El Comendador Mendoza - 03

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uno, eran varios, y todos soeces y sucios de alma y de cuerpo.
Huí de París y vine á Madrid. Otra desilusión. Si por allá creí
presenciar una abominable y bárbara trajedia, aquí me encontré en un
grotesco, asqueroso y lascivo sainete. Por allá sangre; por acá
inmundicia.
No por eso apostaté de mi optimismo ni eché á un lado mi doctrina de
indefinido progreso. Lo que hice fué reconocer mi error en cálculos de
cronología, para los cuales no había contado yo con la feroz y
desgreñada revolución de Francia.
En vista de esta revolución, el bien relativo, el estado de libertad y
de adelantamiento para las sociedades, que yo fantaseaba como inmediato,
se hundió hacia adentro, en los abismos del porvenir, lo menos dos ó
tres siglos.
Como para entonces no viviré yo, y como en el estado presente del mundo
estoy ya harto de la vida práctica, he resuelto refugiarme en la
contemplación; y á fin de gozar del espectáculo de las cosas humanas,
mezclándome en ellas lo menos posible, voy á tomar asiento, como
espectador desapasionado, en la propia Villabermeja.
Mi hermano, que tiene ya una hija casadera, á quien naturalmente desea
que salte un buen novio, se va á vivir á la vecina ciudad, donde ya
tiene casa tomada, y á mí me deja á mis anchas y solo en la casa
solariega de los Mendoza, donde le daré albergue siempre que venga al
lugar para sus negocios.
Yo me atengo al refrán que dice _ó corte ó cortijo_; y ya que me fugo de
París y de Madrid, no quiero ciudad de provincia, sino aldea.
En la gran casa de los Mendoza bermejinos voy á estar como garbanzo en
olla; pero se llenarán algunos cuartos con la multitud de libros que voy
á llevar.
Vamos á tener una vida envidiable; y digo _vamos_, porque supongo y
espero que V. me hará compañía á menudo.
Mi determinación es irrevocable, y me voy ahí, para no salir de ahí,
salvo cuando vaya como de paseo á caballo, á visitar á mi hermano y á su
familia, en la ciudad cercana, la cual, á pesar de su pomposo título de
ciudad, tiene también mucho de pueblo pequeño y rural, con perdón y en
paz sea dicho.
Adiós, beatísimo padre. Encomiéndeme V. á Dios, con cuyo favor cuento
para escapar de esta confusión ridícula de la corte, y poder pronto
darle, en esa encantadora Villabermeja, un apretado abrazo.


VI
Veinte días después de recibida esta carta por el P. Jacinto, se realizó
la entrada solemne en Villabermeja del ilustre Comendador Mendoza.
Desde Madrid á la capital de la provincia, que entonces se llamaba
reino, nuestro héroe vino en coche de colleras y empleó nueve días. En
la capital de la provincia se encontró con su hermano D. José, con el P.
Jacinto y con otros amigos de la infancia, que le estaban aguardando.
Entre ellos sobresalía el tío Gorico, maestro pellejero, hábil
fabricador de corambres y notabilísimo en el difícil arte de echar
botanas á los pellejos rotos. Este había sido el muchacho más diabólico
del lugar después de D. Fadrique, y su teniente cuando las pendencias,
pedreas y demás hazañas contra el bando de D. Casimiro.
El tío Gorico no tenía más defecto que el de haberse entregado con
sobrado cariño á la bebida blanca. El aguardiente anisado le encantaba.
Y como al asomar la aurora por el estrecho horizonte de Villabermeja el
tío Gorico, según su expresión, mataba el gusanillo, resultaba que casi
todo el día estaba calamocano, porque aquel fuego que encendía en su ser
con el primer fulgor matutino, se iba alimentando, durante el día,
merced á frecuentes libaciones.
Por lo demás, el tío Gorico no perdía nunca la razón; lo que lograba era
envolver aquella luz del cielo en una gasa tenue, en un fanal primoroso,
que le hacía ver las cosas del mundo exterior y todo lo interno de su
alma y los tesoros de su memoria como al través de un vidrio mágico.
