El doncel de don Enrique el doliente, Tomo I (de 4) - 2

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á tal distancia y á aquellas horas.
Perdíanse en la lontananza los cazadores, y el ruido tambien de
sus voces y sus bocinas, cuando salieron de la selva dos ginetes
galopando á mas galopar hácia las tiendas donde se aderezaba el
banquete para la noche, que empezaba ya á convidar al descanso con
sus frescas auras y sus tinieblas, á los fatigados perseguidores de
las inocentes reses del soto de Manzanares.
—¿No os dije yo, gritó Ferrus estirando el cuello y abriendo los
ojos para reconocer á los caballeros, que la venida de Hernando nos
traería novedades de importancia? Mirad hácia la derecha por encima
de ese ribazo, alli, ¿no veis? entre aquellos dos árboles, el uno mas
alto y el otro mas pequeño... mas acá, seguid la indicacion de mi
dedo... ahí... ahí...
—Sí, alli vienen dos galopando...
—¿No reconoceis el plumero encarnado del mas bajo...?
—Sí, él es...
—Hernando es el otro.
—¿Qué apostais á que desde este momento se ha acabado ya la partida
de caza?
—Sin embargo, sabeis que veniamos para cuatro dias, y no llevamos
sino tres.
—En hora buena: pues no vuelva yo á hacer una estancia, ni á probar
vino de Toro en la copa de mi señor, si dormimos esta noche aqui... y
voto va que si tal supiera diera principio á una pierna de esa ánima
en pena, que está purgando en la brasa las corridas inútiles que
habrá hecho dar por el bosque á mas de cuatro cazadores inespertos. Y
lanzó un suspiro clavando sus ojos en el asador, vuelto de espaldas
al sitio de donde venian los cabalgantes.
—¿Qué haceis, Ferrus, ahí distraido? Apartad, apartad, gritó Vadillo
sacudiéndole por un brazo y desviándole del camino mal su agrado.
En esto llegaban los ginetes á las tiendas; y mientras que el uno
de ellos se adelantaba á apearse y tener de la brida el caballo del
otro, Ferrus, ambicioso de servir el primero al recien llegado, ganó
por la delantera al escudero, y tomando el estribo con una mano,
mientras que con la otra descubria su cabeza roja y ensortijada,
acogió con su acostumbrada sonrisa de deferencia una rápida
inclinacion de cabeza y una ojeada de amistosa proteccion que le
dispensó el caballero.
—Ya veo, Ferrus, le dijo éste al apearse, que pudieras desempeñar
este oficio perfectamente si muriesen de repente todos los dignos
escuderos de mi casa; y arrojó al descuido una mirada sardónica hácia
el negligente Vadillo, que con el tapacete en la mano é inclinando el
cuerpo, esperaba sin duda á que le dejase algo que hacer el solícito
poeta...
—No hay duda, señor, contestó Vadillo apreciando en su justo valor
el ligero sarcasmo del caballero, que la costumbre de correr tras
el consonante presta á los poetas cierta agilidad de que nunca podrá
gloriarse un escudero indigno, aunque hijodalgo.
—Aunque hijodalgo, dijo entre dientes Ferrus, pero de modo que pudo
oirlo el que era objeto de la consideracion y respeto de entrambos;
cada uno es hijo de sus obras, y las mias pueden ser tan honradas
como las del primer escudero de Castilla.
—Paz, señores, paz, dijo el caballero; paz entre las musas y los
hijosdalgo. En estos momentos he menester mas que nunca de la union
de mis leales servidores: y quiso repartir un favor á cada uno para
equilibrar el momentáneo desnivel de su constante amistad. Cubríos,
Vadillo; la noche empieza á refrescar, y vuestra salud me es harto
preciosa para sacrificarla á una etiqueta cortesana. Ferrus, toma ese
pliego, y cuando estemos en Madrid me dirás tu opinion acerca de ese
incidente que me anuncian; tú sabrás si es fausto ó desdichado para
nuestros planes.
