El doncel de don Enrique el doliente, Tomo I (de 4) - 5

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entre nosotros, para usarlas con el vulgo que se paga de ellas.
Encendiéronse las megillas de Macías, y bien hubiera querido
interrumpir á Villena para darle á conocer cuán lejos estaba de
considerar el honor fórmula vana; pero el conde, que interpretó á su
favor el rubor del mancebo, prosiguió sin darle lugar á hablar.
—Doncel, mañana al caer del dia procuraré que doña María de Albornoz,
mi respetable esposa, no interrumpa su costumbre diaria de pasear por
el soto, camino del Pardo; acompáñala por lo regular en este paseo
diurno y solitario su camarera Elvira: cuando se haya separado largo
trecho de sus demas criados, un caballero convenientemente armado, y
ayudado de los brazos que creyere necesarios, arrebatará á la condesa
de la compañía de Elvira. ¿Qué teneis?
—Nada; proseguid, repuso Macías pudiendo contener apenas su
indignacion.
—Observaránse las precauciones necesarias para que ella y el mundo
entero ignoren eternamente su robador y su destino. Guardados en
tanto por mis gentes los pasos de los que pudieran venir de Calatrava
á dar la noticia de la muerte del maestre, sabré ganar tiempo para
que de ninguna manera coincida un acontecimiento con otro. Permitidme
acabar: me resta designaros el osado y valiente caballero que robando
á la condesa ha de dar el paso mas dificil en tan importante empresa.
Si una plaza de comendador de la orden no es suficiente recompensa
para su ambicion, él será el verdadero maestre, y despues de don
Enrique de Villena nadie brillará mas en la corte en poder y en
riqueza que el doncel de don Enrique el Doliente.
—¿El doncel de don Enrique el Doliente? interrumpió el impetuoso
mancebo levantándose y echando mano al puño de su espada. ¿El doncel
de don Enrique el Doliente habeis dicho, conde? ¡Santo cielo! bien
merece ese desdichado doncel el injurioso concepto que de él habeis
indignamente formado, si tantos años de honor no han bastado á
impedir que los hipócritas le cuenten en su número despreciable. Bien
lo merece, juro á Dios, pues que su espada permanece aun atada en la
vaina por miserables respetos sin castigar al osado que mancilla su
buen nombre y espera de él cobardes acciones.
—¡Doncel! esclamó asombrado levantándose tambien á este punto el
conde de Cangas y Tineo. No le permitió pronunciar mas palabra en
un gran rato la cólera que de él se apoderó al ver defraudadas tan
inopinadamente sus anteriores esperanzas. Deteníale sobre todo la
vergüenza de haber descubierto sus planes al mancebo sin mas fruto
que su amarga reconvencion y culpábase en su interior de no haber
esplorado mas tiempo el terreno arenoso sobre que habia sentado el
pie arriesgadamente.
—¡Doncel! repitió ya en pie, ¡vive Dios que no comprendo vuestro loco
arrebato, ni esperé nunca en vos tal pago de mi indiscreta confianza!
—¿Y quién os indujo á presumir, respondió el doncel, que un caballero
y que Macías habia de poner cobardemente la mano sobre una muger
indefensa? ¿Qué vísteis en mí, señor, que os diese lugar á creer que
tuviese tan olvidados los principios y los deberes de la orden de
caballería que para acorrer á los débiles y á los desvalidos recibí
del rey y profeso? ¿No me habeis visto vos mismo pelear con los moros
y los portugueses? ¿En qué dia de batalla me vísteis huir? ¡oh rabia!
¡oh vergüenza! ¡oh buen rey Enrique III! Hé aqui el concepto que de
tus mismos grandes merecen tus donceles.
No veía don Enrique de Villena los objetos que le rodeaban; tal
era la ira y el corage que crecian por momentos en su corazon.
Algun tiempo dudó si echando mano á la espada vengaria con sangre
los ultrajes á su persona que por primera vez oía, y si sepultaria
para siempre en la tumba del impetuoso mancebo el secreto que
imprudentemente habia descubierto, ó si hundiria en la suya propia
su vergüenza y su afrentoso desaire. Mirábale atento á sus acciones
todas, para obrar en consecuencia, el ofendido jóven, y bien se
veía en su semblante la resolucion que tomada tenia de responder
con la espada ó con la lengua á los desmanes del orgulloso magnate.
