El doncel de don Enrique el doliente, Tomo I (de 4) - 4

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con sangre mi diestra; si la intriga no basta no llamaré al puñal ni
al veneno en mi socorro.
—¿La intriga...? repitió vagamente el juglar, convencido de que habia
aventurado demasiado: ¿sabes, señor, que si me das licencia yo he de
encontrar de aqui á poco una intriga que te plazga? Tengo una idea,
ya sabes que soy un necio, ó poco menos, pero acaso el espíritu
que suele protegerte se valga de este medio grosero é indigno de tu
grandeza para poner en tus manos el deseado maestrazgo.
—¿Tú, Ferrus?
—Yo, señor: repito que tengo una idea...
—¿La impotencia de que me has hablado? Cierto que la impotencia es un
pretesto escelente: en el último caso... dijo para sí don Enrique,
¿quién se atreveria á probarme lo contrario? ¿Es esa impotencia de
que has hablado? ¿ese medio que me pondria en ridículo y...?
—Mejor aun.
—¿Mejor? Habla, Ferrus, habla: te lo mando: me debes tu existencia,
tus ideas...
—Y si me engañan mis esperanzas... si...
—Habla de todos modos.
—Si quieres que declare mi proyecto, necesito callar un momento y
meditarlo.
—¡Mentecato! ¡necio de mí en creer que de esa cabeza pueda salir una
sola idea luminosa!
—¡De esta cabeza! repitió por lo bajo Ferrus: ¡orgulloso conde!
¿quién sabe si de ella saldrá un dia tu ruina? Y añadió en voz
alta: si me concedes el permiso de callar, ilustre conde, y el de
retirarme en el acto, el maestrazgo es tuyo.
—¿Mio? ¡imbécil! Y si estoy siendo juguete de una ilusion y de una
quimérica esperanza, juglar, si me haces perder momentos preciosos,
¿qué castigo te sujetas á sufrir?
—La caida de tu gracia, el sentimiento de no haberte podido servir;
¿te parece tan ligero? contestó Ferrus con serenidad.
Este cumplimiento lisonjero del hipócrita desarmó enteramente al
irritado conde. Bien, dijo; te doy permiso: una sola condicion
quiero imponerte: supuesto que nada me ocurre á mí propio que pueda
ser de provecho en tan crítica circunstancia, quiero probar tu
entendimiento: ¿sabes empero lo que es la vida? ¿Sabes lo que es mi
honor? Respeta la primera en la víctima, y el segundo en tu amo; ¿te
acomoda esta condicion?
Una inclinacion de cabeza manifestó el asentimiento del juglar.
—En buen hora: á Dios, dijo el conde levantándose, Ferrus: _vida y
honor_; si infringes los tratados, tu sangre me responderá de tu
malicia ó de tu ignorancia, y pagarás cara tu loca presuncion: serás
la primer víctima que podrá acusarme de haber borrado un ser de la
lista de los vivientes.
Otra inclinacion de cabeza, su elocuente silencio y la resolucion con
que Ferrus salió de la cámara, tranquilizaron algun tanto al inquieto
Villena, si bien poco ó nada esperaba de la inventiva del juglar.
Volvióse á su sillon despues de la marcha del confidente, ora
calculando qué esperanzas podia fundar en su jactancia y seguridad,
ora queriendo adivinar los proyectos del loco, ora disponiéndose en
fin á otra entrevista que debia tener aquella noche misma con un
personage nuevo, que en el siguiente capítulo daremos á conocer á
nuestros lectores; entrevista que él creía antes que todo, y antes
que el descanso de sus miembros fatigados, necesaria al buen éxito de
sus ambiciosas intrigas.
[Ilustración]


CAPITULO V.
De un ardiente amor vencido,
dice:—De cuatro elementos;
el fuego tengo en mi pecho,
el aire está en mis suspiros,
toda el agua esta en mis ojos,
autores de mi castigo.
_Romance del rey Rodrigo._

Hácia otra parte del alcázar de Madrid, y en un aposento que á su
llegada se habia secretamente aderezado por las gentes de Villena,
descansaba reclinado en un modesto lecho un caballero á quien no
permitia cerrar los ojos al sueño un amargo pesar, de que eran claros
indicios los hondos y frecuentes suspiros que del pecho lanzaba.
