El 19 de marzo y el 2 de mayo - 12

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apretándose más. Componíanla personas de ambos sexos y de todas las
clases de la sociedad, espontáneamente reunidas por uno de esos
llamamientos morales, íntimos, misteriosos, informulados, que no parten
de ninguna voz oficial, y resuenan de improviso en los oídos de un
pueblo entero, hablándole el balbuciente lenguaje de la inspiración.
La campana de ese rebato glorioso no suena sino cuando son muchos
los corazones dispuestos a palpitar en concordancia con su anhelante
ritmo, y raras veces presenta la historia ejemplos como aquel, porque
el sentimiento patrio no hace milagros sino cuando es una condensación
colosal, una unidad sin discrepancias de ningún género, y, por lo
tanto, una fuerza irresistible y superior a cuantos obstáculos pueden
oponerle los recursos materiales, el genio militar y la muchedumbre de
enemigos. El más poderoso genio de la guerra es la conciencia nacional,
y la disciplina que da más cohesión, el patriotismo.
Estas reflexiones se me ocurren ahora recordando aquellos sucesos.
Entonces, y en la famosa mañana de que me ocupo, no estaba mi ánimo
para consideraciones de tal índole, mucho menos en presencia de un
conflicto popular que de minuto en minuto tomaba proporciones graves.
La ansiedad crecía por momentos: en los semblantes había, más que ira,
la tristeza profunda que precede a las grandes resoluciones, y mientras
algunas mujeres proferían gritos lastimosos, oí a muchos hombres
discutiendo en voz baja planes de no sé qué inverosímil lucha.
El primer movimiento hostil del pueblo reunido fue rodear a un oficial
francés que a la sazón atravesó por la plaza de la Armería. Bien pronto
se unió a aquel otro oficial español, que acudía como en auxilio del
primero. Contra ambos se dirigió el furor de hombres y mujeres, siendo
estas las que con más denuedo les hostilizaban; pero al poco rato una
pequeña fuerza francesa puso fin al incidente. Como avanzaba la mañana,
no quise ya perder más tiempo, y traté de seguir mi camino; mas no
había pasado aún el arco de la Armería, cuando sentí un ruido que me
pareció cureñas en acelerado rodar por calles inmediatas.
--¡Que viene la artillería! --clamaron algunos.
Pero lejos de determinar la presencia de los artilleros una dispersión
general, casi toda la multitud corría hacia la calle Nueva[1]. La
curiosidad pudo en mí más que el deseo de llegar pronto al fin de
mi viaje, y corrí allá también; pero una detonación espantosa heló
la sangre en mis venas, y vi caer no lejos de mí algunas personas,
heridas por la metralla. Aquel fue uno de los cuadros más terribles
que he presenciado en mi vida. La ira estalló en boca del pueblo de
un modo tan formidable, que causaba tanto espanto como la artillería
enemiga. Ataque tan imprevisto y tan rudo había aterrado a muchos,
que huían con pavor, y al mismo tiempo acaloraba la ira de otros, que
parecían dispuestos a arrojarse sobre los artilleros; mas en aquel
choque entre los fugitivos y los sorprendidos, entre los que rugían
como fieras y los que se lamentaban heridos o moribundos bajo las
pisadas de la multitud, predominó al fin el movimiento de dispersión, y
corrieron todos hacia la calle Mayor. No se oían más voces que «armas,
armas, armas.» Los que no vociferaban en las calles, vociferaban
en los balcones, y si un momento antes la mitad de los madrileños
eran simplemente curiosos, después de la aparición de la artillería
todos fueron actores. Cada cual corría a su casa, a la ajena o a la
más cercana en busca de un arma, y no encontrándola, echaba mano de
cualquier herramienta. Todo servía, con tal que sirviera para matar.
[1] Hoy de Bailén.
El resultado era asombroso. Yo no sé de dónde salía tanta gente
armada. Cualquiera habría creído en la existencia de una conjuración
silenciosamente preparada; pero el arsenal de aquella guerra imprevista
y sin plan, movida por la inspiración de cada uno, estaba en las
cocinas, en los bodegones, en los almacenes al por menor, en las salas
y tiendas de armas, en las posadas y en las herrerías.
La calle Mayor y las contiguas ofrecían el aspecto de un hervidero de
rabia imposible de describir por medio del lenguaje. El que no lo vio,
renuncie a tener idea de semejante levantamiento. Después me dijeron
que entre nueve y once todas las calles de Madrid presentaban el mismo
aspecto; habíase propagado la insurrección como se propaga la llama en
el bosque seco azotado por impetuosos vientos.
