El 19 de marzo y el 2 de mayo - 10

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Parece que se quieren comer los niños crudos... Por supuesto, que ya
les verá usted correr el día en que el español diga: «por ahí me pica,
y me quiero rascar.»
--Eso es música --dijo Lobo--. Deje usted que vuelvan a Madrid el Rey y
el Emperador, y verá cómo todo se arregla. D. Juan de Escóiquiz, que es
amigo mío, y el primer diplomático de toda la Europa, me dijo antes de
irse que son unos bobos los que creen que Napoleón intenta destronar al
Rey de acá. Descuiden ustedes, que, como haya dificultades, mi canónigo
las arreglará todas, que para eso le dio el Señor aquel talentazo que
asusta.
--Napoleón no viene acá sino con la espada en la mano --continuó Doña
Ambrosia--. El Padre Salmón, de la Orden de la Merced, que estuvo
esta mañana en casa (y por cierto que se llevó media docena de huevos
como puños), me dijo que a él no se le escapa nada, y que tendremos
guerra con los franceses. Napoleón nos está engañando como a unos
dominguillos. Ya ve usted: hace quince días se dijo que venía, y
en Palacio enseñaban las botas y el sombrero que había mandado por
delante. Don Lino Paniagua, que vio aquellas prendas y las tuvo en su
mano, me dijo que las botas eran grandísimas y casi tan altas como
este cuarto. En cuanto al sombrero, dice que era tan grasiento, que un
cochero simón no se le pondría, lo cual prueba que este Emperador es
un grandísimo gorrino, con perdón sea dicho.
--Veinte mil franceses tenemos aquí --dijo D. Mauro con expresión
meditabunda--. ¡Mucho pan, mucho tocino, muchas patatas, mucho
pimentón, mucha sal, mucha berza, han de entrar por veinticinco mil
bocas! Y dicen que traen hambre atrasada.
--Por supuesto, hermano --dijo Restituta--, el dinerito por adelantado.
D. Mauro tomó un papel, y con profunda abstracción hizo cuentas.
--Y de lo que sobre en el almacén, ¿no se podrá traer lo necesario para
el gasto de la casa? --preguntó la digna hermana--. Porque están unos
tiempos... ¡ay! señora Doña Ambrosia, no se gana nada...
--Vaya, vaya --dijo Doña Ambrosia--. Poco mal y bien quejado. Más
dinero tienen ustedes que las arcas del Tesoro. Y a propósito,
Restituta, ¿cuándo se casa usted?
--¡Jesús! ¿Quién piensa ahora en eso? No corre prisa.
--No pensará lo mismo Juan de Dios. ¿Y usted, Inesita, cuándo se decide?
--Ya está decidida --afirmó vivamente Restituta--. La pícara harto
disimula su satisfacción. _Este_ la tiene muy mimosa.
--Esto está muy bien: una niña bien criada debe hacer ascos al
matrimonio hasta que llegue el momento crítico. Pero, hija, con la
conversación se me ha ido el tiempo: son las diez... Adiós, adiós.
Fuese Doña Ambrosia; desfiló al poco rato Lobo, y habiendo subido a
acostarse las dos mujeres, quedaron solos en la trastienda el patrono y
el mancebo haciendo las cuentas de la contrata.
Yo me acosté y dormí profundamente; pero a eso de la media noche, y
cuando, recogido también el amo, reinaban en la casa el sosiego y la
tranquilidad, me desvelaron unos agudos gritos, que al punto reconocí
como procedentes de la exprimida laringe de Restituta.
--Sin duda hay ladrones en la casa --dije levantándome.
Restituta llamaba angustiosamente a su hermano, el cual salió con una
tranca, diciendo:
--¡Dónde están esos pícaros, dónde están, para que sepan si soy hombre
que se deja quitar el fruto de su honradez!
--No son ladrones --dijo Restituta con voz temblorosa a causa de la
ira--; no son ladrones, sino otra cosa peor.
