aquel hombre, pues, no me pareció bien, y le
acometí.
—Por Santiago que acertaste. ¡Es mi hombre! ¿era el músico?
—Sin duda, puesto que por alli otro alguno no se veía.
—¿Se defendió?
—Trató de defenderse, y trató de hablar pero mi venablo no le dió el
espacio que él quisiera. Le disparé, y cayó.
—¿Cayó? adelante, Vadillo. Tu recompensa igualará tu servicio.
—Apeéme del caballo para reconocerle, pero fue imposible: habia
llovido, y él cayó en el fango: mi venablo le habia pasado por la
frente, y su cara estaba llena de lodo y de sangre: la oscuridad
ademas y mi turbacion no me permitieron conocerle. Figuréme sin
embargo que no debia de estar muerto aun, pues latía su corazon y se
quejaba. Deseoso de saber quién fuese el músico que á aquellas horas
osaba comprometer el honor de las dueñas del alcázar, atravesélo en
mi caballo: sin embargo antes de entrar lo encomendé al cuidado del
montero que se habia adelantado conmigo: respondióme de su seguridad.
Fui á dar órdenes para hospedar á la gente de la batida, y ahora solo
espero las tuyas, gran señor, para reconocer al insolente trovador.
—¡Ah! ¿No sabeis aun quien sea?
—Solo sé que no está herido de muerte; pero el montero al
anunciármelo añadió que el maestro á quien habia recurrido, al
hacerle la cura, habia encargado que no se le viese ni hablase. Creí,
pues, del caso esperar á la mañana. Parecióme sin embargo jóven y
gallardo mancebo.
—Él es, no hay duda. Te tengo en mi poder, mal caballero. Vadillo, es
preciso tenerle á buen recaudo.
—¿Conócesle tú entonces, gran señor?
—Sí: le conozco; tú le conocerás tambien. Necesito sin embargo á
Ferrus. Á esa misma hora de las cuatro le envié á reconocer al
músico; de entonces acá ha desaparecido. El villano cobarde ha
tenido miedo sin duda; acaso luego se aparecerá y creerá desarmar mi
enojo con alguna juglería. Entre tanto Rui Pero está en el encargo
de encontrármele muerto ó vivo. Sus orejas servirán de pasto á mis
lebreles si ha cometido villanía, por Santiago. Ahora, Vadillo, es
preciso no perder tiempo: supuesto que está en nuestro poder quien
pudiera únicamente desbaratar mis planes, dentro de una hora he de
quedar servido. Hernan Perez, ¿teneis valor y resolucion?
—Dispon, señor, de mi vida.
—Venid conmigo; prontitud y secreto.
Dicho esto, salieron don Enrique y su primer escudero, y atravesando
apresuradamente las galerías del alcázar, se dirigieron á las
caballerizas del conde: dieron alli varias órdenes, al parecer de la
mayor importancia: separáronse en seguida. El primer escudero buscó y
habló misteriosamente á algunos escuderos de la casa de su señoría.
El movimiento y el sigilo con que ciertos preparativos se hacian
pronosticaban algun proyecto de la mayor importancia. Reuniéronse de
nuevo el conde y su primer escudero, y en otra secreta conferencia
aquel pareció dar á éste instrucciones de grave peso, despues de las
cuales se dirigieron entrambos seguidos de los escuderos y armados
que para su plan habian escogido, y desaparecieron entrándose por la
cámara de don Enrique. Nada se trasluce en las crónicas del objeto
de aquellas ignoradas conferencias. El lector sin embargo, si presta
un poco de paciencia, podrá tal vez adivinarle por sus prontos
resultados.
[Ilustración]


CAPITULO X.
Mate el conde á la condesa,
que nadie no lo sabria,
y eche fama que ella es muerta
de un cierto mal que tenia.
_Rom. del conde Alarcos._

Cuando Fernan Perez de Vadillo hubo dejado su presa al cuidado del
montero, se apresuró á desvanecer las sospechas que en su alma
comenzaban á nacer acerca de la dueña á quien podria haber sido la
serenata dedicada. Era evidente que el trovador se hallaba debajo de
las rejas de doña María de Albornoz: ¿rondaba empero á la condesa, ó
á alguna de sus dueñas y doncellas? ¿era acaso Elvira el objeto de
tan intempestiva música? La conducta irreprensible de la condesa y de
su esposa las ponian en cierto modo á cubierto de cualquier juicio
temerario. Los maridos, sin embargo, que nos lean, no estrañarán que
el zeloso escudero fabricase en el aire mil castillos fantásticos
hasta la completa aclaracion por lo menos de sus terribles dudas.
