El 19 de marzo y el 2 de mayo - 11

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como en un sepulcro --dijo Requejo--. Dificililla es la salida, y puedo
irme tranquilo.
--¿Pero te vas, hermano? ¿A dónde vas de noche?
--¿A dónde he de ir? ¡Mil pares de demonios! ¿A dónde he de ir sino a
Navalcarnero? ¿No saben ustedes lo que me pasa? ¿No les he contado?...
--Nada nos has dicho. Verdad es que con esta trapisonda de la
sobrinita...
--Pues acabo de recibir una carta en que se me notifica que mi almacén
de Navalcarnero ha sido robado. ¿Ves, hermana? ¡Esto es para volverse
loco! Sí... me escribe D. Roque notificándome el robo, y diciéndome que
acuda allí esta noche misma, si no quiero perderlo todo.
--¿Y va usted?
--Ahora mismo voy a buscar coche. Con que vean ustedes qué desastre.
¡Ay, Restituta! Bien te dije que no dejaras de encender la vela al
santo patrono. ¿Ves? Esto es un castigo.
--En el Cielo no gustan de despilfarros. ¿Vas allá? ¿Pero me dejas en
la casa a este ladronzuelo?
--En el sótano, en el sótano: hasta mañana, hasta que mi Sr. de Lobo
disponga de él. ¿No puede hacerse cuenta de que le dejamos en la
sepultura? Solo Dios puede sacarle.
--¿Pero me quedo sola? ¡Ánimas benditas!
--Juan de Dios vendrá a eso de las diez. Ya le he dicho que se quedará
en casa esta noche.
La conferencia terminó aquí, y sin más palabras, me encerraron en
el sótano, a cuyo subterráneo aposentamiento daba entrada una gran
compuerta por bajo el piso de la trastienda. Yo estaba medio aletargado
por la rabia y el despecho de aquella situación terrible. Sentí que
me impulsaban escalera abajo. Don Mauro cerró el escotillón, riendo
con ese gozo felino que da la conciencia de la propia crueldad, y me
encontré entre densas tinieblas. Mi amo había dicho bien al asegurar
que allí estaba como en un sepulcro. Solo Dios podía sacarme.
Para que se comprenda si ellos tenían confianza en la seguridad de mi
cárcel, baste decir que allí tenían parte de su fortuna en un arca de
hierro. Cuando me encerraban en compañía de su dinero, ¿tendrían mis
amos la convicción de que era imposible la salida?
Hallábame en una de esas construcciones abovedadas con rosca de
ladrillo, que sirven de fundamento a casi todas las casas de Madrid
antiguas y modernas. Faltos de espacio superficial, los madrileños han
buscado la extensión hasta el cielo y hacia el abismo, de modo que
cada albergue es una torre colocada sobre un pozo. La de mis amos no
tenía en su sótano luces a la calle: la oscuridad era absoluta y el
silencio también, excepto cuando pasaba algún coche. Extendiendo mis
brazos a derecha, a izquierda y hacia arriba, tocaba ásperos ladrillos
endurecidos por un siglo, no tan húmedos como los que describen los
novelistas, cuando el hilo de sus relatos les lleva a alguna mazmorra
donde ocurren maravillosas y nunca vistas aventuras.
Como he dicho, ni un ruido lejano ni un rayo de luz turbaban la
paz de aquel antro, donde era posible llegar al convencimiento de
no existir, existiendo. Todo un arsenal de herramientas no habría
bastado a proporcionarme escapatoria, y pensar en la fuga habría sido
pensar en lo absurdo. No tenía más consuelo que la resignación, y me
resigné. Estar allí dentro en plena soledad, en plena lobreguez, en
pleno silencio, era como cuando cerramos los ojos encarcelándonos
voluntariamente dentro de esa otra bóveda de nuestro pensamiento.
Acosteme rendido de fatiga en el suelo, y medité. Mi prisión no me
parecía otra cosa que una prolongación de mi cerebro.
