El doncel de don Enrique el doliente, Tomo I (de 4) - 1

Total number of words is 4683
Total number of unique words is 1766
33.5 of words are in the 2000 most common words
48.0 of words are in the 5000 most common words
56.0 of words are in the 8000 most common words
Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.

NOTA DE TRANSCRIPCIÓN
En el texto las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las
versalitas se han convertido a MAYÚSCULAS.


EL DONCEL DE DON ENRIQUE EL DOLIENTE:
HISTORIA CABALLERESCA
DEL SIGLO QUINCE
por
D. MARIANO JOSÉ DE LARRA.
SEGUNDA EDICION.
TOMO I.



Madrid.
Imprenta de Don José María Repullés.
1838.


EL DONCEL DE _Don Enrique el Doliente_.


CAPITULO I.
Mis arreos son las armas,
mi descanso es pelear,
mi cama las duras peñas,
mi dormir siempre velar.
_Cancionero general._

Antes de enseñar el primer cabo de nuestra narracion fidedigna, no
nos parece inútil advertir á aquellas personas en demasía bondadosas
que nos quieran prestar su atencion, que si han de seguirnos en el
laberinto de sucesos que vamos á enlazar unos con otros en obsequio
de su solaz, han menester trasladarse con nosotros á épocas distantes
y á siglos remotos, para vivir, digámoslo asi, en otro orden de
sociedad en nada semejante á este que en el siglo XIX marca la
adelantada civilizacion de la culta Europa. Tiempos felices, ó
infelices, en que ni la hermosura de las poblaciones, ni la facil
comunicacion entre los hombres de apartados paises, ni la seguridad
individual que en el dia casi nos garantizan nuestras ilustradas
legislaciones, ni una multitud, en fin, de refinadas y esquisitas
necesidades ficticias satisfechas podian apartar de la imaginacion
del cristiano la idea, que procura inculcarnos nuestro sagrado
dogma de que hacemos en esta vida transitoria una breve y molesta
peregrinacion, que nos conduce á término mas estable y bienaventurado.
Mis arreos son las armas,
mi descanso es pelear
podian repetir con sobrada razon nuestros antepasados de cuatro
ó cinco siglos: nuestra nacion, como las demas de Europa, no
presentaba á la perspicacia del observador sino un caos confuso,
un choque no interrumpido de elementos heterogéneos que tendian á
equilibrarse, pero que la ausencia prolongada de un poder superior
que los amalgamase y ordenase, completando el gran milagro de la
civilizacion, se encontraban con estraña violencia en un vasto
campo de disensiones civiles, de guerras esteriores, de rencillas,
de desafios, y á veces de crímenes, que con nuestras estremadas
instituciones mal en la actualidad se conformarian.
Una incomprensible mezcla de religion y de pasiones, de vicios y
virtudes, de saber y de ignorancia, era el carácter distintivo de
nuestros siglos medios. Aquel mismo príncipe que perdia demasiado
tiempo en devociones minuciosas, y que espendia sus tesoros en
piadosas fundaciones, se mostraba con frecuencia inconsecuente en su
devocion, ó descubria de una manera bien perentoria lo frívolo de su
piedad, pues en vez de arreglar por ésta su conducta, se le veía no
pocas veces salir de los templos del Altísimo para ir á descansar de
las fatigas del gobierno en los brazos de una seductora concubina,
que usurpaba la mitad del lecho regio de su consorte despreciada. El
caballero que volvia de reconquistar el santo sepulcro del Salvador,
y que llevaba ricamente bordado en el pecho el signo augusto de la
redencion, aquel mismo cruzado que al entrar en el gremio de la
iglesia habia depuesto en las fuentes bautismales el vano deseo de
venganza, adoptando y jurando, á imitacion del hombre Dios, el perdon
de las injurias, sin el menor escrúpulo de conciencia declaraba las
muestras de su organizacion irascible, que á gala tenia; á la menor
sombra de pretendida ofensa corria lanza en ristre á partir el sol
del palenque, y á abrir una ancha fuente de sangre humana en el
pecho de su adversario, invocando á un tiempo por una inesplicable
contradiccion el nombre santo de Dios, y el nombre profano de la dama
por quien moria.
