El Comendador Mendoza - 05

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que saben más que ellos. Ya lo he dicho y lo repito: el Comendador
Mendoza era un impío y un libertino, y seguirá siéndolo. Nosotros iremos
á visitarle para no chocar, procurando no hallarle en casa y ver sólo á
doña Antonia y á su bendito marido. En cuanto á Clarita, se buscará un
pretexto cualquiera para que no salga más con Lucía, exponiéndose á ir
en compañía de ese renegado, jacobino, volteriano y ateo. Primero
confiaría yo á Clara al cuidado de la más vil y pecadora de las mujeres.
Esta mujer, con el auxilio de la religión, puede regenerarse y llegar á
ser una santa; pero de quien niega á Dios ó le aborrece, del empedernido
de toda la vida, ¿qué esperanza es lícito concebir?
Clarita y D. Valentín se compungieron y amilanaron con el sermón de Doña
Blanca, y nada supieron contestarle.
Quedó, pues, resuelto que Clarita, por culpa del Comendador y para que
no se contaminase, no volvería á pasear con Lucía.


X
Las resoluciones de Doña Blanca Roldán eran irrevocables y efectivas.
Ella sabía darles cumplimiento con calma persistente.
Una mañana, después de oir misa con D. Valentín, estuvo Doña Blanca á
visitar á Doña Antonia y á felicitarla por la venida de su cuñado; y fué
con tal tino, que no se hallaba el Comendador en casa.
Ni antes ni después de esta visita se dejaron ver Doña Blanca y D.
Valentín de sus vecinos y amigos. Retirados siempre en el fondo del
antiguo caserón en que vivían, y pretextando enfermedades, no recibían
visitas, á pesar de lo difícil y odioso que es negarse á recibir,
estando en casa, cuando se vive en un pueblo pequeño.
En balde intentó repetidas veces Lucía sacar á paseo á Clara. Siempre
que envió recado, le contestaron que Clara estaba mal de salud ó muy
ocupada y que le era imposible salir.
Lucía fué ella misma á ver á Clara, y sólo dos veces pudo verla, pero en
presencia de su madre. Estas pruebas de retraimiento y hasta de desvío
estaban suavizadas por una extremada cortesía de parte de Doña Blanca;
aunque bien se dejaba conocer que si esta señora ponía de su parte
cuantos medios le sugería su urbanidad á fin de no dar motivo de
agravio, preferiría agraviar, si por agraviado se daba alguien, á cejar
un punto en su propósito.
Fuera del día en que visitó á Doña Antonia, no ponía Doña Blanca los
pies en la calle sino de madrugada, para ir á la iglesia, á misa y demás
devociones. D. Valentín la acompañaba casi siempre, como un lego ó
doctrino humilde, y Clara la acompañaba siempre, sin osar apenas
levantar los ojos del sueldo.
Lucía, cavilando sobre las causas de aquella poco menos que completa
ruptura de relaciones, llegó á temer que Doña Blanca hubiese averiguado
los amores de Clara con D. Carlos de Atienza, la presencia de éste en la
ciudad y la entrada y protección con que contaba en su casa.
Doña Clara no hablaba á solas ni escribía á su amiga; por los criados
nada podía averiguarse, porque los de Doña Blanca eran forasteros casi
todos, y ó no tenían confianza en la casa, ó hacían una vida devota y
apartada, imitando y complaciendo así á sus amos.
Sólo podía afirmarse que la única persona que entraba de visita en casa
de D. Valentín era su cercano pariente D. Casimiro.
De esta suerte se pasaron diez días, que á don Carlos, á Lucía y al
Comendador parecieron diez siglos, cuando al anochecer, en una hermosa
tarde, el Comendador estaba en el patio de la casa sólo con su sobrina.
Ésta traía con su tío una conversación muy animada, mostrándole las
plantas y las flores que en arriates y en multitud de tiestos adornaban
aquel patio, contiguo, como ya hemos dicho, al de la casa de D.
Valentín. Salvando el muro divisorio, la voz de ambos interlocutores
podía llegar al patio inmediato. La voz llegó, en efecto, porque en
medio de la conversación sintieron Lucía y el Comendador el ruido de un
pequeño objeto pesado que caía á sus pies. Lucía se bajó con prontitud á
recogerle, y no bien le tuvo en la mano, dijo á su tío, toda alborozada
y en voz baja:
--Es una carta de Clarita. ¡Qué buena es! Me quiere de veras. Menester
es conocerla como yo la conozco, para estimar lo que vale esta fineza de
su amistad. ¡Burlar por mí la vigilancia de su madre! ¡Escribirme
furtivamente! Calle V... tío... si parece imposible. ¡Por mí, esa
infeliz, que es una santa, ha faltado á su deber de obediencia filial!
