El 19 de marzo y el 2 de mayo - 14

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Juan de Dios y yo nos dirigimos hacia los Caños del Peral, y al poco
rato vimos un pelotón de franceses que conducían maniatados y en
traílla, como a salteadores, a dos ancianos y a un joven de buen porte.
Después de esta fatídica procesión, vimos hacia la calle de los Tintes
otra no menos lúgubre, en que iba una señora joven, un sacerdote,
dos caballeros y un hombre del pueblo en traje como de vendedor de
plazuela. La tercera la encontramos en la calle de Quebrantapiernas,
y se componía de más de veinte personas, pertenecientes a distintas
clases de la sociedad. Aquellos infelices iban mudos y resignados,
guardando el odio en sus corazones, y ya no se oían voces patrióticas
en las calles de la ciudad vencida y aherrojada, porque los invasores
dominábanla toda piedra por piedra, y no había esquina donde no
asomase la boca de un cañón, ni callejuela por la cual no desfilaran
pelotones de fusileros, ni plaza donde no apareciesen, fúnebremente
estacionados, fuertes piquetes de mamelucos, dragones o caballería
polaca.
Repetidas veces vimos que detenían a personas pacíficas y las
registraban, llevándoselas presas por si guardaban acaso algún arma,
aunque fuera navaja para usos comunes. Yo llevaba en el bolsillo la
de Chinitas, y ni aun me ocurrió tirarla: ¡tales eran mi aturdimiento
y abstracción! Pero tuvimos la suerte de que no nos registraran.
Últimamente, y a medida que anochecía, apenas encontrábamos gente por
las calles. No íbamos, no, a la ventura por aquellos desiertos lugares,
pues yo tenía un proyecto que al fin comuniqué a mi acompañante:
pensaba dirigirme a casa de la Marquesa, con viva esperanza de
conseguir de ella poderoso auxilio en mi tribulación. Juan de Dios me
contestó que él por su parte había pensado dirigirse a un amigo, que a
su vez lo era del señor O’Farril, individuo de la Junta. Dicho esto,
convinimos en separarnos, prometiendo acudir de nuevo a la Puerta del
Sol una hora después.
Fui a casa de la Marquesa, y el portero me dijo que S. E. había partido
dos días antes para Andalucía. Asimismo pregunté por Amaranta; más tuve
el disgusto de saber que Su Excelencia la señora Condesa estaba también
en camino de Andalucía. Desesperado regresé al centro de Madrid,
elevando mis pensamientos a Dios, como el más eficaz amparador de la
inocencia, y traté de penetrar en la casa de Correos. Al poco rato
de estar allí procurándolo inútilmente, vi salir a Juan de Dios tan
pálido y alterado que temblé, adivinando nuevas desdichas.
--¿No está? --pregunté--. ¿Les han puesto en libertad?
--No --dijo, secando el sudor de su frente--. Todos los presos que
estaban aquí han sido entregados a los franceses. Se los han llevado
al Buen Suceso, al Retiro, no sé a dónde... ¿Pero no conoces el bando?
Los que sean encontrados con armas, _serán arcabuceados_... Los que se
junten en grupos de más de ocho personas, _serán arcabuceados_... Los
que hagan daño a un francés, _serán arcabuceados_... Los que parezcan
agentes de Inglaterra, _serán arcabuceados_.
--¿Pero dónde está Inés? --exclamé con exaltación--. ¿Dónde está?
Si esos verdugos son capaces de sacrificar a una niña inocente y a
un pobre anciano, la tierra se abrirá para tragárselos, las piedras
se levantarán solas del suelo para volar contra ellos, el cielo se
desplomará sobre sus cabezas, se encenderá el aire, y el agua que beban
se les tornará veneno; y si esto no sucede, es que no hay Dios ni puede
haberlo. Vamos, amigo: hagamos esta buena obra. ¿Dice usted que están
en el Retiro?
