El doncel de don Enrique el doliente, Tomo I (de 4) - 6

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mudanzas que en la situacion de su amigo se habian verificado, las
cuales volvian infructuoso este cuidado, trató de reparar el olvido
de que la escena bulliciosa que con su prima traía era causa y efecto.
—No me habeis dejado acabar, señora camarera. El rey don Enrique III
no tiene un solo doncel. Sabed que no os puedo decir mas. Ni una
palabra mas.
Al oir el tono resuelto del rapaz bien vió Elvira que no sacaría de
él mas partido que una honrosa capitulacion: lo mas que pudo recabar
de él fue que le dejase el anillo, hasta que ella adivinase como
pudiese su procedencia; dejósele el pagecillo y se acabó la contienda
entre los primos, determinando que por aquella noche Jaime dormiria
vestido en una cámara inmediata á la alcoba donde casi vestida
tambien trataba de reposar la infeliz Elvira, no atreviéndose á
desnudarse del todo por miedo de que hubiese menester la de Albornoz
sus consuelos en el discurso de la noche.
Bajóse para esto á su habitacion, que debajo de la de la condesa
caía, despues de haberse cerciorado de que ésta yacía profundamente
dormida, y de haber dejado advertido á las dueñas que la avisasen á
la menor novedad que sintiese su señora, ó que en aquella parte del
alcázar ocurriera.
Echóse despues en su lecho, habiéndose despedido del page, y en vano
procuró imitar á éste en la prontitud con que concilió el sueño
reparador de las fuerzas perdidas.
Revolvia una y mil veces en su cabeza las ideas del dia, y procuraba
atarlas y coordinarlas entre sí: empero agolpábanse todas á su
imaginacion ferviente; la condesa, la violencia de Villena, sus
solicitudes, la ausencia de su esposo, el Amadis, la indiscreta
conversacion del page, las dudas que acerca del dueño del anillo
habia dejado sin resolver despues de su inquieto diálogo, todo esto
reunido y amasado junto de nuevo en su mente en medio del silencio y
de la oscuridad de la noche, le representaba un cuadro fantástico,
lleno de objetos incoherentes, muy semejante en la confusion á
esos lienzos que entre nuestros abuelos tanto se apreciaban con el
nombre de _mesas revueltas_. Pero á proporcion que el largo insomnio
y el cansancio del dia fueron rindiendo sus fuerzas y entornando
los párpados fatigados de Elvira, todas esas imágenes confusas
tomaron en su cerebro contornos informes, y poblaron su sueño de
escenas parecidas á las que habian pasado por ella en el dia, y de
otras que, como combinaciones nuevas del choque de aquellas, suelen
producirse por sí solas en la imaginacion cansada de un calenturiento
que duerme, ó de una persona habitualmente agitada por sensaciones
estraordinarias, y que pasa por una larga y fatigosa pesadilla.
[Ilustración]


CAPITULO VIII.
Helo, helo por do viene
el infante vengador,
caballero á la gineta,
en caballo corredor.
. . . . . . . . . . . .
iba á buscar á don Cuadros
. . . . . . . . . . . .
el venablo le arrojó.
. . . . . . . . . . . .
_Rom. del inf. vengador._

Muy avanzada estaba la noche, y muy en silencio todos los habitantes
de Madrid y de su fuerte alcázar. No todos sin embargo disfrutaban
del sueño y del descanso, como hubiera podido cualquiera figurarse.