Algo apartado de él aderezaba una ballesta con aquel silencio de
deferencia propio de un inferior, y á la luz de una mortecina
lámpara que sobre una mesa ardia, aquel mismo Hernando que tan
intempestivamente habia distraido de la caza al conde de Cangas y
Tineo, segun en el primer capítulo de nuestra verídica historia
dejamos referido.
A los pies de entrambos dormia un soberbio can, de la familia de los
alanos, y su inquietud y sus sordos é interrumpidos ronquidos, único
rumor que en medio del profundo silencio variaba la monotonía de los
suspiros de su amo, daban lugar á sospechar que soñaba acaso hallarse
en persecucion de algun azorado javalí en medio del monte enmarañado.
—Hernando, dijo por fin el angustiado caballero, mañana habremos de
madrugar para partir con el alba; recógete y descansa.
—¿Y tú, señor? ¿no tañerás de acogida? respondió Hernando.
Debemos advertir para la mas facil inteligencia de nuestros diálogos
sucesivos que Hernando, hijo de un montero de don Juan I, y montero
él mismo, solo vivia en la caza y en el monte, y asi pensaba él en
hablar otro lenguaje que el de la montería, como por los cerros de
Úbeda. No conocia mas amistad que la que con los venados del monte
hacia tantos años tenia establecida, ni mas amor que el de su fiel
Brabonel; tal era el nombre del poderoso alano que á sus pies
roncaba, al cual distinguía de todos los demas perros que á la sazon
en la corte de don Enrique tenian nota de valientes no solo por su
constancia en seguir y acosar dias y noches enteras á la res, sino
tambien por el conocimiento estremado con que buscaba la osera y
escatimaba el rastro y levantaba al oso donde quiera que estuviese
escondido. Pagábale en verdad el leal Brabonel con usura su marcada
aficion, y conocíase esto mas que en nada en no querer recibir el
alimento sino de la propia mano del laborioso montero. Solo se le
conocia á Hernando un flaco que contrapesaba casi siempre con ventaja
el cariño que á su perro tenia; á saber, la fidelidad á su amo,
único hombre á quien manifestaba respeto y deferencia, y para quien
moderaba y suavizaba la condicion agreste que en los bosques se habia
formado con no poco perjuicio de sus adelantos é intereses, pues
solía responder á un cumplimiento con palabras tan duras y ofensivas
como la ballesta que en la diestra llevaba las mas horas del dia, en
muestra de su pasion montaraz. Con esta pequeña digresion, que en
vista de su importancia nos perdonarán facilmente nuestros lectores,
estarán estos mas dispuestos á interpretar la técnica gerigonza con
que entreveraba los mas de sus discursos y conversaciones.
La pregunta que acababa Hernando de dar por respuesta al taciturno
caballero no tardó en obtener una contestacion aclaratoria de la
situacion del espíritu de aquel á quien se dirigia.
—Nunca, Hernando, nunca, repuso el atribulado señor, nunca encontrará
el reposo entrada en mis párpados desvelados. Mañana al lucir el dia
partiremos de nuevo para Calatrava, si esta noche, como lo espero,
queda concluida la comision que á Madrid nos ha traido. Si tú
supieras cuánto me pesa la atmósfera en la inmediacion de...
Al llegar aqui detuvo la lengua el caballero como si hubiera temido
haber dicho ya demasiado con respecto al secreto que tanto en su
corazon pesaba.
—¿Y hemos de seguir atados á la trahilla del conde? Por el soto de
Manzanares le aseguro que no comprendo cómo un caballero que ha
seguido siempre el sonido de la bocina del buen rey Enrique puede
vivir contento andando al monte del nigromante de...
—Silencio, Hernando; haces mal en ofender al conde de Cangas con
esas voces que el vulgo ha adoptado, tal vez con sobrada ligereza.
Verdad es que soy doncel de su alteza; empero aceptando el encargo
del conde, aprovechaba el único medio que á la sazon tenia para
desembarazarme de la confusion de la corte, que aborrezco.
—Solo desde que levantaste la caza... porque antes la amabas como yo
amo el monte.