¿Y cómo, dónde, á qué hora habrá podido escribirme? Vamos ... si le digo
á V. que es un milagro de cariño. Y la picarita ¿con qué angustia habrá
estado espiando la ocasión de echarme la carta, segura de que yo la
recogería? ¡Benditas sean sus manos!
Y diciendo esto había desatado el papel de la china en que venía liado
con un hilo, y se diría que quería comérsele á besos.
--Ven á leer esa carta --dijo el Comendador,-- donde haya luz y donde no
vengan á interrumpirnos. En el despacho no hay nadie y ahora acaban de
encender el velón. Ven, que es ya de noche y aquí no verás.
Lucía fué al despacho con su tío, y con acento conmovido, casi al oído
del Comendador, leyó lo siguiente:
"Mi querida Lucía: De sobra conoces tú lo mucho que te quiero.
Considera, pues, cuánto me afligirá verte tan poco y no poder hablarte.
Mi madre lo exige, y una buena hija debe complacer á su madre. No creas
que mi madre ha sospechado nada de mis desenvolturas con D. Carlos de
Atienza. Me echo á temblar al representarme que hubiera podido
sospecharlo. Nadie sabe más que tú, el Comendador y yo, que D. Carlos me
pretende; pero Dios sabe mi pecado, del que estoy arrepentida. Ha sido
enorme perversidad en mí dar alas á ese galán con miradas dulces y
profanas sonrisas... casi involuntarias... te lo juro. No por eso me
pesan menos en la conciencia. Algo he hecho yo, ó arrastrada por mi
maldad nativa, ó seducida por el enemigo común de nuestro linaje, para
alborotar á ese mozo, hacerle abandonar su Universidad y sus estudios, y
moverle á venir aquí en persecución mía. En medio de todo, harto tengo
que agradecer á Jesús y á María Santísima, que se apiadan de mí, á pesar
de lo indigna que soy, y disponen que no se solemnice mi falta con el
escándalo. Favor sobrenatural del cielo es, sin duda, el que siga oculto
el móvil que ha impulsado á D. Carlos á venir aquí. La gente cree que
vino y está aquí por tí. ¡Cuánto debo agradecerte que cargues con esta
culpa! Si yo no hubiera sido atrevida, si yo no hubiera animado á D.
Carlos, si yo hubiera tenido la severidad y el recato convenientes, no
me vería ahora en tan amargo trance. ¡Ay, mi querida Lucía! El corazón
humano es un abismo de iniquidad ... y de contradicciones. ¿Quieres
creer que, si por un lado me desespero de haber dado ocasión para que D.
Carlos haya venido persiguiéndome, por otro lado me lisonjea, me encanta
que haya venido, y advierto que si no hubiera venido sería yo más
desgraciada? En medio de todo... no lo dudes... yo soy muy mala. Estoy
avergonzada de mi hipocresía. Estoy engañando á mi madre, que es tan
perspicaz. Mi madre me juzga demasiado buena... y vela por mí, como el
avaro por su tesoro, cuando el tesoro está ya perdido. No acierto á
decírtelo para que no te enojes, y, no obstante, quiero decírtelo. No
cumpliría con un deber de conciencia si no te lo dijese. La causa de
que mi madre me aparte de tí es tu tío. Á mí me pareció un caballero muy
fino, y bueno; pero mi madre asegura ¡qué horror! que no cree en Dios.
¿Es posible ¡hija mía! que hiera el demonio con tan abominable ceguedad
los ojos de algunas almas? ¿Se comprende que la copia, la imagen, la
semejanza, renieguen del original divino, que les presta el único valor
y noble ser que tienen? Si ello es cierto, si el Comendador está
obcecado en sus impiedades, ármate de prudencia y pide al cielo que te
salve. Procura también traer á tu tío al buen camino. Tú tienes
extraordinario despejo y don de expresarte con primor y entusiasmo. El
Altísimo, además, se vale á menudo de los débiles para sus grandes
victorias. Acuérdate de David, mancebo, que era un pastorcillo sin
fuerzas, y venció y derribó al gigante en el valle del Terebinto.
