El 19 de marzo y el 2 de mayo - 13

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cuando subíamos la escalera de mi casa, sentí el alarmante rumor de la
tropa cercana.
El mancebo tropezaba a cada peldaño, circunstancia que cualquiera
hubiera atribuido al miedo, y yo atribuí a la emoción. Cuando llegamos
a presencia de Inés y D. Celestino, estos se alegraron en extremo de
verme sano, y ella me señaló una imagen de la Virgen, ante la cual
habían encendido dos velas. Juan de Dios permaneció un rato en el
umbral, medio cuerpo fuera, y dentro el otro medio, con el sombrero
en la mano, el rostro pálido y contraído, la actitud embarazosa,
sin atreverse a hablar ni tampoco a retirarse, mientras que Inés,
enteramente ocupada de mi vuelta, no ponía en él la menor atención.
--Aquí, Gabriel --me dijo el clérigo--, hemos presenciado escenas de
grande heroísmo. Los franceses han sido rechazados. Por lo visto,
Madrid entero se levanta contra ellos.
Al decir esto, una detonación terrible hizo estremecer la casa.
--¡Vuelven los franceses! Ese disparo ha sido de los nuestros, que
siguen decididos a no entregarse. Dios y su santa Madre, y los cuatro
patriarcas y los cuatro doctores nos asistan.
Juan de Dios continuaba en la puerta, sin que mis dos amigos,
profundamente afectados por el próximo peligro, hicieran caso de su
presencia.
--¡Va a empezar otra vez! --exclamó Inés, huyendo de la ventana después
de cerrarla--. Yo creí que se había concluido. ¡Cuántos tiros! ¡Qué
gritos! ¿Pues y los cañones? Yo creí que el mundo se hacía pedazos, y
puesta de rodillas no cesaba de rezar. ¡Si vieras, Gabriel!... Primero
sentimos que unos soldados daban recios golpes en la puerta del Parque.
Después vinieron muchos hombres y algunas mujeres pidiendo armas.
Dentro del patio un español, con uniforme verde, disputó un instante
con otro de uniforme azul, y luego se abrazaron, abriendo en seguida
las puertas. ¡Ay! ¡Qué voces, qué gritos! Mi tío se echó a llorar y
dijo también «¡Viva España!» tres veces, aunque yo le suplicaba que
callase para no dar que hablar a la vecindad. Al momento empezaron los
tiros de fusil, y al poco rato los de cañón, que salieron empujados
por dos o tres mujeres... El del uniforme azul mandaba el fuego, y
otro del mismo traje, pero que se distinguía del primero por su mayor
estatura, estaba dentro disponiendo cómo se habían de sacar la pólvora
y las balas... Yo me estremecía al sentir los cañonazos; y si a veces
me ocultaba en la alcoba, poniéndome a rezar, otras podía tanto la
curiosidad, que sin pensar en el peligro me asomaba a la ventana para
ver todo... ¡Qué espanto! Humo, mucho humo, brazos levantados, algunos
hombres tendidos en el suelo y cubiertos de sangre, y por todos lados
el resplandor de esos grandes cuchillos que llevan en los fusiles.
Una segunda detonación, seguida del estruendo de la fusilería, nos dejó
paralizados de estupor. Inés miró a la Virgen, y el cura, encarándose
solemnemente con la santa imagen, dirigiole así la palabra:
--Señora: proteged a vuestros queridos españoles, de quienes fuisteis
reina y ahora sois capitana. Dadles valor contra tantos y tan fieros
enemigos, y haced subir al Cielo a los que mueran en defensa de su
patria querida.
Quise abrir la ventana; pero Inés se opuso a ello muy acongojada. Juan
de Dios, que al fin traspasó el umbral, se había sentado tímidamente
en el borde de una silla puesta junto a la misma puerta, donde Inés
le reconoció al fin, mejor dicho, advirtió su presencia, y antes que
formulara una pregunta, le dije yo:
--Es el Sr. Juan de Dios, que ha venido a acompañarme.