Quise pensar en varias cosas; pero no pude pensar más que en Dios.
Reconociéndome absolutamente incapaz para vencer la desgracia,
comprendí que la voluntad suprema había arrojado sobre mí tan gran
pesadumbre de males, y cruzándome de brazos incliné la cabeza,
esperando que la misma voluntad suprema me descargase de ella. Como
esta esperanza me infundió pronto una fe que hasta entonces en pocas
ocasiones había tenido, creí firmemente que Dios me sacaría de allí, y
con esta creencia empecé a adquirir un reposo moral y físico, precursor
de cierto desvanecimiento parecido al sueño. El de la desgracia se
diferencia mucho al sueño de todos los días; así es que el mío fue,
conforme al angustioso estado de mi alma, un sueño de esos en que
se representa el malestar real que experimentamos en proporciones
informes, estrambóticas, monstruosas.
Yo percibía vagamente figuras y formas de esas que no pertenecen al
mundo visible, ni a la humanidad, ni a la fauna, ni a la flora, ni al
cielo, ni a la tierra, sino a cierta misteriosa geología, a yacimientos
que contradicen todas las leyes de la estática y la dinámica; percibía
una fantástica y continuada concatenación de colores geométricos que
se enredaban en mi cuerpo como culebras, y en aquella transmutación
de lo físico y lo moral, se verificaba el fenómeno de que un color me
dolía, y un objeto semejante a una espada, a un cangrejo o a un arpa,
pronunciaba palabras incomprensibles. ¿Quién no ha desvariado alguna
vez con este soñar absurdo? Las ideas se mezclan con las visiones, y
estas son aquellas, y aquellas estas. En aquel laberinto, en aquella
aberración, mi pensamiento formulaba sin cesar un silogismo azul,
verde, ahora con picos, después con curvas, más tarde irradiado, luego
concéntrico, en seguida poligonal y dorado, y al fin pequeño como
un punto, para luego ser grande como el universo. El interminable
silogismo era: «La justicia triunfa siempre: los Requejos son unos
pillos; Inés y yo somos personas honradas. Luego nosotros triunfaremos.»
Así pasé mucho tiempo en poder de estos demonios del sueño, cuando
percibí una claridad que no irradiaba de los focos de mi imaginación.
¿Estaba dormido o despierto? Híceme esta pregunta, y al punto contesté
que no sabía. La claridad aumentaba, y un chirrido metálico produjo
en mí cierto estremecimiento. Me moví, miré y vi las paredes del
sótano, la bóveda de ladrillo y multitud de cajas llenas y vacías;
a mi izquierda, una puerta que comunicaba con otro departamento
subterráneo; a mi derecha una escalera, por la cual descendía la
claridad que llamaba mi atención. Estaba indudablemente despierto, y
así lo reconocí. Miré a la escalera, y vi dos pies que se trasladaban
lentamente de peldaño a peldaño. La luz de una linterna me deslumbró;
pero en el foco de la repentina claridad distinguí una cara amarilla.
Era la de Juan de Dios; era Juan de Dios en persona.
Cuando me vio, su espanto fue tan grande, que la linterna con que se
alumbraba estuvo a punto de caer de sus manos. Temblando y mudo, me
miraba como se mira una aparición diabólica o imagen evocada por la
brujería.
Figuraos la impresión del que entra en un sepulcro no creyendo, como es
natural, encontrar nada vivo, y encuentra un hombre que se mueve y no
parece pertenecer al mundo de los muertos.


XXIV

Santiguose Juan de Dios, y ya parecía dispuesto a huir como se huye de
las apariciones de ultratumba, cuando le hablé para disipar su miedo.
--Juan de Dios, soy yo. ¿No sabía usted que estaba aquí?
--Gabriel, si lo veo y no lo creo. ¡Jesús, María y José! ¿Cómo has
entrado aquí dentro?