¿Cuántas hermanas, hijas, madres y esposas no han logrado convencer á
sus descarriados maridos, hermanos, hijos ó padres? Á gloria parecida
debes aspirar tú, y Dios te premiará y te dará brío para alcanzarla. En
cuanto á mí, aun siendo tan niña, soy una miserable pecadora, y bastante
tarea tengo con llorar mis locuras y apaciguar la tempestad de
encontrados sentimientos que me destrozan el pecho. Dame la última y
mayor prueba de amistad. Persuade á D. Carlos de que no le amo. Díle que
se vuelva á Sevilla y me deje. Convéncele de que soy fea, de que gusto
de D. Casimiro, de que mi ingratitud hacia él merece su desprecio. Yo
debiera haberle hablado en este sentido; pero soy tan débil y tan tonta,
que no hubiese atinado á decírselo, y tal vez le hubiera inducido
estúpidamente á que creyese todo lo contrario. Por amor de Dios, Lucía
de mi alma, despide por mí á D. Carlos. Yo no puedo, no debo ser suya.
Que se vaya; que no disguste por mí á sus padres; que no pierda sus
estudios; que no motive un escándalo cuando se sepa que vino por mí y
que yo soy una malvada, provocativa, seductora, quién sabe ... Adiós.
Estoy apuradísima. No tengo á nadie á quien confiar mis cosas, con quien
desahogar mis penas, á quien pedir consejo y remedio. Espero con ansia
la llegada del P. Jacinto, que es el oráculo de esta casa. Sé que lo que
yo le diga caerá como en un pozo, y que sus consejos son sanos. Es el
único hombre que tiene algún imperio sobre mi madre. ¿Cuándo vendrá de
Villabermeja? Adiós, repito, y ama y compadece á tu--CLARA."


XI
Esta carta inocente, tan propia de una niña de diez y seis años,
discreta y educada con devoción y recogimiento, gustó mucho al
Comendador; pero también le dió no poco que pensar. No entraremos
nosotros en el fondo de su alma á escudriñar sus pensamientos, y nos
limitaremos á decir que tomó tres resoluciones, de resultas de aquella
lectura.
Fué la primera buscar modo de ver y de hablar á la severísima Doña
Blanca; la segunda, sondear bien el ánimo de D. Carlos para conocer
hasta qué punto amaba de veras á la niña y merecía su amor, y la
tercera, tratar con el P. Jacinto y proporcionarse en él un aliado para
la guerra que tal vez tendría que declarar á la madre de Clarita.
Á fin de conseguir lo primero, en vez de escribir pidiendo una
audiencia, que con cualquier pretexto y muy políticamente se le hubiera
negado, discurrió D. Fadrique levantarse al día siguiente de madrugada,
aguardar en la calle á Doña Blanca cuando ella saliese para acudir á la
iglesia, é ir derecho á hablarle, sin miedo alguno.
Así lo hizo el Comendador. Doña Blanca, antes de las seis, apareció en
la calle con Clarita y don Valentín. Iban á misa á la Iglesia Mayor.
Apenas los vió salir D. Fadrique, se acercó muy determinado, y saludando
cortésmente con sombrero en mano, dijo:
--Beso á V. los pies, mi señora Doña Blanca. Dichosos los ojos que
logran ver á V. y á su familia. Buenos días, amigo D. Valentín. Clarita,
buenos días.
Don Valentín, al oírse llamar amigo tan blandamente y por una voz
conocida y simpática, no se pudo contener; no reflexionó, se dejó llevar
del primer ímpetu cariñoso y se fué hacia D. Fadrique con los brazos
abiertos. Por dicha, no obstante, D. Valentín tenía la inveterada
costumbre de no hacer la menor cosa sin mirar antes á su mujer para
notar la cara que ponía y si le retraía de consumar ó le alentaba á que
consumase su conato de acción. Á pesar, pues, de lo entusiasmado que iba
á abrazar á D. Fadrique, el instinto le indujo á que mecánicamente
volviera la cara hacia Doña Blanca antes de llegarse á dar el abrazo.
