El Comendador Mendoza - 06

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sus más apasionadas arengas. El P. Jacinto predicaba también en el Foro,
ó dígase en medio de la plaza pública, durante la Semana Santa. Allí se
hacían todos los pasos á lo vivo, y el padre los explicaba en el sermón
conforme iban ocurriendo. Así, había sermón que duraba tres horas, y
siempre sin dejar el tonillo, lo cual no obstaba para que el padre
expresase los más varios afectos, como piedad, dolor y cólera. Cuando
aparecía el pregonero en el balcón de las Casas Consistoriales y leía la
sentencia de muerte contra Jesucristo, ha quedado en la memoria de los
bermejinos el furor con que el padre se volvía contra él, gritando:
"Calla, falso, ruin, necio y miserable pregonero, y oirás la voz del
Ángel que dice:"
Y entonces salía un ángel muy vistoso por otro balcón de la plaza, y
cantaba el inefable misterio de la Redención, empezando:
"Esta es la sentencia que manda cumplir el Eterno Padre..." y lo demás
que tantas veces hemos oído los que somos de por allí.
Pero, volviendo al P. Jacinto, diré que su mérito como predicador era
quizás lo de menos. Su gran valer fué como director espiritual. Se
pasaba horas y horas en el confesionario. Desde el convento bermejino
tenía con frecuencia que ir al convento de la ciudad cercana, donde
tenía no pocas hijas de confesión entre el señorío. Era además hombre
de consejo y tino en los negocios mundanos, y acudían todos á
consultarle cuando se hallaban en tribulación, apuro ó dificultad. En
suma, el P. Jacinto era un gran médico de almas, aunque duro y feroz á
veces en los remedios. Gustaba de aplicarlos heroicos, como suelen hacer
los demás médicos de los lugares, que tal vez recetan á un hombre el
medicamento que convendría recetar á un caballo. Á pesar de esto, tenía
el padre tal autoridad y discreción; era tan ameno en su trato y tan
resuelto valedor y defensor de las mujeres, que gozaba de inmensa
popularidad entre ellas, y era fervorosamente reverenciado, así de las
jornaleras humildes como de las encopetadas hidalgas.
Aunque tocaba en los setenta años, estaba firme y robusto aún, si bien
había perdido ciertos ímpetus juveniles, que le habían hecho famoso,
llevándole en ocasiones á imitar al Divino Redentor, más que en la
mansedumbre, en aquel arranque que tuvo cuando hizo azote de unos
cordeles y echó á latigazos á los mercaderes del templo. El P. Jacinto
había sido un jayán y había sacudido el polvo á algunos desalmados y
pecadores contumaces, sobre todo cuando eran maridos, que se
emborrachaban, gastaban el dinero en vino y juego y daban palizas á sus
mujeres.
Contra esta clase de hombres había sido duro de veras el P. Jacinto. Ya
no tenía aquellos arrestos de la mocedad; pero su virtud y su fuerza
moral, unida al recuerdo de la física, infundían gran respeto entre los
rústicos.
Tales eran las cualidades principales y la brillante posición del
antiguo maestro del Comendador, con quien éste iba ahora á consultar y
tratar negocios arduos, y de quien esperaba obtener poderoso auxilio.


XIII
No bien llegó el Comendador á Villabermeja y dejó el caballo en su casa,
se dirigió al convento, que distaba pocos pasos, y como era la hora de
la siesta, halló en su celda al P. Jacinto, el cual no dormía, sino
estaba leyendo, sentado á la mesa.
Mis lectores deben de formarse ya, por lo expuesto hasta aquí, cierta
idea bastante aproximada de la condición del mencionado fraile. Fáltame
añadir, para que sea completo el retrato, que era alto y seco; que veía
y oía bien; que tuteaba á todo el género humano, y que se preciaba de no
tener pelillos en la lengua, esto es, de decir cuanto se le ocurría, con
una franqueza que tocaba y hasta pasaba á menudo sus límites, entrando
con banderas desplegadas por la jurisdicción y término de la
desvergüenza. Sólo con D. Fadrique se mostraba el Padre respetuoso y
deferente, suponiendo que él tenía, sin poderlo remediar, un afecto por
su antiguo discípulo, que le hacía sobrado débil.
--Muchacho --dijo á D. Fadrique, apenas le vió entrar,-- ¿qué buen
viento te trae por aquí de improviso?