--¿Pues qué son, con mil pares de diablos?
--Es que... --continuó la hermana, dirigiéndose al amo y a mí, que
también había acudido con un palo--. Inesilla... bien decía yo que
esa muchacha nos daría que sentir... es una loca, una mujerzuela, una
trapisondista, una perdida de las calles.
--A ver... ¿qué ha hecho?
--Pues yo velaba, ella dormía, y de repente empezó a hablar en sueños.
¡Ay, no sé cómo no la estrangulé! Primero pronunció algunas palabras
que no pude entender, y después dijo así: «Juro que te querré siempre;
juro que te querré cuando sea condesa, cuando sea princesa; cuando sea
rica, cuando sea gran señora. Pero yo no quiero ser nada de eso sin
ti.» Estuvo callada un rato, y después siguió diciendo: «¿Cómo no he de
quererte? Tú me arrancarás del poder de estas dos fieras... ¡Ay! adiós:
siento la voz del buitre de mi tío. Adiós...» Después la condenada
niña, como si le parecieran poco estos insultos, llevose las palmas
de las manos a su boquirrita y se dio muchos besos. ¿Qué te parece,
hermano? ¡No sé cómo no la ahogué! Sin poderme contener, arrojeme sobre
ella; despertose despavorida, y al incorporarse se le cayó del pecho
este ramo de violetas.
Al decir esto, Restituta mostraba en su trémula mano la terrible prueba
del delito. Quedose D. Mauro aturrullado, confuso, y luego, tomando el
ramo y mordiéndolo con rabia, lo arrojó al suelo, donde fue pisoteado
_alterno pede_ por ambos furiosos hermanos.
--¡Conque dice que soy un buitre! --exclamó él echando chispas--. ¡Un
buitre! ¡Llamar buitre a un caballero como yo! ¡Bonito modo de pagar el
pan que le doy! Ya le enseñaré los dientes a esa chiquilla. Pero ese
ramo, ¿quién le ha dado ese ramo?
--Pero Mauro...
--Pero Restituta...
Y más se confundían los dos cuanto más se irritaban, y crecía su cólera
a medida que aumentaba su aturdimiento, hasta que Requejo, recogiendo
sus luminosas ideas en rápida meditación dijo:
--Tiene amores con algún mozalbete de las calles. ¿Habrá entrado aquí?
Esto es para volverse loco. Gabriel, Gabriel, ven acá.
Al punto comprendí que estaba en peligro de hacerme sospechoso a
mis feroces amos; y como en este caso me arrojarían de la casa,
imposibilitando de un modo absoluto la realización de mi proyecto,
hallé prudente el desorientarles con una invención ingeniosa, que
apartara de mí toda sospecha.
--Señor --dije a mi amo--, estaba esperando a que su merced acabara
de hablar, para decirle alguna cosa que contribuya a descubrir esta
picardía. Pues anoche, cuando salí en busca del cuarterón de higos
pasados, me pareció que vi en la calle a un señorito, el cual señorito
miraba a estos balcones... y después, creyendo él que yo no le veía,
arrojó una cosa...
--¡Eso, eso fue... el ramo! --exclamó Requejo.
--Anoche mismo --continué-- pensaba decírselo a su merced; pero como
estaba ahí esa señora, y después se quedaron usted y Juan de Dios
haciendo números...
--¿Y ella se asomó al balcón? --preguntó Restituta.
--Eso no lo puedo asegurar, porque hacía oscuro y no vi bien. Pero
encárguenme mis amos que esté ojo alerta, y no se me escapará nada. A
fe que si ustedes me dieran la comisión de vigilar a la niña cuando
salen de casa, la niña no se reiría de nosotros.
--¡Esto no se puede aguantar! --exclamó fieramente D. Mauro--. Vaya,
acuéstense todos, que mañana le leeré yo la cartilla a la señorita.