Podemos asegurar que don Enrique de Villena y Ferrus conversaban muy
animadamente en el laboratorio del hermético, como arriba dejamos
dicho. El enamorado doncel habia tratado inútilmente de conciliar el
sueño, y se habia entregado, desesperado ya de conseguirlo, á la mas
profunda meditacion, buscando en su cabeza un arbitrio por medio del
cual pudiese descubrir á la de Albornoz el peligro inminente que la
amenazaba. Bien conocia que el aviso urgía, pues si antes de haber
descubierto Villena su plan lo tenia aplazado para el dia siguiente,
era probable que tratase de atropellar la ejecucion de sus ideas
desde el momento en que habia hecho partícipe de él al enemigo. El
doncel estaba determinado á dar su amparo á la de Albornoz, en primer
lugar por pertenecer á _la orden de caballería_, que _principalmente
se daba_, como se lee en Amadis de Grecia, _para defender las dueñas
y doncellas que tuerto reciben_; orden por la cual _el que la profesa
debe ayudar á las dueñas y doncellas fijas dalgo_, como en el
instituto de la de la Banda fundada por Alonso XI se contiene; orden,
en fin, por la cual se advertia á los que la recibian, como en el
Doctrinal de caballeros consta al lib. 1. tít. 3., que _al caballero
ó dueña que viesen cuitados de pobreza ó por tuerto que hubiesen
recebido, de que non pudiesen haber derecho, que pugnasen con todo
su poder de ayudarlos_. Agregábase á esta principal razon otra, si
bien menos generosa y obligatoria, mas fuerte acaso que todos los
institutos y órdenes del mundo; á saber, cierta simpatía que con una
persona ligada á la suerte de la de Albornoz alimentaba Macías en
todas sus acciones.
Pero si estaba decidido á favorecer á las débiles víctimas del poder
del ambicioso conde, no por eso dejaba de conocer cuán dificultoso
era, si no imposible, introducir á aquellas horas un saludable aviso
en la habitacion de la condesa ó de su camarera.
Despues de largo rato de discurrir, en que desechó unas ideas, adoptó
otras, volvió á desechar éstas, y á adoptar y desechar otras ciento,
fijóse por fin decididamente en una que debió de parecerle la mejor
y la menos arriesgada de ejecutar si la fortuna le ayudaba. No quiso
despertar á Hernando, que sordamente roncaba, para no ser conocido en
la espedicion que premeditaba, si llegaba á sorprenderle fuera del
alcázar la madrugada que á largos pasos andando se venia; endosóse un
basto sayo de montero de su criado, su gorro de lo mismo, su tosco
tabardo de pardo buriel, ciñó la espada, y tomando debajo del brazo
un objeto que, como trovador siempre llevaba consigo, salióse pasito
de su estancia, y sin ser sentido llegó hasta la puerta esterior
del alcázar, evitando por corredores y patios conocidos de él las
centinelas interiores que hubieran podido interrumpir su proyecto;
pero llegado alli estuvo tentado varias veces de volver á su aposento
y desistir de su empresa, cuando se oyó dar el _¿quién va?_ del
ballestero encargado de la guarda de aquel punto.
—Un caballero que desea salir.
—Atras, ¡voto á Santiago! le respondió una voz, ronca del vino ó del
frio de la noche: buena hora de salir á tomar el fresco, cuando está
un cristiano deseando el relevo para calentarse.
No habia meditado el doncel este inconveniente: no quedaba sin
embargo mas remedio que desistir y abandonar á la condesa á su
destino, ó descubrir su clase de doncel de su alteza, y como tal
lograr que se le abriesen las puertas. Calculando que de todas
suertes habria de saberse al dia siguiente su entrada en el alcázar,
puesto que ya no podia por entonces pensar en volverse á Calatrava,
decidióse al segundo partido prontamente; hizo llamar al gefe del
pequeño destacamento, y no tardó en oir su voz, que denotaba el mal
humor de un hombre á quien se ha sacado intempestivamente del sueño
para cumplir con un deber.
—Por la Vírgen de Atocha, vive Dios, esclamó observando y dejando
ver su oblonga figura, que he de escarmentar al borracho que á estas
horas...
—Mirad lo que hablais, interrumpió Macías al oir hablar sobre sí,
como quien está debajo de una campana, á aquel amalgama de gordura,
de bestialidad y de sueño.