En el Pretil de los Consejos, por San Justo y por la plazuela de la
Villa, la irrupción de gente armada viniendo de los barrios bajos era
considerable; mas por donde vi aparecer después mayor número de hombres
y mujeres, y hasta enjambres de chicos y algunos viejos, fue por la
Plaza Mayor y los portales llamados de Bringas. Hacia la esquina de la
calle de Milaneses, frente a la Cava de San Miguel, presencié el primer
choque del pueblo con los invasores, porque habiendo aparecido como una
veintena de franceses que acudían a incorporarse a sus regimientos,
fueron atacados de improviso por una cuadrilla de mujeres, ayudadas
por media docena de hombres. Aquella lucha no se parecía a ninguna
peripecia de los combates ordinarios, pues consistía en reunirse
súbitamente, envolviéndose y atacándose sin reparar en el número ni en
la fuerza del contrario.
Los extranjeros se defendían con su certera puntería y sus buenas
armas; pero no contaban con la multitud de brazos que les ceñían
por detrás y por delante, como rejos de un inmenso pulpo; ni con el
incansable pinchar de millares de herramientas, esgrimidas contra ellos
con un desorden y una multiplicidad semejante al de un ametrallamiento
a mano; ni con la espantosa centuplicación de pequeñas fuerzas que, sin
matar, imposibilitaban la defensa. Algunas veces esta superioridad de
los madrileños era tan grande, que no podía menos de ser generosa; pues
cuando los enemigos aparecían en número escaso, se abría para ellos un
portal o tienda donde quedaban a salvo, y muchos de los que se alojaban
en las casas de aquella calle debieron la vida a la tenacidad con que
sus patronos les impidieron la salida.
No se salvaron tres de a caballo que corrían a todo escape hacia la
Puerta del Sol. Se les hicieron varios disparos; pero irritados ellos,
cargaron sobre un grupo apostado en la esquina del callejón de la
Chamberga, y bien pronto viéronse envueltos por el paisanaje. De un
fuerte sablazo, el más audaz de los tres abrió la cabeza a una infeliz
maja en el instante en que daba a su marido el fusil recién cargado, y
la imprecación de la furiosa mujer al caer herida al suelo, espoleó el
coraje de los hombres. La lucha se trabó entonces cuerpo a cuerpo y a
arma blanca.
Entre tanto yo corrí hacia la Puerta del Sol buscando lugar más seguro,
y en los portales de Pretineros encontré a Chinitas. La Primorosa salió
del grupo cercano, exclamando con frenesí:
--¡Han matado a Bastiana! Más de veinte hombres hay aquí, y denguno
vale un rial. Canallas, ¿para qué os ponéis bragas si tenéis almas de
pitiminí?
--Mujer --dijo Chinitas, cargando su escopeta--, quítate de en medio.
Las mujeres aquí no sirven más que de estorbo.
--¡Cobardón, calzonazos, corazón de albondiguilla! --gritó la
Primorosa, pugnando por arrancar el arma a su marido--. Con el aire que
hago moviéndome, mato yo más franceses que tú con un cañón de a ocho.
Entonces uno de los de a caballo se lanzó al galope hacia nosotros
blandiendo su sable.
--¡Menegilda! ¿Tienes navaja? --dijo la esposa de Chinitas con
desesperación.
--Tengo tres: la de cortar, la de picar y el cuchillo grande.
--¡Aquí estamos, espanta-cuervos! --bramó la maja, tomando de manos de
su amiga un cuchillo carnicero, cuya sola vista causaba espanto.
El coracero clavó las espuelas a su corcel, y despreciando los tiros,
se arrojó sobre el grupo. Yo vi las patas del corpulento animal sobre
los hombros de la Primorosa; pero esta, agachándose más ligera que
el rayo, hundió su cuchillo en el pecho del caballo. Con la violenta
caída, el jinete quedó indefenso, y mientras la cabalgadura expiraba
con horrible pataleo, el soldado proseguía el combate, ayudado por
otros cuatro que a la sazón llegaron.
Chinitas, herido en la frente y con una oreja menos, se había retirado
como a unas diez varas más allá, y cargaba un fusil en el callejón del
Triunfo, mientras la Primorosa le envolvía un pañuelo en la cabeza,
diciéndole:
--¡Si te moverás al fin! No parece sino que tienes en cada pata las
pesas del reloj del Buen Suceso.