En vano la religion se esforzaba en dulcificar las costumbres de
los hijos de los godos, exaltados por la prolongada guerra con los
sarracenos. Es verdad que ganaba terreno, pero era con lentitud;
entretanto se criaba el caballero para hacer la guerra y matar.
Verdad es que los primeros enemigos contra quien debia dirigirse eran
los moros; pero muchas veces lo eran tambien los cristianos, y habia
quien matando dos de aquellos por cada uno de estos últimos, creía
lavado el pecado de su espantoso error. Matar infieles era la grande
obra meritoria del siglo, á la cual, como al agua bendecida por el
sacerdote, daban engañados algunos la rara virtud de lavar toda clase
de pecados.
Para los hombres el ejercicio de las fuerzas corporales, el facil
manejo de la pesada lanza, el arte de domeñar el espumoso bridon,
la resistencia en el encuentro, y el pundonor falsamente entendido
y llevado á un estremo peligroso; y para las mugeres el arte de
conquistar con las gracias naturales y de artificio al campeon mas
esforzado, y ceñirle al brazo la venda del color favorito, recompensa
del brutal denuedo del vencedor del torneo, y el recato solo para con
el caballero no amado, eran la educacion del siglo. Dios y mi dama,
decia el caballero; Dios y mi caballero, decia la dama.
En medio del furor de guerrear que debia animar á todos en aquella
época, algunos ministros del Altísimo no dudaban acompañar las
huestes, armados á la vez como los guerreros, y aun cuando no
desenvainasen en las lides la ponderosa espada de Damasco y de Toledo
para herir con ella al enemigo, esta costumbre arrastraba á algunos
á autorizar trances de rebelion del soberbio rico-hombre contra la
magestad de su rey y señor natural.
Un corto número de espíritus mas pusilánimes, ó acaso mas
calculadores que sus contemporáneos, poseía la corta riqueza
literaria griega y romana que de las ruinas del Partenion y del
Capitolio, habian podido salvar en medio de la devastacion desoladora
de la irrupcion de los bárbaros, algunas primitivas comunidades
monásticas. El estudio todo que se hacia en los claustros estaba
reducido, y debia estarlo, á la ciencia eclesiástica, la única que
podia y debia salvar, como efectivamente salvó á la Europa de su
total ruina. Las bellezas gentílicas de los Homeros y Virgilios
debian reservarse para otros tiempos, y los monasterios, conservando
estos monumentos clásicos de la antigüedad, hacian á la literatura
todo el servicio que podian hacerla. Otros espíritus no obstante se
dedicaban fuera de aquellas escuelas al estudio, y la ciencia que
adquirian era solo el medio criminal de grangearse una consideracion
y una fortuna aun mas criminales todavía. Afectando la ciencia
de los astros ó una misteriosa comunicacion con el mundo de los
espíritus, sabian abusar de la insensata credulidad de los reyes y
de los pueblos, y convertir en propio y particular provecho suyo las
luces que no trataban de difundir, sino antes de conservar entre sí
clandestina y masónicamente, como un pérfido talisman que ejerciendo
al cabo su irresistible influencia sobre los espíritus débiles é
ignorantes, libraba en las manos de unos pocos empíricos solapados,
la palanca poderosa con que movian y removian á su placer cuantos
obstáculos á sus dañadas intenciones se pudieran presentar.
A esta época, pues, y al trato belicoso de los nietos de las hordas
del Norte, al centro de aquella informe sociedad, hija de padres tan
contrarios como los bárbaros de la fria Noruega y las cultas ruinas
de la capital del mundo, á esta época, á ese trato y á esta sociedad
vamos á trasladar á nuestros lectores.