—¿Quién sois, voto va, el que hablais tan gordo? ¡Aaa! prosiguió
bostezando.
—Por Santiago, ya os debia haber conocido en lo que teneis de comun
con los javalíes del Pardo. ¿Sois vos Bernardo?
—¿Quién es, repito, por las muelas de Santa Polonia, quién es el que
me conoce tan á fondo?
—Dejadme salir: soy un doncel de su alteza y voy á asuntos del
servicio del rey...
—¿Doncel? metedme el dedo en la boca: mas traza teneis que de
doncel de don villano, repuso el ingenioso Bernardo á caza del
equivoquillo... el vestido...
—¡Voto va!, Bernardo, que os haga arrepentir de vuestra insolencia
si insistis en faltar al respeto á... pero... oid, añadió acercándose
á su oido, ¿conoceis á Macías? miradle aqui.
—¡Ballesteros! echadme á ese aventurero en un cubo de agua fresca:
dice que es un hombre que está en Calatrava. Voto va el santo patron
del sueño, que ó ha trasegado de la botella á su estómago mucho del
tinto, ó es hechicero.
No pudo sufrir ya mas tiempo el doncel el impertinente responder
del ballestero, y asiéndole con mano vigorosa del cuello, llevóle
sin dejarle gañir, ni aun para pedir socorro á los suyos, hácia un
farol que cerca de ellos ardía; y enseñándoles entonces su rostro
descubierto,
—¿Conocéisme, don Vellaco, portero de los infiernos y hablador que
Dios no perdone? ¿conocéisme? ¿ó habeis menester todavía que os abra
yo los ojos con el puño?
Abria el ballestero unos ojos como tazas, y no acababa de comprender
cómo podia salir del alcázar un hombre que no habia entrado en él,
pues lo creía en Calatrava: hubo sin embargo de convencerse, y
tendiendo entonces la pierna hácia atras y descubriendo su cabeza,
pidió mil escusas al doncel y fue preciso que este pusiera treguas
tambien á sus disculpas y cortesías como á sus impertinencias, sin
lo cual nunca se hubiera visto donde por fin se vió; es decir, en
medio del campo y recibiendo sobre sí una menuda lluvia que á la
sazon comenzaba á caer, lo cual, añadido á la persecucion del cerbero
del alcázar, no era del mejor agüero para nuestro osado doncel,
que dejaremos rodeando los altos muros de la fortaleza para dar
cumplimiento á sus caballerescos proyectos.
Mientras que los acontecimientos paralelos de la conversacion de
don Enrique con Ferrus y la salida del doncel se verificaban en el
alcázar á una misma hora, dormia inquietamente y luchando con las
fantasmas que su imaginacion le representaba la hermosa Elvira,
que en su lecho medio desnuda dejamos. Habíase quedado con solo un
vestido blanco; cubríale éste desde la garganta hasta los pies, que,
desnudos, parecian dos carámbanos de apretada nieve: su cabello,
tendido cuan largo era, velaba sus hombros, su seno, su talle, y por
algunas partes su cuerpo entero; una mano pendia del lecho, y la
opaca claridad de la luna que penetraba por entre las nubes no muy
densas y sus ventanas, entreabiertas por el calor de la estacion, la
hacia aparecer un verdadero ser fantástico, como lo hubiera soñado un
amante deseoso de una ocasion.
Su seno y su respiracion interrumpida denunciaban la inquietud de su
descanso y el trabajo de su imaginacion aun en el sueño.
