El Comendador Mendoza - 04

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--¡Ah, tío! Por amor de Dios, que no se le escape á V. lo de que D.
Carlos está enamorado de mi amiga y lo de que ella es Clori. Mire V. que
es un secreto. Nadie más que yo lo sabe en la población. Hay que tener
mucho recato, porque los padres de ella no quieren más que á D. Casimiro
y nada traslucen del amor de D. Carlos. Yo se lo he confiado á V. para
que no fuese V. á creer que yo era Clori y que sin razón de ningún
género habíamos convertido á V. en viejo rabadán enclenque, á fin de dar
motivo á los versos.
--Quedo satisfecho, muchacha, y no diré nada. Te aseguro ya que me
interesa tu amiga Clori y que tengo curiosidad de verla.
De esta suerte, de improviso, vino D. Fadrique á tener, apenas llegado,
un secreto con su sobrina, y á figurar en intrigas y lances de amor.
Pensando en ello, se retiró á su cuarto, como los demás se retiraron
cada cual al suyo, y durmió hasta las ocho de la mañana, mejor que un
mozo de veinte años.


VIII
Doña Antonia amaneció con un tremendo jaquecazo, enfermedad á que era
muy propensa. Tuvo, pues, que guardar cama y no pudo acompañar á paseo á
su hija Lucía; pero, como el mal no era de cuidado, y ya Lucía tenía
concertado el paseo con su amiga, se decidió que el Comendador las
acompañase.
La amiga de Lucía vivía en la casa inmediata. Un muro separaba los
patios de una casa y otra. Á la hora convenida, en punto de las nueve y
media, pronta ya Lucía para salir y con su tío al lado, gritó desde el
patio, al pie del muro:
--Clara (así se llamaba Clori en la vida real), ¿estás ya lista?
No se hizo aguardar la contestación.
Oyóse primero la voz de una criada que decía:
--Señorita, señorita, Doña Lucía está llamando á su merced.
Un momento más tarde sonó en el patio contiguo una voz argentina y
simpática, que respondía:
--Allá voy; sal á la calle; ¿para qué he de entrar en tu casa?
Salieron D. Fadrique y Doña Lucía, y hallaron ya á Doña Clara en la
puerta.
El Comendador, á pesar de sus distracciones, miró á Doña Clara con
extraordinaria curiosidad. Era una niña de poco más de diez y seis años.
El color de su rostro, de un moreno limpio, teñido en las mejillas y en
los labios del más fresco carmín. La tez parecía tan suave, delicada y
transparente, que al través de ella se imaginaba ver circular la sangre
por las venas azules. Los ojos, negros y grandes, estaban casi siempre
dormidos y velados por los párpados y las largas y rizadas pestañas; si
bien, cuando fijaban la mirada y se abrían por completo, brotaban de
ellos dulce fuego y luz viva. Todo en Doña Clara manifestaba salud y
lozanía, y, sin embargo, en torno de sus ojos, fingiéndolos mayores y
acrecentando su brillantez, se notaba un cerco obscuro, como el morado
lirio.
Era Doña Clara más alta que su amiga Lucía, bastante alta también, y,
aunque delgada, sus formas eran bellas y revelaban el precoz y completo
desenvolvimiento de la mujer. El cabello de Doña Clara era negrísimo,
las manos y el pie pequeños, la cabeza bien plantada y airosa.
Ambas amigas iban vestidas de negro, con mantilla y basquiña, y algunas
rosas en el peinado.
Lucía dijo á su amiga la indisposición de su madre, y que su tío el
Comendador, recién llegado de Villabermeja, las acompañaría en el paseo.
Salvos los cumplimientos y ceremonias de costumbre, no hubo en la
conversación nada memorable, hasta que los tres, que iban juntos,
salieron de la ciudad y llegaron al campo.
La pequeña ciudad está por todas partes circundada de huertas. Muchas
sendas las cortan en diversas direcciones. Á un lado y otro de cada
senda hay una cerca de granados, zarza-moras, mimbres y otras plantas.
En muchas sendas hay un arroyo cristalino á cada lado; en otras, un solo
arroyo. Todas ellas gozan, en primavera, verano y otoño, de abundante
sombra, merced á los álamos corpulentos y frondosos nogales, y demás
árboles de todo género que en las huertas se crían.