Cogió Ferrus el pergamino y guardóle en el seno con aire de
satisfaccion, echando una mirada de superioridad sobre el desairado
escudero; superioridad que efectivamente le daba la confianza que
en público acababa de hacer de él su distinguido señor. Pero éste,
atento á la menor circunstancia que pudiera renovar el mal apagado
fuego de la rivalidad de sus súbditos, se apoyó en el brazo de su
escudero, y llevando á la izquierda al ambicioso juglar, y detras á
Hernando con entrambos caballos de las bridas, penetró en una tienda,
á cuya entrada quedó este respetuosamente, esperando las órdenes que
no debian tardar mucho en comunicársele.
La tienda en que entraron, inmediata á aquella donde hemos dicho
que se aprestaban las viandas, se hallaba sencillamente alhajada;
una alfombra que representaba la caza del ciervo, y alegórica por
consiguiente á las circunstancias, ofrecia blando suelo á nuestros
interlocutores; cuatro tapices de estraordinaria dimension decoraban
sus paredes ó lienzos con las historias del sacrificio de Abraham; de
la casta Susana sorprendida en el baño por los viejos; del arca de
Noé; y de la muerte de Holofernes á manos de la valiente y hermosa
Judit. Una mesa artificiosamente trabajada de modo que pudiera
armarse y desarmarse cómodamente para esta clase de espediciones, y
varias banquetas de tijera fáciles de plegar, completaban el ajuar
de aquella vivienda campestre y provisional; una cámara interior,
y reducida, estaba ocupada por un lecho con su cubierta de seda
labrada de damasco. Algunos arcos y ballestas suspendidas aqui y
alli, y varios venablos apoyados en los rincones, daban á entender
á la primera ojeada el objeto de la espedicion que en el campo
detenia por aquellos dias á su dueño. Una armadura completa que en el
lugar preeminente se veía suspendida, manifestaba que la seguridad
personal no era olvidada de los caballeros belicosos del siglo XIV,
ni aun entonces mismo, que se entregaban á los placeres de una época
pacífica y agena de temores de guerra.
—Ferrus, partiremos inmediatamente, dijo el caballero á su confidente.
—¿Sin cenar, señor?
—¡Ferrus...!
—Señor, interrumpió el juglar volviendo en sí de la distraccion y
falta acaso de respeto á que habia dado ocasion la mucha familiaridad
que su amo le consentía; si tus negocios han menester de mi ayuno, y
si mi hambre puede en algo contribuir á su buen éxito, marchemos...
—Naciste para comer, Ferrus: hago mal en creer que tengo un hombre en
tí...
—Pero gran señor, tú propio anduvieras acertado en restaurar tus
fuerzas: el camino hasta Madrid es malo y largo, la noche oscura, y
Dios sabe si malhechores ó enemigos tuyos esperarán á que pasemos
para enviarnos en pos del maestre... si es que ha muerto, añadió
acercándosele al oido, como presumo. ¡Qué mal puede haber en que nos
pillen reforzados!
—En buen hora, bachiller; deja de hablar. Fernan Perez, dispondreis
que al rayar mañana el dia se recoja la batida, y marchareis á
reuniros conmigo lo mas pronto que pudiereis. Ferrus, haz que nos den
un breve refrigerio. Seguiré tu consejo.
No oye el reo su indulto con mas placer que el que esperimentó Ferrus
al escuchar la revocacion de la cruel sentencia, que á dos largas
horas de hambre le condenaba. En pocos minutos se vió cubierta la
mesa de un limpio mantel labrado, y un opíparo trozo de esquisito
morcon curado al fuego se presentó ante los ávidos ojos de nuestros
tres interlocutores. El hidalgo hizo plato á su señor, que no quiso
acelerar para su servicio el fin de la caza, ni se curó de llamar
á los dependientes, á quienes tales oficios de su casa estaban
cometidos: la situacion de su ánimo, devorado al parecer de secretas
ideas, y el deseo de permanecer en la compañía libre y desembarazada
de aquellos en quienes depositaba su confianza, redujo á dos el
número de sus servidores en tan crítica situacion. Luego que el
hidalgo le hubo hecho plato y Ferrus servídole la copa:—Sentaos,
dijo, y cenad, Fernan Perez, que bien podeis poner la mano en el
plato en mi propia mesa. Sentóse respetuosamente al estremo de la
mesa Vadillo, y el favorito permaneció en pie á la derecha de su
señor, recibiendo de su propia mano los mejores bocados que éste por
encima del hombro le alargaba, como pudiera con un perro querido que
hubiera tenido su estatura. Reíase Ferrus empero muy bien de esta
manera de recibir los trozos de la vianda, á tal de recibirlos; sabia
él ademas que lo que hubiera podido parecer desprecio á los ojos
de un observador imparcial, era una distincion cariñosísima que le
colocaba sobre todos los súbditos del caballero. Sin mortificarle
estas ideas dábase priesa á engullir morcon, sin mas interrupcion
que la que exigieron las dos ó tres libaciones que con rico vino de
Toro, entonces muy apreciado, hacia de vez en cuando el taciturno
y distraido personage, cuyo nombre y circunstancias singulares no
tardaremos en poner en claro para nuestros lectores.