Reflexionó empero don Enrique que un lance ruidoso de esta especie á
aquellas horas, y en el alcázar mismo de su alteza, no podria tener
en ningun caso buenas consecuencias para sus planes, y determinó
encomendar á la prudencia los yerros que por falta de ella habia
recientemente cometido. Revistióse, pues, con asombrosa rapidez la
máscara hipócrita que en tantas ocasiones le habia sido de conocida
utilidad, y envainando del todo con un solo golpe la espada, cuya
hoja habia brillado ya en parte un corto instante á los ojos de su
interlocutor:
—Macías, le dijo con voz serena y aun afectuosa, vuestros pocos
años han estado á punto de perdernos á entrambos. Confieso que he
errado el golpe, y os devuelvo todo el honor que os habia quitado.
No penseis sin embargo, añadió el astuto cortesano recogiendo
velas, que era mi objeto llevar completamente á cabo el plan que os
proponia; tal vez queria conocer á fondo vuestro carácter, y estoy
completamente satisfecho de vuestra laudable conducta. Con respecto
al objeto de mi visita, ignoro si despues de haber pensado mejor los
medios que tengo á mi disposicion para llegar á ser maestre eligiré
ese ú otro. De todas suertes no me sois útil; es concluido, pues,
vuestro servicio en mi casa: escusais volver á Calatrava: mañana os
devolveré á su alteza; pero como os supongo bastante talento para
conocer el mundo y los hombres, á pesar de vuestros pocos años,
espero que nos separaremos amigos, como dos caminantes que han pasado
una mala noche en una misma posada, y que al dia siguiente, debiendo
seguir cada uno un sendero opuesto, se despiden cortesmente. Si sois
el caballero que decís, vuestro honor os dicta si debeis guardar el
de otro caballero y los pactos en que estábamos hasta la presente
convenidos; si creeis sin embargo de vuestro deber dar á la luz
pública nuestro diálogo, sois dueño de hacerlo; pero... acordaos,
añadió afirmándose en los talones con ademan de hombre resuelto y
dando en la mesa una palmada que resonó en gran parte del alcázar,
acordaos de que don Enrique de Aragon y Villena, conde de Cangas y
Tineo, señor de las villas de Alcocer, Salmeron, Valdeolivas y otras,
nieto del rey don Jaime, y tio del rey don Enrique, no ha menester
ser maestre de Calatrava para hacer probar los tiros de su poderosa
venganza á un doncel pobre y oscuro del rey Doliente, á quien una
imprudencia ha puesto momentáneamente sobre él.
—Deteneos, dijo Macías mas sosegado asiéndole de la ropa al ver que
se preparaba á salir del teatro de su confusion. Deteneos; puesto que
habeis creido necesaria una esplicacion antes de concluir nuestra
entrevista, permítame vuestra grandeza que con el respeto que debo
á su clase le esponga mis sentimientos sobre frases nuevamente
ofensivas que acabais de proferir. Sé cuanto debo al rango que ocupa
don Enrique de Villena en Castilla; sé que mi imprudente arrojo ha
podido empañar sus resplandores; sé que debiera haberme limitado á
responder _no_ sencillamente; pero si vuestra grandeza es caballero,
conocerá cuánto cuesta sufrir cristianamente un ultraje á quien tiene
sangre noble en las venas. Si exigís de ello una satisfaccion, en
ello os la doy: si la quereis de otra especie, mi lanza y mi espada
estan siempre prontas á abonar mis imprudencias. La amistad que
pedís, ni la busco ni la otorgo: vuestra proteccion no la necesito.
Como caballero observaré los pactos y guardaré los secretos que
como caballero prometí guardar. Nadie sabrá por mí la muerte del
maestre. Con respecto á vuestros planes, no me exigísteis palabra de
ocultarlos...
—¿Cómo? interrumpió don Enrique de Villena inmutado.
—Permitidme, señor, que hable. No estoy obligado á guardarlos; os
prometo sin embargo en consideracion al nombre ilustre que llevais, y
cuyo brillo no quisiera ver empañado, que no haré mas uso de lo que
acerca de vuestras intenciones me habeis dicho que el indispensable
para salvar á la inocencia que quereis oprimir. Dadme licencia de
que os asegure que fuera tan criminal en consentirlo con vergonzoso
silencio como en cooperar al logro de la maldad. Mientras pueda
salvar á la de Albornoz sin hablar callaré; mas si puede mi silencio
contribuir á su ruina hablaré. A esto me obliga el ser caballero.