—Como quieras: no por eso dejará de ser verdad que en el dia la
aborrezco. La muerte es la que me espera en la corte: una estrella
fija que la acompaña siempre, y que luce en medio de ella como Venus
entre los demas planetas, deslumbra mis débiles ojos... La aficion
que desgraciadamente me ha tomado el rey no hubiera permitido que yo
me separase con ningun pretesto de esa corte, donde he de encontrar
mi perdicion, á no haberle alegado su mismo tio el de Villena, á
quien nada puede negar, la falta que de mí tenia. Supe que el conde
necesitaba un emisario en Calatrava, fingí adaptar mi carácter
al suyo, y aceptó mis servicios. Y he pretendido que esta venida
se mantuviese oculta á todo el mundo, y asi lo he exigido de don
Enrique, porque si el rey supiera mi estancia en su propio palacio,
no me sería tan facil volver al lugar apartado, donde la distancia
de la causa de mis penas me pone á cubierto de los peligros que su
inmediacion me prepara.
—Confieso, señor, que no entiendo tu manera de cazar. ¡Voto va!
cuando yo sé que hay venado en el monte, en vez de salirme de él,
cada vez me interno mas en la maleza, y ó perezco en la demanda, ó
salgo con la res.
—Bien, Hernando; pero el venado de los montes donde cazas es tuyo y
de todo el que tiene perros para levantarle.
—¿Tiene, pues, dueño el venado que has visto? Te asiste entonces
sobrada razon. Nunca he metido mis sabuesos en monte ageno ni vedado.
A quien Dios se le dió, San Pedro se le bendiga. Pero en justa
compensacion, ¡ay del que hiciera resonar una bocina en monte de mi
señor! Mi fiel Brabonel, que duerme ahora descansadamente, y la punta
de mi venablo le enseñarian la salida y le sabrian obligar á tañer de
sencilla.[1]
[1] Toque de los cazadores, cuando no encontraban venado
y querian salir del monte.
—Hernando, calla, calla por Dios y por Brabonel.
No sabia el tosco montero, poco cortesano, cuán adentro habia entrado
en el corazon de su señor su última alegoría mas despedazadora que el
aguzado acero de su mismo venablo.
—Callaré; pero antes he de decir que el montero que pasa por monte
vedado, si el diablo le tienta para escatimar el rastro, ha de
apretar los hijares al caballo é irse á monte suyo. ¡Voto va! que hay
venados en el mundo y no se encierra en un monte solo toda la caza de
Castilla. Yo quiero darte el ejemplo. ¿Te parece que no habrá sufrido
Hernando cuando ha oido esta tarde en medio del monte las bocinas de
sus amigos, y cuando en vez de aderezar la ballesta ha tenido que
contentarse con sacar del bolsillo un inútil pergamino, y volverse
como perro cobarde con las orejas agachadas y sin siquiera ladrar,
por obedecer á su amo?
—Seguiré tu consejo, Hernando, repuso el caballero lanzando un
suspiro, le seguiré, y con la ayuda de Dios y de mi buen caballo
estaremos al alba fuera de Madrid. Recógete, pues, Hernando, y
descansa.
No habia acabado aun de hablar el resuelto caballero, cuando
levantándose Brabonel sobre sus cuatro patas abrió una boca disforme,
lamióse los labios, agitó la cola, y sacudiendo las orejas acercóse
á pasos lentos y mesurados á la puerta, como dando muestras de oir
algun rumor que reclamaba su atencion y vigilancia. No tardó mucho en
romper á ladrar despues de haber imitado un momento por lo bajo el
sordo y lejano redoble de un tambor.
—Brabonel, dijo Hernando acercándose y dándole una palmada en el
lomo, vamos, ¿qué inquietud es esa? No estamos en el encinar. ¡Vamos,
silencio!
Lamió las manos de Hernando el animal, mas tranquilo ya con el tono
seguro y reposado de su amo, y de alli á poco tres golpecitos iguales
y misteriosos sonaron en la puerta, que Hernando se acercó á abrir,
preguntando antes quién á semejante deshora venia á turbar el reposo
de los caballeros que habitaban aquella parte del alcázar.
_Don Enrique de Villena_, respondió en tono algo bajo una voz mal
segura que delataba la corta edad del que la emitia.
—Abre, Hernando; es la señal, dijo en oyéndola el caballero, y se
levantó del lecho donde yacía vestido; abre y retírate. ¡Lléveme el
diablo si no quiero reconocer esta voz, y si comprendo por qué es
este el emisario de don Enrique!