--¿No sabe usted que me encerró D. Mauro, al sorprenderme en el momento
de arrojar la carta a la señorita Inés? Acababa usted de salir.
--¡No había vuelto hasta ahora! ¡Y te encerraron aquí! ¡qué casualidad!
Estoy absorto. Pero dime, ¿la carta...?
--Ella la tiene. No hay cuidado por eso. Después de habérsela dado,
me entró tentación de hablar con ella. Toqué a la puerta, ¡ay! este
fue el crítico momento en que se apareció Doña Restituta. Puede usted
figurarse lo demás. Gracias a Dios que viene una buena alma para
ponerme en libertad. Dios le ha enviado a usted.
--Óyeme, Gabrielillo --añadió con más sosiego--. Ya te dije que mi
fortunilla la tengo depositada en poder de los Requejos. Si se la
pido de improviso, estoy seguro de que no me la han de dar. Por
consiguiente, yo la tomo. Mira lo que hay allí.
Señaló al fondo del sótano contiguo, y vi un arca de hierro. Juan de
Dios prosiguió de este modo:
--Yo tengo mi conciencia tranquila. No cojo más que lo mío, y antes
moriría que tomar un ochavo más. Eso bien lo sabe el Santísimo
Sacramento, que ya me conoce. Pero si en esta parte estoy tranquilo,
¡ay! ya le he dicho al Santísimo Sacramento que estoy loco de amor y
que me perdone los dos grandes pecados que he cometido hoy.
--¿Y qué pecados son esos?
--Trabajo me cuesta el decirlo; pero allá van para empezar desde
ahora a purgarlos con la vergüenza que me causan. Los dos pecados
son: haber escrito una carta falsa a D. Mauro para obligarle a ir a
Navalcarnero, y haber hecho construir por un molde de cera la llave
con que he entrado aquí y la de la caja. La carta estaba perfectamente
falsificada; las llaves no valen menos.
--¿Conque eso va a toda prisa? ¿Y nuestra chicuela?
--Esta noche me la llevo. ¡Ah! ya habrá leído la carta. La habrá leído;
sabrá que quiero ponerla en libertad, y su inquietud, su agonía, su
zozobra entre la esperanza y el temor serán inmensas. Dentro de un rato
será mía. ¿Cuento contigo?
--Para lo que usted quiera. Pues no faltaba más --dije, discurriendo
cuál sería el mejor modo de burlar a un mismo tiempo a Doña Restituta
y a su prometido esposo.
--¡Ay! tiemblo todo al pensar que pronto he de sacarla del poder de
estas fieras --dijo Juan de Dios--. La pobrecita me estará esperando
ya. ¿Qué te parece? ¡Ah! he preguntado a varias personas por una isla
desierta, y nadie me ha dado razón. ¿Esas que llaman las Canarias son
desiertas? ¿Sabes tú a dónde caen? Creo que allá por el gran golfo, o
como si dijéramos, entre la China y el Moro. ¿Por dónde se va?
--De eso sí que no sé palotada --contesté, tratando de dejar a un lado
la geografía--. Pero vamos a ver: ¿cómo piensa usted engañar a Doña
Restituta?
--Eso no me inquieta. La amarraremos tapándole la boca, pero sin
hacerla daño, porque es una buena mujer, como no sea para criar
sobrinas... y ya ves. Hace veinte años que como el pan de esta casa.
Si no fuera por esta terrible sofocación que me ha entrado... Gabriel,
yo me vuelvo loco; lo que no te sabré decir es si me vuelvo loco de
alegría o de pena.
--¿Le parece a usted --dije, afectando oficiosidad-- que suba pasito a
pasito a ver si Doña Restituta duerme o vela?
--Bien pensado. Mejor es que te estés en la trastienda de centinela, y
en caso de que sientas ruido en el entresuelo, me avisas al instante.
Yo despacharé eso fácilmente.