La tierra es allí tan generosa y feraz, que no puede imaginarse el
sinnúmero de flores y la masa de verdura que ciñen las márgenes de los
arroyos, esparciendo grato y campestre aroma. Campanillas, mosquetas,
violetas moradas y blancas, lirios y margaritas abren allí sus cálices y
lucen su hermosura.
El sol radiante, que brilla en el cielo despejado y dora el aire
diáfano, hace más espléndida la escena. Increíble multitud de pájaros
la anima y alegra con sus trinos y gorjeos. En Andalucía, huyendo de la
tierra de secano, buscando el agua y la sombra, se refugian las aves en
estos oásis de regadío, donde hay frescura y tupidas enramadas.
Tales eran los sitios por donde paseaba el Comendador con las dos
bonitas muchachas. Apenas salieron de la población, tomaron la senda que
llaman _del medio_. Ellas cogían flores, se deleitaban oyendo cantar los
colorines ó reían sin saber de qué. El Comendador meditaba, sentía gran
bienestar, gozaba de todo, aunque más tranquilamente que ellas.
Al llegar á sitio más ancho, no ya á otra senda, sino á un camino, los
tres, que, por ser la senda casi siempre estrecha, habían ido uno en pos
de otro, se pusieron en la misma línea. Clara estaba en el centro. Lucía
dijo entonces, dirigiéndose á su tío:
--Vamos, ya habrá satisfecho V. su curiosidad. Ésta es Clori. ¿No es
verdad que merece haber inspirado el idilio?
Doña Clara, que si bien más moza que Lucía, era más reflexiva y grave,
sintió que su amiga hubiese confiado á su tío aquel secreto, y no pudo
reprimir las muestras de su disgusto, frunciendo el entrecejo,
poniéndose más seria y tiñéndose al mismo tiempo de grana sus mejillas
con la vergüenza y el enojo.
Nada dijo Doña Clara, á pesar de ello; pero Lucía advirtió su disgusto y
prosiguió de esta suerte:
--No te ofendas Clarita. No me motejes de parlanchina. Mi tío me puso
anoche entre la espada y la pared, y tuve que confesárselo todo. Tuve
que disculparme y que disculpar á D. Carlos. Á mi tío se le metió en la
cabeza que él era el viejo rabadán y que yo era Clori. Además, mi tío es
muy sigiloso y no dirá nada á nadie. ¿No es verdad tío?
--Descuide V., señorita --respondió el Comendador, encarándose con Doña
Clara, que se puso más encarnada aún:-- nadie sabrá por mí quién ha
inspirado el idilio, que es, por cierto, precioso.
El Comendador advirtió que Clara se tranquilizaba, si bien no acertó,
con la turbación, á pronunciar palabra alguna.
Doña Lucía continuó:
--¡Vaya si es precioso el idilio! Créame V., tío: desde Vicente Espinel
hasta nuestra edad, Ronda no ha producido más ingenioso poeta que
nuestro amigo D. Carlos de Atienza, ilustre mayorazgo de la mencionada
ciudad, el cual vive en Sevilla con sus padres, trata de tomar en
aquella Universidad la borla de doctor en ambos Derechos, y ahora
descuida bastante los estudios por seguir á Clori, que, desde Sevilla,
se ha venido aquí de asiento con su familia, á quien V. sin duda conoce.
--Sobrina, yo no sé si tengo ó no la honra de conocer á la familia de
esta señorita, cuyo apellido no me has dicho. ¿Cómo un forastero recién
llegado ha de adivinar la familia de quien sólo sabe que se llama Clori
en poesía y Clara en prosa?
--¡Ay, es verdad! ¡Qué distraída soy! No había yo dicho á V. cómo se
llamaba mi amiga. Pues bien, tío: esta señorita se llama Doña Clara de
Solís y Roldán. Y ahora, ¿qué dice V.? ¿Conoce V. ó no conoce á su
familia?
Al oir en boca de Lucía el nombre y apellidos de su amiga y la última
inocente pregunta, el Comendador se estremeció, se turbó; el color rojo,
que había teñido antes las mejillas delicadas de Clarita, se diría que
había pasado con más fuerza á encender el rostro varonil de D. Fadrique,
curtido por el sol de India y por los vientos de los remotos mares.
Lucía, sin advertir la turbación de su tío, siguió diciendo:
--Pero ¿qué digo á su familia? Á la misma Clara es posible que V. la
conozca, sólo que ya no se acuerda. Cuando era ella chiquirritita, tal
vez cuando ella nació, estaba V. en Lima. Clara es limeña.