El amolador se volvió hacia mí y me dijo:
--Gabrielillo, ¿qué haces con ese fusil? ¿Lo tienes en la mano para
escarbarte los dientes?
En efecto: yo tenía en mis manos un fusil, sin que hasta aquel instante
me hubiese dado cuenta de ello. ¿Me lo habían dado? ¿Lo tomé yo? Lo más
probable es que lo recogí maquinalmente, hallándome cercano al lugar de
la lucha, y cuando caía sin duda de manos de algún combatiente herido;
pero mi turbación y estupor eran tan grandes ante aquella escena, que
ni aun acertaba a hacerme cargo de lo que entre las manos tenía.
--¿Pa qué está aquí esa lombriz? --dijo la Primorosa, encarándose
conmigo y dándome en el hombro una fuerte manotada--. Descosío: coge
ese fusil con más garbo. ¿Tienes en la mano un cirio de procesión?
--Vamos: aquí no hay nada que hacer --afirmó Chinitas, encaminándose
con sus compañeros hacia la Puerta del Sol.
Echeme el fusil al hombro y les seguí. La Primorosa seguía burlándose
de mi poca aptitud para el manejo de las armas de fuego.
--¿Se acabaron los franceses? --dijo una maja, mirando a todos lados--.
¿Se han acabado?
--No hemos dejado uno pa simiente de rábanos --contestó la Primorosa--.
¡Viva España y el Rey Fernando!
En efecto: no se veía ningún francés en toda la calle Mayor; pero no
distábamos mucho de las gradas de San Felipe, cuando sentimos ruido
de tambores, después ruido de cornetas, después pisadas de caballos,
después estruendo de cureñas rodando con precipitación. El drama no
había empezado todavía realmente. Nos detuvimos, y advertí que los
paisanos se miraban unos a otros, consultándose mudamente sobre la
importancia de las fuerzas ya cercanas. Aquellos infelices madrileños
habían sostenido una lucha terrible con los soldados que encontraron
al paso, y no contaban con las formidables divisiones y cuerpos de
ejército que se acampaban en las cercanías de Madrid. No habían
medido los alcances y las consecuencias de su calaverada, ni aunque
los midieran, habrían retrocedido en aquel movimiento impremeditado y
sublime que les impulsó a rechazar fuerzas tan superiores.
Había llegado el momento de que los paisanos de la calle Mayor pudieran
contar el número de armas que apuntaban a sus pechos, porque por la
calle de la Montera apareció un cuerpo de ejército, por la de Carretas
otro y por la Carrera de San Jerónimo el tercero, que era el más
formidable.
--¿Son muchos? --preguntó la Primorosa.
--Muchísimos, y también vienen por esta calle. Allá por Platerías se
siente ruido de tambores.
Frente a nosotros y a nuestra espalda teníamos a los infantes, a los
jinetes y a los artilleros de Austerlitz. Viéndoles, la Primorosa reía;
pero yo... no puedo menos de confesarlo... yo temblaba.


XXVII

Llegar los cuerpos de ejército a la Puerta del Sol y comenzar la
embestida, fueron sucesos ocurridos en un mismo instante. Yo creo
que los franceses, a pesar de su superioridad numérica y material,
estaban más aturdidos que los españoles; así es que en vez de comenzar
poniendo en juego la caballería, hicieron uso de la metralla desde los
primeros momentos.
La lucha, mejor dicho, la carnicería era espantosa en la Puerta del
Sol. Cuando cesó el fuego y comenzaron a funcionar los caballos, la
guardia polaca, llamada _noble_, y los famosos mamelucos cayeron a
sablazos sobre el pueblo, siendo los ocupadores de la calle Mayor los
que alcanzamos la peor parte, porque por uno y otro flanco nos atacaban
los feroces jinetes. El peligro no me impedía observar quién estaba en
torno mío, y así puedo decir que sostenían mi valor vacilante, además
de la Primorosa, un señor grave y bien vestido que parecía aristócrata,
y dos honradísimos tenderos de la misma calle, a quienes yo de antiguo
conocía.