--Maestro --contestó el Comendador,-- he venido expresamente para
consultar á V.
--¿Para consultarme á mí? ¿Y sobre qué? ¿Qué hay, que tú no sepas mejor
que yo y mejor que nadie?
--Mi consulta es de suma importancia.
--Vamos... ¿de qué se trata?
--Se trata... se trata... nada menos que de un caso de conciencia.
Al oir _caso de conciencia_, el padre miró fijamente al Comendador con
aire de incredulidad y de recelo, y exclamó al cabo:
--Mira, hijo mío, si es que te aburres en estos lugares y quieres
chancearte y divertirte, toma una tabla y dos cuernos, y no te diviertas
ni te chancees conmigo. Ya está duro el alcacer para zampoñas.
--¿Y de dónde infiere V. que me chanceo ó que me burlo? Hablo con
formalidad. ¿Por qué no he de exponer yo á V. formalmente un caso de
conciencia?
--Porque todo hombre de cierta educación, criado en el seno de la
sociedad cristiana, aunque haya perdido la fe en Nuestro Señor
Jesucristo, tiene la conciencia tan clara como yo, y no hay caso que no
resuelva por sí, sin necesidad de consultarme. Si tuvieses fe, podrías
acudir á mí en busca de los consuelos que da la religión. No acudiendo
para esto, ¿qué podré yo decirte, que ignores? La moral tuya es idéntica
á la mía, aunque en sus fundamentos discrepe. Y al fin, harto lo conoces
tú, no hay caso de conciencia, meramente moral, cuya solución no sea
llana para todo entendimiento un poco cultivado. Sin duda que Dios, para
ejercitar nuestra actividad mental y aguzar nuestro ingenio, ó para dar
precio á nuestra fe, ha circundado de tinieblas los grandes problemas
metafísicos; los ha envuelto en misterios, impenetrables á veces; pero
en lo tocante á la moral, en lo que atañe al cumplimiento de nuestros
deberes no hay misterio alguno: todo está claro como el agua. El
soberano Señor, en su infinita bondad y misericordia, no ha querido, á
pesar de nuestras maldades, que nadie tenga que ser un Séneca para saber
perfectamente cuál es su obligación, ni mucho menos que nadie tenga que
ser un héroe estupendo para cumplirla. Ni para conocerla te falta
entendimiento, ni para cumplir con ella debe faltarte voluntad. ¿Qué es
lo que buscas, pues en mí?
--Mucho pudiera argumentarse contra lo que V. dice; pero no quiero
disputar, sino consultar. Quiero convenir en que la moral no es ninguna
reconditez, y en que no es tan arduo cumplir con ella.
--Se entiende --interrumpió el Padre,-- para todos aquellos pueblos
donde la luz del Evangelio ha penetrado. Tú imaginas que el natural
discurso ha bastado á los hombres para formar la ley moral: yo creo que
han necesitado de la revelación; pero tú y yo convenimos en que, una vez
presentada esa ley, la razón humana la acepta como evidente. Es gran
bellaquería suponer esa ley obscura y vaga, y forjarse casos terribles,
conflictos espantosos entre los sentimientos naturales y el sencillo
cumplimiento de un deber. Esto equivaldría á suponer la necesidad de ser
un pozo de ciencia y de sentirse capaz de sobrehumanos esfuerzos para
ser persona decente. Ya tú comprendes que esto sería disculpar y dar
casi la razón á los tunos. Al fin y al cabo, no todos los hombres son
sabios ni tienen las fibras de hierro ni el corazón de diamante. Realzar
así la moral es hacerla poco menos que imposible, salvo para algunos
seres privilegiados y de primera magnitud, más profundos que Crisipo y
más constantes que Régulo.
--Mucho tiene que ver el caso que quiero presentar con todo lo que está
V. diciendo. No es curiosidad ociosa, sino interés muy respetable, el
que me induce á resolver una duda.
--Imposible... tú no puedes dudar.
--Déjeme V. que acabe. Yo no dudo sobre el caso... Tengo formado mi
juicio... que me parece de no menor certidumbre que este otro: dos y
tres son cinco. Mi duda está en si V., por razones que se fundan en la
inexhausta bondad divina, tiene la manga más ancha que yo, ó si por
razones de la ley positiva, en que cree, la tiene más estrecha. ¿Me
entiende V. ahora?