Dominándose al cabo el Comendador, contestó á su sobrina:
--Mal puedo acordarme y mal puedo haber olvidado á esta señorita, á
quien nunca he visto. Á quien sí he conocido y tratado mucho es á su
señor padre; y también, á pesar de la vida retirada y austera que
siempre ha hecho, tuve el gusto de tratar y ser amigo de mi señora Doña
Blanca Roldán. ¿Cómo está su señora madre de V., señorita?
--Sigue bien de salud --contestó Doña Clara;-- pero, entregada como
nunca á sus devociones, apenas se deja ver de nadie.
--¿Y el Sr. D. Valentín, está bueno?
--Gracias á Dios, lo está, --dijo Clara.
--Se ha retirado ya de la magistratura --añadió Lucía;-- ha heredado los
cuantiosos bienes de su hermano el mayor, que murió sin hijos, y vive
aquí, donde tiene su mejores fincas, de que Clarita es única heredera.
Como una nueva oleada de sangre subió entonces á la cara del Comendador,
enrojeciéndola toda. Reportándose luego, dijo de la manera más natural á
su parlera sobrina:
--¿Con que esta señorita, además de ser tan guapa, es muy rica?
--Para estos lugares lo es. ¿No es verdad, tío, que es muy extraño que
la quieran casar con don Casimiro? ¡Si viera V. qué viejo y qué feo
está! Vamos, es ofender á Dios. Yo, si fuera el Papa, negaba la licencia
que habrá que pedirle.
--Pues qué --exclamó D. Fadrique,-- ¿son ustedes parientes tan
cercanos?
--Don Casimiro Solís es el pariente más cercano que tiene mi padre,
--contestó Clara.
--Sería su inmediato heredero si Clara no viviese, --añadió Lucía, que
no dejaba por contar nada de cuanto sabía, cuando se hallaba entre
personas, como Clara y su tío, que le infundían tanta confianza y
cariño.
Don Fadrique no llevó adelante la conversación. Quedó callado y como
pensativo y melancólico.
En silencio continuaron, pues, paseando hasta que llegaron al
_nacimiento_. En mitad de un bosque de encinas y olivos, que pone
término á las huertas, se alza un monte escarpado, formado de riscos y
peñascos enormes, que parecen como suspendidos en el aire, amenazando
derrumbarse á cada momento.
Higueras bravías, jaras de varias especies, romero y tomillo, musgo,
retama y otras mil hierbas, plantas y flores, nacen en las hendiduras de
aquellas peñas ó cubren los sitios en que no está pelada la roca viva, y
hallan alguna capa vegetal donde fijar y alimentar las raíces.
Los peñascos horadados abren paso á diversas grutas ó cuevas en no pocos
sitios del cerro, á cuyo pie, más bajo aún que el nivel del camino,
están como socavadas las piedras, formando una gruta mayor y de más
grande entrada que las otras. En el fondo de esta gruta, que se ve todo
sin penetrar allí, brota de una grieta, sin hipérbole alguna, un
verdadero río. Por eso se llama aquel sitio el nacimiento del río, ó
sencillamente _el nacimiento_.
El agua que mana de entre las peñas cae con grato estruendo en un
estanque natural, cuyo suelo está sembrado de blanquísimas y redondas
piedrezuelas. Por aquel estanque se extiende mansa el agua, creando y
desvaneciendo de continuo círculos fugaces; mas, á pesar de los
círculos, son las ondas de tal transparencia, que al través de ellas se
ve el fondo, aunque está á más de vara y media de profundidad, y en él
pueden contarse las guijas todas.
En la margen del pequeño lago crecen juncos, juncia, berros y otras
plantas acuáticas.
El estanque ó lago llena la gruta y se dilata buen espacio fuera de
ella, reflejando el cielo en su cristal. Á derecha y á izquierda hay dos
acequias, por donde el agua corre, dividiéndose después en infinitos
arroyuelos, y yendo á regar las mil y quinientas huertas que hacen del
término de aquella pequeña ciudad un verde y florido paraíso.
Como todo por aquellas cercanías es terreno quebrado, el agua baja á las
hondonadas con ímpetu brioso: á veces se precipita en cascadas, y á
veces pone en movimiento aceñas, batanes y martinetes. No obstante,
cerca del nacimiento el agua va por tierra llana, con sosegada corriente
y apacible murmullo, sin que haya ruido mayor en aquella amena soledad
que el que produce el nacimiento mismo; el golpe del agua que brota de
la peña y cae dentro de la gruta.