Acabóse la corta refaccion sin hablar palabra de una parte ni otra,
sirviéronse las especias, y púsose aquel en pie.
—Partamos.
—Paréceme, gran señor, que harias bien en armarte mejor de lo que
estás, porque ¡vive Dios que no quisiera que se quedara España sin
tan gran trovador! y...
—¡Chiton! Pónme en efecto esa armadura. Quitóse un capotillo propio
de caza; púsose una lóriga ricamente recamada de oro sobre terciopelo
verde; vistió una fuerte cota de menuda malla; ciñó una espada,
y calzó las botas con la espuela de oro, insignia de caballeros
de la mas alta gerarquía. Prevínose tambien contra la intemperie
envolviéndose en un tabardo de belarte, y despues que Ferrus se
hubo armado, aunque mas á la ligera, montaron en sus caballos y se
despidieron de Fernan Perez, encargándole sobre todo que en manera
alguna dejase de estar á la mañana siguiente en la cámara de su
grandeza á la hora comun de levantarse; prometiólo Vadillo, besándole
el estremo de la lóriga, y al son de las cornetas de los cazadores
que daban ya la señal de recogida á los monteros desparcidos, picaron
de espuela nuestros viajeros seguidos de Hernando.
Ya era á la sazon cerrada y oscura la noche: no dicen nuestras
leyendas que les acaeciese cosa particular que digna de contar sea.
Ferrus trató varias veces de aventurar alguna frase truhanesca, de
aquellas que solian provocar el humor festivo de su señor; pero el
silencio absoluto de éste le probó otras tantas que no era ocasion
de bufonadas, y que la cabeza del caballero, sumamente ocupada
con las revueltas ideas á que habia dado lugar el pliego que tan
intempestivamente habia venido á arrancarle del centro de sus
placeres, estaba mas para resolver silenciosamente alguna enredada
cuestion de propio interes, que para prestar atencion á sus gracias
pasageras. Resignóse, pues, con su suerte, y era tanto el silencio
y la igualdad de las pisadas de sus trotones, que en medio de
las tinieblas nadie hubiera imaginado que podia provenir de tres
distintas personas aquel uniforme y monótono compas de pies.
Dos horas habrian transcurrido desde su salida de las tiendas, cuando
dando en las puertas de Madrid llegaron á entrar por el cubo de la
Almudena, y dirigiéndose al alcázar que á la sazon reedificaba el
rey don Enrique III en esta humilde villa, llegó el principal de los
viajeros á sus labios el cuerno, que á este fin no dejaba nunca de
llevar un caballero, é hizo la señal de uso en aquellos tiempos; la
cual oida y respondida en la forma acostumbrada, no tardaron mucho en
resonar las pesadas cadenas, que inclinando el puente levadizo dieron
facil entrada en el alcázar á nuestros personages: dirigiéronse
inmediatamente á las habitaciones interiores sin interrumpir el
silencio de su viaje, sino con el ruido de sus fuertes pisadas, cuyo
eco resonaba por las galerías, donde los dejaremos, difiriendo para
el capítulo siguiente la prosecucion del cuento de nuestra historia.
[Ilustración]


CAPITULO III.
Ellos en aquesto estando
su marido que llegó:
—¿Qué haceis la blanca niña,
hija de padre traidor?
—Señor, peino mis cabellos:
péinolos con gran dolor,
que me dejais á mí sola
y á los montes os vais vos.
_Anónimo._

Hallábase concluida la parte principal del alcázar de Madrid, y
habitábala ya el rey con gran parte de su comitiva siempre que el
placer de la caza le obligaba á venir á esta villa, cosa que le
aconteció algunas veces en su corto reinado.