--Te entiendo muy bien; y desde luego te declaro que no he de tener la
manga ni más ancha ni más estrecha que tú. Lo mismo calificaremos ambos
un pecado, una falta, un delito, y lo mismo marcaremos y determinaremos
la obligación que de él nazca. Las razones teológicas tienen que ver con
la penitencia, con la expiación, con el perdón, con la gloria ó el
infierno, allá en el otro mundo, y en esto para nada tienes tú que
meterte ahora. Veamos, pues, ese caso, ya que quieres consultarme.
--Desde luego V. convendrá en que lo robado debe devolverse á su dueño.
--Indudable.
--Y cuando, por efecto de un engaño, algo que pertenece á uno viene á
pertenecer á otro, ¿qué debemos hacer?
--Debemos poner fin al engaño para que lo que posee alguien sin derecho
pase á manos de su señor legítimo.
--¿Y si al poner fin al engaño resultan males evidentemente mayores?
--Aquí importa distinguir. Si tú tienes que hablar, no debes decir
jamás mentira por inmensos que sean los males que de decir la verdad
resulten. Condenada está la mentira oficiosa como la perniciosa. No
debes mentir ni por salvar la vida del prójimo, ni por salvar la honra
de nadie, ni por el bien de la religión; pero yo me atrevo á sostener
que debes callar la verdad cuando nadie la inquiere de tí y cuando de
decirla resultan más males que bienes. Pensar algo en contra es delirio.
Lo sostengo sin vacilación. Voy á explanar mi doctrina en breves
palabras. Tú cometes un pecado. Eres, por ejemplo, mentiroso. Los males
que nazcan de tu pecado debes remediarlos hasta donde te sea posible y
lícito, esto es, sin cometer pecado nuevo para remediar el antiguo.
Dios, para hacernos patente la enormidad de nuestras culpas, consiente á
veces en que nazcan de ellas males cuyos humanos remedios son peores.
Tratar tú de evitarlos ó de remediarlos entonces, no es humildad, sino
soberbia, orgullo satánico; es luchar contra Dios; es tomar el papel de
la Providencia; es dar palo de ciego; es querer enderezar el tuerto que
tú mismo hiciste, torciendo y ladeando lo que está recto, y tirando á
trastornar el orden natural de las cosas.
--Hablando con franqueza --dijo el Comendador,-- la doctrina de V. me
parece muy cómoda. Veo que tiene V. la manga más ancha de lo que yo
pensaba.
--Vete á paseo, Comendador --repuso el padre, bastante enojado.-- En
ninguna ocasión pasé yo por complaciente. Me diriges la acusación más
dura que á un confesor puede dirigirse. Un santo ha dicho: _Non est
pietas, sed impietas, tolerare peccata_, y yo disto mucho de ser impío.
Todo proviene, sin duda, de que tú confundes las cosas. Aquí no hablamos
de penitencia, de expiación, de castigo de la culpa. Sobre este punto no
tengo que decirte yo lo que exigiría de un penitente para absolverle.
Aquí hablamos sólo de la obligación de satisfacer el agravio que nace
del pecado ó del delito. Y á esto he respondido con sencillez. El
pecador ó delincuente debe ir hasta donde le sea posible y lícito. Si ha
de cometer nuevos pecados, si ha de hacer nuevas maldades y desatinos,
mejor es que lo deje y no se meta á remediar el mal que ha hecho. Pues
¡qué! ¿estaría bien, por ejemplo, que tú hirieses á uno, y luego, sin
saber de cirujía, tratases de curarle y le acabases de matar? Dices tú
que la tal doctrina es cómoda. ¿Dónde está la comodidad? Aunque yo te
excuse de poner el remedio, no te libro de la penitencia, del
remordimiento y del castigo. Antes al contrario, lo cómodo es lo otro:
remediar el mal de mala manera, y creerse ya horro y darse ya por
absuelto. Así un criado torpe te romperá un día el vaso más precioso de
los que has traído de la China, le pegará luego chapuceramente con cola,
y se quedará tan fresco como si no te hubiese causado el menor
perjuicio. Lo que debe hacer el criado es andar siempre muy cuidadoso
para no romper el vaso, y si le rompe, sentir mucho su falta, y ya que
no puede ni componer bien el vaso ni comprarte otro nuevo é igual,
sufrir con humildad la reprimenda que tú le eches.