Abrió Hernando la puerta, y Jaime, el pagecillo á quien enviaba el
conde de Cangas y Tineo, entró en el aposento, manifestando bien
á las claras cuánto gusto tenia en poner término al miedo que se
habia acrecentado en él al recorrer las escaleras oscuras y largos
corredores poco alumbrados del espacioso alcázar de Madrid.
Retiróse Hernando obediente á las indicaciones de su señor, y con
él el terrible alano, á cuya vista se habia detenido algun tanto el
azorado page en el dintel de la puerta. No bien hubieron desaparecido
los dos importunos testigos, cuando alzando la cabeza el caballero
y alzándola el page, entrambos á dos quedaron inmóviles dudando aun
de la identidad de la persona que cada uno de ellos enfrente de sí
veía. Revolvia el primero en su cabeza mil ideas encontradas: dudaba
si sería aquel el emisario de don Enrique, y reflexionaba si podria
haber dado la señal convenida, sin saberla, por una casualidad
posible, si bien no probable. En este último caso pesábale de que
aquel mas que otro supiese su repentina llegada.
El page fue el primero que volvió del estupor en que su agradable
sorpresa le habia puesto, y arrojándose casi en brazos de su
interlocutor, ¿vos en Madrid? ¿sois vos, señor Macías? esclamó.
—¡Silencio! page indiscreto, silencio, dijo el caballero, separándole
con estraña frialdad, que cortó la manifestacion de su alborozo: hay
mas gente que nosotros en el castillo y las paredes oyen, y oyen mas
que las mugeres.
—¡Ah! perdonad, señor... Señor Ma... no os sé llamar de otra manera;
como me daba tanto gozo pronunciar vuestro nombre, no creí que podria
ser malo... pero ya veo que habeis mudado de amigos, y no sois el que
antes erais. Bien dice mi hermosa prima Elvira, que no hay afecto que
dure, ni hombre constante... me voy, me voy.
—Detente, page: has hablado demasiado para no hablar mas. ¿Dice
eso tu prima Elvira? ¿cuándo? ¿á quién lo dice? habla: repuso el
caballero, á quien llamaremos por su nombre de aqui en adelante,
supuesto que ya nos le ha revelado el imprudente page: habla, repitió
asiéndole fuertemente de un brazo, no pudiendo disimular la vibracion
de la cuerda principal de su corazon, herida fuertemente por el
muchacho.
No sabia el page si su antiguo amigo, como le habia llamado, habia
perdido el juicio; mirábale de alto abajo, y sonriéndose por fin le
contestó:
—Os preciais de invencibles los caballeros, y ved aqui que una sola
palabra de un pobre page ha alterado toda la serenidad de un doncel
tan cumplido como el trovador M... no tengais miedo; no lo volveré á
pronunciar. Pero veo en el calor con que habeis oido mis palabras,
añadió maliciosamente, que tomais todavía algun interes por vuestras
antiguas conexiones.
—¿Te complaces en atormentarme, page? ¿De parte de quién vienes? ¿qué
te trae aqui? Si es quien tengo motivos para sospechar, dilo presto;
nunca enviado alguno habrá logrado una recompensa mas brillante.
—Os equivocais. Guardad la recompensa para mejor ocasion.
—¡Cielos! esclamó Macías. Bien que... añadió para sí, ¿no ignora mi
venida? ¿Y no es mi voluntad que la ignore? ¿Te envia el infierno
para abrir mis heridas mal cicatrizadas?
—Bien podeis decir que me envia el infierno, porque vengo de parte de
su mayor amigo.
—¿Estás loco?
—Del nigromante. ¿No me entendeis?
—¿Es posible que el conde no pueda destruir esa voz injuriosa que
corre de él y crece de dia en dia...?
—Buenas trazas lleva de querer destruirla, y ha alhajado su gabinete
por el estilo del de el fisico de su alteza el judío Aben-Zarsal, y
se andan á la magia de mancomun...
—¡Silencio otra vez! dejemos la magia, y el judío y el nigromante.
Respóndeme, page. ¿Y por qué te envia á tí don Enrique de Villena? No
me habia dicho que serías tú su emisario.
—Os lo diré, si me soltais este brazo, que me va doliendo mas de lo
que es menester: no os acordais que tengo quince años. Si el brazo
fuera de mi prima, no os distrajerais de esta manera.