—Hablad en buen hora, hablad, dijo don Enrique en el colmo del furor;
pero ¡temblad...!
—Permitid, señor, que os acompañe hasta que os deje en vuestra
estancia, añadió Macías con respeto y mesura.
—No, estaos aqui, yo lo exijo; á Dios quedad.
—Ved, señor, que no es esa la salida; por alli saldreis mejor.
—Ciego voy de cólera, dijo para sí al salir don Enrique de Villena,
que en medio de su arrebato habia equivocado la puerta interior con
la esterior.
Abrióle Macías la que daba al corredor, y asiendo de la lámpara
que sobre la mesa ardia alumbrólo hasta que comenzó á bajar los
escalones, y cuando ya se alejó lo bastante para que él pudiese
retirarse “A Dios, señor, y el cielo os prospere,” dijo en voz alta
el comedido doncel. Un ligero murmullo que confusamente llegó á sus
oidos dió indicios de que habia sido oido su saludo, y respondido
entre dientes, acaso con alguna maldicion, por el irritado conde,
que se alejaba premeditando los medios de venganza que á su arbitrio
tenia, y sobre todo la manera que deberia observar para impedir los
efectos de la terrible amenaza que al despedirse de él le habia hecho
el magnánimo doncel.
Volvióse éste á entrar en su aposento, revolviendo en su cabeza la
notable mudanza que habia efectuado en su situacion la escena en que
acababa de hacer un papel tan principal: determinóse en el fondo de
su corazon á no dejar perecer la inocente y débil oveja á manos del
tigre en cuya guarida se hallaba desgraciadamente presa. Despues
de haber cerrado su puerta con cuidado, llegóse á la que daba á la
cámara de Hernando, y llamólo en voz baja.
¿Quién _pregunta_? dijo entre sueños el feliz montero: _¿tañen de
andar al monte?_
—Si algo oiste, Hernando, esta noche, dijo el doncel, haz como si
nada hubieras oido. Mañana no partiremos al alba; duerme, pues, y
descansa, y deja descansar á los caballos.
—Se hará tu voluntad, respondió la voz gruesa del montero, y no tardó
en oirse de nuevo el ronquido sordo de su tranquilo sueño.
Bien quisiera imitarle el desdichado doncel, pero no le dejaba el
recuerdo de su ingrata señora, ni el deseo de buscar trazas que á los
proyectos que preparaba para el dia siguiente pudiesen ser de pronta
utilidad.
Don Enrique en tanto despechado se dirigió á su cámara, donde
encontró á su Ferrus. Alli trataron los dos, no ya de llevar á
cabo su proyecto tal cual primeramente le habian concebido, sino
con aquellas alteraciones que exigia la nueva posicion en que los
habia puesto la repulsa de Macías y de la venganza y precauciones
que deberian usar contra el doncel antes de que pudiera perjudicar
á sus pérfidas intenciones. Despues que hubieron conversado largo
espacio, trató don Enrique de averiguar qué hora podria ser. Mas fue
imposible saberlo jamas por su reloj de arena, pues con la agitacion
de las escenas de la noche habíase descuidado el volver el reloj
al concluírsele la arena; como buen astrónomo sin embargo pasó á la
cámara inmediata que tenia vistas al soto, y reconoció que debia
haber durado mucho su coloquio con Ferrus, decidiéndose en vista de
la hora avanzada, que él se figuraba por las estrellas ser la de las
cuatro, á entregarse al descanso de que tanto tiempo hacia ya que
gozaban los demas pacíficos habitantes del alcázar de Madrid. Iba ya
á cerrar la ventana para realizar su determinacion, cuando le detuvo
de improviso un estraño rumor que oyó, el cual le pareció no poder
provenir á aquellas horas de causa alguna natural; empero permítanos
el lector que demos algun reposo á nuestro fatigado aliento.
[Ilustración]


CAPITULO VII.
Ya se parte el pagecito,
ya se parte, ya se va,
llorando de los sus ojos
que queria reventar.