No esperé a que me lo repitiera, y subí. No: Gabriel no subía, volaba.
Mi resolución, prontamente tomada, llevome sin vacilar al cuarto donde
dormía Inés y velaba su feroz tía. Cuando esta sintió mis pasos, cuando
oyó que alguien se acercaba, cuando llegué al cuarto y me puse ante su
vista, su terror no tuvo límites. Como no comprendía la posibilidad
material de mi evasión, y era además mujer supersticiosa, no creyó sino
que yo era el diablo en persona, o al menos hombre protegido por todos
los diablos del infierno. Quedose muda de terror: quiso hablar y no
pudo; quiso gritar y lanzó un aullido congojoso, cual si la apretaran
el cuello. No queriendo yo perder un instante, me arrojé a sus plantas,
exclamando con sofocante precipitación:
--Señora, ama mía, ama de mi corazón, óigame su merced: soy inocente.
Perdóneme su merced. Quise revelarles a ustedes todo; pero aquellos
hombres no me dejaron. Yo no intenté robar a Inés: quise sacarla
de aquí para impedir que la robara su amante. ¿No sabe usted quién
es? ¡Juan de Dios, Juan de Dios! ¡Ah, señora! ¡y dudaba usted de mi
fidelidad!
Restituta pasó del terror a la sorpresa, al asombro, al anonadamiento,
a la estupidez.
--¡Juan de Dios! --exclamó--. ¡Juan de Dios! Mi... No, no puede ser...
tú eres el Demonio. ¡Jesús, María y José! Por la señal de la Santa
Cruz...
--¿Qué cruz ni cruz? ¿Quiere usted la prueba? Pues tome usted esa carta
que el caballerito me dio para su novia --dije, entregándole la carta
del mancebo.
Restituta la tomó en sus manos, frías como el mármol y temblorosas;
recorrió muy de prisa sus once pliegos, examinó la firma, y díjome
después:
--¿Estoy soñando? Tú... eres Gabriel... ¡Oh! yo estoy loca... ¡Ese
miserable, a quien hemos dado de comer!...
--¿Aún lo duda usted? Pues en este momento Juan de Dios está en el
sótano abriendo el arca del dinero.
No me es posible hacer formar idea del salto que dio Restituta.
Creo que hasta la silla saltó también arrastrada por el espantoso
sacudimiento de los nervios de la hermana del Sr. D. Mauro.
--Venga usted y lo verá con sus propios ojos --dije, tomándole de la
mano e impeliéndola hacia afuera.
Restituta me siguió, porque la curiosidad, la rabia, el mismo terror,
la impulsaban tras mí. Tropezó mil veces. Su cuerpo temblaba, y con
frecuencia llevábase las manos a los desgreñados pelos para arrancarse
algunos o para echarlos todos hacia atrás. El extravío de sus ojos a
nada es comparable, y a mí mismo, que ya creía tenerla vencida, me
causaba miedo.
Llegamos a la boca del escotillón, y allí, mientras hería nuestros
ojos la tenue claridad que del sótano salía, oímos claramente ruido
de monedas. Juan de Dios contaba sus ahorros de veinte años. Cuando
el tímpano de Restituta fue afectado de aquel vibrante sonido, un
estremecimiento nervioso como el producido en la organización humana
por la descarga de poderosas pilas eléctricas, sacudió sus miembros.
Precipitándose ciegamente por la escalera, exclamó:
--¡Malvado! ¡Así nos pagas el pan de veinte años!
Aún no habían llegado los resbaladizos pies de mi ama al quinto
peldaño, cuando la pesada puerta del escotillón cayó, lanzada por mis
manos. No había llave con qué cerrar, porque Juan de Dios la había
quitado; pero al instante puse sobre la puerta una caja de latas de
pomada, y luego dos, y luego cuatro, y después un fardo de tela, y otro
y otro encima. En diez minutos puse sobre la entrada de la que había
sido mi prisión un peso tal, que cuatro hombres fuertes no hubieran
podido levantarlo desde abajo.