Jamás llegaba á la embriaguez completa; y una vez sola, decía él había
tenido en toda su vida alferecía en las piernas. Era, pues, hombre de
chispa en diversos sentidos, y nadie tenía mejores ocurrencias, ni
contaba más picantes chascarrillos, ni se mostraba más útil y agradable
compañero en una partida de caza.
En el lugar gozaba de celebridad envidiable por mil motivos, y entre
otros, porque hacía el papel de Abraham en el paso de Jueves Santo por
la mañana, tan admirablemente bien, que nadie se le igualaba en muchas
leguas á la redonda. Con un vestido de mujer por túnica, una colcha de
cama por manto, su turbante y sus barbas de lino, tomaba un aspecto
venerable. Y cuando subía al monte Moria, que era un establo cubierto de
verdura, que se elevaba en medio de la plaza, adquiría la majestad
patética de un buen actor. Pero en lo que más se lucía, arrancando
gritos de entusiasmo, era cuando ofrecía á Isaac al Todopoderoso antes
de sacrificarle. Isaac era un chiquillo de diez años lo menos. Con la
mano derecha el tío Gorico le levantaba hacia el cielo, y así, extendido
el brazo, como si no fuera de hueso y carne, sino de acero firmísimo,
permanecía catorce ó quince minutos. Luego venía el momento de las más
vivas emociones; el terror trágico en toda su fuerza. Abraham ataba al
chiquillo al ara, y sacaba un truculento chafarote que llevaba al cinto.
Tres ó cuatro veces descargaba cuchilladas con una violencia increíble.
Las mujeres se tapaban los ojos y daban espantosos chillidos, creyendo
ya segada la garganta del muchacho que prefiguraba á Cristo; pero el tío
Gorico paraba el golpe antes de herir, como no atreviéndose á consumar
el sacrificio. Al fin aparecía un ángel, con alas de papel dorado, en el
balcón de las Casas Consistoriales, y cantaba el romance que empieza:
"Detente, detente, Abraham;
No mates á tu hijo Isaac,
Que ya está mi Dios contento
Con tu buena voluntad."
El sacrificio del cordero en vez del hijo, con lo demás del paso, lo
ejecutaba el tío Gorico con no menor maestría.
En más de una ocasión trataron de ganarle, ofreciéndole mucho dinero
para que fuese á hacer de Abraham á otras poblaciones; pero él no quiso
jamás ser infiel á su patria y privarla de aquella gloria.
Don José, el P. Jacinto, el tío Gorico y los demás amigos, muy contentos
de haber abrazado á D. Fadrique, contentísimo también de verse entre los
compañeros de su infancia, emprendieron á caballo el viaje á
Villabermeja, que, con madrugar y picar mucho, pudo hacerse en diez
horas, llegando todos al lugar al anochecer de un hermoso día de
primavera, en el año de 1794.
Doña Antonia, mujer de D. José, y sus dos hijos, D. Francisco, de edad
de catorce años, y doña Lucía, que tenía ya diez y ocho, acompañados de
la chacha Ramoncica, recibieron con júbilo, con abrazos y otras mil
muestras de cariño al Comendador, quien ya tenía por suya la casa
solariega. D. José y su familia se habían establecido en la ciudad, y
sólo por dos días habían venido al pueblo para recibir al querido
pariente.
Éste, como era de suyo muy modesto, se maravilló y complació en ver que
alcanzaba en Villabermeja más popularidad de lo que creía. Vinieron á
verle todos los frailes, desde los más encopetados hasta los legos, el
médico, el boticario, el maestro de escuela, el alcalde, el escribano y
mucha gente menuda.
Al día siguiente de la llegada la chacha Ramoncica quiso lucirse, y se
lució, dando un magnífico _pipiripao_. D. Fadrique, cuando oyó esta
palabra, tuvo que preguntar qué significaba, y le dijeron que algo á
modo de festín. En cambio, se cuentan aún en Villabermeja los grandes
apuros en que estuvo aquella noche la chacha Ramoncica cuando volvió á
su casa, cavilando qué sería lo que su sobrino le había pedido para el
festín, y que ella ansiaba que le sirviesen, á fin de darle gusto en
todo. El vocablo, para ella inaudito, con que su sobrino había
significado la cosa que deseaba, casi se le había borrado de la mente.