El taimado pagecillo entre tanto al oir saltar de su lecho á su
hermosa prima, se habia levantado, y habia conseguido hacer que ella
volviese en sí de su aturdimiento, golpeando á su cerrada puerta, y
preguntándola si necesitaba algun ausilio, y cual era la causa de
aquel ¡ay! doloroso y del estraordinario ruido que acababa de oir.
Repúsose Elvira lo mejor que pudo, y tranquilizando al page,
mandóle que se retirase á su lecho, y aun le trató de visionario y
de curioso impertinente. A lo de curioso nada tenia el pobre Jaime
que responder, pero en cuanto á lo de visionario, él sabia muy bien
que no habia soñado lo que realmente habia oido, y si obedeció por
entonces, no fue sin reservarse el derecho de averiguar todo el caso
en amaneciendo. Elvira, satisfecha con el silencio del page, tornó á
escuchar, pero no oyendo ruido alguno que pudiese ponerla en camino
de dar con la verdad de lo sucedido, volvióse al lecho tambien; de
suerte que á la venida inesperada del zeloso escudero pudo disimular
convenientemente la reciente turbacion. Despues de las primeras
preguntas que entre los dos pasaron acerca de aquella imprevista
llegada, en valde trató Fernan Perez de sondear mañosamente el
alma de su avisada esposa. Nada habia oido, nada sabia de cuanto á
Vadillo traía inquieto. Hubo éste, pues, de conformarse y remitir á
otra ocasion mas favorable la satisfaccion de sus deseos. Concilió
el sueño de que tanta falta tenia, y cuando se dispertó se vistió
apresuradamente, y despidiéndose de su amada esposa se dirigió á la
cámara de don Enrique, como arriba dejamos indicado.
No deseaba Elvira otra cosa: cada vez mas inquieta acerca del
obscuro sentido de las trovas de la noche pasada, presagiaba ya
mil próximas desventuras: determinó dar aviso á la condesa, quien
habia oido muy confusamente los sucesos referidos. Antes empero de
dar este importante paso, llamó al page y le dijo como era inútil
que guardase por mas tiempo el secreto de la venida del caballero
de Calatrava, puesto que ella lo habia reconocido: añadióle que
importaba mucho á la seguridad de su señora la condesa saber cuál
habia sido el desventurado lance de la noche, y hablar al caballero,
si habia quedado de él con vida y libertad, para que le aclarase
sus misteriosos avisos: prometió el page indagar cuanto hubiese en
el asunto, tanto por dar contento á su querida prima, como por el
interes que en las cosas del caballero trovador se tomaba. Salió,
pues, en busca de él, resuelto á no volver mientras no diese con
él y no le indicase el deseo de la condesa, de agradecerle su fina
amistad, é implorar al mismo tiempo su proteccion y amparo, si algo
sabia que fuese en contra de ella ó de los suyos.
Mas tranquila despues de esta primera diligencia, acudió la triste
Elvira á la cámara de su señora, á quien encontró levantada, pero
no repuesta de las terribles escenas de la víspera. No contribuyó á
aquietarla lo que Elvira le refirió, y entrambas á dos determinaron
vivir con cautela, no dudando que las palabras del trovador tuviesen
alguna relacion con los proyectos que el irritado conde habia dejado
traslucir la noche antes, en medio de su colérico arrebato contra su
inocente esposa.
Bien quisiera la condesa penetrar el arcano que las nocturnas
trovas encerraban, y aun mas quisiera traslucir quién podia ser
el caballero generoso que tan bien informado se hallaba de las
asechanzas que contra ella se prevenian, y que tan singular interes
por su seguridad tomaba. No eran pequeñas por otra parte la zozobra
y la duda que á entrambas nuestras heroinas agitaban acerca de los
resultados de la desgracia que al caballero le habia acarreado su
generosidad.
Era para Elvira evidente que poco despues de haber callado el
desventurado cantor, le habia sobrevenido un trance de armas: la
caida de un cuerpo habia resonado luego funestamente en sus oidos
y en su corazon, y el silencio y la duda habian sucedido á la
catástrofe. Era de presumir que el muerto ó herido fuese el músico;
pero era imposible saber nada á punto fijo antes de la vuelta del
page; corria entre tanto el tiempo, si bien no tan aprisa como al
desgraciado que espera le suele comunmente convenir, y el page no
daba noticias de su persona.