Teníamos a mano izquierda el callejón de la Duda, como sitio
estratégico que nos sirviera de parapeto y de camino para la fuga, y
desde allí el señor noble y yo dirigíamos nuestros tiros a los primeros
mamelucos que aparecieron en la calle. Debo advertir que los tiradores
formábamos una especie de retaguardia o reserva, porque los verdaderos
y más aguerridos combatientes eran los que luchaban a arma blanca entre
la caballería. También de los balcones salían muchos tiros de pistola
y gran número de armas arrojadizas, como tiestos, ladrillos, pucheros,
pesas de reloj, etc.
--Ven acá, Judas Iscariote --exclamó la Primorosa, dirigiendo los
puños hacia un mameluco que hacía estragos en el portal de la casa de
Oñate--. ¡Y no hay quien te meta una libra de pólvora en el cuerpo!
¡Eh, so estantigua! ¿pa qué le sirve ese chisme? Y tú, Piltrafilla,
echa fuego por ese fusil, o te saco los ojos.
Las imprecaciones de nuestra generala nos obligaban a disparar tiro
tras tiro. Pero aquel fuego mal dirigido no nos valía gran cosa, porque
los mamelucos habían conseguido despejar a golpes gran parte de la
calle, y adelantaban de minuto en minuto.
--¡A ellos, muchachos! --gritó la maja, adelantándose al encuentro de
una pareja de jinetes, cuyos caballos venían hacia nosotros.
Nadie podrá imaginar cómo eran aquellos combates parciales. Mientras
desde las ventanas y desde la calle se les hacía fuego, los manolos les
atacaban navaja en mano, y las mujeres clavaban sus dedos en la cabeza
del caballo, o saltaban, asiendo por los brazos al jinete. Este recibía
auxilio, y al instante acudían dos, tres, diez, veinte, que eran
atacados de la misma manera, y se formaba una confusión, una mezcolanza
horrible y sangrienta que no se puede pintar. Los caballos vencían al
fin y avanzaban al galope; y cuando la multitud, encontrándose libre,
se extendía hacia la Puerta del Sol, una lluvia de metralla le cerraba
el paso.
Perdí de vista a la Primorosa en uno de aquellos espantosos choques;
pero al poco rato la vi reaparecer, lamentándose de haber perdido su
cuchillo, y me arrancó el fusil de las manos con tanta fuerza, que no
pude impedirlo. Quedé desarmado en el mismo momento en que una fuerte
embestida de los franceses nos hizo recular a la acera de San Felipe el
Real. El anciano noble fue herido junto a mí: quise sostenerle; pero
deslizándose de mis manos, cayó exclamando: «¡Muera Napoleón! ¡Viva
España!»
Aquel instante fue terrible, porque nos acuchillaron sin piedad; pero
quiso mi buena estrella que, siendo yo de los más cercanos a la pared,
tuviera delante de mí una muralla de carne humana que me defendía del
plomo y del hierro. En cambio, era tan fuertemente comprimido contra la
pared, que casi llegué a creer que moría aplastado. La masa de gente se
replegó por la calle Mayor, y como el violento retroceso nos obligara a
invadir una casa de las que hoy deben tener la numeración desde el 21
al 25, entramos decididos a continuar la lucha desde los balcones. No
achaquen ustedes a petulancia el que diga _nosotros_, pues yo, aunque
al principio me vi comprendido entre los sublevados como al acaso y sin
ninguna iniciativa de mi parte, después el ardor de la refriega, el
odio contra los franceses que se comunicaba de corazón a corazón de un
modo pasmoso, me indujeron a obrar enérgicamente en pro de los míos.
Yo creo que en aquella ocasión memorable hubiérame puesto al nivel de
algunos que me rodeaban, si el recuerdo de Inés y la consideración de
que corría algún peligro no aflojaran mi valor a cada instante.
Invadiendo la casa, la ocupamos desde el piso bajo a las buhardillas:
por todas las ventanas se hacía fuego, arrojando al mismo tiempo
cuanto la diligente valentía de sus moradores encontraba a mano. En el
piso segundo un padre anciano, sosteniendo a sus dos hijas que medio
desmayadas se abrazaban a sus rodillas, nos decía: «Haced fuego; coged
lo que os convenga. Aquí tenéis pistolas; aquí tenéis mi escopeta de
caza. Arrojad mis muebles por el balcón y perezcamos todos, y húndase
mi casa si bajo sus escombros ha de quedar sepultada esa canalla. ¡Viva
Fernando! ¡Viva España! ¡Muera Napoleón!»