Retireme a mi cuarto, y desde mi cama oía al espantoso Requejo hablando
con su hermana.
--Nada, nada, esta semana me casaré con ella. Si no quiere de grado,
será por fuerza... Estoy furioso, estoy bramando. Mañana sabrá ella si
soy yo Mauro Requejo, o quién soy. La encerraremos en el sótano, sin
darle de comer. ¿Acaso vale ella el mendrugo de pan con que le matamos
el hambre? Le diremos que no probará bocado, ni beberá gota hasta que
no consienta en ser mi mujer... La encerraremos en el sótano, sí,
señor, en el sótano. Y si no quiere, palos y más palos. A fe que no
tengo yo mala mano de almirez... ¡Llamarme buitre esa rapazuela de las
calles!... Estoy furioso... me la comería... Sí: que yo iba a dejarla
escapar con el mozalbete del ramo... Se casará, sí, se casará, y si no,
de aquí no sale sino difunta... ¡Buen genio tengo yo!... Malas brujas
me chupen, si no la caso conmigo mismo... Y si no quiere por blandas,
será por duras: la amarraré a un poste, la azotaré, la abriré en canal
con el cuchillo de abrir las latas de pomada.
Requejo en aquel instante parecía un demonio escapado del infierno; y
la primera luz de la aurora, entrando difícilmente en la oscura casa,
le encontró despierto aún y vociferando como un insensato.


XXII

Dicho y hecho: desde la mañana del día siguiente, D. Mauro pareció
dispuesto a llevar adelante su bestial propósito: el de precipitar
el martirio de Inés, _casándola consigo mismo_, como él decía en
su bárbaro lenguaje. La táctica de amabilidad y de astuta dulzura,
recomendada por el licenciado Lobo, se consideró inútil, siendo
sustituida por un sistema de terror, que ponía en fecundo ejercicio las
facultades todas de Doña Restituta. Antes de partir a la Junta donde
D. Mauro y otros dos comerciantes debían ponerse de acuerdo para la
subasta del abastecimiento, mi amo tuvo el gusto de plantear por sí
mismo el nuevo sistema. Dispuso que Inés no saldría de su cuarto ni
para comer; que los vidrios y maderas de la ventanilla que daba a la
calle de la Sal se cerraran, asegurándolas por dentro con fuertísimos
clavos; que se colocara un centinela de vista dentro de la misma pieza,
cuya misión a nadie podía corresponder más propiamente que a Restituta.
Ya no era posible, pues, ni ver a Inés, ni hablarla, ni prevenirla,
porque todo indicaba que aquella tenaz vigilancia no concluiría sino
cuando los Requejos vieran satisfecho su ardiente anhelo de casar
a la muchacha consigo mismos. Por último, llegaron las vejaciones
ejercidas contra Inés hasta el extremo de notificarle enérgicamente
que no vería la luz del sol sino para ir a casa del señor Vicario a
tomar los dichos. La situación de Inés era, por lo tanto, insostenible,
y tan crítica, que me decidí a intentar resueltamente, y sin esperar
más tiempo, su anhelada libertad. Para hacer algo de provecho, era
indispensable utilizar un día en que ambas fieras, macho y hembra,
salieran a la calle a cualquier negocio, pues pensar en la fuga
mientras nuestros carceleros estuviesen en la casa, era pensar en lo
excusado. D. Mauro, ocupado en su contrata, salía con frecuencia;
pero Restituta, imperturbable como esfinge faraónica, no se movía de
la casa, ni del cuarto, ni de la silla. Para vencer tan formidable
dificultad, discurrí a fuerza de cavilaciones el siguiente medio:
Mi seductora ama tenía la costumbre, harto lucrativa, de asistir a
todas las almonedas que se anunciaban en el _Diario_, y hacíalo con la
benemérita intención de pescar muebles, colchones, ropas, adornos de
sala y otros objetos que, adquiridos por poco precio, vendía después en
dos o tres prenderías de la calle de Tudescos, que eran de su exclusiva
pertenencia, aunque no lo pareciese. Hacia el 15 de Abril tuvo noticia
de un ajuar completo de ricos muebles, puestos en almoneda en una casa
de la plazuela de Afligidos. Habíales ella visto y examinado, y aunque
le parecieron de perlas, no los tomó, porque la dueña, que era viuda de
un Consejero de Indias, no se resignaba a entregar su única fortuna
casi de balde. Regatearon: Restituta ofreció una cantidad alzada; mas
no fue posible la avenencia, y volviose aquella a su casa sin aflojar
los cordones de la bolsa, aunque harto se le conocía su desconsuelo
por haber dejado escapar negocio de tal importancia. Pues bien: sobre
aquella almoneda, sobre aquel regateo, sobre este desconsuelo, fundé yo
el edificio de la invención que debía quitarme de delante a mi señora
Doña Restituta por unas cuantas horas.