Concluido esto, subí. Inés, despavorida y aterrada, no sabía a qué
santo encomendarse.
--¡Ya eres libre, Inés! --grité con intensa alegría--. Vístete, vámonos
pronto. No perder un momento: puede venir el amo.
Vistiose tan precipitadamente que la vi medio desnuda. Pero ni ella,
con el gran azoramiento de la prisa, cayó en la cuenta de que me
estaba mostrando su lindo cuerpo, ni yo me cuidaba más que de ayudarla
a vestir, poniéndole enaguas, medias, zapatos, ligas. Al fin salimos
de la casa y huimos a toda prisa de la calle de la Sal, por temor de
encontrar al licenciado Lobo o a mi amo. Hasta que nos vimos en la
Puerta del Sol, no tomamos aliento, y sintiéndome yo sin fuerzas, nos
sentamos en un escalón junto a Mariblanca. Profundo silencio reinaba
en la plaza: Madrid dormía sosegado y tranquilo. Paseé mi vista en
derredor, y no vi más que dos perros que se disputaban un hueso. El
chorro de la fuente alegraba nuestras almas con su parlero rumor.
--Ya estás libre, condesilla --dije, reclinándome sobre el pecho de
Inés--. Bendito sea Dios que nos ha sacado de allí. No te olvidaré
nunca, horrenda noche de amargura; no te olvidaré nunca, risueña mañana
de este día feliz. Estamos en lunes, día 2 del mes de mayo.
Un rato permanecí en aquella postura, porque estaba rendido de
cansancio. El día se acercaba; se sentían los lejanos y vagos rumores,
desperezos de la indolente ciudad que despierta. Por oriente, hacia el
fin de la calle de Alcalá, se veía el resplandor de la aurora, y cuando
nos retirábamos, Inés y yo nos detuvimos un instante a contemplar el
cielo, que por aquella parte se teñía de un vivo color de sangre.


XXV

Al entrar en mi casa, donde yo pensaba descansar un rato con Inés,
antes de emprender la fuga, encontramos al buen D. Celestino, que
habiendo llegado la noche anterior, creyó conveniente albergarse en mi
humilde posada, antes que en otra cualquiera de las de la Corte. Ya
le había yo informado por escrito de la verdadera situación en casa
de los Requejos, por lo cual guardose de poner los pies en la famosa
tienda. Él y nosotros nos alegramos mucho de vernos juntos, y apenas
teníamos tiempo para preguntarnos nuestras mutuas desgracias, pues ya
habrán comprendido ustedes que las del bondadoso sacerdote no eran
menores que las nuestras.
--Pero, hijos míos --nos dijo--, Dios nos ha de proteger. ¿Cómo es
posible que los malvados triunfen fácilmente de los rectos de corazón?
Vosotros huís de la perversidad de aquellos dos hermanos, y yo también
huyo, yo también vengo aquí ocultando mi nombre honrado, porque me
persiguen como a un criminal.
Al decir esto, el buen anciano derramó algunas lágrimas, y nosotros,
para consolarle, le animábamos presentándole el espectáculo de nuestra
alegría, y contábamos entre risas y chistes las extravagancias y
tacañerías de los tíos de Inés.
--Dios nos ayudará --continuó el cura--. Veamos ahora cómo salimos de
Madrid. ¡Oh qué persecución tan horrorosa! Me acusan de que fui amigo
del Príncipe de la Paz. Ya lo creo que fui amigo de S. A. No solo
amigo, sino aun creo que pariente. No puedes figurarte los líos que
me han armado, Gabrielillo... y también te acusan a ti... ¿Has visto
qué pícaros?... Que si escribíamos cartas... que si tú las llevabas...