--O aquí, en el Buen Suceso, o en la Moncloa. Gabriel, yo salvaré a
Inés de la muerte, o me pondré delante de los fusiles de esa canalla
para que me quiten también la vida. Quiero irme al Cielo con ella: si
supiera que sus dulces ojos no me habían de mirar más en la tierra,
ahora mismo dejaría de existir. Gabriel, todo lo que tengo es tuyo si
me ayudas a buscarla; que después que ella y yo nos juntemos, y nos
casemos, y nos vayamos al lugar desierto que he pensado, para nada
necesitamos dinero. Yo tengo esperanza; ¿y tú?
--Yo también --respondí, pensando en Dios.
--Pues, hijo, marcha tú al Retiro, que yo entraré en el Buen Suceso,
por la parte del hospital, que allí conozco a uno de los enfermeros.
También conozco a dos oficiales franceses. ¿Podrán hacer algo por ella?
Vamos: las diez. ¡Ay! ¿No oíste una descarga?
--Sí, hacia abajo; hacia el Prado: se me ha helado la sangre en las
venas. Corro allá. Adiós, y buena suerte. Si no nos encontramos después
aquí, en mi casa.
Dicho esto, nos separamos a toda prisa, y yo corrí por la Carrera de
San Jerónimo. La noche era oscura, fría y solitaria. En mi camino
encontré tan solo algunos hombres que despavoridos corrían, y a cada
paso lamentos dolorosísimos llegaban a mis oídos. A lo lejos distinguí
las pisadas de las patrullas francesas, y de rato en rato un resplandor
lejano seguido de estruendosa detonación.


XXXII

Cómo se presentaba en mi alma atribulada aquel espectáculo en la negra
noche, aquellos ruidos pavorosos, no es cosa que puedo yo referir,
ni palabras de ninguna lengua alcanzan a manifestar angustia tan
grande. Llegaba junto al Espíritu Santo, cuando sentí muy cercana ya
una descarga de fusilería. Allá abajo, en la esquina del palacio de
Medinaceli, la rápida luz del fogonazo había iluminado un grupo, mejor
dicho, un montón de personas, en distintas actitudes colocadas, y con
diversos trajes vestidas. Tras de la descarga, oyéronse quejidos de
dolor, imprecaciones que se apagaban al fin en el silencio de la noche.
Después algunas voces, hablando en lengua extranjera, dialogaban entre
sí; se oían las pisadas de los verdugos, cuya marcha en dirección al
fondo del Prado era indicada por los movimientos de unos farolillos de
agonizante luz. A cada rato circulaban tropeles con gentes maniatadas,
y hacia el Retiro se percibía resplandor muy vivo, como de la hoguera
de un vivac.
Acerqueme al palacio de Medinaceli por la parte del Prado, y allí vi
algunas personas que acudían a reconocer los infelices últimamente
arcabuceados. Reconocilos yo también uno por uno, y observé que algunos
de ellos estaban vivos, aunque ferozmente heridos, y arrastrábanse
pidiendo socorro, o clamaban en voz desgarradora suplicando que se les
rematase.
Entre todas aquellas víctimas no había más que una mujer, que no tenía
semejanza con Inés, ni encontré tampoco sacerdote alguno. Sin prestar
oídos a las voces de socorro, ni reparar tampoco en el peligro que
cerca de allí se corría, me dirigí hacia el Retiro.
En la puerta del primer patio me detuvieron los centinelas. Un oficial
se acercó a la entrada.
--Señor --exclamé juntando las manos y expresando de la manera más
espontánea el vivo dolor que me dominaba--, busco a dos personas de
mi familia que han sido traídas aquí por equivocación. Son inocentes:
Inés no arrojó a la calle ningún caldero de agua hirviendo, ni el pobre
clérigo ha matado a ningún francés. Yo lo aseguro, señor oficial, y el
que dijese lo contrario es un vil mentiroso.