Era un domingo, día 1.º de mayo. Salí por la mañana, y dirigiéndome a
mi antigua casa, buscáronme allí una mujer que se encargó de llevar
a Doña Restituta el recado que puntualmente le di. Estaba el ama, a
las cuatro de la tarde, sentada en el cuarto de la costura, cuando
se presentó mi comisionada en la casa, diciendo que la señora de la
plazuela de Afligidos consentía en dar los muebles a la señora de la
calle de la Sal por el precio que esta había tenido el honor de ofrecer.
Dio un salto en su asiento Restituta, y al punto su acalorada
imaginación ilusionose con las pingües ganancias que a realizar iba.
Se vistió con aquella ligereza viperina que le era propia, y después
de cerrar el balcón y la puerta de la habitación de Inés, tuvo la
condescendencia incomparable de entregarme la llave de la puerta que
conducía a la escalerilla principal; encargó a Juan de Dios el mayor
cuidado, y salió.
Cuando la vi partir, respiré con indecible desahogo. Pareciome que
huía para siempre, llevada en alas de demonios vengadores.
Ya no podía perder un instante, y dije a mi amiga desde fuera:
--Inesilla, prepárate. Recoge toda tu ropa, y aguarda un momento.
La única contrariedad consistía ya en que Juan de Dios descubriese mi
intriga, oponiéndose a nuestra fuga; pero yo contaba con la facilidad
que ha existido siempre para cegar por completo a quien ya tiene ante
los ojos la venda del amor. Bajé a la tienda, y ya desde el primer
momento advertí que la fortuna no me era muy favorable, porque Juan
de Dios estaba en conversación con dos militares franceses, y no era
aquella ocasión a propósito para que me diera la llave falsificada que
hacía falta.
Diré brevemente por qué estaban allí los dos franceses. Un oficial
de Administración militar fue en busca de mi amo para hablarle de
no sé qué particularidades relativas al contrato de abastecimiento;
acompañábale otro que me parecía teniente de la Guardia Imperial, el
cual, entablada conversación con Juan de Dios, habló en incorrecto
español, y dijo que era del país vasco-francés. Como el hortera había
nacido y criádose en el mismo país, al punto se la echaron los dos de
compatriotas, y hubo apretones de manos. El extranjero era un mozo alto
y rubio, de modales corteses y simpática figura.
--¿No recuerda usted la familia Sajous, en Bayona? --dijo al mancebo.
--¿Pues no la he de recordar? Mi padre, Don Blas Arroiz, estuvo de
escribiente en casa de Mr. Hipólito Sajous, en Bayona, y después en
casa de otro Sajous, en Saint-Sever --repuso Juan de Dios.
--El de Saint-Sever es mi padre --añadió el francés--; pero yo nací en
Puyóo, donde aquel tiene una fábrica de tejidos. Me acuerdo de haber
oído hablar en mi niñez de un administrador guipuzcoano que falleció en
nuestra casa.