Verdad es que yo fui varias veces al palacio de S. A. para aconsejarle
lo que me parecía conveniente para el bien de la nación; pero nunca le
dije nada, porque con esta mi cortedad de genio... En resumen, hijo,
sabiendo que me iban a prender, me puse en camino callandito, y pienso
presentarme al señor Patriarca para que disponga de mí. Pero oíd lo
mejor. ¿Creeréis que ese tunante de Santurrias es quien más sañudamente
me ha perseguido, dando testimonios falsos de mi conducta? Nada, nada;
es cierto lo que yo dije en aquel sermón: ¿te acuerdas, Gabriel? Dije
que la ingratitud es el más feo monstruo que existe sobre la tierra.
_Vilissima et turpissima hydra._ ¡Quién lo había de pensar!
--Ahora pensemos, señor cura, cómo nos las vamos a componer para salir
de este laberinto. ¿A dónde vamos? ¿Qué recursos tenemos?
--Hijo mío, Dios no ha de desampararnos. Confiemos en Él, y entre
tanto oye un proyecto que esta madrugada me ha ocurrido. Hace ocho
días estaba en Aranjuez la señora Marquesa de ***, persona discreta,
temerosa de Dios, y de tan buen corazón, que remedia cuantas
necesidades llegan a su noticia. Visitome ella varias veces, la visité
yo también, y según me decía, mi trato le era sumamente agradable.
Esto lo diría por urbanidad. Me preguntaba mucho por Inés, mostrando
grandísimos deseos de conocerla, y cuando por última vez la vi,
suplicome encarecidamente que si alguna vez pasaba a la Corte, no
dejase de acudir a su casa, en compañía de mi sobrina. Esto me lo
repitió muchas veces, y su empeño por ver a la sobrinilla me ha llamado
mucho la atención.
--También a mí --repuse--. Conozco a la señora Marquesa, en cuyo
palacio representé cierto papel de traidor, de que no quisiera
acordarme. Era en la misma casa donde ustedes vivían.
--Pero la señora Marquesa no vive ahora allí, pues durante la primavera
se traslada a la casa de su hermano, allá por la Cuesta de la Vega, en
un palacio que tiene muy amenos jardines y espacioso horizonte hacia
la parte del Manzanares. Allí encontraremos hoy a esa insigne señora,
honor de la hispana grandeza. ¿Por qué no acudir a ella? Me ha dicho
infinitas veces que desea servirme, tanto a mí como a mi sobrina, y
que espera con ansia el momento en que yo quiera usar de su poder y
valimiento para cualquier asunto.
--En esa señora nos manda Dios un comisionado para salir de este apuro
--dije yo, sintiéndome con mayores ánimos--. Le contaremos lo que nos
pasa, comprenderá con cuánta injusticia se nos persigue, y cuando vea a
Inés... ¡Ay! se me figura que el empeño de la Marquesa en ver a Inés no
es simple curiosidad. En fin, visitarémosla hoy mismo, y Dios dirá.
--Temo salir a la calle.
--Yo también; pero es preciso salir: no es cosa de que andemos por
los tejados. Si quiere usted, iré yo ahora mismo a casa de la señora
Marquesa, que ya me conoce, y diciéndole que voy de parte de usted,
le pintaré la situación en que nos encontramos, hablándole también de
Inesilla, que es, sin duda, lo que le interesa más.
--Me parece bien; ¿y si te ven?
--Iré por calles extraviadas, y en caso de apuro, no me faltan piernas
con que perderme de vista.
Yo estaba dominado por vivísima excitación, y cuando adoptaba un
plan, cada segundo que transcurría sin ponerlo por obra, parecíame un
siglo. No me era posible entregarme al reposo sin dar aquel paso en un
camino que me parecía conducir a lugar seguro en nuestro desgraciado
aislamiento. Inés no podía descansar tampoco, y su espíritu, no
repuesto del azoramiento y zozobra de la madrugada anterior, era
impresionado fuertemente por cuanto veía. Asomábase a la ventana que
caía hacia la calle de San José, frente al Parque de Artillería, y como
la vivienda era piso principal bajando del cielo, se veía el gran patio
interior de aquel establecimiento de guerra, con los cañones y demás
pertrechos, puestos en ordenadas filas a un lado y otro.