No se crea tampoco por el cuadro que rápidamente acabamos de
bosquejar, que sea preciso entrar con horror á desentrañar las
costumbres de tan inesplicable época; lejos de nosotros esta idea;
tambien se ofrecen en ella virtudes colosales que no son por cierto
de nuestros dias. El amor, el rendimiento á las damas, el pundonor
caballeresco, la irritabilidad contra las injurias, el valor contra
el enemigo, el celo ardiente de la religion y de la patria, llevado
el primero alguna vez hasta la supersticion, y el segundo hasta la
odiosidad contra el que nació en suelo apartado; si no son prendas
todas las mas adecuadas al cristianismo, no dejan por eso de tener su
lado hermoso por donde contemplarlas, y aun su utilidad manifiesta,
dado sobre todo el dato del orden de cosas entonces establecido, las
hacia tan necesarias como deslumbradoras.
El carácter empero mas verdaderamente distintivo de la época,
era la lucha establecida y siempre pendiente entre el príncipe y
sus primeros súbditos; una escala descendiente y ascendiente que
constituía á los pecheros vasallos de vasallos, y á los reyes señores
de señores, era el principal obstáculo que impedia al poder ejercer
á la vez su influencia igual y equitativa por toda la estension de
sus dominios, el pechero doblemente súbdito tenia dobles obligaciones
(mas bien que contraidas impuestas) para con su dueño inmediato, y
para con el señor natural de todos. Por otra parte era de notar el
poder no reprimido de los orgullosos magnates, sin cuya cooperacion
voluntaria hubiera sido una vana fantasma la autoridad del monarca.
Éste en todo trance de guerra se veía poco menos que precisado á
mendigar los hombres de armas, que solo podian proporcionarle para
las jornadas los ricos-homes que los sostenian á sus espensas, y por
consiguiente á su devocion, y que desigualaban á placer la fuerza
recíproca de los partidos con la mas leve inclinacion de su parte; el
señorío absoluto (si no de derecho, de hecho) de vidas y haciendas
en sus inmensos dominios; sus bien defendidos castillos feudales, de
donde mal pudiera desalojarlos la sencilla arcabucería y manera de
guerrear de la época; su orgullo, nacido de los grandes favores que
en la contínua reconquista contra moros les debia el rey y la patria;
y la remision sobre todo de los agravios al duelo particular, al paso
que inutilizaban toda la energía de un rey y sus buenas intenciones,
eran las causas, por entonces irremediables, de la impunidad de los
delitos; causas que perpetuaban la injusticia y el abuso de la
fuerza de los primeros hombres de la nacion, que no habia especie
de ambicion ni pasion frenética de que no se dejasen torpemente
arrastrar.
Este era el estado de las costumbres de la Europa, y por consiguiente
de nuestra España, en la época á que nos referimos. En el año en que
pasaba lo que vamos á contar, hacia ya trece que don Enrique III,
dicho el Doliente, y nieto del famoso don Enrique el Bastardo, habia
subido á ocupar el trono, vacante por la desastrosa muerte de su
padre don Juan I, ocurrida en Alcalá de Henares de caida de caballo.
Y apenas habian bastado estos trece años para reparar los daños que
su menor edad habia acarreado á Castilla desvalida.