Entre las habitaciones inmediatas á la de su alteza se contaban
algunas de las principales dignidades de su corte, pero distinguíase
entre todas la de don Enrique de Aragon, llamado comunmente de
Villena: este jóven señor, uno de los mas poderosos y espléndidos
de la época, era tio del rey don Enrique III, y descendiente por
línea recta de don Jaime de Aragon. Su padre don Pedro, casado con
doña Juana, hija bastarda de don Enrique II, y reina despues de
Portugal, habia muerto en la batalla de Aljubarrota. Correspondíale
de derecho á don Enrique el marquesado de Villena, que su abuelo don
Alfonso, primer marqués de ese título, á quien le dió don Enrique II,
habia cedido á su hijo don Pedro, reservándose solo el usufructo por
toda su vida. Pero habiendo el rey don Enrique III en su menor edad
invitado al marqués don Alfonso á que viniese á ejercer su título
de condestable de Castilla que le diera don Juan I, y habiéndose él
negado con frívolos pretestos á tan justa exigencia, se aprovechó
esta ocasion de volver á la corona aquellos ricos dominios, que como
fronteros de Aragon no se creía prudente que estuviesen en poder de
un príncipe de aquel reino. Dióse en compensacion á don Enrique el
señorío de Cangas y Tineo con título de conde, y su muger doña María
de Albornoz le habia traido ademas en dote las villas de Alcocer,
Salmeron, Valdeolivas y otras; con todo lo cual podia justamente
reputársele uno de los mas ricos señores de Castilla. No habia
pensado él nunca en acrecentar sus estados por los medios comunes
en aquel tiempo de conquistas hechas á los moros. Mas cortesano
que guerrero, y mas ambicioso que cortesano, habia desdeñado las
armas, para las cuales no era su carácter muy á propósito, y su
aficion marcada á las letras le habia impedido adquirir aquella
flexibilidad y pulso que requiere la vida de corte. Las lenguas, la
poesía, la historia, las ciencias naturales habian ocupado desde
muy pequeño toda su atencion. Habíase entregado tambien al estudio
de las matemáticas, de la astronomía, y de la poca física y química
que entonces se sabia. Una erudicion tan poco comun en aquel siglo,
en que apenas empezaban á brillar las luces en este suelo, debia
elevarle sobre el vulgo de los demas caballeros sus contemporáneos:
pero fuese que la multitud ignorante propendiese á achacar á
causas sobrenaturales cuanto no estaba á sus alcances, fuese que
efectivamente él tratase de prevalerse y abusar de sus raros
conocimientos para deslumbrar á los demas, el hecho es que corrian
acerca de su persona rumores estraños, que ora podian en verdad
servirle de mucho para sus fines, ora podian tambien perjudicarle
en el concepto de las mas de las gentes, para quienes entonces como
ahora es siempre una triste recomendacion la de ser estraordinario.
No dejaba de ser notado en él á mas de su ambicion, cierto afecto
decidido al bello sexo; y lo que era peor, notábase tambien que nunca
se paró en los medios cuando se trataba de conseguir cualquiera de
esos dos fines, que tenian igualmente dividida su alma ardiente, y
que ocuparon esclusivamente todo el transcurso de su vida.