Topara con la princesa
bien oireis lo que dirá.
_Rom. del conde Claros._

Cuando don Enrique de Villena volviendo silenciosamente la espalda
á su esposa á la aparicion de Elvira, que habia acudido con tanta
oportunidad á atajar los efectos de su furor, la dejó toda llorosa en
brazos de su camarera, ignorante de cuanto habia pasado, ésta empleó
cuantos medios estaban á su alcance para hacerla volver en sí del
estado de estupor y de profunda enagenacion en que la habia puesto la
desdichada escena que con su injusto esposo acababa de tener. Sentóla
en un sillon, donde no daba muestras de vida la infeliz condesa,
enjugó las lágrimas que habian inundado en un principio su rostro,
pero cuyo curso habia detenido ya el esceso del dolor; le aflojó el
vestido con que tan inútilmente se habia engalanado pocos momentos
antes en obsequio del caballero descortés, y refrescó la atmósfera
que la rodeaba con un abanico.
Al cabo de algun tiempo produjo la solicitud de Elvira todo el efecto
que deseaba: comenzó la condesa á dar indicios de querer desahogar
su pecho oprimido, y de alli á poco rompió de nuevo á llorar amargas
y copiosas lágrimas, exhalando profundos gemidos acompañados de
voces inarticuladas, las cuales producia á trechos y á pedazos en
los huecos del llanto con un acento convulsivo y un tono de voz ora
agudo, ora reconcentrado, que ninguna pluma de escritor ó de músico
puede atreverse á representar en el papel.
Poco á poco fue perdiendo fuerzas su acceso de cólera, como pierde
impetuosidad el torrente si una vez roto el dique que le enfurecia
halla anchas y fáciles salidas á sus ondas por la tendida campaña;
mitigóse su dolor, pero por largo espacio conservó indicios del enojo
anterior, como se echaba de ver en el movimiento de elevacion y
depresion de su agitado seno, semejante al mar, cuyas ondas, mucho
tiempo despues de pasada la borrasca, conservan aunque decreciente la
inquietud que el huracan les imprimió.
Luego que estuvo en estado de hablar con mas serenidad, refirió á
Elvira cuanto con el conde le acababa de pasar, y fueron inútiles
todos los consuelos que su fiel camarera trató de prodigarle.
Revolvia en su cabeza mil ideas encontradas: ora queria salir
inmediatamente de aquella parte del alcázar que le estaba destinada y
refugiarse á sus villas, ora intentaba acogerse al amparo del mismo
rey, esperando de su justicia que reprimiría los desórdenes de su
esposo, y le impondría algun temor para lo sucesivo, pues pensar en
que ella consintiese en la separacion que el conde manifestaba desear
era sueño, puesto que se habia casado enamorada de Villena: verdad
es que el trato y la mala vida que la daba hubieran sido bastantes
á hacer odioso al mas perfecto de los hombres; pero todos sabemos
que la frialdad y el despego suelen ser incentivos vivísimos del
amor, y lo eran tanto mas en la condesa cuanto que habiendo vivido
siempre don Enrique apartado de ella despues de su infausta boda, no
habia dado jamas entrada al hastío que hubiera seguido á una larga
y tranquila posesion. Aguijoneaba ademas á la infeliz condesa la
saeta de los zelos: en varias ocasiones habia sorprendido al conde de
Cangas en conquista ó persecucion de algunas bellezas, y aun una de
las que habia considerado siempre como primer objeto de sus obsequios
era aquella misma Elvira en quien tenia puesta toda su confianza; mas
como tenia pruebas de que ésta se habia negado constantemente á dar
oidos á toda proposicion amorosa del de Villena, y en la seguridad en
que estaba de que cualquiera que á su lado viviese habia de escitar
los deseos de su esposo, queria mas bien tener por camarera aquella
de cuya lealtad y odio á la persona del conde no podia dudar en
manera alguna.
En esta ocasion se equivocaba la condesa en sus temores, porque
no un amor adúltero, sino la ambicion era quien á tan descortés
procedimiento á don Enrique obligaba. Empero esta era la verdad:
por una parte el amor, que á pesar de los desdenes de Villena en su
corazon duraba, y por otra la creencia en que estaba de que solo
proponia aquel rompimiento para entregarse mas á su salvo á alguna
nueva intriga amorosa, eran suficientes motivos para que nunca
hubiese ella prestado su consentimiento al propuesto divorcio.