--Esto que ves es el Parque de Artillería, niña --le dijo D.
Celestino--. ¿Ves? En aquellos grandes edificios se alojan los
artilleros. Mira, salen algunos con un carro para ir a casa del
abastecedor en busca de las provisiones.
--¿Y esas montañitas tan bonitas, formadas por cosas negras y redondas,
iguales todas y puestas con mucho orden? --preguntó Inés sin dar tregua
a su admiración.
--Esas son balas, chicuela --repuso el clérigo--. Los hombres han
inventado esos juguetes para matarse unos a otros.
--Esas balas se meten en los cañones que están allí junto --dije yo,
queriendo mostrar mi erudición--, y poniendo también pólvora y un
cartucho, se dispara y es muy bonito. Hace un ruido, chiquilla, que se
vuelve uno loco. ¡Si vieras cómo me lucí en el combate de Trafalgar!
¡Si tú me hubieras visto!... Lo menos maté mil ingleses.
--¡Quiten para allá... ay, ay! --exclamó con miedo D. Celestino--. Solo
de pensar que eso se dispara, me pongo a temblar.
Y se retiraron de la ventana. Yo aconsejé a Inés que descansara, y salí
a la calle después que D. Celestino, echándome algunas bendiciones,
rezó un _pater noster_ por mi seguridad y buena suerte en la comisión
que iba a desempeñar.
Alejándome todo lo posible del centro de la Villa, llegué a la plazuela
de Palacio, donde me detuvo un obstáculo casi insuperable: un gran
gentío que, bajando de las calles del Viento, de Rebeque, del Factor,
de Noblejas y de las plazuelas de San Gil y del Tufo, invadía toda la
calle Nueva y parte de la plazuela de la Armería. Pensando que sería
probable encontrar entre tanta gente al licenciado Lobo, procuré
abrirme paso hasta rebasar tan molesta compañía; pero esto era punto
menos que imposible, porque me encontraba envuelto, arrastrado por
aquel inmenso oleaje humano, contra el cual era difícil luchar.
Tan abstraído estaba yo en mis propios asuntos, que durante algún
tiempo no discurrí sobre la causa de aquella tan grande y ruidosa
reunión de gente, ni sobre lo que pedía, porque indudablemente pedía
o manifestaba desear alguna cosa. Después de recibir algunos porrazos
y tropezar repetidas veces, me detuve arrimado al muro de Palacio, y
pregunté a los que me rodeaban:
--¿Pero qué quiere toda esa gente?
--Es que se van, se los llevan --me dijo un chispero--, y eso no lo
hemos de consentir.
El lector comprenderá que no importándome gran cosa que se fueran o
dejaran de irse los que lo tuvieran por conveniente, intenté seguir mi
camino. Poco había adelantado, cuando me sentí cogido por un brazo.
Estremecime de terror, creyendo hallarme nuevamente en las garras del
licenciado; pero no se asusten ustedes: era Pacorro Chinitas.
--¿Conque parece que se los llevan? --me dijo.
--¿A los Infantes? Eso dicen; pero te aseguro, Chinitas, que me tiene
sin cuidado.
--Pues a mí, no. Hasta aquí llegó la cosa, hasta aquí nos aguantamos,
y de aquí no ha de pasar. Tú eres un chiquillo y no piensas más que en
jugar, y por eso no te importa.
--Francamente, Chinitas, yo tengo que ocuparme demasiado en lo que a mí
me pasa.
--Tú no eres español --me dijo el amolador con gravedad.
--Sí que lo soy.
--Pues entonces no tienes corazón, ni eres hombre para nada.