--Yo... yo... --balbució el mancebo en el momento en que la gritería de
la calle apenas permitía oírle--. Gabriel habrá enterado a usted...
--El miedo le quita a usted el habla --dijo Inés--. Yo también tengo
mucho miedo. Pero usted tiembla, usted está malo...
En efecto: Juan de Dios parecía desmayarse, y alargaba sus brazos hacia
la huérfana, que absorta y confundida no sabía si acercarse a darle
auxilio, o si huir con recelo de visitante tan importuno. Tan excitado
estaba yo, que sin parar mientes en lo que junto a mí ocurría, ni
atender al pavor de mi amiga, abrí resueltamente la ventana. Desde allí
pude ver los movimientos de los combatientes, claramente percibidos,
cual si tuviera delante un plano de campaña con figuras movibles.
Funcionaban cuatro piezas: he oído hablar de cinco, dos de a 8 y tres
de a 4; pero yo creo que una de ellas no hizo fuego, o solo trabajó
hacia el fin de la lucha. Los artilleros me parece que no pasaban de
veinte; tampoco eran muchos los de infantería, mandados por Ruiz; pero
el número de paisanos no era escaso, ni faltaban algunas heroicas
amazonas de las que poco antes vi en la Puerta del Sol. Un oficial,
de uniforme azul, mandaba las dos piezas colocadas frente a la calle
de San Pedro la Nueva[2]. Por cuenta del otro, del mismo uniforme y
graduación, corrían las que enfilaban las calles de San Miguel y de
San José[3], apuntando una de ellas hacia la de San Bernardo, pues
por allí se esperaban nuevas fuerzas francesas en auxilio de las que
invadían la Palma Alta y sitios inmediatos a la iglesia de Maravillas.
La lucha estaba reconcentrada entonces en la pequeña calle de San Pedro
la Nueva, por donde atacaron los granaderos imperiales en considerable
número. Para contrarrestar su empuje, los nuestros disparaban las
piezas con la mayor rapidez posible, empleándose en ello lo mismo los
artilleros que los paisanos, y auxiliaba a los cañones la valerosa
fusilería que tras las tapias del Parque, en la puerta y en la calle
hacía mortífero, incesante fuego.
[2] Hoy del Dos de Mayo.
[3] Hoy de Daoiz y Velarde.


XXIX

Cuando los franceses trataban de tomar las piezas a la bayoneta, sin
cesar el fuego por nuestra parte, eran recibidos por los paisanos con
una batería de navajas, que causaban pánico y desaliento entre los
héroes de las Pirámides y de Jena, al paso que el arma blanca en manos
de estos aguerridos soldados no hacía gran estrago moral en la gente
española, por ser esta de muy antiguo aficionada a jugar con ella.
Los españoles, al verse de este modo heridos, antes enfurecían que
desmayaban. Desde mi ventana, abierta a la calle de San José, no se
veía la inmediata de San Pedro la Nueva, aunque la casa hacía esquina
a las dos; así es que yo, teniendo siempre a los españoles bajo mis
ojos, no distinguía a los franceses sino cuando intentaban caer sobre
las piezas, desafiando la metralla, el plomo, el acero y hasta las
implacables manos de los defensores del Parque. Esto pasó una vez,
y cuando lo vi, pareciome que todo iba a concluir por el sencillo
procedimiento de destrozarse simultáneamente unos a otros; pero nuestro
valiente paisanaje, sublimado por su propio arrojo y por el ejemplo, la
pericia y la inverosímil constancia de los dos oficiales de Artillería,
rechazaba las bayonetas enemigas, mientras sus navajas hacían estragos,
rematando la obra de los fusiles.