Logró por fin persuadirla Elvira á que se recogiese y tratase de
poner un paréntesis á su pesar en el sueño, dejando para el dia
siguiente el resolver lo que deberia hacerse. Hízolo asi la condesa,
y Elvira se retiró á la cámara inmediata, en donde se proponia
esperar al lado del fuego á que su señora se hubiese entregado
completamente al descanso para seguir su acertado ejemplo. Sentóse
cerca de la lumbre despues de haber dado las oportunas disposiciones
para que durante la noche no faltasen sus dueñas del lado de la
condesa, y púsose á leer un manuscrito voluminoso, que entre otros
muchos y muy raros tenia don Enrique de Villena, por ser libro que
á la sazon corria con mucha fama, y ser lectura propia de mugeres.
Era éste el Amadis de Gaula. Hacia pocos años que su autor, Vasco
Lobeira, habia dado al mundo este distinguido parto de su ingenio
fecundo, y don Enrique de Villena, por el rango que ocupaba en
Castilla y por su decidida aficion á las letras y relaciones que con
los demas sabios de su tiempo tenia, habia podido facilmente hacer
sacar de él una de las primeras copias que en estos reinos corrieron.
El carácter de Elvira simpatizaba no poco con las ideas de amor,
constancia eterna y demas virtudes caballerescas que en aquel libro
leía: hubiera dado la mitad de su existencia por hallarse en el caso
de la bella Oriana, y aun no le faltaba á su imaginacion ardiente
un retrato de Amadis cuya fé la hubiera lisongeado mas que nada
en el mundo: era éste un mancebo generoso de la corte de Enrique
III, á quien habia conocido desgraciadamente despues que á Fernan
Perez de Vadillo. Habíase casado en verdad ciegamente apasionada
del hidalgo; pero desde su boda hasta el punto en que la encuentra
nuestra historia se habia ensanchado considerablemente el círculo de
sus ideas; Fernan Perez por el contrario era siempre el mismo que en
otro tiempo habia cautivado sin mucho trabajo el inocente corazon de
la niña Elvira; pero ésta no era ya la amante que se habia prendado
de Fernan Perez: su carácter se habia desarrollado de una manera
prodigiosa, y un foco de sensibilidad y de fogosas pasiones creado
nuevamente en su corazon habia producido en su existencia un vacío de
que ella misma no se sabia dar cuenta. Se habia formado en su cabeza
un bello ideal, no hijo del mundo real en que habitaba, sino de su
exaltacion; y se complacia en personificar este bello ideal en tal
ó cual jóven cortesano que sobre el vulgo de los caballeros de la
corte de Enrique III se distinguian. Uno entre todos habia avasallado
ya su albedrío bajo esta personificacion, y Elvira, juguete de la
naturaleza, que puede mas que sus criaturas, no sabia ella misma
que iba tomando sobre su corazon demasiado imperio un amor ilícito
y peligroso. Por desgracia su virtud misma era su mayor enemigo: la
confianza en que estaba de que nunca podrian faltarle fuerzas para
resistir la hacia entregarse sin miedo con criminal complacencia
á mil ideas vagas, que cada dia iban ganando mas terreno en su
imaginacion. Encontrábase en fin en aquel estado en que se halla
una muger cuando solo necesita una ocasion para conocer ella misma
y dar á conocer acaso á su propio amante la ventaja que sobre ella
ha adquirido. Como un incendio que ha crecido oculto é ignorado
en la armazon de una casa vieja, que no ha menester mas sino que
descubriéndose una pequeña parte de la techumbre que lo cubre tenga
entrada la mas mínima porcion de aire, entonces estalla de repente
como un vasto infierno improvisado, se lanzan las llamas en las
nubes, crujen las maderas, y viene al suelo el edificio desplomado,
sepultando en sus ruinas al incauto y desprevenido propietario.
No era, pues, la lectura de Amadis la que á la triste Elvira mejor
pudiera convenirle; pero era tanto mas disculpable, cuanto que en
el siglo XIV no habia muchos libros en que escoger, y pudiera darse
cualquiera por contento con divertir las horas ociosas por medio del
primero que en las manos caía.