Á la orilla del estanque rústico hay varios sauces, y junto al tronco
del más alto y frondoso un poyo ó asiento de piedra. Allí estaba sentado
el poeta rondeño D. Carlos de Atienza cuando llegaron el Comendador, su
sobrina y Doña Clara.
Don Fadrique, como si anhelase apartar de sí tristes y enojosos
pensamientos, impropios de su carácter y risueña filosofía, se pasó la
mano por la frente, y creyendo que recobraba su serena y alegre
condición, dijo en voz alta:
--Hola, ilustre poeta, ¿qué nuevo idilio compone V. en estas soledades?
Don Carlos se levantó del asiento, y yendo hacia los recién venidos,
dijo:
--Buenos días, Sr. D. Fadrique. Beso los pies de Vds., señoritas.
El Comendador le allanó el camino para que se viniese con él y con las
niñas y los acompañase un rato en el paseo. Habló á D. Carlos de sus
estudios, le ponderó lo mucho que le agradaba la poesía, le encomió el
idilio y se le hizo repetir.
No podía haber dado mayor gusto á D. Carlos, ni mayor satisfacción de
amor propio; porque, como todos los que escriben, han escrito ó
escribirán versos en el mundo, era D. Carlos aficionadísimo á recitarlos
en presencia de un benévolo y discreto auditorio, y siempre se inclinaba
á calificarle de discreto, con tal de que fuese benévolo.
Don Fadrique miró con disimulo, pero con mucha atención, á Clarita
mientras que D. Carlos recitó el idilio. Si aun le hubiera quedado la
menor duda de que Clara era Clori, la duda se hubiera disipado. Á
Clarita, valiéndonos de una expresión en extremo vulgar, si bien muy
pintoresca, un color se le iba y otro se le venía mientras los versos
duraron. Ya se ponía pálida, ya se cubrían de púrpura sus mejillas.
Hasta cuando exclamó D. Carlos recitando:
"Pues¡qué! ¿te he dado en balde tanta prueba
De amor?"
vió ó imaginó ver D. Fadrique que los párpados de Doña Clara se
contraían más de lo ordinario, como para recoger y ocultar indiscretas
lágrimas, que ansiaban por brotar de los hermosos ojos.
Después de recitados los versos, D. Carlos, menos atrevido en prosa,
apenas se acercó á Clara, y no le dijo palabra que todos no oyesen. Sólo
con Lucía habló en voz baja y como en secreto.
Los cuatro se internaron, prosiguiendo el paseo y volviendo á la ciudad
por otro camino, en medio de una frondosísima alameda. Allí Clara, ó
adelantándose ó quedándose atrás y dejando al Comendador con su sobrina,
hubiera podido hablar á su placer con D. Carlos; pero no parecía sino
que le tenía miedo, que temblaba de oir su voz sin testigo, y que
deseaba demostrar á los ojos del Comendador que no quería pertenecer á
D. Carlos, sino á D. Casimiro. Ello es que en los lugares más agrestes,
Clara no se apartaba del lado de D. Fadrique, como si temiese que
saliese una fiera á devorarla y buscase en él su amparo y defensa.
¿Quién sabe lo que pasaba en aquellos instantes en el alma del
Comendador? Lo cierto es que casi no se atrevía á hablar á Clara; pero
de repente, en una ocasión en que D. Carlos y Lucía se adelantaron y se
perdieron de vista entre los árboles, el Comendador detuvo á Clara, la
contempló de un modo extraño y dulce, y tomando su semblante una
expresión solemne y en cierto modo venerable, exclamó:
--¡Hija mía! Es V. muy buena, muy hermosa... inocente de todo; Dios
bendiga á V. y la haga tan feliz como merece.
Y diciendo esto, alzó las manos como para bendecir á la muchacha, tomó
su cabeza entre ellas y le dió en la frente un beso.
Clara halló, sin duda, muy raro todo aquello, fuera del uso y del
estilo común; pero la cara de D. Fadrique estaba tan seria, y su
expresión era tan simpática y noble, que, á pesar de las ideas con que
personajes devotos habían manchado precozmente la conciencia de la niña,
hablándole de pecados y faltas, Clara no pudo ver allí ningún
atrevimiento liviano.