Cayeron algunos, muchos artilleros, y buen número de paisanos; pero
esto no desalentaba a los madrileños. Al paso que uno de los oficiales
de Artillería hacía uso de su sable con fuerte puño, sin desatender
el cañón, cuya cureña servía de escudo a los paisanos más resueltos,
el otro, acaudillando un pequeño grupo, se arrojaba sobre la avanzada
francesa, destrozándola antes de que tuviera tiempo de reponerse.
Eran aquellos los dos oficiales oscuros y sin historia, que en un
día, en una hora, haciéndose, por inspiración de sus almas generosas,
instrumento de la conciencia nacional, se anticiparon a la declaración
de guerra por las Juntas y descargaron los primeros golpes de la lucha
que empezó a abatir el más grande poder que se ha señoreado del mundo.
Así sus ignorados nombres alcanzaron la inmortalidad.
El estruendo de aquella colisión, los gritos de unos y otros, la
heroica embriaguez de los nuestros, y también de los franceses, pues
estos evocaban entre sí sus grandes glorias para salir bien de aquel
empeño, formaban un conjunto terrible, ante el cual no existía el
miedo, ni tampoco era posible resignarse a ser inmóvil espectador.
Causaba rabia, y al mismo tiempo cierto júbilo inexplicable, lo
desigual de las fuerzas, y el espectáculo de la superioridad adquirida
por los débiles a fuerza de constancia. A pesar de que nuestras bajas
eran inmensas, todo parecía anunciar una segunda victoria. Así lo
comprendían, sin duda, los franceses, retirados hacia el fondo de la
calle de San Pedro la Nueva; y viendo que para meter en un puño a
los veinte artilleros, ayudados de paisanos y mujeres, era necesaria
más tropa con refuerzos de todas armas, trajeron más gente, trajeron
un ejército completo, y la división de San Bernardino, mandada por
Lefranc, apareció hacia las Salesas Nuevas con varias piezas de
artillería. Los imperiales daban al Parque, cercado de mezquinas
tapias, las proporciones de una fortaleza, y a la abigarrada pandilla
las proporciones de un pueblo.
Hubo un momento de silencio, durante el cual no oí más voces que las
de algunas mujeres, entre las cuales reconocí la de la Primorosa,
enronquecida por la fatiga y el perpetuo gritar. Cuando en aquel breve
respiro me aparté de la ventana, vi a Juan de Dios completamente
desvanecido. Inés estaba a su lado presentándole un vaso de agua.
--Este buen hombre --dijo la huérfana-- ha perdido el tino. ¡Tan grande
es su pavor! Verdad que la cosa no es para menos. Yo estoy muerta. ¿Se
ha acabado, Gabriel? Ya no se oyen tiros. ¿Ha concluido todo? ¿Quién ha
vencido?
Un cañonazo resonó estremeciendo la casa. A Inés cayósele el vaso de
las manos, y en el mismo instante entró D. Celestino, que observaba la
lucha desde otra habitación de la casa.
--Es la artillería francesa --gritaba--. Ahora es ella. Traen más de
doce cañones. ¡Jesús, María y José nos amparen! Van a hacer polvo a
nuestros valientes paisanos. ¡Señor de justicia! ¡Virgen María, santa
patrona de España!
Juan de Dios abrió sus ojos buscando a Inés con una mirada calmosa y
apagada como la de un enfermo. Ella, en tanto, puesta de rodillas ante
la imagen, derramaba abundantes lágrimas.
--Los franceses son innumerables --continuó el cura--. Vienen cientos
de miles. En cambio los nuestros son menos cada vez. Muchos han muerto
ya. ¿Podrán resistir los que quedan? ¡Oh! Gabriel, y usted, caballero,
quien quiera que sea, aunque presumo será español: ¿están ustedes
en paz con su conciencia, mientras nuestros hermanos pelean abajo
por la patria y por el Rey? Hijos míos, ánimo: los franceses van a
atacar por tercera vez. ¿No veis cómo se aperciben los nuestros para
recibirlos con tanto brío como antes? ¿No oís los gritos de los que han
sobrevivido al último combate? ¿No oís las voces de esa noble juventud?