Indescriptible es lo que vió entonces en los fulminantes ojos de su
mujer. Casi no se puede describir el efecto que le produjo aquella
mirada. Creyó D. Valentín leer en ella el más profundo desdén, como si
le acusase de una humillación estólida, de una bajeza infame; y creyó
ver, al mismo tiempo, la ira y la prohibición imperiosa de que llevase á
cabo lo que se había lanzado á ejecutar. El terror sobrecogió de tal
suerte el ánimo de D. Valentín, que se paró, se quedó inmóvil de súbito,
como si se hubiera convertido en piedra. Sólo con voz apagada y apenas
perceptible exhaló, por último, como lánguido suspiro, un
--Buenos días, Sr. D. Fadrique.
--Buenos días, --dijo también Clara, no con más aliento que su padre.
Doña Blanca miró de pies á cabeza al Comendador, y con reposo y suave
acento, sin alterarse ni descomponerse en lo más mínimo, le habló de
esta manera:
--Caballero: Dios, que es infinitamente misericordioso, tenga á V. en su
santa guarda. No por amor suyo, de que V. carece, sino por el mundano
honor de que V. se jacta y por los respetos y consideraciones que todo
hombre bien nacido debe á las damas, ruego á V. que no nos distraiga del
camino que llevamos, ni perturbe nuestra vida retirada y devota.
Y dicho esto, hizo Doña Blanca al Comendador una ceremoniosa y fría
reverencia, y echó á andar con sosegada gravedad, siguiéndola D.
Valentín y llevando delante á Clara.
Don Fadrique pagó la reverencia con otra, se quedó algo atolondrado, y
dijo entre dientes:
--Está visto: es menester acudir á otros medios.
No bien la familia de Solís se hubo alejado treinta pasos del
Comendador, vió éste que Doña Blanca se volvía á hablar con su marido.
Es evidente que el Comendador no oyó lo que le decía; pero el novelista
todo lo sabe y todo lo oye. Doña Blanca, que trataba siempre de V. y con
el mayor cumplimiento á su señor marido cuando le echaba un sermón ó
reprimenda, le habló así mientras Clara iba delante:
--Mil veces se lo tengo dicho á V., Sr. D. Valentín. Ese hombre, que V.
se empeñó en introducir en casa, allá en Lima, es un libertino, impío y
grosero. Su trato, ya que no inficione, mancha ó puede manchar la
acrisolada reputación de cualquiera señora. Yo tuve necesidad poco menos
que de echarle de casa. Motivos hubo, en su falta de miramientos y hasta
de respeto, para que en otras edades bárbaras, olvidando la ley divina,
alguien le hubiera dado una severa lección, como solían darlas los
caballeros. Esto no había de ser: era imposible... Nada que más repugne
á mi conciencia; nada más contrario á mis principios; pero hay un justo
medio... Delito es matar á quien ha ofendido... pero es vileza
abrazarle. Sr. D. Valentín, V. no tiene sangre en las venas.
Todo esto lo fué soltando, despacio y bajo, casi en el oído de D.
Valentín, su tremenda esposa Doña Blanca.
Fueron tan duras y crueles las últimas frases, que D. Valentín estuvo á
punto de alzar bandera de rebelión, armar en la calle la de Dios es
Cristo y contestar á su mujer lo que merecía; pero el olor de mil flores
regalaba el olfato; la gente pasaba con alegre aspecto; el día estaba
hermosísimo; la paz reinaba en el cielo; un fresco vientecillo
primaveral oreaba y calmaba las sienes más ardorosas; la familia de
Solís iba al incruento sacrificio de la misa; Clara marchaba delante tan
linda y tan serena: ¿cómo turbar todo aquello con una disputa horrible?
D. Valentín apretó los puños y se limitó á exclamar con acento un si es
no es colérico:
--¡Señora!...
Luego añadió para sí, cuidando mucho de que no lo oyese Doña Blanca:
--¡Maldita sea mi suerte!
Y no bien lanzada la exclamación, se asustó don Valentín de la blasfema
rebeldía contra la Providencia que su exclamación implicaba, y se tuvo
un instante por primo hermano del propio Luzbel.
Como se ve, el éxito del Comendador en este primer intento de reanudar
relaciones amistosas con la familia de Solís no pudo ser más
desgraciado.


XII
No se arredró por eso nuestro héroe.
Aguardó un rato en medio de la calle á fin de que no pudiese decir ni
pensar Doña Blanca que él la seguía, y al cabo se fué á la iglesia
Mayor, á donde sabía que la familia de Solís se había encaminado.
Don Fadrique no iba allí, sin embargo, con el intento de acercarse á
Doña Blanca otra vez y de sufrir nueva repulsa, sino á fin de hallar á
D. Carlos, quien, á su parecer, no podía menos de estar en la iglesia,
ya que no había otro medio de ver á Clara.