Si nuestros lectores han esperado alguna vez, podrán formar una idea
aprocsimada de la penosa agonía de la de Albornoz y Elvira, porque
idea exacta de ninguna manera la podrán concebir.
—¿Has oido? preguntaba en medio del mayor silencio la condesa.
—¡Es Jaime! respondia Elvira; mas no, no suena nada, añadia despues
de un momento de inútil espectacion.
—Ahora... ahora sí, esclamaba de alli á un rato la condesa.
—Sí; ahora; pasos son, y pasos acelerados...
—De muchacho.
—Jaime, Jaime es... ahora sí... repetia Elvira atenta á la puerta,
los ojos fijos en sus batientes hojas, y palpitándole el seno
aceleradamente con el movimiento de las olas azotadas por la brisa;
veíala abrirse ya, se medio-incorporaba en su asiento, entreabria los
labios para hablar á Jaime... La puerta sin embargo cerrada, fija,
inmóvil como una pared. Los pasos se alejaban, apenas se oían. Nada
ya.
—Seria algun criado que pasaba.
Una vez, en fin, la puerta se movió al morir en ella el ruido de los
pasos; todavia no se podia ver al que iba á entrar: parecia sacudirse
por sí sola, y antes de que se abriese lo bastante para dar paso
al page, que era sin duda el que iba á entrar, la condesa y Elvira
unánimemente inspiradas de uno de estos raptos del primer momento,
tan comunes é irreprimibles como inesplicables en las mugeres,
habian gritado:—¡Jaime! entra, Jaime.
Abrióse por fin la puerta enteramente, y entró don Enrique de
Villena. Hay una inclinacion natural en el que espera á creer que
nadie puede venir sino el esperado; nada tienen, pues, de particular
el asombro y la repentina frialdad de la condesa y su camarera al ver
echado por tierra tan inesperadamente todo el aéreo castillo de sus
fantásticas esperanzas. Miráronse una á otra en el primer momento
de estupor; el lector hubiera adivinado en sus semblantes infinidad
de ideas que bullian en sus imaginaciones, y que por la vista se
cruzaban, se comunicaban, se hablaban, se refundian en un solo objeto
de entrambas comprendido sin mas verbal esplicacion.
Examinó un momento don Enrique de Villena las cambiantes fisonomías
de la señora y su camarera.
—Bien veo, dijo pausadamente despues de un momento, bien veo, doña
María, que no esperais á vuestro esposo. ¿Pudiera yo merecer vuestra
confianza hasta el punto de saber cuál interes os liga al imprudente
page que ha abandonado de una manera tan imprevista mi envidiado
servicio? ¿callais? ¿me conservais rencor aun por la escena de anoche?
Dijo estas últimas palabras con tal acento de dulzura y de
reconvencion, que no pudo menos la ilustre víctima de manifestar á
las claras en su semblante su singular asombro. Tenia efectivamente
el de Villena gran facilidad para revestir la máscara que á sus fines
mejor convenia. Nadie hubiera reconocido en sus modales y palabras al
tirano esposo de la víspera.
—¿No quereis, señor, que estrañe tan singular mudanza en vuestras
acciones? ¿debo creeros, ó prepararme para otra...?
—Basta, doña María: ¿es posible que no acabeis de conocer los
sentimientos de don Enrique de Villena? No negaré que pudierais estar
justamente ofendida, pero vengo á reclamar mi perdon. He pensado
mejor mis verdaderos intereses, he reconocido mi error: vuestras
virtudes me han hecho abrir los ojos: si sois la misma que habeis
sido siempre, Elvira puede ser testigo de nuestra reconciliacion.
—¡Don Enrique! esclamó alborozada la de Albornoz. Miró sin embargo
á Elvira como para preguntarla con los ojos si podria creer en la
sinceridad de las palabras del conde: Elvira bajó los suyos, y dejó
sin respuesta la muda interrogacion de su señora.
—Desechad las dudas, doña María. Vengo á daros una prueba positiva de
mi afecto. Espero que esta noche os presentareis brillante de galas
y preséas en la corte de Enrique III. Quisiera que vencieseis en
esplendor á todas vuestras émulas, y que la corte toda, á quien hemos
dado harto motivo de murmuracion con nuestras anteriores contiendas,
presenciase los efectos de nuestra nueva alianza. ¿Dudais aun?