Gabriel; usted, caballero, quien quiera que sea, ¿habéis visto a las
mujeres? ¿Darán lección de valor esas heroicas hembras a los varones
que huyen de la honrosa lucha?
Al decir esto, el buen sacerdote, con una alteración que hasta entonces
jamás había yo advertido en él, se asomaba al balcón, retrocedía con
espanto, volvía los ojos a la imagen de la Virgen, luego a nosotros, y
tan pronto hablaba consigo mismo como con los demás.
--Si yo tuviera quince años, Gabriel --continuó--, si yo tuviera
tu edad... Francamente, hijos míos, yo tengo un miedo horroroso.
En mi vida había visto una guerra, ni oído jamás el estruendo de
los mortíferos cañones; pero lo que es ahora cogería un fusil, sí,
señores, lo cogería... ¿No veis que va escaseando la gente? ¿No veis
cómo los barre la metralla?... Mirad aquellas mujeres que con sus
brazos despedazados empujan uno de nuestros cañones hasta embocarle
en esta calle. Mirad aquel montón de cadáveres del cual sale una
mano increpando con terrible gesto a los enemigos. Parece que hasta
los muertos hablan, lanzando de sus bocas exclamaciones furiosas...
¡Oh! yo tiemblo, sostenedme; no, dejadme tomar un fusil, lo tomaré
yo. Gabriel, caballero, y tú también, Inés, vamos todos a la calle,
a la calle. ¿Oís? Aquí llegan las vociferaciones de los franceses.
Su artillería avanza. ¡Ah, perros! todavía somos suficientes, aunque
pocos. ¿Queréis a España? ¿Queréis este suelo? ¿Queréis nuestras casas,
nuestras iglesias, nuestros reyes, nuestros santos? Pues ahí está, ahí
está dentro de esos cañones lo que queréis. Acercaos. ¡Ah! Aquellos
hombres que hacían fuego desde la tapia han perecido todos. No importa.
Cada muerto no significa más sino que un fusil cambia de mano, porque
antes de que pierda el calor de los dedos heridos que lo sueltan, otros
lo agarran... Mirad: el oficial que los manda parece contrariado;
mira hacia el interior del Parque, y se lleva la mano a la cabeza con
ademán de desesperación. Es que les faltan balas, les falta metralla.
Pero ahora sale el otro con una cesta de piedras de chispa. Cargan con
ellas, hacen fuego... ¡Oh! que vengan, que vengan ahora. ¡Miserables!
España tiene todavía piedras en sus calles para acabar con vosotros...
Pero ¡ay! los franceses parece que están cerca. Mueren muchos de los
nuestros. Desde los balcones se hace mucho fuego; mas esto no basta. Si
yo tuviera veinte años... Si yo tuviera veinte años, tendría el valor
que ahora me falta, y me lanzaría en medio del combate, y a palos, sí,
señores, a palos acabaría con todos esos franceses. Ahora mismo, con
mis sesenta años... Gabriel, ¿sabes tú lo que es el deber? ¿Sabes tú
lo que es el honor? Pues para que lo sepas, oye: yo, que soy un viejo
inútil; yo, que nunca he visto un combate; yo, que jamás he disparado
un tiro; yo, que en mi vida he peleado con nadie; yo, que no puedo
ver matar un pollo; yo, que nunca he tenido valor para ver matar un
gusanito; yo, que siempre he tenido miedo a todo; yo, que ahora tiemblo
como una liebre, y a cada tiro que oigo parece que entrego el alma al
Señor, voy a bajar al instante a la calle, no con armas, porque armas
no me corresponden, sino para alentar a esos valientes, diciéndoles en
castellano aquello de _¡Dulce et decorum est pro patria mori!_
Estas palabras, dichas con un entusiasmo que el anciano no había
manifestado ante mí sino muy pocas veces, y siempre desde el púlpito,
me enardecieron de tal modo que me avergoncé de reconocerme cobarde
espectador de aquella heroica lucha, sin disparar un tiro ni lanzar una
piedra en defensa de los míos. A no contenerme la presencia de Inés, ni
un instante habría yo permanecido en aquella situación. Después, cuando
vi al buen anciano precipitarse fuera de la casa, dichas sus últimas
palabras, miedo y amor se oscurecieron en mí ante una grande, una
repentina iluminación de entusiasmo, de esas que rarísimas veces, pero
con fuerza poderosa, nos arrastran a las grandes acciones.