El cisma duraba en la Iglesia desde la eleccion tumultuosa del
arzobispo de Bari, llamado Urbano VI, ocurrida el año 1378, despues
de la muerte de Gregorio onceno. Habíanse reunido los cardenales
en cónclave; pero sabedores acaso los romanos de que la corte de
Francia trataba de influir en la eleccion del cardenal de Génova,
ligado por parte de padre con los condes de Génova de la casa de
Oliveros, y por parte de madre con los condes de Boloña, parientes
de la casa real de Francia, se amotinaron, y precipitándose en el
lugar del cónclave, despues de forzar las cerraduras, segun en
nuestras leyendas se refiere, clamaron: “Papa romano queremos, ó á
lo menos italiano,” de cuya infraccion notable y sacrílega resultó
la eleccion del arzobispo, que se coronó el dia de Pascua de
Resurreccion. Varios cardenales empero refugiándose en el lugar de
Anania, y despues en Fundí, proclamaron la invalidez de la eleccion
forzada, y amparados de la corte de Francia eligieron al cardenal
de Génova, que tomó nombre de Clemente VII, y estableció la silla
de su iglesia en Aviñon. Urbano y Clemente habian enviado entrambos
al rey de Castilla, á la sazon Enrique II, sus mensageros, asi como
los habia enviado en apoyo del último Cárlos V, rey de Francia; la
corte de Castilla permaneció por entonces indecisa hasta consultar
en materia tan delicada á sus varones mas famosos. Posteriormente,
en el año 1381, el sucesor de don Enrique II, don Juan I, hallándose
en Medina del Campo, y despues de haber reunido y consultado á sus
prelados, ricos-hombres y doctores, se decidió por Roberto de
Génova, negando la obediencia al _intruso apostático Bartolomé_,
como le llama en la carta que con fecha de Salamanca le escribió
á Clemente VII, prestándole homenage como á único papa verdadero.
Mas adelante murió en su palacio de Aviñon el papa Clemente VII, á
26 de Setiembre de 1394, reinando en Castilla don Enrique III; y
sus cardenales, deseosos de la union de la Iglesia, se propusieron
elegirle un sucesor, jurando todos antes sobre los santos evangelios
renunciar el papazgo inmediatamente despues de nombrados, si asi
fuese necesario, y en el caso de que se ciñese á hacer otro tanto
Urbano, para proceder unidos de nuevo todos los cardenales en Roma
á la eleccion válida y conforme de uno solo. Fue elegido, pues,
en Aviñon el cardenal don Pedro de Luna, aragonés de nacion, y
rico-hombre de los de Luna; negóse al principio á admitir la triple
corona, pero una vez sentado en la silla apostólica, se resistió
enteramente á las solicitudes de sus cardenales y del rey de Francia,
que le envió á Juan duque de Berry y á Felipe duque de Borgoña sus
tios, para que renunciase conforme habia jurado. Esto dió lugar á
contínuos debates, que se hallaban en pie todavía en el tiempo á que
nos referimos, habiéndose declarado en favor de Benedicto Francia,
Castilla, Navarra y Aragon y por el papa romano el emperador, la
Inglaterra y la Italia.
Con respecto á Portugal, Castilla seguia defendiendo, aunque
débilmente, sus derechos: verdad es que desde la infausta jornada
de Aljubarrota, perdida por la impericia estratégica de los jóvenes
y acalorados caballeros del ejército de don Juan I, este mismo
habia casi abandonado las esperanzas de recobrar aquel reino que
indisputablemente le perteneciera por su boda con doña Beatriz,
hija y única heredera del muerto rey don Fernando. El odio entre
portugueses y castellanos, y el empeño sobre todo de aquellos
en no ver nuevamente fundido en la corona de Castilla su suelo
independiente, habia dado una popularidad estraordinaria al maestre
de Avís; ayudado de ella se propasó á quitar la vida al conde de Oren
en el mismo palacio de la regenta, y permitió á sus partidarios la
muerte del infeliz obispo de Lisboa, despeñado de la torre: erigióse
rey en Coimbra con el dictado de Juan I despues de la resignacion
de regenta de la viuda Leonor, y reclusion de esta por nuestro rey
en el monasterio de Otordesillas, como le llaman nuestras crónicas
contemporáneas.