Una tristeza vaga y sin causa positivamente determinada era el
síntoma predominante de la hermosa camarera de la de Albornoz,
y la soledad era el gran recurso de su imaginacion, deseosa de
empaparse sin reserva ni testigos en la contemplacion de las
seductoras ilusiones que se forjaba: esta disposicion de ánimo no era
ciertamente la mas favorable para la virtud de Elvira en las escenas
sobre todo en que aquella misma noche fecunda de acontecimientos
debia colocarla.
Poco tiempo podria hacer que con el primer libro de caballería en
España conocido se entretenia la sensible Elvira, cuando sintió abrir
la puerta del salon, y una persona, que seguramente no esperaba, se
presentó á su lado dándola las buenas noches con rostro alegre y
maliciosa sonrisa.
—¿Qué buscas, Jaime, en estas habitaciones, y á estas horas? Ya deben
ser cerca de las diez: vuelve á la cámara del conde, si es que no te
envia, como su precursor, á anunciarnos nuevos pesares y desventuras.
—Hermosa prima mia, contestó Jaime, depon el enojo; de aqui en
adelante puedes volverme á llamar tu querido primo.
—¿Qué novedad traes?
—Ninguna; pero he tenido miedo de las cosas que se hablan de don
Enrique, y esta noche misma le he suplicado que me permitiese volver
al lado de mi amada prima: ¡me acordaba tanto de tí!
Una lágrima de sensibilidad se asomó á los ojos de Elvira oyendo la
ingénua manifestacion del cariño del medroso pagecillo.
—¿Y don Enrique te lo ha concedido?
—Por mas señas que no he escogido la mejor ocasion; estaba tan
distraido y tan ocupado en sus... mira... se me figura que estaba
en uno de aquellos ratos en que dicen que tienen los hechiceros el
enemigo... ¡Jesus!
—¡Jaime! ¿Quién te ha enseñado á hablar asi de tu señor?
—Bien: no volveré á hablar; ahora ya no me importa. Ya estoy con mi
Elvira, que me confiará sus penas, añadió el page tomando una de las
manos de la hermosa camarera.
—¿Qué anillo es ese? esclamó ésta dejando el voluminoso pergamino
que hasta entonces habia leido, para examinar de cerca el hermoso
brillante que relumbraba en un dedo del page. ¡Jaime!
—¡Ah! este no se ve, gritó puerilmente Jaime retirando y escondiendo
su mano. ¡Este no se ve! Es un regalito; á mí tambien me regalan,
señora prima, no es á vos sola á quien...
—Vamos, ven acá, Jaime, y dime quién te ha dado ese anillo, ó si por
ventura tienes que acusarte de algun...
—¡Chiton! señora prima, interrumpió el page con indignacion.
—¡Ah! ya le tengo, gritó Elvira aprovechando para asirle la mano
aquel momento en que la pundonorosa irritabilidad del page le habia
estorbado la precaucion; ya le tengo.
—No, no me lastimes y te le daré, dijo el page viendo que se disponia
la interesante Elvira, tan niña como él, á valerse de la superioridad
que le daban sus fuerzas para ver á su salvo el anillo: quitósele en
efecto, pero echando á correr, en cuanto Elvira le hubo cogido, no me
importa, añadió; ¿qué vereis, señora curiosa? Nada: un anillo; mas no
por eso sabreis quién me lo ha dado.
Equivocábase el inesperto page: la perspicaz Elvira, que al principio
habia sido inducida solo por mera curiosidad al reconocimiento de la
alhaja, cuya posesion no creía natural en el pagecillo, habia fijado
notablemente en ella su atencion, y examinaba al parecer alguna señal
ó particularidad por donde esperaba venir en conocimiento de su
procedencia.
—No hay duda, esclamó sonrojándose como grana, no hay duda: una letra
pierdo; pero sería mucha casualidad... esmeralda... e; lapislázuli...
l; brillante, b; rubí, r; amatista, a. Y luego... una, dos, tres,
cuatro, cinco, seis. No hay duda.
El page, que habia alborotado la sala con sus risas y sus burlas
al ver la perplejidad de su prima, no se asombró poco al oir la
estraordinaria y no esperada esplicacion que daba á la sortija; y
tanto mas confundido quedó cuanto que creyó no haber sido en esta
ocasion sino el juguete del doncel, que se habia valido de él para
manifestar á Elvira aquel su amor, de que el malicioso page tenia ya
no pocas sospechas.