El oficial, que no entendía, hizo un movimiento para echarme hacia
fuera; pero yo, sin reparar en consideraciones de ninguna clase, me
arrodillé delante de él, y con fuertes gritos proseguí suplicando de
esta manera:
--Señor oficial, ¿será usted tan inhumano que mande fusilar a dos
personas inofensivas: a una niña de diez y seis años y a un infeliz
viejo de sesenta? No puede ser. Déjeme usted entrar: yo le diré cuáles
son, y usted les mandará poner en libertad. Los pobrecitos no han hecho
nada. Fusílenme a mí, que disparé muchos tiros contra ustedes en la
acción del Parque; pero dejen en libertad a la joven y al sacerdote.
Yo entraré, les sacaremos... Mañana, mañana probaré yo, como esta es
noche, que son inocentes, y si no resultasen tan inocentes como los
ángeles del Cielo, fusíleme usted a mí cien veces. Señor oficial,
usted es bueno; usted no puede ser un verdugo. Esas cruces que tiene
en el pecho las habrá adquirido honrosamente en las grandes batallas
que dicen ha ganado el ejército de Napoleón. Un hombre como usted no
puede deshonrarse asesinando a mujeres inocentes. Yo no lo creo, aunque
me lo digan. Señor oficial, si quieren ustedes vengarse de lo de esta
mañana, maten a todos los hombres de Madrid, mátenme a mí también; pero
no a Inés. ¿Usted no tiene hermanitas jóvenes y lindas? Si usted las
viera amarradas a un palo, a la luz de una linterna, delante de cuatro
soldados con los fusiles en la cara, ¿estaría tan sereno como ahora
está? Déjeme entrar: yo le diré quiénes son los que busco, y entre los
dos haremos esta buena obra, que Dios le tendrá en cuenta cuando se
muera. El corazón me dice que están aquí... entremos, por Dios y por
la Virgen. Aquí está usted en tierra extranjera, y lejos, muy lejos de
los suyos. Cuando recibe cartas de su madre o de sus hermanitas, ¿no le
rebosa el corazón de alegría, no quiere verlas, no quiere volver allá?
Si le dijesen que ahora las estaban poniendo un farol en el pecho para
fusilarlas...
El estrépito de otra descarga me hizo enmudecer, y la voz expiró en mi
garganta por falta de aliento. A punto estuve de caer sin sentido;
pero haciendo un heroico esfuerzo, volví a suplicar al oficial con voz
ronca y ademán desesperado, pretendiendo que me permitiese la entrada
para ver si algunos de los recién inmolados eran los que yo buscaba.
Sin duda mi ruego, expresado ardientemente y con profundísima verdad,
conmovió al joven oficial, más por la angustia de mis ademanes que
por el sentido de las palabras, extranjeras para él, y apartándose
a un lado me indicó que entrara. Hícelo rápidamente, y recorrí como
un insensato el primer patio y el segundo. En este, que era el de la
Pelota, no había más que franceses; pero en aquel yacían por el suelo
las víctimas aún palpitantes, y no lejos de ellas las que esperaban
la muerte. Vi que las ataban codo con codo, obligándolas a ponerse de
rodillas, unos de espalda, otros de frente. Los más agitaban los brazos
al mismo tiempo que lanzaban imprecaciones y retos a los verdugos;
algunos escondían con horror la cara en el pecho del vecino; otros
lloraban; otros pedían la muerte, y vi uno que, rompiendo con fuertes
sacudidas las ligaduras, se abalanzó hacia los granaderos. Ninguna
fórmula de juicio, ni tampoco preparación espiritual, precedían a
esta abominación: los granaderos hacían fuego una o dos veces, y los
sacrificados se revolvían en charcos de sangre con espantosa agonía.