—Basta; habla, pues, la verdad; con esa condicion te suelto.
—Apuesto que me habeis hecho un cardenal.
—¿Quieres apurar mi paciencia, page? Habla, ó te hago otro en el otro
brazo.
—Piedad de mí, señor caballero. Pero no dudeis que me envia don
Enrique. “Busca la habitacion donde pára el caballero que ha llegado
esta mañana de Calatrava,” me dijo de su parte Ferrus, “llega á la
puerta, da tres golpes, y pronuncia el nombre del señor de Villena.”
—Bien, lo sé; era la señal convenida para anunciarme que le esperase.
¿Pero eres por ventura de su familia?
—Sí soy: habeis de saber que don Enrique estando un dia con Fernan
Perez de Vadillo...
—¿Fernan Perez?
—Sí, el marido de Elvira, á quien conoceis como á mí...
—Prosigue, page, y no me irrites mas con tus digresiones.
—Me vió en el cuarto de mi prima y hube de agradarle: díjome que si
queria servirle en clase de page, y acepté á pesar de mi prima, que
queria tenerme á su lado, porque como solo conmigo podia hablar de...
¿quereis que lo diga?
—Acaba, page del infierno.
—De vuestra señoría añadió el page malicioso quitándose una especie
de berrete que en la cabeza traía y haciendo una profunda cortesía.
—¿De mí? ¡ah! tiembla, Jaime, si te diviertes á mis espensas.
—Os quiero demasiado para eso; como os digo, entré á servirle, pero
os juro que desde mañana me vuelvo al lado de mi prima, porque he
cobrado miedo á sus hechizos. Dicen que sabe alzar figura y...
¡Jesus...! yo me entiendo.
—Page, óyeme: nadie en el mundo pudiera haberme hecho mas feliz con
menos palabras; tú has renovado ideas que yo debiera haber abandonado
hace mucho tiempo; pero nadie puede mas que su destino. Si en tu vida
has sospechado alguna cosa del mal que padezco, calla como la tumba:
si nada has sospechado, nada preguntes, nada inquieras. Sobre todo,
vuelvas ó no al lado de Elvira, júrame no abrir tu boca para decir
que me has visto en Madrid: toma, añadió quitándose un anillo que en
el dedo pequeño traía, toma, y este te recordará la obligacion en que
quedas conmigo, y que el doncel de Enrique III no olvida jamas á las
personas que una vez quiso bien. Ahora parte y calla. Nada has oido,
nada has visto.
—Señor doncel, ignoro el valor de estos diamantes, pero aunque fuera
este anillo de hierro, bastaba para lo que yo le quiero. Decidme solo
que no quedais enojado conmigo.
—¿Enojado, Jaime? ¿enojado, dichoso Jaime? A Dios; si algun dia
necesitas del socorro de un caballero, acuérdate del doncel de
Enrique III: á Dios; á esta hora no me convendria que te encontrase
nadie en mi aposento: parte, Jaime, y si vuelves á don Enrique, di
que tu comision ha quedado completamente desempeñada.
Acomodó el page en el dedo en que mejor ajustó el anillo del doncel,
y despidiéndose afectuosamente no tardaron en oirse sus pasos por los
corredores; de alli á poco sus ecos fueron gradualmente perdiendo
sonido hasta desvanecerse y perderse del todo en la distancia.
La escena y el diálogo inesperado que acababa de sostener el
desdichado doncel no eran los mas á propósito para tranquilizar su
agitado espíritu. En cuanto dejó de oir los últimos ecos de los
pasos del mancebo, que habia abierto casi inocentemente sus antiguas
llagas, y habia echado leña seca en el fuego que ardia hacia poco
al parecer amortiguado en su pecho, cerró su puerta y comenzó á
pasear su pena por la pieza con pasos tan vagos como sus ideas.