Por último, consultando el caso con Rafaela, y haciendo un esfuerzo de
memoria, vino á recomponer el vocablo y á declarar que lo que su sobrino
había pedido era _economía_.
--¿Qué es eso, Rafaela? --preguntó á su fiel criada.
Y Rafaela contestó:
--Señora, ¿qué ha de ser? ¡_Ajorro_!
No le hubo, sin embargo. La chacha Ramoncica echó aquel día el bodegón
por la ventana.
Al siguiente le tocó lucirse al Comendador, y á pesar de toda su
filosofía gozó en el alma de que sus deudos y paisanos viesen
maravillados su vajilla de porcelana, su plata y los demás objetos raros
ó bellos que de sus viajes había traído, y que había mandado por delante
de él con su criado de más confianza. Hasta la extraña fisonomía de
éste, que era un indio, pasmó á los bermejinos, con deleite y
satisfacción de D. Fadrique. Tuvo además un placer indescriptible en
contar sus aventuras y en hacer descripciones de países remotos, de
costumbres peregrinas y de casos singulares que había visto ó en los que
había tomado parte.
Nada de esto debe movernos á rebajar el concepto que del Comendador
tenemos. Por más que parezca pueril, tal vanidad es más común de lo que
se cree. ¿Á quién no le agrada, cuando vuelve al lugar de su nacimiento,
darse cierto tono, sin ofender á nadie, manifestando cuán importante
papel ha hecho en el mundo?
Gente hay que no espera para esto á ir á su lugar. Nacido en uno muy
pequeño de Andalucía tuve yo cierto amigo que, como llegase á ser
personaje de gran suposición y de muchas campanillas, cifraba su mayor
deleite en mandar á su pueblo todos los años un ejemplar de la _Guía de
forasteros_, con registro en las varias páginas en que estaba estampado
su nombre. Un año fué la _Guía_ con ocho registros, y el pasmo de los
lugareños, participado por carta á mi amigo, le dió un contento que
casi rayaba en beatitud ó bienaventuranza.
No es menor el gusto que se tiene en contar lances y sucesos y en
describir prodigios. De aquí sin duda el refrán: _de luengas vías,
luengas mentiras_. Baste, pues, decir, en elogio de D. Fadrique, que el
refrán no rezó con él nunca, porque era la veracidad en persona. Lo que
no aseguraremos es que fuese siempre creído en cuanto refirió. Los
lugareños son maliciosos y desconfiados; suelen tener un criterio allá á
su manera, y á menudo las cosas más ciertas les parecen falsas ó
inverosímiles, y las mentiras, por el contrario, muy conformes con la
verdad. Recuerdo que un mayordomo andaluz de cierto inolvidable y
discreto Duque, que estuvo de embajador en Napóles, fué á su pueblo con
licencia. Cuando volvió le embromábamos suponiendo que habría contado
muchos embustes. El nos confesó que sí, y aún añadió, jactándose de
ello, que todo se lo habían creído, menos una cosa.
--¿Qué cosa era esa? --le preguntamos.
-Que cerca de Napóles --respondió,-- hay un monte que echa chispas por
la punta.
De esta suerte pudo muy bien nuestro D. Fadrique, sin apartarse un ápice
de la verdad, dejar de ser creído en algo, sin que sus paisanos se
atreviesen á decirle, como decían al mayordomo del Duque cuando hablaba
del Vesubio: "¡Esa es grilla!"
Al día tercero después de la llegada de D. Fadrique, su hermano D. José
y su familia se volvieron á la ciudad; y entonces, con más reposo, pudo
entregarse el Comendador á otro placer no menos grato: el de visitar y
recordar los sitios más queridos y frecuentados de su niñez, y aquéllos
en que le había ocurrido algo memorable. Estuvo en el Retamal y en el
Llanete, que está junto, donde le descalabraron dos veces; fué á la
fuente de Genazahar y al Pilar de Abajo; subió al Laderón y á la Nava, y
extendió sus excursiones hasta el cerro de Jilena y el monte de
Horquera, poblado entonces de corpulentas y seculares encinas.
Tomó, por último, D. Fadrique verdadera posesión de su vivienda,
arrellanándose en ella, por decirlo así, poniendo en orden los muebles
que había traído, colocando los libros y colgando los cuadros.
En estas faenas, dirigidas por él, casi siempre estaba presente el P.