Ya don Juan I de Castilla, en su testamento otorgado en Celórico de
la Vera, poco antes de la jornada de Aljubarrota, vacilando él mismo
sobre la legitimidad de sus derechos, al legárselos á su hijo y
sucesor Enrique III, le habia legado tambien las dudas que acerca de
tan delicada contienda en su propio corazon albergaba. En la época de
nuestra narracion era tan débil ya la guerra que se sostenia contra
Portugal, que mas parecia efectos de una obstinacion irrealizable,
que una verdadera lucha que presentase síntomas de un término
definitivo. Ni apenas se hubiera dicho que semejante guerra existia
entre las dos naciones, si no lo hubiesen atestiguado las contínuas
treguas y largos armisticios, que continuamente por una parte y otra
se ratificaban.
Enrique III, al subir al trono á los catorce años para dar fin á la
anarquía que en el Estado alimentaran sus poderosos tutores, habia
ratificado las ligas hechas por su padre con Cárlos VI de Francia
y con los reyes de Aragon y de Navarra; y solo con el rey moro de
Granada sostenia una guerra muy semejante en su lentitud y en sus
largas treguas á la de Portugal.
Tal era tambien el estado político de Castilla en la época de nuestra
historia caballeresca, á que daremos principio desde luego sin
detenernos mas tiempo en digresiones preparatorias, de poco interes
acaso para el lector, si bien hasta cierto punto necesarias para la
particular inteligencia de los hechos que á su vista tratamos de
esponer sencilla y brevemente.
Con respecto á la veracidad de nuestro relato, debemos confesar que
no hay crónica ni leyenda antigua de donde le hayamos trabajosamente
desenterrado; asi que, el lector perdiera su tiempo si tratase de
irle á buscar comprobantes en ningun libro antiguo ni moderno:
respondemos sin embargo de que si no hubiese sucedido, pudo suceder
cuanto vamos á contar, y esta reflexion debe bastar tanto mas para el
simple novelista, cuanto que historias verdaderas de varones doctos
andan por esos mundos impresas y acreditadas, de cuyo contenido no
nos atreveriamos á sacar tantas líneas de verdad, ó por lo menos de
verosimilitud, como las que encontrará quien nos lea en nuestras
páginas, tan fidedignas como útiles y agradables.
[Ilustración]


CAPITULO II.
De Mántua salió el marqués
Danes Urgél el leale,
allá va á buscar la caza,
á las orillas del mare.
Con él van sus cazadores
con aves para volare,
con él van los sus monteros
con perros para cazare.
_Cancionero de romances._

A fines del siglo XIV estaba la hoy coronada y heróica villa de
Madrid, muy lejos de pretender al lugar preeminente que en la
actualidad ocupa en la lista de los pueblos de la Península. Toda
su importancia estaba reducida á la fama de que gozaban sus espesos
montes, los mas abundantes de Castilla en caza mayor y menor: el
javalí, la corza, el ciervo, hasta el oso feroz hallaban vivienda
y alimento entre sus altos jarales, sus malezas enredadas, y
sus silvestres madroñeros, que han desparecido despues ante la
destructora civilizacion de los siglos posteriores. El implacable
leñador ha derrocado por el suelo con el hacha en la mano la erguida
copa de los pinos y robles corpulentos para satisfacer á las
necesidades de la poblacion, considerablemente acrecentada; y el
hombre ha venido á hollar la magnífica alfombra que la naturaleza
habia tendido sobre su suelo privilegiado: ha tenido fuerzas para
destruir, pero no para reedificar: la naturaleza ha desaparecido
sin que el arte se haya presentado á ocupar su lugar. Inmensos
arenales, oprobio de los siglos cultos, ofrecen hoy su desnuda
superficie al pie del caminante; al servir los árboles de pasto al
fuego insaciable del hogar, los manantiales mismos han torcido su
corriente cristalina ó la han hundido en las entrañas de la madre
tierra, conociendo ya, si se nos permite tan atrevida metáfora, la
inutilidad de su influjo vivificador. Madrit, el antiguo castillo
moro, la pobre y despreciada villa, ciñó mientras fue olvidada de los
hombres la suntuosa guirnalda de verdura con que la naturaleza quiso
engalanarla, y Madrid, la opulenta corte de reyes poderosos, término
de la concurrencia de una nacion estendida, y tumba de sus caudales
inmensos y de los de un mundo nuevo, levanta su frente orgullosa,
coronada de quiméricos laureles, en medio de un yermo espantoso y
semejante al avaro que henchidas de oro las faltriqueras, no ve en
torno de sí do quiera que vuelve los ojos sino miseria y esterilidad.