En efecto, D. Fadrique entró en la iglesia y se puso á buscar al poeta,
á la sombra de los pilares y en los sitios donde menos se nota la
presencia de alguien. Pronto le halló, detrás de un pilar y no lejos del
altar mayor. Parecía D. Carlos tan embebido en sus oraciones ó en sus
pensamientos, que nada del mundo exterior, salvo Clara, podía distraerle
ni llamarle la atención.
Llegó, pues, D. Fadrique hasta ponerse á su lado. Entonces advirtió que
Clara estaba no muy lejos, de rodillas, al lado de su madre; que D.
Carlos la miraba, y que ella, si bien fijos casi siempre los ojos en su
libro de rezos, los alzaba de vez en cuando rápidamente, y miraba con
sobresalto y ternura hacia donde estaba el galán, declarando así que le
veía, que se alegraba de verle, y que tenía miedo y cierto terror de
profanar el templo y de pecar gravemente engañando á su madre y
alentando á aquel hombre, de quien decía que no podía ser esposa.
No ha de extrañarse que todo esto se viera en las miradas de Clarita.
Eran miradas transparentes, en cuyo fondo fulguraba el alma como
diamante purísimo que por maravilla ardiese con luz propia en el seno de
un mar tranquilo.
El Comendador estuvo un rato observando aquella escena muda, y se
convenció de que ni Doña Blanca ni D. Valentín recelaban nada de los
amores de la niña. Calculó, no obstante, que su presencia allí podría
atraer hacia él la mirada de Doña Blanca, excitar de nuevo su ira,
hacerle reparar en el gentil mancebo que estaba á su lado, y darle á
sospechar lo que no había sospechado todavía.
Entonces, si bien con pena de interrumpir aquellos arrobos y éxtasis
contemplativos, tocó en el hombro á D. Carlos y le dijo casi á la oreja:
--Perdóneme V. que le distraiga de sus devociones y que turbe la visión
beatífica de que sin duda goza; pero me urge hablar con V. Hágame el
favor de venir conmigo, que tengo que hablarle de cosas que le importan
muchísimo.
Sin aguardar respuesta echó á andar D. Fadrique, y D. Carlos, si bien
con disgusto, no pudo menos de seguir sus pasos.
Ya fuera de la iglesia, salió D. Fadrique al campo; D. Carlos fué en pos
de él; y cuando se hallaron en sitio solitario, donde nadie podía oirlos
ni interrumpir la conversación, D. Fadrique se explicó en estos
términos:
--Vuelvo á pedir á V. perdón de mi atrevimiento en obligarle á abandonar
la iglesia, y más aún en mezclarme en asuntos de V. sin título bastante
para ello. Apenas conozco á V. Esta es la séptima ó la octava vez que le
hablo. Á Clarita la he visto hoy por segunda vez en mi vida. Sin
embargo, el bien de Clarita y el de V. me interesan mucho. Atribúyalo V.
á un absurdo sentimentalismo; al afecto que profeso á mi sobrina Lucía,
que llega á Vds. de rechazo; á lo que V. quiera. Lo que le ruego es que
me crea un hombre leal y franco, y no dude de mi buena voluntad y
mejores propósitos. Quiero y puedo hacer mucho en favor de usted. En
cambio, aspiro á que oiga V. mis consejos y á que los siga.
Don Carlos oyó al Comendador atentamente y con muestras de respeto y
deferencia. Luego le contestó:
--Sr. D. Fadrique, por V. y por ser V. el tío de la señorita Doña Lucía,
tan bondadosa y excelente, estoy dispuesto á oir á V. y hasta á
obedecerle en cuanto esté de mi parte, sin considerar el provecho que
por mi obediencia V. me promete.
--No me he explicado bien --replicó D. Fadrique.--Yo no prometo premios
en pago de obediencias: lo que quiero significar es que de seguir V.
ciertos consejos míos se ha de alcanzar naturalmente lo que de otra
suerte se malogrará acaso, con gran pesar de todos.
--Aclare V. su pensamiento, --dijo D. Carlos.
--Quiero decir --prosiguió D. Fadrique,-- que este modo que tiene V. de
enamorar á Clarita no va, días hace, por buen camino. Hasta ahora nadie
sospecha en esta pequeña ciudad sus amores de V., gracias á mi sobrina.