Hallábase ricamente alhajada la parte que en el alcázar habitaba este
señor; costosos tapices, ostentosas alfombras de Asia, almohadones
de la misma procedencia, cuanto el lujo de la época podia permitir
se hallaba alli reunido con el mayor gusto y primor; ardian
lentamente en los cuatro ángulos del salon principal, pebeteros de
oro que exhalaban aromas deliciosos del oriente, uso que habian
introducido los árabes entre nosotros. A una parte del hogar se
veía una muger jóven y asaz bien parecida, vestida con descuido á
la moda del tiempo, y sentada en una pesada poltrona, notable por
su madera y por el mucho trabajo de adornos y relieves con que se
habia divertido el artista en sobrecargarla: descansaban sus pies
en un lindo taburete, y se hallaba ocupada en una delicada labor
de su sexo. Ayudábala enfrente de ella á su trabajo y á pasar las
horas de la primera noche, otra muger todavía mas sencilla en su
trage, y poco mas ó menos de su misma edad. Todo lo que la primera
le llevaba de ventaja á la segunda en dignidad y riqueza, llevaba
la segunda á la primera en gracia y en hermosura. Tez blanca y mas
suave á la vista que la misma seda; estatura ni alta ni pequeña; pie
proporcionado á sus dimensiones, garganta disculpa del atrevimiento,
y fisonomía llena de alma y de espresion. Su cabello brillaba como el
ébano; sus ojos sin ser negros tenian toda la espresion y fiereza de
tales, sus demas facciones mas que por una estraordinaria pulidez se
distinguian por su regularidad y sus proporciones marcadas, y eran
las que un dibujante llamaria en el dia académicas, ó de estudio. Sus
labios algo gruesos daban á su boca cierta espresion amorosa y de
voluptuosidad, á que nunca pueden pretender los labios delgados y
sutiles; y sus sonrisas frecuentes, llenas de encanto y de dulzura,
manifestaban que no ignoraba cuánto valor tenian las dos filas de
blancos y menudos dientes que en cada una de ellas francamente
descubria. Cierta suave palidez, indicio de que su alma habia sentido
ya los primeros tiros del pesar y de la tristeza, al paso que hacia
resaltar sus vagas sonrisas, interesaba y rendia á todo el que tenia
la desgracia de verla una vez para su eterno tormento.
En el otro estremo del salon bordaban un tapiz varias dueñas y
doncellas en silencio, muestra del respeto que á su señora tenian.
Hablaba esta con su dama favorita, pero en un tono de voz tal, que
hubiera sido muy dificil á las demas personas que al otro lado de
la habitacion se hallaban enlazar y coordinar las pocas palabras
sueltas que llegaban á sus oidos enteras de rato en rato, cuando la
vehemencia en el decir ó alguna rápida esclamacion hacian subir de
punto las entonaciones del diálogo entre las dos establecido.
—Elvira, decia doña María de Albornoz á su camarera, Elvira, ¡cuánta
envidia te tengo!
—¿Envidia, señora? ¿A mí? contestó Elvira con curiosidad.
—Sí: ¿qué puedes desear? Tienes un marido que te ama, y de quien te
casaste enamorada; tu posicion en el mundo te mantiene á cubierto de
los tiros de la ambicion y de las intrigas de corte...
—¿Y es doña María de Albornoz, la rica heredera, y la esposa del
ilustre don Enrique de Villena, quien tiene envidia á la muger de un
hidalgo particular...?
—¿De qué me sirve ser la esposa de ese ilustre don Enrique, si lo soy
solo en el nombre? mira lo que en este momento está pasando; tres
dias hace ya que partió á caza de montería; en esos tres dias Fernan
Perez de Vadillo ha venido dos veces á ver á su muger, y el conde
de Cangas y Tineo prefiere á la vista de la suya la de los javalíes
y ciervos del soto. Elvira, si se hicieran las cosas de dos veces,
doña María de Albornoz no volvería á dar su mano á un hombre cuyos
sentimientos no le fuesen bien conocidos. ¡Maldita razon de estado! A
un hombre de quien no supiese con seguridad que habia de ser el mismo
con ella á los tres años que á los tres dias.
—¿Dónde está, señora, ese caballero? preguntó con distraccion Elvira,
lanzando un suspiro. ¿Dónde está?
—¿Dónde está? repitió asombrada la de Albornoz. ¿Tan dificil crees
encontrar un esposo que me ame mas que don Enrique?
—Si me lo permitís, diré que no sería dificil; pero desde un esposo
que os ame mas que don Enrique, hasta el hombre que buscábais hace
poco, hay la misma distancia que hay desde la idea imaginaria que del
matrimonio os habeis formado, hasta la realidad de lo que es este
vínculo en sí verdaderamente.
—No te entiendo, Elvira.
—¿Y me entenderíais si os dijera que hace tres años que me casé
enamorada con Fernan Perez de Vadillo, y que él no lo estaba menos
segun todas las pruebas que de ello me tenia dadas, y si os añadiese
que ni yo encuentro ya en mi escelente esposo al amante por mas que
le busco, ni él acaso encontrará en mí á la Elvira de nuestros amores?
—¿Qué dices?