Inés hizo un movimiento como para detenerme; pero sin duda su admirable
buen sentido comprendió cuánto habría desmerecido a mis propios ojos
cediendo a los reclamos de la debilidad, y se contuvo, ahogando
todo sentimiento. Juan de Dios, que al volver de su desmayo era
completamente extraño a la situación en que nos encontrábamos, y no
parecía tener ojos ni oídos más que para espectáculos y voces de su
propia alma, se adelantó hacia Inés con ademán embarazoso, y le dijo:
--Pero Gabriel habrá enterado a usted de todo. ¿La he ofendido a usted
en algo? Bien habrá comprendido usted...
--Este caballero --dijo Inés--, está muerto de miedo, y no se moverá de
aquí. ¿Quiere usted esconderse en la cocina?
--¡Miedo! ¡Que yo tengo miedo! --exclamó el mancebo con un repentino
arrebato que le puso encendido como la grana--. ¿A dónde vas, Gabriel?
--A la calle --respondí saliendo--. A pelear por España. Yo no tengo
miedo.
--Ni yo, ni yo tampoco --afirmó resuelta, furiosamente Juan de Dios,
corriendo detrás de mí.


XXX

Llegué a la calle en momentos muy críticos. Las dos piezas de la calle
de San Pedro habían perdido gran parte de su gente, y los cadáveres
obstruían el suelo. La colocada hacia Poniente había de resistir el
fuego de la de los franceses, sin más garantía de superioridad que el
heroísmo de D. Pedro Velarde y el auxilio de los tiros de fusil. Al
dar los primeros pasos encontré uno, y me situé junto a la entrada
del Parque, desde donde podía hacer fuego hacia la calle Ancha,
resguardado por el machón de la puerta. Allí se me presentó una cara
conocida, aunque horriblemente desfigurada en la persona de Pacorro
Chinitas, que incorporándose entre un montón de tierra y el cuerpo de
otro infeliz ya moribundo, hablome así con voz desfallecida:
--Gabriel, yo me acabo; yo no sirvo ya para nada.
--Ánimo, Chinitas --dije, devolviéndole el fusil que caía de sus
manos--; levántate.
--¿Levantarme? Ya no tengo piernas. ¿Traes tú pólvora? Dame acá: yo te
cargaré el fusil... Pero me caigo redondo. ¿Ves esta sangre? Pues es
toda mía y de este compañero que ahora se va... Ya expiró... Adiós,
Juancho: tú al menos no verás a los franceses en el Parque.
Hice fuego repetidas veces: al principio muy torpemente, y después con
algún acierto, procurando siempre dirigir los tiros a algún francés
claramente destacado de los demás. Entre tanto y sin cesar en mi faena
oí la voz del amolador que, apagándose por grados, decía:
--Adiós, Madrid, ya me encandilo... Gabriel, apunta a la cabeza.
Juancho, que ya estás tieso, allá voy yo también: Dios sea conmigo y
me perdone. Nos quitan el Parque; pero de cada gota de esta sangre
saldrá un hombre con su fusil, hoy, mañana y al otro día. Gabriel,
no cargues tan fuerte, que revienta. Ponte más adentro. Si no tienes
navaja, búscala, porque vendrán a la bayoneta. Toma la mía. Allí está
junto a la pierna que perdí... ¡Ay! ya no veo más que un cielo negro.