Más aún se afirmó en la idea de lo puro é impecable del extraño é
inesperado beso, cuando le dijo el Comendador:
--Don Carlos me parece un mozo excelente. ¿Le ama V. mucho?
Había en el acento de D. Fadrique un suave imperio, al que Clara no supo
resistir.
--Le he amado mucho --contestó,-- pero yo acertaré á no amarle. He sido
muy culpada. Sin que lo sepa mi madre le he querido. En adelante no le
querré. Seré buena hija. Obedeceré á mi madre. Ella sabe mejor que yo lo
que me conviene.
Don Fadrique no se atrevió á replicar ni á hacer un discurso subversivo
de la autoridad materna.
Á poco volvieron á reunirse, en un solo grupo los cuatro.
Antes de entrar de nuevo en la ciudad, D. Carlos se despidió del
Comendador y de las dos señoritas, y se fué por otros sitios.
Apenas Lucía y su tío dejaron á Clara á la puerta de su casa, el tío
preguntó á la sobrina:
--¿Qué te ha dicho D. Carlos?
--¿Qué ha de decir? Que está desesperado; que Clara le desdeña, que le
rechaza, y que, por obedecer á su madre, se casará con D. Casimiro.
--Y D. Valentín, ¿qué hace?
--Nada. ¿Qué quiere V. que haga? Pues qué, ¿ignora V. que D. Valentín es
un gurrumino? Una mirada de Doña Blanca le confunde y aterra; una
palabra de enojo de aquella terrible mujer hace que tiemble D. Valentín
como un azogado.
--De suerte que Doña Blanca es quien ha decidido el casamiento de Clara
con D. Casimiro.
--Sí, tío; en esa casa Doña Blanca es quien lo decide todo. Ella manda y
los demás obedecen. No se atreven á respirar sin su licencia. No se
puede negar que Doña Blanca tiene mucho talento y es una santa. Sabe más
de las cosas de Dios que todos los predicadores juntos. Reza muchísimo;
lee y estudia libros piadosos; lleva una vida ejemplar y penitente, y
hace muchas limosnas á los pobres y á las iglesias; pero, á pesar de
tantas virtudes y excelentes prendas, nada tiene de amable. Antes al
contrario, es terrible. Á mí me pone miedo.
--No lo dudo, sobrina; ya era como tú la describes cuando yo la conocí.
--¡Ay, tío! ¿Y la veía V. con frecuencia?
--No con frecuencia, sobrina; pero al fin la traté algo.
--No extrañe V. que en una semana no vengan á casa, ni para cumplir.
Doña Blanca vive con la mente tan lejos de todo, y se resiste tanto á
que le cuenten cosas del mundo exterior que distraigan su espíritu de la
contemplación íntima en que vive, que de seguro ni ella ni su pobre
marido sabrán que V. ha llegado. D. Valentín no creo que sea hombre muy
interior, espiritual y contemplativo; pero como tiene tanto miedo á su
mujer y quiere darle gusto siempre, vive también á lo místico, apartado
del trato humano, y yo le juzgo capaz de azotarse con unas disciplinas,
no tanto por amor de Dios, cuanto por amor y por miedo de Doña Blanca.
Don Fadrique escuchaba y callaba. No tenía humor de despegar los labios.
Lucía, que era aficionada á hablar, soltó la tarabilla y prosiguió
diciendo:
--¡Pobre Clara! Figúrese V. lo divertida que estará. Yo no lo dudo; ella
se irá al cielo; pero ¡qué! ¿no puede ir uno al cielo con menos trabajo?
No acierto á ponderar á V. los prodigios de astucia, los portentos de
habilidad, aunque esté mal que yo me alabe, que he tenido que hacer para
ganarme un poco la voluntad y la confianza de Doña Blanca y lograr que
su hija se trate conmigo y salga á veces en mi compañía. Si no fuera por
mí, Clara estaría como enterrada en vida, entre cuatro paredes. No sé
cómo ha podido entenderse con D. Carlos. Gracias á que él es muy listo y
capaz de todo. Clara ha estado con él, no diré que en relaciones, sino
casi en relaciones. Ello es que Clara le amaba. Luego ha tenido
remordimientos de amar á un hombre á escondidas de su madre, y sobre
todo cuando su madre la destina para otro. Así es que ahora rechaza al
pobre D. Carlos, y el infeliz zagal Mirtilo se muere de pena.