Jacinto; y al cabo D. Fadrique quedó instalado, forjándose un retiro,
rústico á par que elegante, y una soledad amenísima en el lugar donde
había nacido.


VII
Encantado estaba D. Fadrique con su modo de vivir. Ya leyendo, ya de
tertulia ó de paseo con el P. Jacinto, ya de expediciones campestres y
venatorias con el mismo padre y con el iluminado y ameno tío Gorico, el
tiempo se deslizaba del modo más grato. Ningún deseo sentía D. Fadrique
de ir á otro pueblo, abandonando á Villabermeja; pero D. José tenía
cuarto preparado para recibirle en su casa de la ciudad, y sus
instancias fueron tales, que no hubo más que ceder á ellas.
El Comendador fué á la ciudad á pasar todo el mes de Mayo. Llegó en la
tarde del último día de Abril, y como el viaje es un paseo, aquella
noche estuvo de tertulia hasta cerca de las once, que en 1794 era ya
mucho velar. Dos ó tres hidalgos; otras tantas señoras machuchas; dos
jóvenes amiguitas de Lucía, sobrina de D. Fadrique; un respetable señor
cura y un caballerito forastero y muy elegante componían la reunión de
casa de D. José, que empezó antes de que anocheciera.
Nadie llamó la atención de D. Fadrique, que era harto distraído.
Necesitaba que las personas le gustasen ó le disgustasen para fijarse en
ellas, y con gran dificultad acertaba la gente á gustarle, y mucho menos
á disgustarle. Así es que, mostrándose muy urbano con todos, apenas
reparó en ninguno.
Al toque de oraciones sirvieron el refresco.
Primero pasaron dos criadas repartiendo platos, servilletas y
cucharillas de plata; luego entraron otras dos criadas, que traían
sendas bandejas llenas de tacillas de cristal con almíbares diferentes.
Cada tertuliano fué tomando en su asiento una tacilla del almíbar que
más le gustaba. Las criadas de las bandejas pasaron de nuevo recogiendo
las tacillas vacías, y rogando á los señores que tomasen otra de otro
almíbar, como en efecto la tomaron muchos.
La historia, prolija en este punto, cuenta que los almíbares eran de
nueces verdes, de cabellos de ángel, de tomate y de hoja de azahar. Hubo
también arrope de melocotón.
Las ninfas fregonas, muy compuestas y con muchas flores en el moño,
sirvieron luego copitas de rosoli, del que sólo bebieron los caballeros;
y por último trajeron el chocolate con torta de bizcocho, polvorones,
pan de aceite y hojaldres. Terminó todo con el agua, que en vasos de
cristal y en búcaros olorosos repartieron asimismo las criadas.
Duró esto hasta que dieron las ánimas.
El refresco se tomó con toda ceremonia y con pocas palabras. Las sillas
pegadas á la pared, y todos sentados sin echar una pierna sobre otra, ni
inclinarse de ningún lado, ni recostarse mucho.
Después de tomado el refresco, hubo alguna más libertad y expansión, y
Lucía se atrevió á rogar al caballerito que recitase unos versos.
--Sí, sí --dijeron en coro casi todos los tertulianos;--que recite.
--Recitaré algo de Meléndez, --dijo el joven.
--No, de V. --replicó Lucía.-- Sepa V., tío, --añadió dirigiéndose al
Comendador,-- que este señor es muy poeta y gran estudiante. Ya verá
usted qué lindos versos compone.
--V. es muy amable, Srta. Doña Lucía. La amistad que me tiene la engaña.
Su señor tío de V. va á salir chasqueado cuando me oiga.
--Yo confío tanto en el fino gusto de mi sobrina --dijo el Comendador,--
que dudo de que se equivoque, por ferviente que sea la amistad que V. le
inspire. Casi estoy convencido de que los versos serán buenos.
--Vamos, recítelos V., D. Carlos.
--No sé cuáles recitar que cansen menos, y que á V. que me fía, y á mí
que soy el autor, nos dejen airosos.
--Recite V. --contestó Lucía,-- los últimos que ha compuesto á Clori.
--Son largos.
--No importa.