Fuese casualidad, fuese porque era el que mas habia dormido, el page
fue el primero que á un estraño rumor que en aquellas inmediaciones
se oyó hubo de interrumpir el reposo en que yacía. Un laud suave
y diestramente pulsado adquiria nueva dulzura del silencio de la
noche; oyólo primero el page entre sueños, pero la realidad tomó en
su fantasía la apariencia de una representacion ficticia y se creyó
transportado á algun sábado de hechiceras, que era la especie de
gentes que él mas temia. Habia templado algun rato el músico, para
llamar la atencion, pero sin ser oido de nadie; y cuando el page
echó de ver la aventura, y cuando don Enrique habia notado la música
que le habia obligado á no cerrar su ventana, como arriba dejamos
dicho, habia cantado ya con melodiosa voz, si bien varonil, las dos
siguientes coplas, cuyos ecos se llevó el viento antes de que fuesen
para nadie del provecho á que sin duda aspiraban:
En el almenado alcázar
duerme Zaida sin cuidado.
Guarda, mora, que tus grillos
te forja un conde cristiano.
Alza y parte, desdichada,
primero que veas relumbrar su espada.
Vela tú, si Zaida duerme,
ó dulce señora mia.
¡Guar del conde que la acecha!
que un caballero te avisa.
Alza y parte, desdichada,
primero que veas relumbrar su espada.
Al repetir estos dos últimos versos del estribillo fue cuando el
page, elevando la voz llamó á la hermosa Elvira.
—¿Oís, discreta prima?
—¡Cielos! esclamó Elvira sentándose sobre el lecho. ¿A estas horas...?
—No he podido entender la letra...
—Oigamos, que prosigue.
Volvia efectivamente á empezar de nuevo el músico despechado de
no advertir ninguna señal de inteligencia en las bellas á quienes
advertia su propio riesgo. Repitió, pues, la última copla, que hizo
un efecto bien diferente en el page, en su alterada prima, que aun
no habia vuelto enteramente en sí de su asombro, y en don Enrique y
Ferrus, que prestando la mayor atencion desde su cámara escuchaban.
—Ferrus, dijo don Enrique á la mitad de la copla, desde aqui no
podemos ver quién es el músico que tan delicadamente se viene á
regalarnos los oidos á deshoras de la noche: el ángulo saliente
del alcázar nos impide reconocerle, y aun su voz llega aqui tan
desfigurada que es imposible entenderle.
—¿Qué quieres, pues, señor? contestó Ferrus.
—Importa á mis fines confirmar ó desvanecer mis sospechas; ¡voto á
Santiago que si fuese...! escucha Ferrus: baja al soto lo mas deprisa
que pudieres...
—¿Yo, señor? interrumpió Ferrus con algun sobresalto.
—En el acto, Ferrus: ni una palabra mas, y quiero darte instrucciones
acerca de lo que en todos casos deberás hacer.
No habia medio de replicar á una orden tan positiva: oyó Ferrus las
instrucciones que le daban, y se propuso no traspasar los límites
del puente levadizo sin llevar consigo á cierta distancia alguno que
otro ballestero del destacamento de la puerta para que le guardase
las espaldas contra el músico, que podia no gustar de que saliesen á
escucharle al claro de la luna.
—¡Cielos! esclamó la agitada camarera saltando del lecho al oir las
primeras palabras de la letra. Conozco la voz. ¿Es cierto, pues, que
ha vuelto de Calatrava? ¿Sueño todavía? ¿Mas qué sentido encierran
esas palabras? _¡El conde, un caballero te avisa!_ ¡Entiendo,
entiendo!
El músico, que oyó aquel rumor en la habitacion donde sabia que
habitaba Elvira, clavó los ojos en la ventana, abierta ya de par en
par, distinguió un leve contorno blanco, que parecia salirse del
mismo fondo de las tinieblas, como nos dicen que salió el mundo del
caos; olvidó la prudencia que debiera haber sido su norte, y no pudo
resistir á la tentacion de poner en su carta una posdata para sí.
Volviendo á preludiar en su instrumento, añadió á las dos ya cantadas
la siguiente estrofa:
¡Pluguiera á Dios que pudiese
librarse asi el caballero,
que tienes, señora mia,
entre tus cadenas preso...!