--Me complazco en ver que estamos de acuerdo en lo general de la
doctrina. En la aplicación á casos particulares es en lo que veo que
cabe mucha sutileza. Contra la opinión de V., el buen camino se presenta
muy anublado y confuso. ¿Cómo determinar á veces hasta dónde es posible
y lícito lo que quiero hacer para reparar el daño?
--Es muy sencillo. Si para repararle causas otro daño mayor, deja
subsistir el primero, que es más pequeño; y esto aunque en el segundo
daño que causes no haya pecado de tu parte. Habiendo nuevo pecado, nueva
infracción de la ley moral en el remedio, aunque este segundo pecado sea
menor que el primero que cometiste, no debes cometerle. Dios, si quiere,
remediará el mal causado.
--¿De suerte que no hay más que cruzarse de brazos; dejar rodar la bola?
--No hay más que dejarla rodar, ya que deteniéndola puedes hacer que
todo ruede. Las Sagradas Letras vienen en mi apoyo con no pocos textos.
David dijo: _Abissus abyssum invocat_; Salomón, _Est processio in
malis_; el profeta Amos, _Si erit malum quod Dominus non fecerit?_ con
lo cual da á entender que Dios permite ú ordena el mal como pena del
pecado y escarmiento de las criaturas; y el mismo Salomón, antes citado,
dice, de modo más explícito, que no podemos añadir ni quitar de lo que
Dios hizo para ser temido: _Non possumus quidquam addere nec auferre
quae fecit Deus ut timeatur_.
--Á pesar de los textos, á pesar de los latines me repugna esa cobarde
resignación.
--¿Cómo cobarde? ¿Dónde viste tú que para con Dios haya cobardía? La
resignación á su voluntad no implica, por otra parte, el que te aquietes
y te llenes de contentamiento de tí propio. Sigue llorando tu culpa;
desuéllate el alma con el azote de la conciencia y el cuerpo con unas
disciplinas crueles; haz de tu vida en el mundo un durísimo purgatorio;
pero resígnate y no trates de remediar lo que sólo de Dios debe esperar
remedio. Hasta el sentido común está de acuerdo en esto, miradas las
acciones humanas por el lado de la utilidad y conveniencia, las cuales,
bien entendidas, concuerdan con la moralidad y con la justicia. ¡Qué
atinado es el refrán que reza: _No siento que mi hijo pierda, sino
que quiera desquitarse_! Si malo es jugar, peor es aún volver á jugar;
reincidir en el pecado para remediar el mal del pecado. Pero á todo
esto, tú no hablas sino de generalidades, y el caso de conciencia no
parece.
--Voy al caso, --dijo el Comendador.
--Soy todo oídos, --repuso el fraile.
--¿Qué debe hacer el que no es hijo de quien pasa por su padre, según la
ley, y usurpa nombre, posición y bienes que no son suyos?
[Nota del autor: Esta novela, que se ha publicado á pedacitos en el
periódico _El Campo_, tiene plan trazado en Noviembre de 1876. El drama
del Sr. Echegaray _Ó locura ó santidad_ no había sido representado aún.
Yo no tenía de él la menor noticia, dado que ya estuviese escrito. Ha
sido, pues, una coincidencia, para mí harto desagradable, la semejanza ó
analogía del asunto de tan aplaudido drama con el asunto de mi pobre
novela. Entiéndase que al hacer esta observación no quiero defenderme de
los que pudieran acusarme de imitar ó remedar, sino de aquéllos que se
inclinen á creer que yo, bajo la forma de un cuento, me entrometo en
censurar, impugnar ó controvertir las ideas ó doctrinas que en el citado
drama resplandecen.]
--¡Hombre... tú eres famoso! ¿Después de tanto preámbulo te vienes con
una preguntilla tan baladí? Prescindo ahora de la dificultad ó
imposibilidad en que ese hijo postizo estaría de probar el delito de su
madre. Yo no sé de leyes; pero la razón natural me dicta que contra la
fe de bautismo, contra la serie de actos y documentos oficiales que te
han hecho pasar hasta hoy por un hijo de un determinado y conocido López
de Mendoza, no pueden valer testimonios sino de un orden excepcional y
casi imposible. Doy, con todo, de barato que posees tales testimonios.
Creo, decido que no debes valerte de ellos. ¿Sabes los mandamientos de
la ley de Dios? ¿Sabes que el orden en que están no es arbitrario? Pues
bien; ¿qué dice el séptimo?
--No hurtar.
--¿Y el cuarto?
--Honrar padre y madre.