Al famoso soto de Segovia, que se estendia hasta el Pardo y mas acá,
concurrian los reyes y los grandes de Castilla de todas partes para
lograr el solaz de la cetrería y de la montería, placer privilegiado
y peculiar de los feudales señores de la época.
El sol, rojo como la lumbre, despidiendo sus rayos horizontales por
entre las altas copas de los árboles, marcaba el fin próximo de uno
de los mas hermosos dias del mes de mayo: como á cosa de dos leguas
de Madrid, una hermosa compañía de cazadores ricamente engalanados
y vestidos turbaba todavía la tranquilidad del monte y de la selva;
varias magníficas tiendas levantadas á orillas del Manzanares,
eran indicio de haber durado aquel placer algunos dias: acababa
de practicarse el último ojeo, y puestos los monteros en acecho
esperaban en las encrucijadas á que asomase por alguna parte el
animal para precipitarse sobre él con el venablo aguzado, y rendirle
en tierra del primer golpe. Infinidad de reses de todas especies,
suspendidas fuera y dentro de las tiendas, daban claras muestras de
la destreza de los monteros y de la bienandanza del dia. En una de
ellas preparaban varios manjares y daban vueltas á un largo asador
dos hombres, que asi revolvian con sus brazos arremangados el asador,
como atizaban la brasa, que iba dorando ya el engrasado lomo de la
víctima. Miraban tan interesante operacion otros dos personages; el
uno representaba tener á lo menos treinta años; su aire no comun, su
rostro afable, aunque grave, sus maneras francas y su trage, sobre
todo, daban á entender que podia pertenecer, sino al primer rango de
la sociedad de aquel tiempo, á una buena familia por lo menos; y de
todas suertes se echaba bien de ver á la primera ojeada en todo su
esterior cierta libertad que solo dan la satisfaccion, la holgura, y
la costumbre de frecuentar grandes personages, ya que no se atreviera
el observador á asegurar que él lo fuese. Enfrente de él se hallaba
otro que podria tener veinte y cinco años; su personal era bueno,
y sin embargo no sé qué espresion particular de siniestra osadía
tenia su rostro; una sonrisa asomada de contínuo á sus labios le daba
cierto aire de complacencia obligada, que suponia en él el hábito de
vivir al lado de personas de categoría superior á la suya: una voz
verdaderamente seductora, sobre todo en sus modulaciones, probaba que
no descuidaba medio alguno para captarse la voluntad: sus ojos, entre
pardos y verdes, tenian no sé qué de talento y de misterio, y su
pelo, crespo y de un rojo muy subido, prestaba á la cara que debiera
adornar cierta aspereza y aun ferocidad rechazadora. Vestia un corto
sayo pardo de montero, sujeto en el talle por un cinturon de baqueta
verde, prendido con un gran broche de laton; llevaba unos botines
altos de paño del mismo color del sayo y atacados hasta la rodilla,
un capacete adornado de plumas blancas, y pendia de su cintura un
largo cuchillo de monte.
En el momento en que su conversacion empieza á interesar á nuestra
historia, decia el primero al segundo:
—¿Puedo yo saber, Ferrus, cómo habeis dejado un solo momento el lado
del poderoso conde de Cangas y Tineo...?