¡Qué humo tan negro! ¿De dónde viene ese humo? Gabriel, cuando esto se
acabe, ¿me darás un poco de agua? ¡Qué ruido tan atroz!... ¿Por qué no
traen agua?... ¡Agua, Señor Dios Poderoso! ¡Ah! ya veo el agua: ahí
está. La traen unos angelitos: es un chorro, una fuente, un río...
Cuando me aparté de allí, Chinitas ya no existía. La debilidad de
nuestro centro de combate me obligó a unirme a él, como lo hicieron
los demás. Apenas quedaban artilleros, y dos mujeres servían la
pieza principal, apuntada hacia la calle Ancha. Era una de ellas
la Primorosa, a quien vi soplando fuertemente la mecha, próxima a
extinguirse.
--Mi general --decía a Daoiz--, mientras su merced y yo estemos aquí,
no se perderán las Españas ni sus Indias... Allá va el petardo... Venga
ahora acá el _destupidor_. ¡Cómo rempuja pa tras este animal cuando
suelta el tiro! ¡Ah! ¿Ya estás aquí, Tripita? --gritó al verme--. Toca
este instrumento y verás lo bueno.
El combate llegaba a un extremo de desesperación, y la artillería
enemiga avanzó hacia nosotros. Animados por Daoiz, los heroicos
paisanos pudieron rechazar por última vez la infantería francesa, que
en pequeños pelotones se destacaba de la fuerza enemiga.
--¡Ea! --gritó la Primorosa cuando volvió a comenzar el fuego de
cañón--. Atrás, que yo gasto malas bromas. ¿Vio usted cómo se fueron,
señor general? Solo con mirarles yo con estos recelestiales ojos,
les hice volver pa tras. Van muertos de miedo. ¡Viva España y muera
Napoleón!... Chinitas, ¿no está por ahí Chinitas? Ven acá, cobarde,
calzonazos.
Y cuando los franceses, replegando su infantería, volvieron a
cañonearnos, ella, después de ayudar a cargar la pieza, prosiguió
gritando:
--Renacuajos, volved acá. Ea, otro paseíto. Sus mercedes quieren
conquistarme a mí, ¿no verdá? Pues aquí me tenéis. Vengan acá: soy la
reina, sí, señores; soy la emperadora del Rastro, y yo acostumbro a
fumar en este cigarro de bronce, porque no las gasto menos. ¿Quieren
ustedes una chupadita? Pos allá va. Desapártense pa que no les salpique
la saliva; si no...
La heroica mujer calló de improviso, porque la otra maja que cerca
de ella estaba, cayó tan violentamente herida por un casco de
metralla, que de su despedazada cabeza saltaron, salpicándonos,
repugnantes pedazos. La esposa de Chinitas, que también estaba
herida, miró el cuerpo expirante de su amiga. Debo consignar aquí un
hecho transcendental: la Primorosa se puso repentinamente pálida y
repentinamente seria. Tuvo miedo.
Llegó el instante crítico y terrible. Durante él sentí una mano que
se apoyaba en mi brazo. Al volver los ojos, vi un brazo azul con
charreteras de capitán. Pertenecía a D. Luis Daoiz, que, herido en la
pierna, hacía esfuerzos por no caer al suelo, y se apoyaba en lo que
encontró más cerca. Yo extendí mi brazo alrededor de su cintura, y él,
cerrando los puños, elevándolos convulsamente al cielo, apretando los
dientes y mordiendo después el pomo de su sable, lanzó una imprecación,
una blasfemia, que habría hecho desplomar el firmamento, si lo de
arriba obedeciera a las voces de abajo.