A este tenor continuaron hablando un cuarto de hora, hasta que al
fin, después de mutuas felicitaciones y ofrecimientos, despidiose el
francés, prometiendo volver a visitarnos. Yo estaba tan impaciente,
que necesité disimular mi agitación para que no se me conociera en el
semblante lo que traía entre manos. Sin perder tiempo, porque perderlo
era perderme, dije a Juan de Dios:
--Vamos, amigo: este es el momento de entregar a la niña la carta
amorosa que usted tiene escrita.
--Sí, chiquillo: aquí está --repuso mostrándome la epístola, que era un
monumento caligráfico--. ¿Qué te parece este trabajo? ¿Has visto alguna
vez letra como esta? Repara bien esa M y esa H mayúsculas. ¡Qué rasgos
tan finos! Y esas letras con que pongo su nombre, ¿qué te parecen? Tres
días de tarea eché en ese nombre divino, que, como el de Jesús,
endulza el alma y la lengua
más que con la miel y azúcar
con solo sus cinco letras.
Este no tiene más que cuatro; pero ¡qué perfiles! Y toda la carta
está lo mismo. No tiene más que once pliegos; pero me parece que es
bastante. Como es la primera que le escribo, no debo marearla mucho:
¿no te parece?
--Me parece bien. Dos palabritas bien dichas, y basta por ahora.
Pero lo que importa es llevársela cuanto antes, pues la espera con
impaciencia.
--¿Cómo que la espera? ¿Pues acaso tú le has dicho algo?
--No... verá usted... Ella lo habrá adivinado, sin duda. Cuando le di
el ramo, díjele que se lo mandaba una persona de la casa que la quería
mucho y tenía pensado sacarla de aquí: ella lo besó.
--¡Lo besó! --exclamó el mancebo, tan conmovido, que algunas lágrimas
asomaron a sus ojos--. ¡Lo besó! Es decir, se lo llevó a sus divinos
labios. ¡Ah! Gabriel, ¿crees tú que me corresponderá?
--No lo creo, sino que lo afirmo --respondí enérgicamente--. Pero venga
la carta. ¡Pues no se va a poner poco contenta!... Ahora caigo en que
me debe usted dar la llave que encargó al cerrajero, para que yo entre
y le suelte la carta en propia mano, porque no está bien visto que una
cosa de tanta importancia se arroje así... pues.
--No, la llave no te la daré --contestó-- porque no necesitas entrar.
Quiero que esté sola, para que se entregue a sus anchas al placer de la
lectura. ¿Conque dices que lo recibió bien?
--Pero la llave, la llave... ¿No me da usted la llave?
--No, la llave no te la doy. Déjala encerrada, que no faltará quien
la saque pronto. ¡Ay! si me atreviera a ir yo mismo; si a hablarla me
atreviera... Pero no. En la carta le digo mi amor y mis proyectos; le
digo que la sacaré pronto de esta espantosa esclavitud, y que será mi
mujer, mi mujercita, pues nos casaremos en tierras lejanas... ¿Sabes tú
por dónde se va a alguna de esas islas desiertas que nos cuentan?...
Iremos; porque has de saber, Gabrielillo, que yo soy rico. Yo he
guardado mis ganancias desde hace veinte años. Lo malo es que todo
lo tengo en poder de los Requejos... pero ya, ya tomaré yo lo que me
pertenezca. Entre esta noche y mañana he de poner por obra mi plan.
¿Ves esta carta que tengo aquí para mi amo? Pues de esto depende todo.
Cuando él lea esta carta... Pero esto es un secreto... punto en boca.
--¿De modo que no me da usted la llave?