—Esta duda, señor, repuso la de Albornoz, puede seros garante del
deseo que en mi alma abrigaba de veros por fin esposo algun dia. ¡Ah!
si vuestro amor, si esta reconciliacion fuesen una nueva artería, si
fuesen un lazo...
—¡María!
—Perdonadme: vos habeis dado lugar á mi desconfianza; si esta paz
aparente fuese solo la calma precursora de nuevas borrascas, seriais
bien cruel y bien pérfido caballero: ¿qué gloria podria prestarle
al leon el jugar con la inocente y crédula oveja? Ved mi alma: yo
os perdono, don Enrique perdonémonos entrambos. Oid empero. Si solo
intentais divertiros á costa de mi loca credulidad, Dios confunda
al malsin, abandone la Vírgen Madre al engañador de las damas, y el
buen Santiago al mal caballero. Apodérese el ángel malo del alma
del traidor, y no le sean bastante castigo las penas todas de los
condenados al fuego eterno. Hé aqui mi mano y mi amor, don Enrique.
Las últimas palabras enérgicas que la de Albornoz habia pronunciado
con toda la entereza de la virtud y el entusiasmo de la inspiracion,
habian hecho bajar los ojos al imperturbable don Enrique: un
estremecimiento involuntario le habia cogido desprevenido, y estrechó
la mano de la de Albornoz diciendo balbuciente y confuso:
—Ved aqui la mia: el cielo sabe la verdad de mis palabras.
Abrazáronse los consortes en presencia de la asombrada Elvira, quien,
acostumbrada á la táctica de don Enrique, no hacia sino examinar su
semblante como buscando en sus facciones y en el mas insignificante
de sus gestos pruebas contra sus palabras. La de Albornoz,
deslumbrada por su mismo deseo y su amor al conde, se entregaba mas
facilmente á la esperanza de ver por fin su suerte mejorada. ¿No era
por otra parte muy posible que sus virtudes hubiesen hecho realmente
en don Enrique el efecto que este acababa de suponer? Nada hay mas
facil que hacernos creer lo que con vehemencia deseamos. La de
Albornoz tragó, pues, el cebo y el anzuelo.
Repuesto don Enrique de su primera turbacion, no perdonó medio alguno
de inspirar confianza á su esposa: las palabras mas tiernas fueron
por él prodigadas, y las mas vivas protestas de amor y fidelidad. Un
amante no hubiera dicho mas que el hipócrita marido.
Poco tiempo podia hacer que esta escena duraba en la cámara de doña
María de Albornoz, cuando la puerta misma que el dia antes habia
proporcionado á don Enrique retirada se abrió con admiracion de los
circunstantes, y se aparecieron seis figuras fantásticas, que un
hombre del vulgo hubiera llamado entonces seis endriagos. Venian
armados al parecer de pies á cabeza, pero unas especies de sayos que
sobre la armadura traían, y cuya capucha cubria su cabeza y rostro,
á manera de los que usaban los almogavares, no permitian ver quiénes
ni qué especie de hombres fuesen.
Suspensas quedaron á tan estraña aparicion doña María y su
camarera; mirábanse alternativamente, y miraban luego con atencion
esploradora á don Enrique, deseosas de reconocer en su fisonomía si
se presentaban los intrusos alli por su orden, ó si tendrian ellas
motivo para temer algun nuevo peligro.
—¡Vive Dios! esclamó don Enrique levantándose: ¿quién es el osado que
os envia? ¿quién se atreve á interrumpir de un modo tan incivil las
conversaciones del conde de Cangas y Tineo? salid fuera y...
No le dieron tiempo á proseguir los encubiertos: el que parecia ser
gefe de ellos desenvainó una espada, á cuya señal se acercaron los
demas con sendos puñales á las aterradas damas, todo sin proferir una
palabra.
—¡Don Enrique! esclamó la de Albornoz arrojándose á sus pies y
estrechando sus rodillas, al paso que éste con el acero, fuera ya de
la vaina, parecia protejerla de todo estraño acometimiento.
—Traicion, señora, gritó Elvira, traicion: ¡nos han vendido! y
quiso arrojarse hácia la puerta para demandar socorro. No se lo
consintieron dos de las fantasmas, que arrojándose á su paso la
sujetaron fuertemente y pusieron término á sus alaridos, cubriendo
su boca con su fino cendal, y procediendo en seguida á sujetarla á
una de las columnas de la cámara. Don Enrique entre tanto gritaba y
maldecia.