Como ella estuvo, dos meses há, en Sevilla, donde V. la conoció, y V. ha
venido luego aquí, y V. va á su casa de tertulia todas las noches, y
habla V. mucho con ella, y no pocas veces en secreto; y como mi sobrina
es joven y graciosa y linda, si el amor de tío no me engaña, todos creen
que ha venido V. por ella, que V. la enamora, que V. es su novio. ¿Quién
había de imaginarse que chica tan mona y en tan verdes años se
limitaría á hacer el triste y poco airoso papel de confidenta? Por esto,
pues, se desorientan los curiosos, y sus amores de V. siguen secretos;
pero Lucía lo paga. Confiese V. que es mucha generosidad.
--Yo... Sr. D. Fadrique...
--No se disculpe V. No hablo de ello para que V. se disculpe, sino para
narrar los sucesos como son en sí. En este lugar creen todos que V. ha
venido, abandonando á sus padres, su casa y sus estudios, para pretender
á Lucía; pero este engaño no puede durar. Imagine V. el alboroto, los
chismes, las hablillas á que dará V. ocasión y motivo el día en que se
sepa, como no podrá menos de saberse, que V. pretende á Clarita, á quien
todos creen ya prometida esposa de D. Casimiro Solís.
-Eso no será nunca mientras yo viva, --exclamó D. Carlos con grandes
bríos.
--Tratemos de impedirlo --continuó con calma D. Fadrique.-- Yo le
ayudaré á V. cuanto pueda, y repito que algo puedo; pero toda la energía
de usted y toda la prudencia que yo emplee serán inútiles si desoye V.
mis advertencias y consejos.
--Ya he dicho á V. que deseo seguirlos.
--Pues bien, amigo D. Carlos, es menester que V. se persuada de que
Clarita, de cuyo amor hacia V. estoy convencido, está criada con tan
santo temor de Dios y con tan grande, y hasta si V. quiere exagerado é
irracional respeto á su madre, que por obedecerla, por no darle un
disgusto, por no rebelarse, será capaz de casarse con D. Casimiro,
aunque se muera de amor por V. al día siguiente de casada, aunque su
vestido de boda sea la mortaja con que la entierren.
--Pero si Clara dice á su madre que no ama á D. Casimiro...
--Clara no se atreverá á decirlo.
--Si declara á su madre que me ama...
--Antes morirá que confesar á su madre ese amor.
--Y si tanto miedo tiene á su madre, ¿no podrá huir conmigo?
--No creo que dé jamás tan mal paso. De todos modos, aunque tan mal paso
fuese posible, no se debía apelar á él sino apurados antes otros medios
más prudentes y juiciosos. Reitero, con todo, mi afirmación. Creo capaz
á Clarita de morir de dolor; pero no la creo capaz de prestarse al
escándalo de un rapto.
--Entonces ¿qué quiere V. que yo haga?
--Lo primero, volver á Sevilla con sus señores padres, y dejar á Doña
Clara tranquila con los suyos.
--Bien se conoce que V. no ama. Á su edad de usted...
--Dale... con la tontería... Caballerito poeta... yo no soy ni viejo ni
rabadán... ni me parezco en nada al del idilio. Váyase V. á Sevilla hoy
mismo. Salga V. de esta ciudad antes de que Doña Blanca se percate de
que hay moros en la costa. Yo velaré aquí por los intereses de V. Y si
peligran; si es menester apelar á medios violentos, cuente V. también
conmigo... hasta para el rapto. Á poco me aventuro prometiéndoselo á V.,
porque doy por firme que no se dejará robar Clarita.
--¿Y por qué, para qué he de irme á Sevilla?
--¿Pues no se lo he dicho á V. ya? Porque aquí no hace V. sino
perjudicarse, sin gusto y sin ventaja. Estoy seguro de que no logrará V.
más que ver á Clara en la iglesia, con más angustia que deleite por
parte de la pobre muchacha. Y esto mientras Doña Blanca no descubra
nada. El día en que descubra Doña Blanca su juego de V., será para
Clarita un día tremendo y V. no volverá á verla. Váyase V., pues, á
Sevilla.
--¿Y qué ganaré con irme?