Algunos acababan en el acto; pero los más padecían largo martirio antes
de expirar. Hubo muchos que, heridos por las balas en las extremidades
y desangrados, sobrevivieron, después de pasar por muertos, hasta la
mañana del día siguiente; los mismos franceses, reconociendo su mala
puntería, les mandaron al hospital. Estos casos no fueron raros: yo
sé de dos o tres a quienes cupo la suerte de vivir después de pasar
por los horrores de una ejecución sangrienta. Un maestro herrero,
comprendido en una de las traíllas del Retiro, dio señales de vida
al día siguiente, y al borde mismo del hoyo en que se le preparaba
sepultura. Lo mismo aconteció a un tendero de la calle de Carretas,
y hasta hace poco tiempo ha existido un individuo, que era entonces
empleado en la imprenta de Sancha, y fue fusilado torpemente dos veces:
una en la Soledad, donde se hizo la primera matanza; después en el
patio del Buen Suceso; desde aquí pudo escapar, arrastrándose entre
cadáveres y regueros de sangre hasta el hospital cercano, donde le
dieron auxilio. Los franceses, aunque a quemarropa, disparaban mal, y
algunos de ellos, preciso es confesarlo, con marcada repugnancia, pues
sin duda conocían el envilecimiento en que habían repentinamente caído
las águilas imperiales.
Casi sin esperar a que se consumara la sentencia de los que cayeron
ante mí, les examiné a todos. Las linternas, puestas delante de cada
grupo, alumbraban con siniestra luz la escena. Ni entre los inmolados,
ni entre los que aguardaban el sacrificio, vi a Inés y a D. Celestino,
aunque a cada instante me parecía reconocerles en cualquier bulto que
se movía implorando compasión o murmurando una plegaria.
Recuerdo que en aquel examen una mano helada cogió la mía, y al
inclinarme vi un hombre desconocido que dijo algunas palabras y expiró.
Repetidas veces pisé los pies y las manos de varios desgraciados; pero
en trances tan terribles, parece que se extingue todo sentimiento
compasivo hacia los extraños, y buscando con anhelo a los nuestros,
somos impasibles para las desgracias ajenas.
Algunos franceses me dieron el _alto_, intimándome a que saliera; y por
las palabras que oí, me juzgué en peligro de ser también comprendido en
la traílla; pero a mí no me importaba la muerte, ni en tal situación
hubiera dejado de mirar a un punto donde creyera distinguir el
semblante de mis dos amigos, aunque me arcabucearan cien veces. Corrí
hacia otro extremo del patio, donde sonaban lamentos y bullicio de
gentío, cuando un anciano se acercó a mí tomándome por el brazo.
--¿A quién busca usted? --le dije.
--¡Mi hijo, mi único hijo! --me contestó--. ¿Dónde está? ¿Eres tú mi
hijo? ¿Eres tú mi Juan? ¿Te han fusilado? ¿Has salido de aquel montón
de muertos?
Comprendí por su mirada y por sus palabras que aquel hombre estaba
loco, y seguí adelante. Otro se llegó a mí y preguntome a su vez que a
quién buscaba. Contele brevemente la historia, y me dijo:
--Los que fueron presos en el barrio de Maravillas no han venido aquí
ni a la casa de Correos. Están en la Moncloa. Primero los llevaron
a San Bernardino, y a estas horas... Vamos allá. Yo tengo un
salvoconducto de un oficial francés, y podremos salir.