Largo espacio de tiempo duró en aquel estado de lucha consigo mismo,
ora paseando aceleradamente, ora parándose de repente como si el
movimiento de su cuerpo se opusiese al de sus pensamientos. “Dulce
señora mia, esclamaba de cuando en cuando, duélete de tu caballero,
y no quieras á rigores acabarle.”—“¡Jamas, decia otras veces, jamas
le diré mi pensamiento; el fuego que me devora habrá entregado al
viento la última pavesa de mis cenizas antes de que sepas, ó señora
mia, que tus ojos le han prendido! ¿No habia, cielos, otras bellezas,
añadia despues, de quien pudierais haberme hecho prendarme, que fue
preciso que me entregaseis á discrecion de la única tal vez de quien
un juramento sagrado y una union mil veces maldecida para siempre me
separan? ¡Yo romperé esa ara, yo la destrozaré! ¡yo hollaré con mis
propios pies ese altar funesto que nos divide!” concluía al cabo de
un paseo mas agitado.
Pero de alli á poco volvia la reflexion á ocupar el lugar de la
pasion y se le oía entre dientes: “No, el infeliz Macías le probará
el esceso de su amor en el mismo esceso de su silencio: él será
eternamente desdichado, pero jamas tendrá valor para perturbar tu
felicidad.”
En estos y otros soliloquios á estos semejantes le encontró el
momento de la visita que esperaba. El conde de Cangas y Tineo,
envuelto en un sobrecapote de fino bellorí, y con una linterna sorda
en la mano para alumbrar sus pasos, se presentó llamando á su puerta.
Abrióle, y despues de un corto y silencioso saludo dieron principio
al importante coloquio que nos vemos precisados á dejar para otro
capítulo.
[Ilustración]


CAPITULO VI.
Calledes, conde, calledes,
conde, no digais vos tale.
. . . . . . . . . . . . .
El conde desque esto oyera
presto tal respuesta hace:
—Ruégote yo, caballero,
que me quieras escuchare.
_El conde Dirlos._

Cuando don Enrique de Villena entró en el aposento de Macías, este
le arrimó un asiento, el cual ocupó sin hacerse de rogar, como
hombre que se reconoce superior en gerarquía al que guarda con él
una consideracion. Macías se sentó en otro, colocándose de suerte
que quedaba la mesa con la lámpara que en ella ardia en medio de
los dos; y lo hizo con el aire de un hombre que si bien se cree en
el caso de tributar atenciones á aquel con quien está en sociedad,
no se imagina de ninguna manera en posicion de sostener de pie con
él, sentado, una larga conferencia. Colocados de esta manera, daba
la luz de lleno en el rostro de entrambos, y como creemos no haber
dado hasta ahora idea alguna de las fisonomías y esterior de estos
dos principales personages de nuestra narracion, aprovecharemos esta
coyuntura favorable para describir lo que en ellos hubiera visto ó
al menos creido ver cualquier observador que los hubiera acechado,
por pocos progresos que hubiese hecho en el arte Lavateriano,
posteriormente reglamentado por el sabio abate, pero cuya existencia
tiene tanta antigüedad como el dicho vulgar, en todos los paises y
épocas conocido, de que los ojos son las ventanas del corazon, y la
cara el traslado del alma.
Don Enrique de Villena era de corta estatura; sus ojos hundidos y
pequeños tenian una espresion particular de superioridad y predominio
que avasallaba desde la primera vez á los mas de los que con él
hablaban: su voz era hueca y sonora, calidades que no contribuían
poco á aumentar en el vulgo la impresion mágica que en los ánimos
débiles ejercía. Su nariz afilada y su boca muy pequeña le daban todo
el aire de un hombre sagaz, penetrante, vivo, falso y aun temible.
Sin embargo, como ha podido inferir el lector de su diálogo con
Ferrus, no estaba tan corrompido su corazon que no respetase todavía
en la sociedad en que vivia una porcion de consideraciones que su
criado por el contrario atropellaba sin el mas mínimo escrúpulo de
conciencia. De Ferrus dijimos que no era el malvado bastante impío
para sus fines, y de don Enrique podemos por el contrario asegurar
que no era el impío bastante malvado para los suyos. Naturalmente
afeminado y dedicado al estudio, faltábanle el vigor y la energía de
carácter que corona las empresas aventuradas. Dificil nos sería decir
si era ó no religioso: nos contentaremos con esponer á la vista del
lector varios rasgos que pueden caracterizarle cumplidamente bajo
este dudoso punto de vista, y él mas que nadie podrá juzgar si era la
religion para él un instrumento ó una preocupacion.