--No. ¿Para qué? No quiero que la veas, no quiero que la hables, cuando
yo no la hablo ni la veo. Al considerar que si entras en su cuarto te
ha de mirar, siento unos celos... ¡Ay! yo me muero, Gabriel; yo no
duermo, ni como, ni bebo. Si no tuviera qué hacer, me estaría día y
noche paseando por los Melancólicos. Esta es mi única delicia: pensar
en ella, representármela en la imaginación, y entablar con ella unos
diálogos que no tienen fin. A cada instante la abrazo y la beso a mis
anchas, la pongo una flor en la cabeza, la llevo en mis brazos cuando
está cansada, la arrullo, la canto para que se duerma, y la visto por
la mañana cuando despierta.
--Así es usted feliz; pero si me diera usted la llave, yo le contaría
todo eso.
--No: yo se lo diré mañana, esta noche quizás --dijo Juan de Dios
con exaltación--. Pues qué, ¿crees tú que soy capaz de consentir un
día más los martirios que padece? Gabriel, a ti te puedo confiar mis
planes. ¡Esta noche, esta noche quedará Inés en libertad! ¿Tú sabes
por dónde se va a alguna isla desierta?... Anda, lleva la carta: se la
arrojas por el tragaluz, ¿entiendes? Pobrecita. ¡Qué dirá cuando vea
que hay quien se interesa por ella, quien la adora, y está dispuesto a
sacrificar vida, hacienda y honor!... Así se lo he dicho esta mañana
al Santísimo Sacramento y a la Virgen María. Todos los días voy a misa
y ruego por ella a Dios y a los santos. Esta mañana, cuando el cura
alzaba el cáliz, le miré y dije: «Santísimo Sacramento de mi alma, yo
amo a Inés. Si quieres que no la ame más que a Ti, dámela. Nunca te he
pedido nada. Con ella seré bueno; sin ella seré... lo que el demonio
quiera.» Anda, Gabriel, llévale de una vez la esquelita.
A este punto llegábamos, cuando entró Don Mauro con dos amigos. Diole
Juan de Dios la carta de que antes me había hablado con tanto misterio,
y cuando la hubo leído lanzó grandes exclamaciones de coraje, que a
todos los presentes nos infundieron miedo. Al instante hizo salir a
Juan de Dios con una comisión apremiante, y yo me retiré. Aunque el
maniático no había querido entregar la llave, comprendí que no debía
retroceder en mi empresa, y resuelto a todo, pensé en descerrajar la
puerta de la prisión de Inés. Favorecía este proyecto la circunstancia
de estar Requejo en coloquio muy acalorado con sus dos amigos, y además
ignorante de la ausencia de su hermana.
Pedí auxilio a Dios mentalmente, y después de advertir a Inés para que
estuviese preparada y me ayudase por dentro, cogí un pequeño barrote
de hierro en figura de escoplo, que había en la sala de los empeños, y
comencé la delicada obra. El miedo de hacer ruido me obligaba a emplear
poca fuerza, y la cerradura no cedía. Canté en alta voz para ahogar
todo rumor, y al fin, ayudado por Inés, que empujaba desde dentro,
logré desquiciar una de las hojas, que tuvimos buen cuidado de sostener
para que no viniese al suelo.
--¡Estás libre, Inés; vámonos! ¡Huyamos sin tardanza! --exclamé con
locura--. Si nos detenemos un instante, estamos perdidos.
Nos dirigimos a la puerta que conducía a la escalera exterior. Abrila
yo, y salimos. Ya oscurecía. Un hombre bajaba de los pisos superiores y
se juntó a nosotros en la meseta. Advertí que nos miraba con sorpresa;
observele yo a mi vez, y no pude menos de temblar reconociendo al
licenciado Lobo, el cual, extendiendo sus brazos como para detenernos,
preguntó:
--¿A dónde van ustedes?
--¿Y a usted qué le importa? --dije con rabia, viendo delante de mí
obstáculo tan terrible.
Después, considerando que contra semejante cernícalo más convenía la
astucia que la fuerza, añadí:
--Doña Restituta nos ha mandado salir en busca suya. Ha ido en casa de
una amiga...
--Tú eres un pícaro redomado --me contestó--. ¿A dónde vas con esa
muchacha? Tunantes, ¡os fugáis de esta santa casa! Ya os arreglaré yo.