Salimos, en efecto, y en el Prado aquel hombre corrió desalado y
le perdí de vista. Yo también corrí cuanto me era posible, pues
mis fuerzas, a tan terribles pruebas sometidas por tanto tiempo,
desfallecían ya. No puedo decir qué calles pasé, porque ni miraba a mi
alrededor, ni tenía entonces más ojos que los del alma para ver siempre
dentro de mí mismo el espectáculo de aquella gran tragedia. Solo sé que
corrí sin cesar; solo sé que ninguna voz, ninguna queja que sonasen
cerca de mí me conmovían ni me interesaban; solo sé que mientras más
corría, mayores eran mi debilidad y extenuación, y que al fin, no sé
en qué calle, me detuve apoyándome en la pared cercana, porque mi
cuerpo se caía al suelo y no me era posible dar un paso más. Limpié
el sudor de mi frente; parecíame que se había acabado el aire, y que
el suelo se deslizaba también bajo mis pies, que las casas se hundían
sobre mi cabeza. Recuerdo haber hecho esfuerzos para seguir; pero no
me fue posible, y por un espacio de tiempo que no puedo apreciar, solo
tinieblas me rodearon, acompañadas de absoluto silencio.


XXXIII

Durante mi desvanecimiento, hijo de la extenuación, traje a la memoria
las arboledas de Aranjuez, con sus millares de pájaros charlatanes,
aquellas tardes sonrosadas, aquellos paseos por los bordes del Jarama
y el espectáculo de la unión de este con el Tajo. Me acordé de la
casa del cura; parecíame ver la parra del patio y los tiestos de la
huerta, y oír los chillidos de la tía Gila, riñendo formalmente con
las gallinas porque sin su permiso se habían salido del corral. Se me
representaba el sonido de las campanas de la iglesia, tocadas por los
cuatro muchachos o por el ingrato padre. La imagen de Inés completaba
todas estas imágenes, y en mi delirio no me parecía que estaba la
desgraciada joven junto a mí, ni tampoco delante, sino dentro de mi
propia persona, como formando parte del ser a quien reconocía como
yo mismo. Nada estorbaba nuestra felicidad, ni nos cuidábamos de lo
porvenir, porque abandonada a su propio ímpetu la corriente de nuestras
almas, se habían juntado al fin Jarama y Tajo, y mezcladas ambas
corrientes cristalinas, cavaban en el ancho cauce de una sola y fácil
existencia.
Sacome de aquel estado soñoliento un fuerte golpe que me dieron en el
cuerpo, y no tardé en verme rodeado de algunas personas, una de las
cuales dijo, examinándome de cerca: «Está borracho.»
Creí reconocer la voz del licenciado Lobo, aunque, a decir verdad,
aún hoy no puedo asegurar que fuera él quien tal cosa dijo. Lo que sí
afirmo es que uno de los que me miraban era Juan de Dios.
--¿Eres tú, Gabriel? --me dijo--. ¿Cómo estás por los suelos? ¡Bonito
modo de buscar a la muchacha! No está en el Retiro ni en el Buen
Suceso. El señor licenciado me ayuda en mis pesquisas, y estamos
seguros de encontrarla, y aun de salvarla.
Estas palabras las oí confusamente, y después me quedé solo, o mejor
dicho, acompañado de algunos chicuelos que me empujaban de acá para
allá jugando conmigo. No tardé en recobrar, con el completo uso de
mis facultades, la idea perfecta de la terrible situación, solo
olvidada durante un rato de marasmo físico y de turbación mental. Oí
distintamente las dos en un reloj cercano, y observé el sitio en que me
encontraba, el cual no era otro que la plazuela del Barranco, inmediata
a los Caños del Peral. Contemplar mental y retrospectivamente cuanto
había pasado; medir con el pensamiento la distancia que me separaba
de la Montaña, y correr hacia allá, todo pasó en el mismo instante.
Sentíame ágil; la desesperación aligeraba tanto mis pasos, que en
poco tiempo llegué al fin de mi viaje; y en la portalada que daba a
la huerta del Príncipe Pío vi tanta gente curiosa, que era difícil
acercarse. Yo lo hice, a pesar de los obstáculos, y habría sido preciso
matarme para hacerme retroceder. Las mujeres allí reunidas daban cuenta
de los desgraciados que habían visto penetrar para no salir más.