El interlocutor que enfrente tenia era un mancebo que en caso de duda
hubiera podido atestiguar con su propia persona la larga dominacion
de los árabes en Castilla. Su color era moreno, sus cabellos negros
como el azabache; sus ojos del mismo color, pero grandes, brillantes
y guarnecidos de largas pestañas: una sola vez bastaba verlos para
decidir que quien de aquella manera los manejaba era un hombre
generoso, franco, valiente y en alto grado sensible. Un observador
mas inteligente hubiera leido tambien en su lánguido amartelamiento
que el amor era la primera pasion del jóven. Su frente ancha, elevada
y espaciosa, y su nariz bien delineada, denunciaban su talento, su
natural arrogancia y la elevacion de sus pensamientos. Ornábale el
rostro en derredor una rizada barba que daba cierta severidad marcial
á su fisonomía: su voz era varonil, si bien armoniosa y agradable; su
estatura gallarda.
—Macías, comenzó á decir don Enrique de Villena despues de un breve
espacio en que pareció reunir todas sus fuerzas para determinarse á
proponer sus ideas, vengo á daros la muestra que de gratitud os debo
por la exactitud con que habeis cumplido la delicada comision que en
vuestras manos confié. Decidme si es posible que tenga alguien en la
corte noticia de la muerte del maestre.
—Señor, respondió Macías, Hernando y yo no hemos cesado de correr
desde Calatrava á Madrid, y á nuestra salida del monasterio éramos
los únicos que en la villa sabiamos el infausto acontecimiento: en
dos dias lo menos no se tendrá en Madrid mas noticia que la que
nosotros queramos esparcir.
—Ninguna. Dadme vuestra palabra.
—De caballero os la doy.
—Permitidme ahora que os pregunte si habeis sospechado ¿cuál puede
ser mi objeto?
—Lo ignoro, respondió Macías asombrado de la pregunta.
—Sabedlo, pues: creo no haberme equivocado cuando he pensado en
vos para la ejecucion de mis planes: el paso que conociendo ya
mi carácter dísteis viniendo á ofrecerme vuestros servicios en
Calatrava, me hace pensar que habeis formado planes para vos mismo
análogos acaso á los mios.
—Os juro que no tenia mas plan que el de serviros.
—¡Doncel! dijo sonriéndose don Enrique, en vuestra edad es natural el
rubor de confesar ciertas intenciones...
—No os entiendo...
—No importa: si nuestros intereses estan unidos, y si os sentís con
audacia para poner los medios que he menester, guardad silencio;
tanto mejor. Oidme, que acaso mi confesion facilitará la vuestra.
Intento ser maestre de Calatrava, añadió bajando la voz.
—¿Vos, señor?
—¿No lo habiais sospechado nunca? Pues bien, si don Enrique de Aragon
es algun dia maestre de Calatrava, el doncel Macías se llamará
comendador. ¿Quereis ocupar otro puesto que os convenga mejor?
—Ni tanto, príncipe generoso, respondió Macías inclinando
respetuosamente la cabeza y mirando con asombro al maestre futuro.
—Dejad esa inoportuna modestia: imagino que entrambos nos conocemos,
dijo Villena apretando la mano del mancebo admirado. ¿Estais
sorprendido?
—Permitid que me confiese asombrado. Los vínculos sagrados del
himeneo os unen á una muger, y no podeis ignorar que este es un
obstáculo insuperable.
—Obstáculo sí; insuperable ¿por qué? esclamó don Enrique apoyado
en la seguridad del plan que acababa de inspirarle su juglar poco
antes de venir á buscar al doncel, y que él habia abrazado con tanta
mas confianza cuanto que su pérfido consejero habia empleado para
hacérsele adoptar los acostumbrados recursos que arriba dejamos
indicados. Verdad es que el plan era diabólico, y tanto habia
admirado á don Enrique, que aquella habia sido la primera vez que
habia llegado á dudar si efectivamente el espíritu enemigo del hombre
tendria poder para sugerir ideas á sus fieles servidores.
—¿Por qué? repitió Macías: esperad: solo un medio entreveo:
¿consiente vuestra esposa en un divorcio ruidoso y...?
—Jamas consentirá. En valde la he querido reducir.
—¿En ese caso...?
—Oidme. Cuento con vos.
—Disponed de mis pocas fuerzas si el honor y...
—Oid y dejad á un lado esas fórmulas vacías de sentido, inútiles ya
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