--Es, pues, evidente que para quitarte de encima el pecado contra el
séptimo ibas á pecar contra el cuarto, deshonrando á tu madre y á tu
padre, que padre sería siempre el que te tuvo por hijo, te crió, te
alimentó y te educó, aunque no te engendrara.
--Tiene V. razón, P. Jacinto. Y, sin embargo, los bienes que no son
míos, ¿cómo sigo gozando de ellos?
--¿Y quién te dice que goces de ellos? Pues ¡qué! ¿es tan difícil dar
sin expresar la causa por qué se da? Dálos, pues, á quien debes. Ya los
tomarán... En el tomar no hay engaño. Y si, por extraño caso, hallares á
alguien en el tomar inverosímilmente escrupuloso, ingéniate para que
tome. Lejos de oponerme, pido, aplaudo la reparación, siempre que para
llevarla á cabo no sea menester hacer mayor barbaridad que la que
remedie.
--Está bien... pero si no es el hijo, sino la madre culpada... ¿qué debe
hacer la madre culpada?
--Lo mismo que el hijo... no deshonrar públicamente á su marido... no
amargarle la vida... no desengañarle con desengaño espantoso... no
añadir á su pecado de fragilidad el de una desvergüenza cruel y sin
entrañas.
--La madre, no obstante, no tiene medios de devolver bienes que por su
culpa van á pasar ó han pasado á quien no corresponden.
--Y si no los tiene, ¿qué se le ha de hacer? Ya lo he dicho. Que se
resigne. Que se someta á la voluntad de Dios. Todo eso lo debió prever
antes de pecar, y no pecar. Después del pecado no le incumbe el remedio
si implica pecado nuevo, sino la penitencia. ¿Has expuesto ya todo el
caso?
--No, padre; tiene otras complicaciones y puntos de vista.
--Dílos.
--¿Qué piensa V. que debe hacer el hombre pecador, cómplice de la mujer,
en aquel delito cuya consecuencia es el hurto, la usurpación de que
hemos hablado?
--Lo mismo que he dicho del hijo y de la madre.
--¿Y si posee bienes para subsanar el daño causado á los herederos?
--Subsanar ese daño, pero con tal recato, discreción y sigilo, que no se
sepa nada. En el libro de los Proverbios está escrito: _Melius est
nomen bonum quam divitiae multae_. Así es que por cuestión de
intereses no se debe perjudicar á nadie en su buen nombre.
El historiador de estos sucesos escribe para narrar, y no para probar.
No decide, por lo tanto, si el P. Jacinto estaba atinado ó no en lo que
decía; si hablaba guiado por el sentido común ó por la doctrina moral
cristiana, ó por ambos criterios en consonancia completa; y no se
inclina tampoco á creer que dicho padre tenía una moral burda y grosera,
y el atrevimiento y la confianza de un rústico ignorante. Quédese esto
para que lo resuelva el discreto lector. Baste apuntar aquí que el
Comendador mostraba una satisfacción grandísima de ver que su maestro,
como él le llamaba, pensaba exactamente lo que él quería que pensase.
El P. Jacinto, desconfiado como buen lugareño, no advertía el interés
vivísimo con que su antiguo discípulo le interrogaba; y temiendo siempre
una burla, una especie de examen hecho por el Comendador para pasar el
rato, volvió á hablar un tanto picado, diciendo:
--Me parece que estoy archi-cándido. ¿Á dónde vas á parar con tanta
preguntilla? ¿Quieres examinarme? ¿Piensas retirarme la licencia de
confesar si no me crees bien instruido?
--Nada de eso, maestro. Yo ignoro si está V. ó no de acuerdo con sus
librotes de teología moral; pero está V. de acuerdo conmigo, lo cual me
lisonjea, y lo está también con mis propósitos, lo cual me llena de
esperanza. Yo buscaba en V. un aliado. Contaba siempre con su amistad,
pero no sabía si podía contar también con su conciencia. Ahora comprendo
que su conciencia no se me opone. Su amistad, por consiguiente, libre de
todo obstáculo, vendrá en auxilio mío.
El P. Jacinto conoció al fin que se trataba de un caso práctico, real, y
no imaginado, y se ofreció á auxiliar al Comendador en todo lo que fuese
justo.
Aguardando, pues, una revelación importante, quiso tomar aliento
haciendo una pausa, y trató de solemnizar la revelación yendo á una
alacena, que no estaba lejos, y sacando de ella una limeta de vino y dos
cañas, que puso sobre la mesa, llenándolas hasta el borde.