Desde luego quise introducirme, e intenté conmover a los centinelas
con ruegos, con llantos, con razones, hasta con amenazas; Pero mis
esfuerzos eran inútiles, y cuanto más clamaba, más enérgicamente me
impelían hacia afuera. Después de forcejear un rato, la desesperación y
la rabia me sugirieron estas palabras que dirigí al centinela:
--Déjeme entrar. Vengo a que me fusilen.
El centinela me miró con lástima, y apartome con la culata de su fusil.
--¡Tienes lástima de mí --continué-- y no la tienes de los que busco!
No, no tengas lástima. Yo quiero entrar. Quiero ser arcabuceado con
ellos.
Fui nuevamente rechazado; pero de tal modo me dominaba el deseo
de penetrar, y tan terriblemente pesaba sobre mi espíritu aquella
horrorosa incertidumbre, que la vida me parecía precio mezquino para
comprar el ingreso de la funesta puerta, tras la cual agonizaban o se
disponían a la muerte mis dos amigos.
Desde fuera escuchaba un sordo murmullo, lúgubre concierto de plegarias
dolorosas y de violentas imprecaciones. Tan pronto me apartaba de la
puerta como a ella volvía a suplicar de nuevo, y la angustia me sugería
razones incontestables para cualquiera, menos para los franceses. Ya
golpeaba la pared con mi cabeza. Ya clavábame las uñas en mi propio
cuerpo hasta hacerme sangre; medía con la vista la altura de la tapia,
aspirando a franquearla de un vuelo; iba y venía sin cesar, insultando
a los afligidos circunstantes, y miraba el negro cielo, por entre cuyos
apelmazados celajes creía distinguir, danzando en veloz carrera, una
turba de mofadores demonios.
Suplicaba otra vez al centinela, diciéndole:
--¿Por qué no me fusiláis? ¿Por qué no entro, para que me maten con
mis amigos? ¡Asesinos de Madrid! ¿Sabéis para qué quiero yo a vuestro
Emperador? Para esto.
Y escupía con rabia a los pies de los soldados, que sin duda me tenían
por loco. Luego, concibiendo una idea que me parecía salvadora,
registré ávidamente mis bolsillos, como si en ellos encerrase un
tesoro, y sacando la navaja de Chinitas, que aún conservaba, exclamé
con febril alegría:
--¡Ah! ¿No veis lo que tengo aquí? Una navaja, un cuchillo aún manchado
de sangre. Con él he matado muchos franceses, y mataría al mismo
Napoleón I. ¿No prendéis a todo el que lleva armas? Pues aquí estoy.
Torpes: habéis cogido a tantos inocentes, y a mí me dejáis suelto por
las calles... ¿No me andábais buscando? Pues aquí estoy. Ved, ved el
cuchillo: aún gotea sangre.
Tan convincentes razones me valieron el ser aprehendido, y al fin
penetré en la huerta. Apenas había dado algunos pasos hacia las
personas que confusamente distinguía delante de mí, cuando un vivo
gozo inundó mi alma. Inés y D. Celestino estaban allí, ¡pero de qué
manera! En el momento de entrar yo, a ambos les ataban, como eslabones
de la humana cadena que iba a ser entregada al suplicio. Me arrojé en
sus brazos, y por un momento, estrechados con inmenso amor, los tres
no fuimos más que uno solo. Inés empezó a llorar amargamente; mas el
clérigo conservaba su semblante sereno.
--Desde que le has visto, Inés, has perdido la serenidad --dijo
gravemente--. Ya no estamos en la tierra. Dios aguarda a sus queridos
mártires, y la palma que merecemos nos obliga a rechazar todo
sentimiento que sea de este mando.
--¡Inés! --exclamé con el dolor más vivo que he sentido en toda mi
vida--. ¡Inés! Después de verte en esta situación, ¿qué puedo hacer
sino morir?
Y luego, volviéndome a los franceses ebrio de coraje, y sintiéndome con
un valor inmenso, extraordinario, sobrehumano, exclamé:
--Canallas, cobardes, verdugos, ¿creéis que tengo miedo a la muerte?