—Pardiez, señor Vadillo, me gusta mas ver al javalí en la brasa que
entre la maleza: sobre todo, desde que uno de ellos me rompió el año
pasado junto á Burgos un rico sayo de bellorí, que me habia regalado
el conde mi amo. Desde que me convencí colgado de un roble de que no
habia mediado entre su colmillo y mi persona mas espacio que el que
separa mi ropa de mi cuerpo, juré á todos los santos del Paraiso no
volver á ponerme en el camino de ningun animal de esa especie; son
tan brutos, que asi respetan ellos á un rimador favorito del pariente
del rey, como á un montero adocenado. ¿Y puedo yo hacer la misma
pregunta al señor Fernan Perez de Vadillo, primer escudero de su
señoría?
—Os habeis hecho harto curioso y pregunton, Ferrus. Respondedme
antes á otra pregunta, y despues veré de responderos á la vuestra,
si me place. ¿Habeis visto un palafren que acaba de llegar de Madrid
cubierto de polvo y devorando tierra, no hace medio cuarto de hora?
¿Habéisle conocido?
—Es Hernando, criado del Doncel.
—¿Y á qué vino?
—No lo sé, aunque lo sospecho. Me parece que su amo estaba encargado
por el conde de una comision particular... El maestre de Calatrava
estaba en los últimos...
—Cierto... acaso habrá terminado sus dias...
—Tal vez...
—¿Y qué podria tener eso de comun con la venida de Hernando?
—Mucho; me temo que don Enrique de Villena anda hace tiempo acechando
un maestrazgo.
—¿Sabeis que es casado?
—¿Puedo ignorarlo, señor Fernan Perez? Pero puedo asegurar á todo el
que tenga interes en saberlo, que don Enrique de Villena y su esposa
doña María de Albornoz no son dos amantes...
—¡Chiton! Ferrus, no estamos solos; dijo alarmado el primer escudero
echando una ojeada de desconfianza hácia el parage donde daba vueltas
todavía sobre la brasa el ciervo, impelido del brazo del infatigable
repostero.
—Teneis razon, señor escudero. Nunca me acuerdo de que no es esa
gente el mejor consonante para mis trovas.
—¿Y qué quereis decir con la proposicion que habeis aventurado? dijo
acercándose á él Vadillo, y con tono de voz apenas perceptible.
—Solo sabré deciros, contestó Ferrus con igual misterio, que nuestros
señores no duermen juntos...
—Brava ocasion para chanzas, Ferrus.
—¡Chanzas! ¿eh? Dígalo la señorita Elvira, vuestra misma esposa, que
no se separa un punto de la condesa...
—Coplero, ¿quereis hablar alguna vez con formalidad? ¿y dejará de ser
casado porque no haga vida comun con ella...?
—Decis bien, pero como allá van leyes... no os enojeis, haré por
enfrenar mi lengua. ¿Sabeis la historia del rey don Pedro?
—¿Y bien?
—Casado estaba con doña Blanca de Borbon... y casó sin embargo con la
Padilla...
—¿Y quereis suponer...? ¿Don Enrique sería capaz de imitar al rey
cruel...?
—¿No habria un medio de compostura sin necesidad de que muriese mi
señora doña María? ¿No hay casos en que el divorcio...?
—Mucho sabeis...
—¿Pensais que el rey Enrique III podrá negar muchas cosas á su tio
don Enrique de Villena...?
—No: el prestigio de que goza en la corte es demasiado grande.
—¿Y pensais que el señor Clemente VII se espondria á perder la
amistad y proteccion de Castilla y Aragon en su lucha con Urbano VI,
por tener el gusto de negar una bula de divorcio al conde de Cangas y
Tineo...?
—Por san Pedro, Ferrus, que teneis cabeza de cortesano mas que de
rimador.