Estas palabras reanimaban a las dos doncellas, y la menor nos conducía
a una habitación contigua, desde donde podíamos dirigir mejor el fuego.
Pero nos escaseó la pólvora, nos faltó al fin, y al cuarto de hora de
nuestra entrada ya los mamelucos daban violentos golpes en la puerta.
--Quemad las puertas y arrojadlas ardiendo a la calle --nos dijo el
anciano--. Ánimo, hijas mías. No lloréis. En este día el llanto es
indigno aun en las mujeres. ¡Viva España! ¿Vosotras sabéis lo que
es España? Pues es nuestra tierra, nuestros hijos, los sepulcros de
nuestros padres, nuestras casas, nuestros reyes, nuestros ejércitos,
nuestra riqueza, nuestra historia, nuestra grandeza, nuestro nombre,
nuestra religión. Pues todo esto nos quieren quitar. ¡Muera Napoleón!
Entre tanto los franceses asaltaban la casa, mientras otros de los
suyos cometían atrocidades en la de Oñate.
--¡Ya entran, nos cogen; estamos perdidos! --exclamamos con terror,
sintiendo que los mamelucos se encarnizaban en los defensores del piso
bajo.
--Subid a la buhardilla --nos dijo el anciano con frenesí--, y saliendo
al tejado, echad por el cañón de la escalera todas las tejas que podáis
levantar. ¿Subirán los caballos de estos monstruos hasta el techo?
Las dos muchachas, medio muertas de terror, se enlazaban a los brazos
de su padre, rogándole que huyese.
--¡Huir! --exclamaba el viejo--. No, mil veces no. Enseñemos a esos
bandoleros cómo se defiende el hogar sagrado. Traedme fuego, fuego, y
apresarán nuestras cenizas, no nuestras personas.
Los mamelucos subían. No había salvación. Yo me acordé de la pobre
Inés, y me sentí más cobarde que nunca. Pero algunos de los nuestros
habíanse en tanto internado en la casa, y con fuerte palanca rompían
el tabique de una de las habitaciones más escondidas. Al ruido acudí
allá velozmente, con la esperanza de encontrar escapatoria, y, en
efecto, vi que habían abierto en la medianería un gran agujero por
donde podía pasarse a la casa inmediata. Nos hablaron de la otra parte,
ofreciéndonos socorro, y nos apresuramos a pasar; pero antes de que
estuviéramos del opuesto lado sentimos a los mamelucos y otros soldados
franceses vociferando en las habitaciones principales: oyose un tiro;
después una de las muchachas lanzó un grito espantoso y desgarrador. Lo
que allí debió ocurrir no es para contado.
Cuando pasamos a la casa contigua, con ánimo de tomar inmediatamente
la calle, nos vimos en una habitación pequeña y algo oscura, donde
distinguí dos hombres que nos miraban con espanto. Yo me aterré también
en su presencia, porque eran el uno el licenciado Lobo y el otro Juan
de Dios.
Habíamos pasado a una casa de la calle de Postas, a la misma en cuyo
cuarto entresuelo había yo vivido hasta el día anterior al servicio
de los Requejos. Estábamos en el piso segundo, vivienda del leguleyo
trapisondista. El terror de este era tan grande, que al vernos dijo:
--¿Están ahí los franceses? ¿Vienen ya? Huyamos.
Juan de Dios estaba también tan pálido y alterado, que era difícil
reconocerle.
--¡Gabriel! --exclamó al verme--. ¡Ah! tunante: ¿qué has hecho de Inés?
--¡Los franceses, los franceses! --exclamó Lobo, saliendo a toda prisa
de la habitación y bajando la escalera de cuatro en cuatro peldaños--.
¡Huyamos!
La esposa del licenciado y sus tres hijas, trémulas de miedo, corrían
de aquí para allí, recogiendo algunos objetos para salir a la calle.
No era ocasión de disputar con Juan de Dios, ni de darnos mutuamente
explicaciones sobre los sucesos de la madrugada anterior: salimos a
todo escape, temiendo que los mamelucos invadieran aquella casa.
El mancebo no se separaba de mí, mientras que Lobo, harto ocupado de
su propia seguridad, se cuidaba de mi presencia tanto como si yo no
existiera.
--¿A dónde vamos? --preguntó una de las niñas al salir--. ¿A la calle
de San Pedro la Nueva, en casa de la primita?
--¿Estáis locas? ¿Frente al Parque de Monteleón?