Haced fuego de una vez y acabad con nosotros.
Mi furor no irritaba a los franceses, que hacían los preparativos del
sacrificio con frialdad horripilante. Lleváronme a presencia de uno, el
cual, después de decirme algunas palabras, me envió ante otro, que al
fin decidió de mi suerte. Al poco rato me vi puesto en fila junto al
clérigo, cuya mano estrechó la mía.
--¿Cuándo te cogieron? ¿Te encontraron algún arma, desgraciado? --me
dijo--. Pero no es esta ocasión de mostrar odio, sino resignación.
Vamos a entrar en nueva y más gloriosa vida. Dios ha querido que
nuestra existencia acabe en este día, y nos ha dado el laurel de
mártires por la patria, que todos no tienen la dicha de alcanzar.
Gabriel, eleva tu mente al Cielo. Tú estás libre de todo pecado, y yo
te absuelvo. Hijo mío, este trance es terrible; pero tras él viene la
bienaventuranza eterna. Sigue el ejemplo de Inés. Y tú, hija mía, la
más inocente de todas las víctimas inmoladas en este día, implora por
nosotros si, como creo, llegas la primera al goce de la eterna dicha.
Sin atender a las razones de mi amigo, yo me empeñaba en hablar con
Inés, en distraerla de su devoto recogimiento, en pretender que
dirigiera a mí las palabras que a Dios sin duda dirigía, en obligarla
a alzar los ojos y mirarme, pues sin esto yo me sentía incapaz de
contrición.
Un oficial francés nos pasó una especie de revista, examinándonos uno a
uno.
--¿Para qué prolongáis nuestro martirio? --exclamé sin poderme
contener, viendo sobre mí la impertinente mirada del francés--. Todos
somos españoles, todos somos españoles; todos hemos luchado contra
vosotros. Por cada vida que ahoguéis en sangre, renacerán otras mil que
al fin acabarán con vosotros, y ninguno de los que estáis aquí verá la
casa en que nació.
--Gabriel, modérate y perdónales como les perdono yo --me dijo el
cura--. ¿Qué te importa esa gente? ¿Para qué les afeas su pasado, si
harto lo verán en el espejo turbio de su conciencia? ¿Qué importa
morir? Hijo mío, destruirán nuestros cuerpos, pero no nuestra alma
inmortal, que Dios ha de recibir en su seno. Perdónalos; haz lo que
yo, que pienso pedir a Dios por los enemigos del Príncipe de la Paz,
mi amigo y hasta pariente; por Santurrias, por el licenciado Lobo, por
los tíos de Inesilla, y hasta por los franceses que nos quieren quitar
nuestra patria. Mi conciencia está más serena que ese cielo que tenemos
sobre nuestras cabezas, y en cuyo horizonte aparece ya la aurora del
nuevo día. Lo mismo están nuestras almas, Gabriel, y en ellas despuntan
ya los primeros resplandores del día sin fin.
--Ya amanece --dije mirando a oriente--. Inés: no bajes los ojos, por
Dios, y mírame; estréchate más contra nosotros.
--Procura serenar tu conciencia, hijo mío --continuó el clérigo--. La
mía está serena. No, no he manchado mis manos con sangre, porque soy
sacerdote; me encontraron un cuchillo, mas no era mío. Yo cumplí mi
deber, que era arengar a aquellos valientes, y si ahora me soltaran
acudiría de pueblo en pueblo repitiendo aquello de _Dulce et decorum
est_ del gran latino. Únicamente me arrepiento de no haber advertido
a tiempo al señor Príncipe. ¡Ah! si él hubiera puesto en la cárcel a
aquellos perdidos... tal vez no habría caído, tal vez no habría sido
Rey Fernando VII, tal vez no habrían venido los franceses... tal vez...