—Acaso no podreis concebirlo. Es la verdad sin embargo; estad
segura empero de que en Castilla dificilmente pudierais encontrar
matrimonio mejor avenido; él me estima, y yo no hallo en el mundo
otro que merezca mas mi preferencia. ¡Ah! señora, no está el mal en
él ni en mí: el mal ha de estar, ó en quien nos hizo de esta manera,
ó en quien exige de la flaca humanidad mas de lo que ella puede
dar de sí... Perdonadme, señora; no debiera acaso hablar en estos
términos, pero solo á vos confiaria estos sentimientos, que quisiera
mantener encerrados eternamente en mi corazon. La vida comun, en
la cual cada nuevo sol ilumina en el consorte un nuevo defecto que
la venda de la pasion no nos habia permitido ver la víspera en el
amante, se opondrá siempre á la duracion del amor entre los esposos.
En cambio una estimacion mas sólida y un cariño de otra especie se
establecen entre los desposados, y si ambos tienen alternativamente
la deferencia necesaria para vivir felices, podrá no pesarles de
haberse enlazado para siempre.
—¡Qué consuelo derraman tus palabras en mi corazon, Elvira! Si tú no
te consideras completamente dichosa, creo tener menos motivos para
quejarme; sin embargo, de buena gana te pediria un consejo que creo
necesitar. Si tu esposo te insultase diariamente con su frialdad y su
indiferencia nada menos que galantes, si tus virtudes no te bastasen
á esclavizarle y contenerle en la carrera del deber...
—Redoblaria, señora, esas virtudes mismas: no sé si el cielo me tiene
reservada esa amarga prueba; pero si tal caso llegase, fuerzas le
pediria solo para resistirla y para vencer en generosidad al mal
caballero, que con tan negra ingratitud premiase mi cariño y mi
conducta irreprensible.
—Basta, Elvira, basta: seguiré tu consejo; está en armonía con mis
propios sentimientos. Sí, la paciencia y la resignacion serán mis
primeras virtudes. ¡Ah don Enrique, don Enrique! ¡y qué mal pagais mi
afecto! ¡y qué poco sabeis apreciar la esposa que teneis!
—¡Tened, señora! ¿no oís la señal del conde? ¿no habeis oido una
corneta?
—Imposible: llevan solo tres dias y fueron para cuatro.
—No importa; no he podido equivocarme: no, no me he equivocado: ¿oís
las pesadas cadenas del puente?
—¡Cielos! No le esperaba. ¡Ah! estoy demasiado sencilla: Dios sabe si
no será perdido el trabajo que emplee en adornarme.
—¿Qué decís?
—Sí, llama á mis dueñas.
Acercáronse dos dueñas de las que en la estremidad de la sala
bordaban, á la indicacion que Elvira les hizo levantándose, y
prosiguió la condesa.
—Arreglad mis cabellos, pasadme un vestido con el cual pueda recibir
dignamente á mi esposo: probablemente nos dará lugar: nunca que
viene de fuera deja de dirigirse primero á la cámara del rey para
informarle de su llegada. Jamas me parecerá bastante todo el cuidado
que puedo tener en engalanarme y aparecer á sus ojos armada de las
únicas ventajas que nuestro sexo nos concede. Este mismo cuidado le
probará el aprecio que hago de su amor: acaso vuelva en sí algun dia
avergonzado de su conducta, y acaso no se frustren estas esperanzas
que ahora te parecen infundadas.
Llegaron dos doncellas que en el menor espacio de tiempo posible
recogieron sus hermosos cabellos sobre su frente y los prendieron con
una rica diadema de esmeraldas, sustituyendo asimismo al sencillo
vestido que la cubria otro lujosamente recamado de plata.
Llegad, Guiomar, dijo á una de sus sirvientes doña María de Albornoz,
llegad hasta el alabardero de la cámara del rey, y ved de inquirir
si es efectivamente don Enrique de Villena el caballero que acaba de
entrar en el alcázar, como tengo sobrados motivos para sospecharlo.
Inclinó Guiomar la cabeza y salió á obedecer la orden que se le
acababa de dar.
—¿Puedes comprender, Elvira, la causa que me vuelve á mi esposo un
dia antes de lo que esperaba? ¿acaso habrá amenazado su vida algun
riesgo inesperado?