--Este vino no tiene aguardiente, ni botica, ni composición de ninguna
clase --dijo el padre al Comendador.-- Es puro, limpio y sin mácula.
Está como Dios le ha hecho. Bebe y confórtate con él, y cuéntame luego
lo que tengas que contar.
--Bebo al buen éxito de mis planes, --contestó el Comendador, apurando
el vino de su caña.
--Así sea, si Dios lo quiere, --replicó el fraile, bebiendo también, y
se dispuso á atender á don Fadrique con sus cinco sentidos.


XIV
La celda no tenía mucho que llamase la atención. Sobre la mesa ó bufete,
que era de nogal, había recado de escribir, el Breviario y otros libros.
Dos sillones de brazos, frente el uno del otro, con la mesa de por
medio, y donde se sentaban nuestros interlocutores, eran de nogal
igualmente. Á más de los dos sillones, había cuatro sillas arrimadas á
la pared. Los asientos todos eran de enea. Un _Ecce-Homo_, al óleo, á
quien cuadraba el refrán de _á mal Cristo mucha sangre_, era la única
pintura que adornaba los muros de la celda. No faltaban, en cambio,
otros más naturales adornos. En la ventana, tomando el sol, se veían dos
floridos rosales; dentro del cuarto, cuatro macetas de brusco, y
colgadas en la pared cinco jaulas, dos con perdices cantoras, y tres con
colorines, excelentes reclamos. Otro bonito colorín, diestro cimbel,
asido á la varilla saliente que estaba fija á una tabla de pino, volaba
á cada momento hasta donde lo consentía el hilo largo que le
aprisionaba, y volvía con mucho donaire á posarse en la varilla.
Los jilgueros cantaban de vez en cuando y animaban la habitación.
Arrimadas á un ángulo había dos escopetas de caza.
Y, por último, en una alcobita que apenas se descubría, por hallarse la
pequeña puerta casi tapada del todo por una cortina de bayeta verde,
estaba la cama del buen religioso. La alacena de donde éste sacó el vino
y que era bastante capaz, servía de bodega, ropero, despensa, caja ó
tesoro y biblioteca á la vez.
Todo, aunque pobre, parecía muy aseado.
El P. Jacinto, con el codo sobre la mesa, la mano en la mejilla y los
ojos clavados en D. Fadrique, aguardaba que hablase.
Don Fadrique, en voz baja, habló de este modo:
--Aunque yo no soy un penitente que vengo á confesarme, exijo el mismo
sigilo que si estuviese en el confesonario.
El padre, sin responder de palabra, hizo con la cabeza un signo de
afirmación.
Entonces prosiguió D. Fadrique:
--El hombre de que he hablado á V., el pecador causa del engaño y del
hurto, soy yo mismo. La ligereza de mi carácter me había hecho olvidar
mi delito y no pensar en las fatales consecuencias que de él habían de
dimanar. El acaso... ¿qué digo el acaso?... Dios providente, en quien
creo, me ha vuelto á poner en presencia de mi cómplice y me ha hecho ver
todos los males que por mi culpa se originaron y amenazan originarse
aún. Dispuesto estoy á remediarlos y á evitarlos, de acuerdo con la
doctrina de V., hasta donde me sea posible y lícito. Es un consuelo para
mí el ver que está V. en concordancia conmigo. Yo no he de buscar
remedio peor que la enfermedad; pero hay una persona que le busca, y es
menester oponerse á toda costa á que le halle. Sería una abominación
sobre otra abominación.
--¿Y quién es esa persona? --dijo el padre.
--Mi cómplice, --contestó el Comendador.
--¿Y quién es tu cómplice?
--V. la conoce. V. es su director espiritual. V. debe tener grande
influjo sobre ella. Mi cómplice es... Cuenta, maestro, que jamás he
hecho á nadie esta revelación. Al menos nadie pudo jamás tildarme de
escandaloso. Pocas relaciones han sido más ocultas. La buena fama de
esta mujer aparece aún, después de diez y siete años, más
resplandeciente que el oro.
--Acaba: ¿quién es tu cómplice? Haz cuenta que echas tu secreto en un
pozo. Yo sé callar.
--Mi cómplice es Doña Blanca Roldán de Solís.