Don Carlos no se hizo más de rogar, y con entonación mesurada y cierta
timidez que le hubiera hecho simpático, aunque ya por sí no lo fuese,
recitó lo que sigue:
El plácido arroyuelo
Rompe el lazo de hielo,
Y desatado en onda cristalina
Fecunda la pradera.
Flora presta sus galas á Chiprina;
Reluce Febo en la celeste esfera,
Y en la noche callada
La casta diosa á su pastor dormido,
Con trémulo fulgor, besa extasiada.
Del techo antiguo á suspender su nido
Ha vuelto ya la golondrina errante;
Dulces trinos difunde Filomena;
El mar se calma, el cielo se serena;
Sólo Céfiro amante,
Oreando la hierba en los alcores.
Y acariciando las tempranas flores,
Con música y aroma el aire agita.
En la rica estación de los amores
Amor en todo corazón palpita;
Pero en el alma del zagal Mirtilo
Halla perpetuo asilo.
Allí ingenioso el dios labra un dechado
De gracia encantadora,
Donde con fiel esmero ha retratado
Á Clori bella, á la gentil pastora.
Por quien Mirtilo muere.
Clori, en tanto, amistosa y compasiva,
Quiere que el zagal viva,
Mas amarle no quiere;
Antes, dicen que piensa dar su mano
Á un rabadán anciano.
Con celos el zagal su pena aumenta,
Y así en la selva oculto se lamenta:
--¡Tú no sabes de amor, encanto mío!
¡Ah! Tu ignorancia virginal te engaña.
Seré merecedor de tu desvío,
Mas no comprendo la ilusión extraña
Que á dar tanta beldad te precipita,
Inútil don, tesoro inmaculado,
Á la vejez marchita.
La amapola del prado
No despliega la pompa de sus hojas,
De púdico amor rojas,
Hasta que el sol derrama
En su velado seno estiva llama;
Ni la rosa se atreve
Á abrir el cáliz entre escarcha y nieve.
No censurara yo que Galatea
Al cíclope adorase: la hermosura
Bien en la fuerza y el valor se emplea;
Bien con estrecho, cariñoso nudo,
La hiedra ciñe firme tronco rudo.
Mas nunca á quien apenas
Sostener puede el peso de la vida
Á llevar sus cadenas,
Si dulces, graves, el amor convida.
Huyen del mustio viejo las Camenas;
Si la flauta de Pan su labio toca,
Allí perece el desmayado aliento,
Sin convertirse en melodioso viento,
Y la risa del sátiro provoca.
Con vacilante pie mal en el coro
De ninfas entra; y el alegre giro
Y canto de las Ménades sonoro,
Ó con flébil suspiro,
Ó con dolientes ayes turba acaso;
Que, en el misterio de la santa orgía,
Ni el hierofante el tirso le confía,
Ni él llega hasta la cumbre del Parnaso.
¡Ay Clori! ¿Qué demencia te extravía?
Ya que por tí se pierde
Mi tierno amor, mi juventud lozana,
De frescas rosas y de mirto verde
No ciñas ora una cabeza cana.
Trepa la vid al álamo frondoso,
Y á la punzante ortiga
Deja que adorne el murallón ruinoso.
¿Qué riesgo, qué fatiga
No aceptará mi amor por agradarte?
Por tí en el bosque venceré las fieras;
Por tí el furor arrostraré de Marte;
Y el rey de las praderas,
Cuya bronceada frente
Arma ostenta terrible, que figura
De nueva luna el disco refulgente,
De mi garrocha dura
Sentirá en la cerviz la picadura.
El rabadán, por la vejez postrado,
Tu solícito afán reclamaría,
¡Oh, Clori! mientras yo, por tu mandado,
Al abismo del mar descendería,
Sus perlas para ver en tu garganta,
Y acosaría al lobo carnicero,
Su hirsuta piel con plomo ó con acero
Ganando para alfombra de tu planta.
Alucinada ninfa candorosa,
Desecha ese delirio que te lleva
Á ser del viejo rabadán esposa.
Pues ¡qué! ¿te he dado en balde tanta prueba
De amor? Ya ves que por seguirte dejo
El templo de Minerva y los verjeles
Por do Betis copioso se dilata.
De mis padres me alejo,
Y huyo también de mis amigos fieles
Para sufrir crueldades de una ingrata.