Al llegar aqui no pudo Elvira contener mas tiempo el sobresalto y la
agitacion que la ofuscaban: _basta_, oyó decir el caballero, _basta,
trovador imprudente_, á una voz que resonó en su oido como la
campana de la poblacion inmediata al caminante perdido, y oyó en pos
cerrar con un ¡ay! doloroso la ventana.
Mas no tardó mucho en volverse á abrir. Cesó de pronto el laud; el
músico, cuyo bulto habia visto hasta entonces Elvira al pie de su
ventana, habia mudado entre tanto de sitio, ó habia obedecido á la
voz celestial: un ruido como de voces ofensivas y alteradas se oyó un
breve instante: sucedió un confuso ruido de armas, el cual cesó de
alli á poco: sacó Elvira la cabeza por entre los hierros de la reja,
como saca el cuello del agua el infeliz, asido de una tabla, que se
siente ahogar en medio del mar: un prolongado gemido se siguió al
silencio, y retumbó el ruido hueco y resonante de un cuerpo armado
que cae en tierra cuan largo es.
Helóse la palabra en la garganta de la infeliz Elvira, que era toda
oidos, pues nada alcanzaba á ver. Un momento despues se oyó el ruido
de un hombre que monta á caballo y parte aceleradamente.
¡Infeliz! esclamó Elvira despues de un momento de pausa glacial; pero
un nuevo rumor la obligó á prestar atencion.
—¿Dónde está? dijo una voz de hombre que sobrevino de alli á poco.
—¡Qué sé yo! voto á tal, ¿no le oiste por aqui? respondió otra.
—Debió caer.
—Y tambien debió levantarse.
—O debieron levantarle; segun yo oí, no quedó muy bien parado.
—Volvamos, y el diablo le lleve.
—Llévele en buen hora. ¡Ah!
—¿Qué es eso? ¿Os caeis?
—Voto á tal que con el lodo está el piso que parece mármol. Héme
caido.
—¿Con el lodo, eh? á ver, volveos: poneos á la luz de la luna. Por
el alma del cobarde, que es el diablo quien le ha llevado ó el
hechicero, porque aqui ha dejado toda... su... vida.
—¿Qué decís?
—¿No veis cómo os habeis puesto?
—¿De qué?
—¡De sangre, voto á tal! ¡Y que esto pase por alguna desvanecida!
El diálogo era en todas sus partes destrozador para la infeliz
Elvira, que por los antecedentes que tenia no podia prescindir de
ver claro en este desdichado asunto; cada palabra retumbaba en su
alma como el golpe del martillo que hace entrar á trozos la cuña en
la madera; asi entraba la horrible realidad en el alma de Elvira.
Pero al oir la palabra _sangre_, un estremecimiento involuntario la
sobrecogió; la atmósfera pesó como plomo sobre su cabeza al resonar
en el aire el amargo reproche con que la frase concluyó; un ¡ay!
penetrante se escapó de su pecho desgarrado, dió consigo en tierra
privada de sentido la triste camarera, sonando su cabeza sobre el
pavimento como piedra sobre piedra, y nada volvió á oir.
Llegó el _ay_ dolorido á los oidos de los dos que hablaban, y era
efectivamente tan penetrante é inesplicable, que no solo en aquel
siglo de ignorancia, sino aun en este, mas de un valiente hubiera
temblado al escucharle á aquellas horas, en aquel sitio, sin ver de
donde saliese, y sobre el pedazo de tierra que acababa de ser teatro
de una muerte, segun todas las apariencias.
—¿Has oido? dijo uno al otro. ¡Cuerpo de Cristo! aqui ha quedado
su alma para pedir venganza á todo el que pase: ese grito no es de
persona; huyamos.
—Huyamos, repuso el compañero: sonaron un momento sus pasos
precipitados al rededor del muro. De alli á un momento nada se oía ni
dentro ni fuera, ni en las inmediaciones del funesto alcázar.

FIN DEL TOMO PRIMERO.
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