--Allí se están batiendo --dijo Juan de Dios--. Se ha empeñado un
combate terrible, porque la artillería española no quiere soltar el
Parque.
--¡Dios mío! ¡Corro allá! --exclamé sin poderme contener.
--¡Perro! --gritó Juan de Dios, asiéndome por un brazo--. ¿Allí la
tienes guardada?
--Sí, allí está --contesté sin vacilar--. Corramos.
Juan de Dios y yo partimos como dos insensatos en dirección a mi casa.


XXVIII

En nuestra carrera no reparábamos en los mil peligros que a cada paso
ofrecían las calles y plazas de Madrid, y andábamos sin cesar, buscando
las vías más apartadas del centro, con tantas vueltas y rodeos, que
empleamos cerca de dos horas para llegar a la puerta de Fuencarral por
los pozos de nieve. Por un largo rato ni yo hablaba a mi acompañante,
ni él a mí tampoco, hasta que al fin Juan de Dios, con voz entrecortada
por el fatigoso aliento, me dijo:
--¿Pero tú sacaste a Inés para entregármela después, o eres un tunante
ladrón, digno de ser fusilado por los franceses?
--Sr. Juan de Dios --repuse apretando más el paso--, no es ocasión de
disputar, y vamos más a prisa, porque si los franceses llegan a meterse
en mi casa...
--¡Cuánto se asustará la pobrecita! Pero di, ¿por qué la sacaste, por
qué me encontré encerrado en el sótano con aquella maldita mujer?...
¡Oh! me falta el aliento; pero no nos detengamos... ¿Inés no se asustó
al verse en tu poder? ¿No te preguntó por mí? ¿No te rogó que me
llevases a su lado? ¡Qué confusión! ¿Qué es lo que ha pasado? ¿Quién
eres tú? ¿Eres un infame, o un hombre de bien? Ya me darás cuenta y
razón de todo. ¡Ay! cuando me encontré en el sótano con Restituta...
¿Ves este rasguño que tengo en la mano?... Quedeme azorado y mudo de
espanto cuando la vi. ¡Qué desdicha! Creo que fue castigo de Dios
por los pecadillos de que te hablé... Ella me insultaba llamándome
ladrón, y a mí un sudor se me iba y otro se me venía. Luego que
tratamos de salir... La compuerta cerrada... ella parecía una gata
rabiosa. ¿Ves este arañazo que tengo en la cara?... Descansemos un
rato, porque me ahogo. ¿No llegamos nunca a tu casa? ¿Y mi Inés, está
allí? Pero, tunante, modera un poco el paso y dime: ¿Inés me espera?
¿Te mandó en busca mía? ¿Sabe que a mí me debe su libertad? Gabriel,
te juro que tengo la cabeza como una jaula de grillos, y que no sé
qué pensar. ¡Cuando vi entrar a Restituta!... ¿Creerás que no puedo
apartar de mi memoria su repugnante imagen? Lo que dije... aquellos dos
pecadillos... Pero en cuanto Inés esté a mi lado, me confesaré... El
Santísimo Sacramento sabe que mi intención es buena, y que el inmenso,
el loco amor que me domina es causa de todo... ¿Pero no hablas? ¿Estás
mudo? ¿Inés me espera? Dímelo francamente y no me hagas padecer.
¿Está contenta? ¿Está triste? ¿Ella quiso desde luego salir contigo
para esperarme fuera?... ¡Mil demonios! ¿Cuándo llegamos a tu casa?
Me aguarda, ¿no es verdad? Ahora la hablaré cara a cara por primera
vez. ¿Sabes que me da vergüenza?... Pero ella quizás me dirá primero
algunas palabras, dándome pie para que después siga yo hablando como
un cotorro. ¿Estás tú seguro de que leyó mi carta? Pues si la leyó, ya
está al corriente de mi ardiente amor, y en cuanto me vea se arrojará
llorando en mis brazos, dándome gracias por su salvación. ¿No lo crees
tú así? ¿Pero por qué callas? ¿Te has quedado sin lengua? ¿Qué le has
dicho tú? ¿Qué te ha dicho ella? ¿No te habló de aquel pasaje de la
carta en que le decía que mi amor es tan casto como el de los ángeles
del Cielo?... Me faltó decirle que mi corazón es el altar en que la
adoro con tanto fervor como al Dios que hizo para todos el mundo, y
para nosotros una isla desierta, llena de flores y pajaritos muy lindos
que canten día y noche... ¡Ah, Gabriel! ¿Sabes que soy rico? Cogí
lo mío, aunque la condenada me clavó las uñas para arrebatármelo.