No estriba tu desdén en mi pobreza,
Que no oculta tan bajo sentimiento
Tu noble corazón, y ni en riqueza
Me vence el rabadán, ni en nacimiento.
Sólo un funesto error, una locura,
¡Oh, Clori! ¡Oh, rosa del pensil divino!
Le hará exhalar tu aroma y tu frescura
Entre las secas ramas del espino;
Te hará romper el broche delicado,
No para abril, para diciembre helado.
No así me hieras, si matarme quieres;
Mira que así te matas cuando hieres.
No bien terminaron los versos, fueron estrepitosamente aplaudidos por el
benévolo auditorio; pero, si hemos de decir la verdad, ni D. José ni
doña Antonia prestaron atención durante la lectura; las señoras mayores
se adormecieron con el sonsonete; el señor cura halló la composición
sobrado materialista y mitológica y un poco pesada, y las amiguitas de
Lucía más se entusiasmaron con la buena presencia del poeta que con el
mérito literario de su obra.
Don Carlos, en efecto, era un morenito muy salado de veintidós á
veintitrés años. Sus vivos y grandes ojos resplandecían con el fuego de
la inspiración. Su cabellera negra, ya sin polvos, lucía y daba reflejos
azulados como las alas del cuervo. Los movimientos de su boca al hablar
eran graciosos. Los dientes que dejaba ver, blancos é iguales; la nariz,
recta, y la frente, despejada y serena.
Iba D. Carlos vestido con suma elegancia, á la última moda de París. Era
todo un petimetre. Parecía el príncipe de la juventud dorada,
transportado por arte mágica desde las orillas del Sena al riñón de
Andalucía. El cuello de su camisa y el lienzo con que formaba lazo en
torno de él, estaban bastante bajos para descubrir la garganta y la
cerviz robusta sobre que posaba airosamente la cabeza. La estatura, más
bien alta que mediana, y el talle, esbelto. El calzón ajustado de
casimir, la media de seda blanca y el zapato de hebilla de plata, daban
lugar á que mostrase el galán la bien formada pierna y un pie pequeño,
largo y levantado por el tarso.
Sin duda las niñas contemplaron más todas estas cosas, y se deleitaron
más con la dulzura de la voz del señorito que con el que nos atreveremos
á calificar de idilio, la mitad de cuyas palabras estaba en griego para
ellas.
Don Fadrique había reparado en todo. Como la mayor parte de los
distraídos, era muy observador, y prestaba atención intensa cuando se
dignaba prestarla.
Los versos le parecieron regulares, no inferiores á los de Meléndez,
aunque, ni con mucho, tan buenos como los de Andrés Chénier, que había
oído en París. Lo que es el chico le pareció muy guapo.
Advirtió también, con cierto gusto mezclado de zozobra, que Lucía, su
sobrina, había escuchado con ademán y gesto propios de quien entiende la
poesía, y con cierta afición, que no atinaba él á deslindar si era
meramente literaria, ó reconocía otra causa más personal y más honda.
Por lo pronto, en consecuencia de tales observaciones, calificó á su
sobrina, de quien hasta entonces apenas había hecho caso, de bonita y de
discreta. Se puede decir que la miró concienzudamente por primera vez, y
vió que era rubia, blanca, con ojos azules, airosa de cuerpo y muy
distinguida. De todos estos descubrimientos no pudo menos de alegrarse,
como buen tío que era; pero hizo, ó creyó haber hecho, otros
descubrimientos, que le mortificaban algo. "Tal vez serán cavilaciones",
decía para sí.
En punto de las diez se acabó la tertulia.
Sola ya la familia, Doña Antonia convocó á los criados, y en compañía de
todos, y en alta voz, se rezó el rosario.
Por último, no bastando el chocolate y el refresco, que pudiera pasar
por merienda, para gente que comía entonces poco después de mediodía, se
sirvió la indispensable cena.
Durante este tiempo D. Fadrique buscó y encontró ocasión de tener un
aparte con su sobrina, y le habló de este modo:
--Niña, veo que te gustan los versos más de lo que yo creía.
Ella, poniéndose muy colorada y más bonita desde la primera palabra que
el tío pronunció, respondióle, algo cortada:
--¿Y por qué no han de gustarme? Aunque criada en un lugar, no soy tan
ruda.