Pero Dios lo ha querido así... Verdad es que si yo hubiera vencido la
cortedad de mi genio... si yo hubiera prevenido a Su Alteza, que me
quería tanto... ¡Ah! no nos ocupemos ya más que de morir y perdonar.
¡Ah, Gabriel! Haz lo que yo, y verás con qué tranquilidad recibes la
muerte. ¿Ves a Inés? ¿No parece su cara la de un ángel celeste? ¿No
la ves cómo está tranquila en su recogimiento, y digna y circunspecta
sin afectación? ¿No la ves cómo contempla a los franceses sin odio, y
suspira dulcemente, animándonos con su mirada?
--¡Inés --exclamé yo, sin poder adquirir nunca la serenidad que D.
Celestino me pedía--, tú no debes morir, tú no morirás! Señor oficial,
fusiladnos a todos, fusilad al mundo entero; pero poned en libertad a
esta infeliz muchacha, que nada ha hecho. Así como digo y repito y juro
que he matado yo más de cincuenta franceses, digo y repito y juro que
Inés no arrojó a la calle ningún caldero de agua hirviendo, como han
dicho.
El francés miró a Inés, y viéndola tan humilde, tan resignada, tan
bella, tan dulcemente triste en su disposición para la muerte, no
pudo menos de mostrarse algo compasivo. D. Celestino, viendo aquella
inclinación favorable, se echó a llorar, y dijo también: «todos
nosotros hemos pecado; pero Inés es inocente.» Las lágrimas del anciano
produjeron en mí trastorno tan vivo, que de improviso, a la tirantez
colérica de mi irritado ánimo, sucedió una expansión tranquila, aunque
penosísima; un reblandecimiento, si así puede decirse, de mi dolor
endurecido.
--Inés es inocente --exclamé de nuevo--. ¿No veis su semblante,
señores oficiales? ¡Ah! sois unos caballeros muy decentes y muy
honrados, y no podéis cometer la villanía de asesinar a esta niña.
--Nosotros no valemos para nada --dijo el clérigo con voz
balbuciente--. Mátennos en buen hora, porque somos hombres, y el que
más y el que menos... Pero ella... señores militares... Me parece que
son ustedes unas personas muy finas... pues... ¡Ah! Inés es inocente.
No tienen ustedes conciencia; ¿no tienen en su corazón una voz que les
dice que esa jovencita es inocente?
El oficial, más inclinado a la compasión, pareció hasta conmovido.
Acercándose, miró a Inés con interés.
Mas la huérfana se abrazó a nosotros en el momento en que los
granaderos formaron la horrenda fila. Yo miraba todo aquello con ojos
absortos, y sentíame nuevamente aletargado, con algo como enajenación o
delirio en mi cabeza.
Vi que se acercó otro oficial con una linterna, seguido de dos hombres,
uno de los cuales nos examinó ansiosamente, y al llegar a Inés, parose
y dijo: «Esta.»
Era Juan de Dios, acompañado del licenciado Lobo y de aquel mismo
oficial francés que varias veces le visitó en nuestra tienda.
Lo que entonces pasó se me representa siempre en formas vagas, como
las que pasea la mentirosa fiebre ante nuestros ojos cuando estamos
enfermos.


XXXIV

El oficial recién venido y el que antes nos custodiaba hablaron un
instante con precipitación. El segundo dirigiose en seguida a desatar a
Inés para entregarla a su amigo. ¡Momento inexplicable! Inés no quería
separarse de nosotros, y abrazándonos, se aferraba a la muerte con
sus manos ya libres. Un violento, un irresistible egoísmo, que hundía
sus poderosas raíces hasta lo más profundo de mi ser, se apoderó de
mí. No sé qué íntima fuerza desarrollada de súbito me permitió romper
la ligadura de un brazo, y pude asir fuertemente a Inés, mientras con
angustiosa impaciencia miraba los fusiles del pelotón de granaderos.
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