¡Cuánto luchamos! ¡Espantosa noche! Por fin, ya muy avanzado el día,
llega D. Mauro y abre el sótano para sacarte... Salimos Restituta y
yo: ella está medio muerta. Su hermano, al vernos... ¡Jesús, cómo se
pone! Después de insultarnos, nos dice que tenemos que casarnos el
mismo día. Luego, al saber que Inés se ha fugado contigo, brama como un
león, arráncase los cabellos, y después de amenazar con la muerte a su
hermana y a mí, enciende las dos velas al santo patrono. Yo salgo de
la casa sin contestar a nada, y como ya empiezan los tiros, me refugio
en la del licenciado Lobo... Todos están allí llenos de terror... ¡los
franceses, los franceses!... ¡ban, bun! Golpean un tabique: acudimos;
se abre un agujero, y apareces tú... ¿Pero llegaremos al fin? ¡Qué
impaciente estará la pobrecita! Cuando me vea, ella romperá, hablará la
primera, ¿no lo crees tú? Si no... yo estoy seguro de que me quedaré
como una estatua. ¡Si se me quitara esta vergüenza!...
Yo no contestaba a ninguna de las atropelladas e inconexas razones
de Juan de Dios, pues más que la verbosidad de aquel desgraciado,
ocupaba mi mente la idea de los peligros qué corrían Inés y su tío en
mi casa. Nuestra marcha era sumamente fatigosa: algunas veces, después
de recorrer toda una calle, teníamos que volver atrás huyendo de los
mamelucos; otras veces nos detenía algún grupo, compuesto en su mayor
parte de mujeres y ancianos, que con lamentos y gritos rodeaban un
cadáver, víctima reciente de los invasores; más adelante veíamos
desfilar precipitadamente pelotones de granaderos que hacían retroceder
a todo el mundo; luego el espectáculo de una lucha parcial, tan
encarnizada como las anteriores, era lo que de improviso nos estorbaba
el paso.
En la calle de Fuencarral el gentío era grande, y todos corrían hacia
arriba, como en dirección al Parque. Oíanse fuertes descargas, que
aterraron a mi acompañante, y cuando embocamos a la calle de la Palma
por la casa de Aranda, los gritos de los héroes llegaban hasta nuestros
oídos.
Era entre doce y una. Dando un gran rodeo pudimos al fin entrar en la
calle de San José, y desde lejos distinguí las altas ventanas de mi
casa entre el denso humo de la pólvora.
--No podemos subir --dije al mancebo--, a menos que no nos metamos en
medio del fuego.
--¡En medio del fuego! ¡Qué horror! No: no expongamos la vida. Veo que
también disparan desde los balcones. Escondámonos, Gabriel.
--No, avancemos. Parece que cesa el fuego.
--Tienes razón. Ya suenan pocos tiros, y me parece que oigo decir:
«¡Victoria, victoria!»
--Sí, y el paisanaje se despliega, y vienen algunos hacia acá. ¡Ah! ¿No
son franceses aquellos que corren hacia la calle de la Palma? Sí: ¿no
ve usted los sombreros de piel?
--Vamos allá. ¡Qué algazara! Parece que están contentos. Mira cómo
agitan las gorras aquellos que están en el balcón.
--Inés; allí está Inés, en el balcón de arriba, arriba... Allí está:
mira hacia el Parque, parece que tiene miedo y se retira. También sale
a curiosear D. Celestino. Corramos, y ahora nos será fácil entrar en la
casa.
Después de una empeñada refriega, el combate había cesado en el Parque
con la derrota y retirada del primer destacamento francés que fue a
atacarlo. Pero si el crédulo paisanaje se entregó al júbilo, creyendo
que aquel triunfo era decisivo, los jefes militares conocieron que
serían bien pronto atacados con más fuerzas, y se preparaban para la
resistencia.
Pacorro Chinitas, que había sido uno de los que primero acudieron a
aquel sitio, se llegó a mí ponderándome la victoria alcanzada con las
cuatro piezas que Daoiz habían echado a la calle; pero bien pronto él
y los demás se convencieron de que los franceses no habían retrocedido
sino para volver pronto con numerosa artillería. Así fue, en efecto; y
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