En seguida se habló de capitulación y cesaron los fuegos. El jefe
de las fuerzas francesas acercose a nosotros, y en vez de tratar
decorosamente de las condiciones de la rendición, habló a Daoiz de la
manera más destemplada y en términos amenazadores y groseros. Nuestro
inmortal artillero pronunció entonces aquellas célebres palabras: _Si
fuerais capaz de hablar con vuestro sable, no me trataríais así._
El francés, sin atender a lo que le decía, llamó a los suyos, y en el
mismo instante... Ya no hay narración posible, porque todo acabó. Los
franceses se arrojaron sobre nosotros con empuje formidable. El primero
que cayó fue Daoiz, traspasado el pecho a bayonetazos. Retrocedimos
precipitadamente hacia el interior del Parque todos los que pudimos,
y como aun en aquel trance espantoso quisiera contenernos D. Pedro
Velarde, le mató de un pistoletazo por la espalda un oficial enemigo.
Muchos fueron implacablemente pasados a cuchillo; pero algunos y
yo pudimos escapar, saltando velozmente por entre escombros, hasta
alcanzar las tapias de la parte más honda, y allí nos dispersamos,
huyendo cada cual por donde encontró mejor camino, mientras los
franceses, bramando de ira, indicaban con sus alaridos al aterrado
vecindario que Monteleón había quedado por Bonaparte.
Difícilmente salvamos la vida; y no fuimos muchos los que pudimos dar
con nuestros fatigados cuerpos en la huerta de las Salesas Nuevas o en
el Quemadero. Los franceses no se cuidaban de perseguirnos, o por creer
que bastaba con rematar a los más próximos, o porque se sentían con
tanto cansancio como nosotros. Por fortuna, yo no estaba herido sino
muy levemente en la cabeza, y pude ponerme a cubierto en breve tiempo:
al poco rato ya no pensaba más que en volver a mi casa, donde suponía
a Inés en angustiosa incertidumbre por mi ausencia. Cuando traté de
regresar, hallé cerrada la puerta de Santo Domingo, y tuve que andar
mucho trecho buscando el portillo de San Joaquín. Por el camino me
dijeron que los franceses, después de dejar una pequeña guarnición en
el Parque, se habían retirado.
Dirigime con esta noticia tranquilamente a casa, y al llegar a la
calle de San José, encontré aquel sitio inundado de gente del pueblo,
especialmente de mujeres, que reconocían los cadáveres. La Primorosa
había recogido el cuerpo de Chinitas. Yo vi llevar el cuerpo, vivo aún,
de Daoiz en hombros de cuatro paisanos, y seguido de apiñado gentío.
De Don Pedro Velarde oí que había sido completamente desnudado por
los franceses, y en aquellos instantes sus deudos y amigos estaban
amortajándole para darle sepultura en San Marcos. Los imperiales se
ocupaban en encerrar de nuevo las piezas, y retiraban silenciosamente
sus heridos al interior del Parque; por último, vi una pequeña fuerza
de caballería polaca, estacionada hacia la calle de San Miguel.
Ya estaba cerca de mi casa, cuando un hombre cruzó a lo lejos la
calle, con tan marcado ademán de locura, que no pude menos de fijar en
él mi atención. Era Juan de Dios, y andaba con pie inseguro de aquí
para allí, como demente o borracho, sin sombrero, el pelo en desorden
sobre la cara, las ropas destrozadas, y la mano derecha envuelta en un
pañuelo manchado de sangre.
--¡Se la han llevado! --exclamó al verme, agitando sus brazos con
desesperación.
--¿A quién? --pregunté, adivinando mi nueva desgracia.
--¡A Inés!... Se la han llevado los franceses; se han llevado también a
aquel infeliz sacerdote.
La sorpresa y la angustia de tan tremenda nueva dejáronme por un
instante como sin vida.