El Comendador oía con interés á su sobrina, y no ponía en la
conversación ni una exclamación siquiera. Parecía que se había quedado
mudo ó que no sabía qué decir.
--Clara --prosiguió Lucía,-- ahora que cree pecado amar á D. Carlos, y
que no halla posible oponerse á la voluntad de su madre, piensa á veces
en ser monja; pero ni este deseo se atreve á confiar á su madre.
Considera ella, en primer lugar, que no es buena su vocación; que quiere
tomar el velo por despecho y como desesperada; y, por otra parte, cree
que decir á su madre que quiere ser monja es un acto de rebeldía, es
oponerse á su voluntad de casarla con D. Casimiro. ¿Qué piensa V. de la
situación de mi desgraciada amiga?
Interrogado tan directamente el Comendador, tuvo al cabo que romper el
silencio; pero respondió con laconismo:
--Mala es, en verdad, la situación; pero, ¿quién sabe? Todo tiene
remedio menos la muerte. Entre tanto --añadió D. Fadrique, hablando con
lentitud y bajo, dejando caer las palabras una á una, como si le
costasen grandes esfuerzos, y como si en vez de responder á su sobrina
hablase consigo mismo y á sí propio se respondiese;-- entre tanto, Doña
Blanca es discreta, es piadosa y es buena madre. Razones de mucho peso
tiene... sin duda... para querer casar á su hija con D. Casimiro. En
fin, muchacha, sigue siendo buena amiga de Clara; pero no caviles ni
formes juicios acerca de la conducta de Doña Blanca. Voy, además, á
hacerte otra súplica.
--Mande V., tío.
--Es algo difícil lo que exijo de tí.
--¿Por qué?
--Porque te gusta hablar, y lo que exijo es que calles.
--¿Y qué he de callar? Ya verá V. cómo me callo. Yo no quiero que V. se
disguste y forme mal concepto de mí.
--Pues bien; calla que me has puesto al corriente de los amores de D.
Carlos y Doña Clara, y calla también cuanto sabes acerca de estos
amores.
--¡Tío, por amor de Dios! No me crea V. tan amiga de contarlo todo. El
pícaro idilio tiene la culpa. Sin el idilio, ni á V. le hubiera yo
confiado nada.
Oído esto, sonrió el Comendador á su sobrina; y como ya estaban en la
casa, se apartó de la muchacha, yéndose algo meditabundo y ensimismado,
cual si procurase resolver un difícil problema.


IX
Mientras el Comendador y Lucía tenían el diálogo de que acabamos de dar
cuenta, Clara había entrado en el cuarto de su madre.
Doña Blanca estaba sentada en un sillón de brazos. Delante de ella había
un velador con libros y papeles. D. Valentín estaba allí, sentado en una
silla, y no muy distante de su mujer.
El aspecto de Doña Blanca era noble y distinguido. Vestida con sencillez
y severidad, todavía se notaban en su traje cierta elegancia y cierto
señorío. Tendría Doña Blanca poco más de cuarenta años. Bastantes canas
daban ya un color ceniciento á la primitiva negrura de sus cabellos. Su
semblante, lleno de gravedad austera, era muy hermoso. Las facciones,
todas de la más perfecta regularidad.
Era Doña Blanca alta y delgada. Sus manos, blancas, parecían
transparentes. Sus ojos, negros como los de su hija, tenían un fuego
singular é indefinible, como si todas las pasiones del cielo y de la
tierra y todos los sentimientos de ángeles y diablos hubiesen
concurrido á crearle.
Don Valentín, tímido y pacífico, enamorado de su mujer en los primeros
años de matrimonio, y lleno después de consideración hacia ella, no se
atrevía á chistar en su presencia, si ella no le mandaba que hablase.
Era D. Valentín un virtuoso caballero, pero débil y pusilánime. Había
sido, por amor y respeto á su honra, un magistrado íntegro. Nada había
podido apartarle del cumplimiento de su deber, y hasta había mostrado
admirable entereza fuera de casa, donde la entereza, por grande que deba
ser, basta con que dure un instante; pero en la casa, con la doméstica
tiranía de una mujer dotada de voluntad de hierro, cuya presión es
perpetua é incesante, D. Valentín no había sabido resistir, y había
abdicado por completo. La hacienda, los negocios, la educación de la
hija, todo dependía y todo era dirigido y gobernado por Doña Blanca.
El aspecto de D. Valentín era insignificante y neutral.