--Que yo trabaje con tranquilidad en favor de V. Usted me estorba para
mis planes. Si V. se queda, precipitará la boda de D. Casimiro y hará
que se envíe á escape por la licencia á Roma. Si V. se va, no afirmo yo
que evitaré la boda de Clara con el viejo rabadán y conseguiré que sea
para Mirtilo; pero, ó yo he de valer poco, ó he de lograr que se nos dé
tiempo y... quién sabe... Nada prometo. Sólo ruego á V. que se vaya.
Váyase V. hoy mismo.
El interés que el Comendador le mostraba, su empeño de que se fuese, la
decisión con que se entrometía en sus asuntos, todo chocaba á D. Carlos
y le tenía desconfiado y descontento.
El Comendador apuró todas las razones, empleó todos los tonos, pero
singularmente el de la súplica; D. Carlos le contestó varias veces de
mal humor, y fué menester la prudente superioridad del Comendador para
calmar y contener á D. Carlos y evitar que llegase á ofender á quien le
aconsejaba y casi le mandaba.
Por último, tanto rogó, prometió y dijo D. Fadrique, que D. Carlos hubo
de someterse y salir aquel mismo día para Sevilla, si bien ofreciendo
sólo ausencia de poco más de un mes: hasta que llegasen las vacaciones
de verano. En cambio, exigió y obtuvo de D. Fadrique que le había de
escribir dándole noticias de Clara, y avisándole del menor peligro que
hubiese, para volar en seguida donde estaba ella.
Don Carlos, aunque no era tímido ni torpe, no había obtenido jamás que
Clara recibiese carta suya, y menos aún que le escribiese. Pero ¿qué
mucho, si ni siquiera de palabra Clara le había dado á entender que le
amaba? Clara le amaba, sin embargo. Bien sabía el galán que era falso,
de puro modesto, aquello de que
... Amistosa y compasiva,
Quiere que el zagal viva,
Mas amarle no quiere.
Clara le amaba, y á su despecho, contra su voluntad, había declarado su
amor; pero sólo con los ojos, por donde se le iba el alma en busca del
bizarro y gracioso estudiante, sin que todos sus escrúpulos religiosos v
filiales fuesen bastante poderosos para detenerla.
Don Fadrique pudo convencerse, en el largo coloquio que tuvo con D.
Carlos, de que su pasión por Clara era verdadera y profunda. Del amor de
Clara por el poeta rondeño estaba más convencido aún. Con este doble
convencimiento, de que se alegraba, precipitó más la partida de D.
Carlos, y antes de mediodía consiguió que saliese del pueblo con
dirección á Sevilla.
Don Carlos salió á caballo con un su criado; y D. Fadrique, á caballo
también, se unió con él en el ejido, y le acompañó más de una legua,
dándole esperanzas y hablándole de sus amores. Al llegar á una
encrucijada, D. Fadrique se despidió cariñosamente del joven, y tomó el
camino de Villabermeja con el intento de conferenciar con el padre
Jacinto.
La sencillez y la modestia de este santo varón no habían dejado ver á D.
Fadrique la inmensa importancia que durante su larga ausencia había
adquirido.
Como predicador, gozaba el padre de extraordinaria nombradía por toda
aquella comarca. Era igualmente celebrado por los tres estilos que tenía
de predicar. En el estilo llano ó de homilía encantaba á la gente
rústica y ponía la religión y la moral á su alcance, amenizando tan
graves lecciones con chistes y jocosidades que un severo crítico
condenaría, pero que eran muy del caso para que los zafios campesinos se
aficionasen á oirle y se deleitasen oyéndole. En sermones de empeño, en
días de gran función, el padre Jacinto era otro hombre: echaba muchos
latines, ahuecaba la voz y esmaltaba su discurso de un jardín de flores,
de un verdadero matorral de adornos exuberantes, que también gustaban á
los discretos y finos de aquellos lugares. Y tenía, por último, el
estilo patético de la Semana de Pasión y de la Semana Santa, durante las
cuales los sermones, más que hablados, eran en Villabermeja, y siguen
siendo aún, cantados, sin que gusten de otra manera. Sermón de Semana
Santa, sin lo que llaman allí el _tonillo_, no gusta á nadie ni se tiene
por sermón. Cuando en el día va á Villabermeja un cura forastero, tiene
que aprender el _tonillo_. En este _tonillo_ fué el padre Jacinto un
dechado de perfección, que nadie ha superado hasta ahora. Al oirle,
aunque sea reminiscencia gentílica, dicen que se comprendía cómo Cayo
Graco se hacía acompañar por un flautista cuando pronunciaba en el Foro
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