—No lo temas, señora. En el dia y en este punto de Castilla ningun
miedo puede inspirarnos ni el moro granadino, ni el portugués: y por
parte de los demas grandes, don Enrique está bien en la actualidad
con todos. Acaso el rey le habrá enviado á buscar... algun asunto de
Estado podrá reclamar su presencia.
—Dices bien: me ocurre que la llegada del caballero que á todo correr
entró esta mañana en el alcázar pudiera tener algo de comun con esta
sorpresa...
—¿Qué motivos... tienes, señora, para... presumir...?
—Motivos... ningunos... pero mi corazon me engaña rara vez; y aun si
he de creer á sus presentimientos, nada bueno me anuncia este suceso.
—¿Pero sabes, señora, quién fuese el caballero?
—Hanme dicho solo que venia con un su escudero de Calatrava.
—¿De Calatrava? ¿y no sabes mas...?
—Dicen que es un caballero que viene todo de negro...
—¿De negro?
—Quien me ha dado estos detalles ha dicho que no sabia mas del
particular; pero paréceme, Elvira, que te ha suspendido esta escasa
noticia que apenas basta para fijar mis ideas: ¿conoces algun
caballero de esas señas...?
—No señora... son tan pocas las que me dais...
—Estás sin embargo inmutada...
—Guiomar está aqui ya, interrumpió Elvira, como aprovechando esta
ocasion que la libraba de tener que dar una esplicacion acerca de
este reparo de la condesa... ella nos dará cuenta de...
—Guiomar, dijo levantándose doña María de Albornoz al ver entrar á su
mensagera de vuelta de su comision, Guiomar, ¿es mi esposo quien ha
llegado?
—Sí señora, es don Enrique de Villena...
—Elvira, nuestros esposos.
—No señora, viene solo con su juglar y con el escudero del caballero
del negro penacho que llegó esta mañana al alcázar.
—Mi corazon me decia que tenia algo de comun un suceso con el otro...
¿Y por qué tarda en llegar á los brazos de su esposa, Guiomar?
—Señora, no puedo satisfacer á tu pregunta: ni yo he visto á tu
señor, ni le han visto en la cámara del rey todavía...
—¿No?
—Parece que se ha dirigido en cuanto ha llegado á preguntar por la
habitacion del caballero recien venido de Calatrava.
—¡Qué confusion en mis ideas! Despejad vosotras: siento pasos de
hombres; ellos son: Elvira, permanece tú sola á mi lado.
Oíanse efectivamente las pisadas aceleradas de varias personas,
y se podia inferir que trataban andando cosas de mas que mediana
importancia, porque se paraban de trecho en trecho, volvian á andar y
volvian á pararse, hasta que se les oyó en el dintel mismo del gran
salon. Las dueñas y doncellas salieron á la indicacion de su ama, y
solo la impaciente doña María y su distraida camarera quedaron dentro
con los ojos clavados en la puerta que debia abrirse muy pronto para
dar entrada al esperado esposo.
—Podeis retiraros, dijo al entrar don Enrique de Villena á dos
personas de tres que le acompañaban, y saludándose unos á otros
cortesmente, el conde con su juglar se presentó dentro del salon á la
vista de su consorte anhelante.
—Esposo mio, esclamó doña María previniendo las frias caricias de su
severo esposo: ¿tú en mis brazos tan presto...?
—¿Os pesa, doña María? contestó con risa sardónica el desagradecido
caballero.
—Pesarme á mí de tu venida, yo, que no deseo otra dicha sino tu
presencia, y que solo para tí existo...
—¿Y que solo para tí me engalano, pudierais añadir, hoy que os
encuentro tan prendida sabiendo que estoy en el monte?
—Y si solo tu venida...
—Me es indiferente, señora...
—Indiferente... Ah... venis á insultar como de costumbre á mi dolor y
á mí...
—Acabad...
—Sí, acabaré... á mi necedad...
—Basta; no estamos solos, señora.
—¡Elvira...! dijo la de Albornoz echando sobre su camarera una mirada
de dolor.
—Te entiendo, señora... te esperaré en tu cámara...
Salió Elvira del salon por una puerta que daba á otra pieza
inmediata, con rostro decaido, ora procediese su abatimiento de la
prolongacion imprevista de la ausencia de su esposo, ó lo que es mas
creible, de la esperanza chasqueada que de ver entrar al caballero de
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