Nada mas comun en aquel tiempo que estas combinaciones de piedras y
ese lenguaje amoroso de geroglíficos en motes, colores, empresas y
lazadas. Un platero de Burgos habia engarzado artísticamente á ruego
de Macías en un mismo anillo aquellas seis piedras, cuya traduccion
habia acertado tan singularmente Elvira por un presentimiento sin
duda de su corazon. Habia perdido la significacion de una piedra,
cosa nada estraña, no hallándose ella muy adelantada en el arte
del lapidario; pero en cambio habia entendido la equivocacion
del platero, que habia significado la _v_ con la _b_, inicial de
brillante; ni el qui proquo del platero ni el acierto de Elvira
tenian nada de particular en un tiempo en que no sabian ortografia ni
los plateros ni los amantes. El número sin embargo de las piedras, y
la colocacion de las conocidas, no dejaba la menor oscuridad acerca
de la intencion del que habia mandado hacer la sortija.
Quedábale todavía á Elvira un resto de duda, que á toda costa queria
satisfacer: en primer lugar no era ella la única Elvira que en
Castilla se encerraba; y en segundo la alusion, que la habia puesto
en camino de sospechar, no le daba sin embargo noticia cierta de
quién fuese el que usaba con ella semejante galantería. Deseaba por
una parte saberlo; temia por otra oir un nombre indiferente.
—¿Quieres cambiar este anillo, Jaime, por otro mejor que yo te dé?
—¿Y qué diria, dijo el astuto page, el caballero que me le ha
regalado?
—¿Con que ha sido caballero...? interrumpió Elvira.
—Y de los mejores y mas valientes de la corte de su alteza.
—¡Santo cielo! decia Elvira impaciente: Jaime, yo te ruego que me des
señas de él al menos, ya que no quieras decir su nombre.
—¿Señas?
—Espera; dime primero, esclamó reflexionando un momento, ¿cuándo te
le ha dado, y dónde?
Comprendió el page al momento la doble intencion de esta pregunta,
y se sonrió malignamente viendo á Elvira cogida en su propio lazo,
porque al punto recordó que no podia saber la llegada del doncel.
—Hoy, y en el alcázar.
—¿Hoy y en el alcázar? repitió Elvira queriendo leer la verdad en
los ojos del page. ¡Entonces no puede ser! dijo entre dientes,
satisfecha ya al parecer toda su curiosidad, dejando caer los brazos,
inclinando la cabeza y saliendo, en fin, de la ansiedad y tirantez
en que estaba, como arco que se afloja. Siguió mirando, pero mas
vagamente, el anillo, haciendo con el labio inferior, que se adelantó
al superior, un gesto particular entre distraida y resignada.
—¡Ah! ¡ah! que no lo acierta, esclamó en su triunfo el page
victorioso; escuchadme, señora adivina, es un caballero jóven.
—Bien; déjame, repuso ella sin prestar apenas atencion á la voz
chillona y triunfante del mozalvete.
—No, que lo has de acertar. Cuando se trata de coger sortijas,
ensarta con su lanza tantas como corazones con su hermosa presencia.
Si monta á caballo, es el mas fogoso el suyo, y lo domeña como un
cordero; si se trata de correr cañas, nadie le aventaja; y en un
torneo solo don Pero Niño...
—Jaime, ese no puede ser mas que uno, esclamó levantándose Elvira.
—Cierto que no es mas que uno, repuso el taimado page, que se
divertia con su prima como el gato con el raton.
—¿Ha venido? ¡Ah! Ahora recuerdo que esta mañana un caballero...
—¿Quién? contestó con cachaza el page fingiendo no entender.
—Mira, Jaime, vete de aqui y no vuelvas, gritó furiosa Elvira;
marcha, huye si temes mi...
—Bien, primita, lo diré: ese es...
—¿Quién? preguntó la atormentada belleza, ¿quién? acaba ó...
—El doncel de...
—Basta: ¿Estás cierto...?
Acordóse de pronto el imprudente page del especial encargo que de
guardar secreto le habia hecho el doncel, y no sabiendo las últimas
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