XXXI

--Una vez que tomaron el Parque --continuó Juan de Dios-- entraron en
esa casa de la esquina y en otra de la calle de San Pedro para prender
a todos los que les habían hecho fuego, y sacaron hasta dos docenas de
infelices. ¡Ay, Gabriel, qué consternación! Yo entraba en la taberna
para echarme un poco de agua en la mano... porque sabrás que una bala
me llevó los dos dedos... Entraba en la taberna y vi que sacaban a
Inés. La pobrecita lloraba como un niño, y volvía la vista a todos
lados, sin duda buscándome con sus ojos. Acerqueme, y hablando en
francés, rogué al sargento que la soltase; pero me dieron tan fuerte
golpe, que casi perdí el sentido. ¡Si vieras cómo lloraba el pobre
ángel, y cómo miraba a todos lados, buscándome sin duda!... Yo me
vuelvo loco, Gabriel. El buen eclesiástico subía la escalera cuando
le cogieron, y dicen que llevaba un cuchillo en la mano. Todos los de
la casa están presos. Los franceses dijeron que desde allí les habían
tirado una cazuela de agua hirviendo. Gabriel, si no ponen en libertad
a Inés, yo me muero, yo me mato, yo les diré a los franceses que me
maten.
Al oír esta relación, el vivo dolor arrancó al principio ardientes
lágrimas a mis ojos; pero después fue tanta mi indignación, que
prorrumpí en exclamaciones terribles, y recorrí la calle gritando
como un insensato. Aún dudé: subí a mi casa; encontrela desierta;
supe de boca de algunos vecinos consternados la verdad, conforme a
lo que Juan de Dios había contado, y ciego de ira, con el alma llena
de presentimientos siniestros y de inexplicables angustias, marché
hacia el centro de Madrid, sin saber a dónde me encaminaba, y sin
que me fuera posible discurrir cuál partido sería más conveniente en
tales circunstancias. ¿A quién pedir auxilio, si yo a mi vez era tan
injustamente perseguido? A ratos me alentaba la esperanza de que los
franceses pusieran en libertad a mis dos amigos. La inocencia de uno y
otro, especialmente de ella, era para mí tan obvia, que sin género de
duda había de ser reconocida por los invasores. Juan de Dios me seguía
y lloraba como una mujer.
--Por ahí van diciendo --me indicó-- que los prisioneros han sido
llevados a la casa de Correos. Vamos allá, Gabriel, y veremos si
conseguimos algo.
Fuimos al instante a la Puerta del Sol, y en todo su recinto no oíamos
sino quejas y lamentos por el hermano, el padre, el hijo o el amigo,
sin motivo bárbaramente aprisionados. Se decía que en la casa de
Correos funcionaba un Tribunal militar; pero después corrió la voz de
que los individuos de la Junta habían hecho un convenio con Murat para
que todo se arreglara, olvidando el conflicto pasado y perdonándose
respectivamente las imprudencias cometidas. Esto nos alborozó a todos
los presentes, aunque no nos parecía muy tranquilizador ver a la
entrada de las principales calles una pieza de artillería con mecha
encendida. Dieron las cuatro de la tarde, y no se desvanecía nuestra
duda, ni de las puertas de la fatal casa de Correos salía otra gente
que algún oficial de órdenes que a toda prisa partía hacia el Retiro
o la Montaña. Nuestra ansiedad crecía; profunda zozobra invadía los
ánimos, y todos se dispersaban tratando de buscar noticias verídicas en
fuentes autorizadas.
De pronto oigo decir que alguien va por las calles leyendo un bando.
Corremos todos hacia la del Arenal; pero nos es imposible enterarnos
de lo que leen. Preguntamos y nadie nos responde, porque nadie oye.
Retrocedemos pidiendo informes, y nadie nos los da. Volvemos a mirar
la casa de Correos, tras cuyas paredes están los que nos son queridos,
y media compañía de granaderos con algunos mamelucos dispersan al
padre, al hermano, al hijo, al amante, amenazándoles con la muerte. Nos
lanzamos al fin por las calles, cada cual discurriendo qué influencias
pondrá en juego para salvar a los suyos.
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