—¡Por Santiago! he olvidado mi silbato de plata en mi cámara, y
ningun criado me oirá aunque los llame. Pero venid, añadia al gefe de
los invasores; llegad y arrancadme la vida antes que el honor.
En vano trató la de Albornoz de separar á su esposo del trance que
le esperaba. Don Enrique la rechazó y cruzó su espada con la del
desconocido, en tanto que los compañeros de éste, apoderándose de la
casi desmayada doña María, vendaban su boca con su propio pañuelo, en
cuyas puntas se veían ricamente recamadas en oro las armas reunidas
de su casa y la de Aragon: cubriéronla toda con un largo manto negro,
que de pies á cabeza la ocultaba, y comenzaron á sacarla fuera de la
cámara por la puerta secreta, sin que pudiese oponerles resistencia
alguna la consternada y ya enteramente enajenada víctima.
Combatia entre tanto don Enrique con el desconocido, el cual, visto
lo hecho por sus compañeros, se replegaba defendiéndose con destreza.
Miraba Elvira con atencion el semblante de don Enrique, por ver si
descubria en él alguna señal que manifestase estar mancomunado con
los traidores. Ofendia y se defendia éste, empero, con bizarría;
voceaba llamando á sus criados y persiguiendo siempre al fuerte
caballero que protegia la retirada de los suyos con su presa, mas
sin poder herirle: al llegar á la puerta secreta el desconocido hizo
un último esfuerzo para desembarazarse de su molesto perseguidor,
y tirándole un furibundo mandoble desarmó al conde. Bien trató el
al parecer irritado Villena de recojer su acero en cuanto vió que
el encubierto no se habia aprovechado de su ventaja para rematarle,
pero la accion de don Enrique dió tiempo al fugitivo; lanzóse á la
escalera cerrando tras sí la puerta con el oculto cerrojo, de modo
que cuando el conde, apoderado ya de su arma, volvió á la carga,
no halló mas que una pared tersa é insuperable delante de sí,
procurando en vano, tocar el resorte que la solia abrir.
Volvióse atras entonces el conde, y no parando mientes en Elvira,
que atada y amordazada permanecia, salió por la puerta principal de
la cámara, llamando socorro y armas contra los robadores, como los
llamaba, y malandrines que acababan de arrebatar á su cara esposa de
entre sus mismos brazos, allanando su propia habitacion por arte sin
duda de Luzbel, y con ausilio de todas las potestades del abismo,
contra su robusto y valeroso brazo.
—A la mina, mis escuderos, al campo, gritaba, al campo del moro, al
Manzanares; alli los alcanzaremos: la escalera secreta no tiene otra
salida.
No tardó mucho en esparcirse por el alcázar la noticia del
estraordinario robo y desacato cometido en la persona de la condesa
de Cangas y Tineo: caballeros y escuderos acudian todos á la voz
del conde y en menos de media hora estuvo este en disposicion de
traspasar el rastrillo en busca de los robadores; quien enlazaba este
acontecimiento con la música oida la noche antes bajo la ventana de
la condesa, quien suponia que el hecho era imposible, en vista de
que solo don Enrique poseía las llaves de los candados que cerraban
aquella salida al campo. Todos conjeturaban, todos hablaban, nadie
veía clara la verdad.
No era sin embargo menos cierto que los robadores habian hallado el
secreto de introducirse en la cámara de la de Albornoz por la puerta
que la unia con la del conde, y que tenia salida á la escalera, y
de alli á la larga mina no conocida de todos. Nada mas frecuente
en los alcázares antiguos y de construccion morisca sobre todo que
estas minas secretas: hacíanse prudentemente con la mayor reserva
y secreto, y solian parar á una ó dos leguas á veces del alcázar á
que pertenecian. Varias puertas y trampas de hierro, bien cerradas
y puestas á trechos, impedian la entrada en ellas á los enemigos,
aun en el caso de ser su boca descubierta, cosa de suyo poco menos
que imposible; y podian ser de mucha utilidad á los poseedores del
alcázar, tanto para hacer una salida imprevista como para introducir
víveres, como tambien para salvarse por ellas en una noche la
guarnicion del castillo, en el caso de verse reducida al último
estremo por un ejército aguerrido y numeroso. Por una de estas
minas, pues, escaparon los encubiertos; de suerte que ya se hallaban
muy lejos de Madrid cuando pudieron llegar sus perseguidores á la
boca de la mina, habiéndoles sido preciso reunirse, armarse, salir
del alcázar, y dar un gran rodeo para su objeto, pues perseguirlos
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