—Muchas gracias, señor Fernan. Algunos señores de la corte que me
desprecian cuando pasan delante de mí en el estrado de su alteza, y
que me dan una palmadita en la megilla, diciéndome “_á Dios, Ferrus;
dinos una gracia_,” podrian dar testimonio de mi destreza si supieran
ellos...
—Entiendo: no estoy en ese caso.
—Yo estimo demasiado al primer escudero de mi amo para confundirle
con la caterva de cortesanos, cuyo brillo me ofende, y cuya
insolencia provoca mi venganza.
—¿Y en qué estamos de Hernando y de su comision? interrumpió Vadillo
dándole la mano y apretándosela, como para dar á entender que aquel
apreton de manos debia significar mas que todas las frases vulgares
que en semejantes casos se dicen.
—Ya he dicho que no sé, si no que sospecho que el conde quiere ser
maestre; que Hernando puede traer noticias de la salud de don Gonzalo
de Guzman, y que esta noche no se acostará don Enrique de Villena sin
haber aligerado y repartido la carga de su secreto, si tiene alguno;
tambien quiero ser franco, tal puede ser él que no me sea lícito
confiarle ni á vos mismo. Pero atended. ¿No oís?
—¿Qué es? repuso el escudero escuchando.
—Es la señal de haber salido la pieza; ¿no oís los ladridos de los
sabuesos y la gritería de los monteros?
—En efecto, dijo Vadillo; salgamos, si es que no teneis miedo tambien
de ver á esta distancia la caza.
—Salgamos.
Pasaba efectivamente como á tiro de ballesta un horrendo javalí,
perseguido de una jauría de valientes canes: ya dos de estos habian
probado sus agudas defensas, dando al viento su sangre y sus entrañas
palpitantes: mas de un montero, á punto de dar el golpe que hubiera
terminado la ansiedad en que á todos los tenia la fiera, se habia
visto arrebatado fuera del sendero que ésta seguia por su caballo
espantado. _Por el valle, por el valle se escapa_, gritaban los
ojeadores: y mas de diez cuernos, resonando en medio del silencio de
la selva, habian dado aviso á los impacientes cazadores que en el
llano se hallaban guardando los pasos y salidas. Mucho menos tiempo
del que hemos tardado en describir esta maniobra tardó en desaparecer
á los ojos de nuestros pacíficos observadores por entre la espesura
la encarnizada caterva, cuyos individuos apenas podian percibirse ya
You have read 1 text from Spanish literature.
Next - El doncel de don Enrique el doliente, Tomo I (de 4) - 2
  • Parts
  • El doncel de don Enrique el doliente, Tomo I (de 4) - 1
    Total number of words is 4683
    Total number of unique words is 1766
    33.5 of words are in the 2000 most common words
    48.0 of words are in the 5000 most common words
    56.0 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El doncel de don Enrique el doliente, Tomo I (de 4) - 2
    Total number of words is 4755
    Total number of unique words is 1662
    37.9 of words are in the 2000 most common words
    51.0 of words are in the 5000 most common words
    58.0 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El doncel de don Enrique el doliente, Tomo I (de 4) - 3
    Total number of words is 4700
    Total number of unique words is 1595
    37.9 of words are in the 2000 most common words
    53.3 of words are in the 5000 most common words
    60.6 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El doncel de don Enrique el doliente, Tomo I (de 4) - 4
    Total number of words is 4749
    Total number of unique words is 1622
    35.9 of words are in the 2000 most common words
    51.7 of words are in the 5000 most common words
    58.9 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El doncel de don Enrique el doliente, Tomo I (de 4) - 5
    Total number of words is 4795
    Total number of unique words is 1677
    36.4 of words are in the 2000 most common words
    52.6 of words are in the 5000 most common words
    60.6 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El doncel de don Enrique el doliente, Tomo I (de 4) - 6
    Total number of words is 3047
    Total number of unique words is 1164
    39.5 of words are in the 2000 most common words
    54.4 of words are in the 5000 most common words
    62.1 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.