--Sí que soy hombre y tengo corazón para lo que sea preciso.
--Pues entonces, ¿qué haces ahí como un marmolillo? ¿No tienes armas?
Coge una piedra y rómpele la cabeza al primer francés que se te ponga
por delante.
--Han pasado sin duda cosas que yo no sé, porque he estado muchos días
sin salir a la calle.
--No, no ha pasado nada todavía; pero pasará. ¡Ah! Gabrielillo, lo
que yo te decía ha salido cierto. Todos se han equivocado, menos el
amolador. Todos se han ido y nos han dejado solos con los franceses. Ya
no tenemos Rey, ni más Gobierno que esos cuatro carcamales de la Junta.
Yo me encogí de hombros, no comprendiendo por qué estábamos sin Rey y
sin más Gobierno que los cuatro carcamales de la Junta.
--Gabriel --me dijo mi amigo, pasado un rato--, ¿te gusta que te manden
los franceses, y que con su lengua, que no entiendes, te digan «haz
esto o haz lo otro», y que se entren en tu casa, y que te hagan ser
soldado de Napoleón, y que España no sea España, vamos al decir, que
nosotros no seamos como nos da la gana de ser, sino como el Emperador
quiera que seamos?
--¿Qué me ha de gustar? Pero eso es pura fantasía tuya. ¿Los franceses
son los que nos mandan? ¡Quiá! Nuestro Rey, cualquiera que sea, no lo
consentiría.
--No tenemos Rey.
--¿Pero no habrá en la familia otro que se ponga la corona?
--Se llevan todos los Infantes.
--Pero habrá Grandes de España y señores de muchas campanillas, y
Generales y Ministros que les digan a esos franceses: «Señores, hasta
aquí llegó. Ni un paso más.»
--Los señores de muchas campanillas se han ido a Bayona, y allí andan a
la greña por saber si obedecen al padre o al hijo.
--Pero aquí tenemos tropas que no consentirán...
--El Rey les ha mandado que sean amigos de los franceses y que les
dejen hacer.
--Pero son españoles, y tal vez no obedezcan esa barbaridad; porque
dime: si los franceses nos quieren mandar, ¿es posible que un español
de los que vistan uniforme lo consienta?
--El soldado español no puede ver al francés; pero son uno por cada
veinte. Poquito a poquito se han ido entrando, entrando, y ahora,
Gabriel, esta baldosa en que ponemos los pies es tierra del Emperador
Napoleón.
--¡Oh, Chinitas! Me haces temblar de cólera. Eso no se puede aguantar,
no, señor. Si las cosas van como dices, tú y todos los demás españoles
que tengan vergüenza cogerán un arma, y entonces...
--No tenemos armas.
--Entonces, Chinitas, ¿qué remedio hay? Yo creo que si todos, todos,
todos dicen: «vamos a ellos», los franceses tendrán que retirarse.
--Napoleón ha vencido a todas las naciones.
--Pues entonces echémonos a llorar y metámonos en nuestras casas.
--¡Llorar! --exclamó el amolador, cerrando los puños--. Si todos
pensaran como yo... No se puede decir lo que sucederá; pero... Mira: yo
soy hombre de paz; pero cuando veo que estos condenados franceses se
van metiendo callandito en España, diciendo que somos amigos; cuando
veo que se llevan engañado al Rey; cuando les veo por esas calles
echando facha y bebiéndose el mundo de un sorbo; cuando pienso que
ellos están muy creídos de que nos han metido en un puño por los siglos
de los siglos, me dan ganas... no de llorar, sino de matar, pongo el
caso, pues... quiero decir que si un francés pasa y me toca con su codo
en el pelo de la ropa, levanto la mano... mejor dicho, abro la boca y
me lo como. Y cuidado que un francés me enseñó el oficio que tengo. El
francés me gusta; pero allá en su tierra.


XXVI

Durante nuestra conversación, advertí que la multitud aumentaba,
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