--Basta con mirarte, hija mía, para conocer que no lo eres. Pero el que
te gusten los versos no se opone á que puedan gustarte los poetas.
--Ya lo creo que me gustan. Fr. Luis de León y Garcilaso son mis
predilectos entre los líricos españoles, --dijo Lucía con suma
naturalidad.
Casi se disipó la sospecha de D. Fadrique. Parecía inverosímil tanto
disimulo en una muchacha de diez y ocho años, que rezaba el rosario
todas las noches, iba á misa y se confesaba con frecuencia.
Don Fadrique no tenía tiempo para rodeos y perífrasis, y se fué
bruscamente al asunto que le mortificaba.
--Sobrina, con franqueza: ¿los versos que hemos oído los ha compuesto D.
Carlos para tí?
--¡Qué disparate! --respondió Lucía, soltando una carcajada.
--¿Y por qué había de ser disparate?
--Porque nada de aquello me conviene: porque yo no soy Clori.
--Bien pudieras serlo. El poeta no describe á Clori. Afirma vaga é
indeterminadamente que Clori es bella, y tú eres bella.
--Gracias, tío; V. me favorece.
--No; te hago justicia.
--Sea como V. guste. Pero dígame V., ¿de dónde sacamos á mi viejo
rabadán? porque yo no doy con él.
--Pues mira, yo creí haberle encontrado.
--¿Cómo, tío, si no estaba en la tertulia más que el señor cura?
--Y yo, ¿no soy nadie?
--¿Qué quiere V. decir con eso?
--Quiero decir que tengo cincuenta años, que te llevo treinta y dos, y
que no estoy loco para aspirar á que me quieran; pero los poetas fingen
lo que se les antoja, y el barbilindo de D. Carlos puede haber levantado
esa máquina de suposiciones absurdas para escribir su idilio. En tal
caso, no está muy conforme con la verdad todo aquello de que el viejo
rabadán no puede ya con sus huesos, ni baila, ni corre, ni guerrea, ni
es capaz de cazar lobos como el zagal. Con mi medio siglo encima, me
apuesto á todo con el tal D. Carlitos. Todavía, si me pongo á bailar el
bolero, estoy seguro de que he de bailarle mejor que cuando mi padre me
hizo que le bailara á latigazos. Y en punto á pulmones y á resuello, no
ya para encaramarme al Parnaso corriendo detrás de las bacantes, no ya
para tocar todas las flautas y clarinetes del mundo, sino para mover las
aspas de un molino, entiendo que tengo de sobra.
--Pero, tío, si D. Carlos no ha soñado en V. ni ha pensado en mí.
--Vamos, muchacha, no seas hipocritilla. Á mi se me ha metido en la
cabeza que ese chico te quiere, que ha sabido que yo venía á pasar aquí
un mes, que ha oído decir que yo era viejo, y, con estos datos, el
insolente ha supuesto lo demás.
Don Fadrique decía todo esto con risa, para embromar á su sobrina; y,
aunque dudoso de su recelo, algo picado de la desvergüenza del poeta,
que por otra parte no había dejado de caerle en gracia.
--Tío --dijo por último Lucía con la mayor gravedad que pudo,-- V. no es
el viejo rabadán. El viejo rabadán es de Villabermeja como V.: hace dos
años que está establecido aquí, y merece, en efecto, las calificaciones
que le prodiga el poeta, porque está muy asendereado y estropeado. El
viejo rabadán se llama D. Casimiro. V. debe de conocerle.
--¡Ya lo creo! ¡Y vaya si le conozco! --dijo el Comendador recordando á
su antiguo adversario y víctima de la niñez.
--Pero entonces, ¿quién es Clori? --añadió en seguida.
--Clori es una linda señorita, muy amiga mía. Su madre vive con gran
recogimiento y no sale ni deja salir á su hija de noche. Por eso no ha
estado Clori de tertulia; pero es mi vecina, y su madre consiente en
que venga conmigo de paseo, en compañía de mi madre. Si mañana quiere V.
ser nuestro acompañante, iremos á las huertas, á las diez, después del
almuerzo, por sendas en que haya sombra. Clori vendrá, y V. conocerá á
Clori.
--Iré con mucho gusto.
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