Ni alto ni bajo, ni pelinegro ni rubio, ni flaco ni gordo. Parecía, con
todo, un señor, por decirlo así, muy correcto en sus modales, en su
continente y en su habla. La devota sumisión á su mujer añadía á dicha
calidad de correcto una tintura de mansedumbre.
Don Valentín había sido en su mocedad muy buen católico, pero sin
fervor penitente y sin inclinaciones místicas y contemplativas. Ahora,
por no desazonar á su mujer, se esforzaba por remedar á San Hilarión ó á
San Pacomio.
Tenía D. Valentín cerca de sesenta años de edad, pero parecía mucho más
viejo, porque no hay cosa que envejezca y arruine más el brío y la
fortaleza de los hombres que esta servidumbre voluntaria y espantosa, á
que por raro misterio de la voluntad se someten muchos, cediendo á la
persistencia endemoniada de sus mujeres.
No bien entró Clara en el cuarto, Doña Blanca le preguntó:
--¿Dónde has estado, niña?
--Mamá, en _el nacimiento_.
--No sé cómo tiene pies mi señora Doña Antonia para dar paseos tan
disparatados. Con ir y volver, eso es andar cerca de una legua.
--Doña Antonia no ha estado hoy con nosotras --dijo Clara, no
atreviéndose á mentir, ni siquiera á disimular.
El rostro de Doña Blanca tomó cierta expresión de sorpresa y de notable
desagrado.
--Entonces ¿quién os ha acompañado en el paseo? --preguntó Doña Blanca.
--No se enoje V., mamá: hemos ido bien acompañadas.
--Sí; pero ¿por quién? ¿Por alguna fregona? ¿Por alguna tía cualquiera?
--Mire V., mamá, Doña Antonia tenía la jaqueca y no pudo acompañarnos.
En su lugar ha venido con nosotras el tío de Lucía.
--¿Y quién es ese tío?
--Un señor marino que estuvo en la India y en el Perú, que dice que
conoce á V., que hace poco ha venido á vivir á Villabermeja, y que
anoche llegó aquí á pasar una temporada.
--Ese es el Comendador Mendoza --dijo D. Valentín, con cierto júbilo de
saber que había llegado un antiguo amigo.
--Justamente, papá, así se llama: el Comendador Mendoza; un señor muy
fino, si bien algo raro.
--Oye, Blanca, será menester que vayamos á ver al Comendador, que vive
sin duda en casa de su hermano --exclamó D. Valentín.
--Cumpliremos con ese deber que la sociedad nos impone --dijo Doña
Blanca con reposo y dignidad serena--; pero tú, Clara, no debes volver á
salir de paseo ni tratarte con ese hombre malvado é impío. Si la santa
fe de nuestros padres no estuviera tan perdida; si las perversas
doctrinas del filosofismo francés no nos hubiesen inficionado, ese
hombre, en vez de vestir el honroso uniforme de la marina, vestiría el
sambenito; en vez de andar libre por ahí, piedra de escándalo, fermento
de impiedad, levadura del infierno, corrompiendo lo que aun en el
cuerpo social se conserva sano, estaría en los calabozos de la
Inquisición ó ya hubiera muerto en la hoguera.
Clara se aterró al oir en boca de su madre aquella diatriba. Se
representó en su mente al Comendador como á un personaje endiablado; y,
acordándose del tierno beso que de él había recibido, se llenó toda de
espanto y de vergüenza.
Don Valentín, con el recuerdo del Comendador, que le traía á la
imaginación mejores tiempos, cuando él estaba menos viejo y menos
sumiso, se sentía, contra su costumbre, con ánimo de contradecir y no
someterse del todo. Así es que dijo:
--¡Válgame Dios, mujer, qué falta de caridad es esa! Eres injusta con
nuestro antiguo amigo. No te negaré yo que era algo _esprit fort_ en su
mocedad pero ya se habrá enmendado. Por lo demás, siempre fué el
Comendador pundonoroso, hidalgo y bueno. ¿Qué tienes tú que decir contra
su moralidad?
--Cállate, Valentín, que no dices más que sandeces. Y las llamo
sandeces, por no calificarlas de blasfemias. ¿Qué moralidad, qué
hidalguía, qué virtud puede haber donde faltan la religión y las
creencias, que son su fundamento? Sin el santo temor de Dios toda virtud
es mentira y toda acción moral es un artificio del diablo para engañar á
los bobos que presumen de discretos y que no subordinan su juicio á los
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