Adentro pronto, si no queréis ir conmigo a la cárcel de Villa.
Mi desesperación no tuvo límites, y ahora celebro no haber tenido en
aquel momento un puñal en mi mano, porque de seguro le hubiera partido
el corazón al leguleyo trapisondista.
--¡Ah! pícaro ladrón, ya te conozco, ya sé quién eres --continuó--.
Esta noche precisamente pensaba venir a ajustarte las cuentas... No te
había conocido, bribonzuelo; pero ya sé qué clase de pájaro eres... Ya
tenía ganas de cogerte entre mis uñas.
Y efectivamente, me tenía tan cogido que no sé cómo no me desolló el
brazo.
Inés lloraba. Lobo la asió también por un brazo, y empujándonos hacia
dentro, nos dijo:
--¡Qué a tiempo llegué, pimpollitos míos!
Hice un esfuerzo desesperado para desprenderme de sus garras, y me
desprendí. Él entonces alzó el grito, exclamando:
--¡Que se me escapa ese tuno... ladrones... acudan acá!
Subió precipitadamente D. Mauro; reuniose en el portal alguna gente,
y acertando a llegar Restituta, poco después me encontraba entre ambos
Requejos como Cristo entre los dos ladrones. Inés, desmayada, era
sostenida por el escribano.


XXIII

--¡Pero si apenas puedo creerlo! --exclamaba mi ama--. ¿Conque la
señorita huía con Gabriel? Tunante, ladroncillo, y cómo nos engañaba
con su carita de Pascua. Ven acá --añadió dándome golpes--. ¿A dónde
ibas con Inesilla, monstruo? ¿Qué te han dado por entregarla, ladrón de
doncellas? A la cárcel, a presidio, pronto, si es que no le desollamos
vivo. Pero di, ¿robabas a Inés?
--¡Sí, vieja bruja! --respondí con furia--. ¡Me iba con ella!
--Pues ahora vas a ir por el balcón a la calle --dijo D. Mauro,
clavando en mi cuerpo su poderosa zarpa.
Francamente, señores, creí que había llegado mi último instante entre
aquellos tres bárbaros, que, cada cual según su estilo peculiar, me
mortificaban a porfía. De todos los golpes y vejaciones que allí
recibí, les aseguro a ustedes que nada me dolía tanto como los
pellizcos de Doña Restituta, cuyos dedos, imitando los furiosos
picotazos de un ave de rapiña, se cebaban allí donde encontraban más
carne.
--Y sin duda fuiste tú quien mandó a aquella maldita mujer para sacarme
de la casa, pues en la plazuela de Afligidos no hay ya rastros de
almoneda. Este chico merece la horca; sí, Sr. de Lobo, la horca.
--¡Y la muy andrajosa de mi sobrina se marchaba tan contenta! --dijo
Requejo, encerrando de nuevo a Inés en el miserable cuartucho.
--Si tenemos metido el infierno dentro de la casa --añadió Restituta--.
La horca, sí, señor; la horca, Sr. de Lobo. No tiene usted pizca de
caridad si no se lo dice al señor alcalde de Casa y Corte. ¡Pero cómo
nos engañaba este dragoncillo! Si esto es para morirse uno de rabia.
El leguleyo tomó entonces la autorizada palabra, y extendiendo sobre
mi cabeza sus brazos en la actitud propia de esa tutelar justicia que
ampara hasta a los criminales, dijo:
--Moderen ustedes su justa cólera y óiganme un instante. Ya les he
dicho que ahora nos ocupamos celosísimamente de hacer un benemérito
espurgo, descubriendo y desenmascarando a todas las indignas personas
que fueron protegidas por el Príncipe de la Paz; ese monstruo, señora,
ese vil mercader, ese infame favorito... ¡gracias a Dios que está caído
y podemos insultarle sin miedo! Pues como decía, para que la nación se
vea libre de pícaros, a todos los que con él sirvieron les quitamos
ahora sus destinos, si no pagan sus crímenes en la cárcel o en el
destierro. ¡Si vieran ustedes, amigos míos, cómo me estoy luciendo en
estas pesquisas; si oyeran ustedes los elogios que he merecido de los
principales servidores de la real persona!