El P. Jacinto se llenó de asombro, abrió los ojos y la boca y se
santiguó muy deprisa media docena de veces, soltando estas piadosas
interjecciones:
--¡Ave María Purísima! ¡Alabado sea el Santísimo Sacramento! ¡Jesús,
María y José!
--¿De qué se admira V. tan desaforadamente? --dijo el Comendador,
pensando que el padre extrañaba que tan virtuosa y austera matrona
hubiese nunca sucumbido á una mala tentación.
--¿De qué me admiro?... Muchacho... ¿De qué me admiro?... Pues ¿te
parece poco? Bien dicen... Vivir para ver... El demonio es el mismo
demonio. Miren... y no lo digo por ofender á nadie... ¡miren con qué
ramillete de claveles te acarició y te sedujo nuestro enemigo común!...
Con un manojo de aulagas. Suave flor trasplantaste al jardín de tus
amores... ¡Un cardo ajonjero! Hermosa debe haber sido Doña Blanca...
todavía lo es; pero ¡hombre! ¡si es un erizo! Yo... perdóneme su
ausencia... no la creía impecable, pero no la creía capaz de pecar por
amor.
Don Fadrique respondió sólo con un suspiro, con una exclamación
inarticulada, que el padre creyó descifrar como si dijese que diez y
siete años antes Doña Blanca era muy otra, y que además la misma dureza
de su carácter y la briosa inflexibilidad de su genio hacían más
vehemente en ella toda pasión, incluso la del amor, una vez que llegaba
á sentirla.
Repuesto un poco de su pasmo, dijo el P. Jacinto:
--Y dime, hijo, ¿qué trata de hacer Doña Blanca para remediar el mal?
¿Qué proyectos son los suyos, que tanto te asustan?
--¿Quién sería el inmediato heredero de su marido si ella no tuviese una
hija? --preguntó el Comendador.
--Don Casimiro Solís, --fué la respuesta.
--Pues por eso quiere casar á su hija con D. Casimiro.
--¡Pecador de mí! ¡Estúpido y necio! --exclamó el padre, todo lleno de
violencia y dando en la mesa unos cuantos puñetazos.-- ¿Quieres creer
que soy tan egoísta, que el egoísmo me había cegado? Yo no había visto
en el plan de Doña Blanca ninguna mala traza. Me parecía natural que
casase á Clarita con su tío. Yo no miraba sino á mi pícaro interés: á
que nadie se llevase á Clarita lejos de estos lugares. Es menester que
lo sepas... Clarita me tiene embobado. Por ella, no más que por ella,
aguanto á su madre. Lo que yo quería, como un bribón de siete suelas, es
que se quedase por aquí... para ir á verla y para que ella me agasajase,
como me agasaja ahora, cuando voy á casa de su madre, sirviéndome, con
sus blancas y preciosas manos, jícaras de chocolate y tacillas de
almíbar. Se me antojó que Clarita era una muñeca para mi diversión. Yo
no caí en nada... no me hice cargo... pensé sólo en que, ya casada,
haría una excelente señora de su casa, y me recibiría al amor de la
lumbre, y yo le llevaría flores, frutas y pajaritos de regalo. ¡Si
vieses qué corza he hecho venir para ella de Sierra Morena! Es un
primor. La tengo abajo en el corral... y se la iba á llevar mañana.
Nada... ¿has visto qué bárbaro?... sin dar la menor importancia á lo del
casamiento. Ahora lo comprendo todo. ¡Qué monstruosidad! ¡Casar aquel
dije con semejante estafermo! Ya se ve... ella no lo repugna... no lo
entiende... ¿quién diablo sabe?... pero yo lo entiendo... y me
espeluzno... me horrorizo.
--Razón tiene V. de horrorizarse... Ella lo repugna... lo entiende...
pero cree que no debe resistir á la autoridad materna.
--Eso será lo que tase un sastre. ¡Pues no faltaba más! Obedecerá á su
madre; pero antes obedecerá á Dios. _Diligendus est genitor, sed
praeponendus est Creator_. Es sentencia de San Agustín.
--Además --dijo el Comendador,-- Clarita ama á otro hombre.
--¿Cómo es eso? ¿Qué me cuentas? ¿Qué mentira, qué enredo te han hecho
creer? Si amase á un galán, Clara me lo hubiera confesado.
--Ella misma ignora casi que le ama; pero me consta que le ama.
--Vamos, sí, ya doy en ello: ciertas miradas y sonrisas con un
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