--Pero ¿a qué viene tanta palabrería --dijo impaciente Requejo--, ni
qué tiene eso que ver?...
--Tiene que ver... --prosiguió el hombre de la Justicia-- porque
¿qué dirán mis señores D. Mauro y Doña Restituta cuando sepan que
ese tramposo y embaucador chicuelo aquí presente recibió favores del
Príncipe, y es el mismo Gabrielillo que desde hace quince días estamos
buscando con los hígados en la boca mi compañero y yo?
Los Requejos macho y hembra se miraron con espanto.
--Pues oigan ustedes y tiemblen de indignación --prosiguió el
leguleyo--. El día antes de su caída, el Sr. Godoy envió a la
secretaría de Estado un volante mandando que se diese a este joven
una plaza en las oficinas de la Interpretación de lenguas. ¿Qué
tal, señores? ¿Y por qué? dirán ustedes. Porque este joven parece
que sabe latín, y compuso un poema en versos latinos; y algunos de
esos alcahuetones que lo leyeron fueron con el cuento al Príncipe,
diciéndole que mi niño era un portento de sabiduría. ¡Mentiras y más
mentiras! Ya se ve: cuando en la secretaría de Estado recibieron el
volante, se escandalizaron, porque ya había caído el Príncipe de la
Paz, y aquellos eminentes repúblicos, después de poner en la calle
a Moratín, esperaron a que se presentara este prodigio, si no para
colocarle, para verle al menos. Pero yo ando tras el objeto de que
coloquen allí a un primo mío que sabe tres lenguas, el valenciano,
el gallego y el castellano; así es que al punto mi compañero y yo
pusimos una _diligencia en busca_ para tener antecedentes de esta buena
pieza, y hemos conseguido probar: que en Aranjuez vivía con el curita
D. Celestino; otrosí, que todos los días iban ambos a casa de Godoy;
otrosí, que el chico le escribía las cartas y las traía a Madrid los
domingos al Embajador de Francia; otrosí, que se disfrazaba para entrar
en cierta taberna a oír lo que se decía, y otras muchas bribonadas de
que en el supradicho protocolo tengo hecha detallada mención.
--¡Jesús, Dios nos ampare! Al santo patrono de la tienda debemos el
haber descubierto a tiempo lo que teníamos en casa --dijo Restituta.
--Por supuesto, que lo del latín era pura farsa.
--Pues no hay que andarse con chiquitas --dijo mi amo--, sino
entregarle a la justicia.
--Eso corre de mi cuenta --repuso Lobo--. Veremos qué responde a los
cargos que se le hacen en la sumaria como cómplice del cura castrense
de Aranjuez. A este no le hemos podido coger, y según las noticias que
hoy recibí, ha desaparecido del Real Sitio. Es seguro que ha venido a
Madrid, y lo que es aquí no se nos escapa.
--¡Cuidado con el sabandijo que tenía yo en mi casa! --vociferó D.
Mauro, amenazando segunda vez poner fin a mis días--. Sr. de Lobo,
quítemelo, quítemelo usted de entre las manos, porque acabo con él.
Estoy furioso. ¡Qué día, señor San Antonio de mi alma! ¡Qué día!
--Yo me encargaré del mocito --dijo Lobo--. Lo único que les pido es
que me lo guarden hasta mañana.
--¿Hasta mañana?
--Este bandolero no puede quedar en la casa hasta mañana, no, señor
--observó mi ama.
--¿No hay lugar seguro donde encerrarle?
--¡Oh! pierda usted cuidado, que si le guardamos en el sótano estará
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