El 19 de marzo y el 2 de mayo - 09

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La causa de aquel movimiento de la muchedumbre fue una nueva irrupción
de carne humana en aquel recinto estrecho donde ya había tanta. Un
destacamento de la Guardia Imperial, con Murat a la cabeza, apareció
por la calle del Arenal. Figuraos un pie que se empeña en entrar en
una bota donde ya hay otro pie. El gran Duque de Berg, petulante y
vanidoso, se obstinó en presentarse con sus tropas en la carrera por
donde había de pasar el Rey, lo cual no tenía nada de culpable; pero
lo hizo tan inoportunamente, y sus mamelucos y dragones vejaron de
tal modo al pueblo madrileño, que algunos historiadores hacen datar
desde aquella hora la general antipatía de que los franceses fueron
objeto. La multitud es un río, cuyo nivel no puede subir cuando recibe
el caudal de otro río, y tiene que acomodarse juntando carne con carne
y hueso con hueso, hasta que desaparece la personalidad humana en el
informe conjunto. Esto pasó cuando los franceses penetraron en la
estrecha plaza, y una tempestad de silbidos, reconvenciones e insultos
fue la primera manifestación del pueblo español contra los invasores.
Entre tanto, el desconcierto crecía, la sofocación iba en aumento. D.
Mauro bramó como un toro; Doña Restituta lanzó un gemido desde el fondo
de su angosto pecho... pero la multitud olvidó sus penas, porque ya
estaba cerca, ya venía, ya le veíamos en su caballo blanco, que apenas
podía dar un paso; ya embocaba en la Puerta del Sol; ya se agitaban
los abanicos; llovían ramos de flores; alzábase de la superficie de
aquel inquieto mar un rumor espantoso; cruzaban el aire como pájaros
desbandados millares de gorras, y los brazos convulsos sobresalían de
las cabezas descubiertas; los pañuelos no eran bastante expresivos, y
las capas eran desplegadas como banderas de triunfo.
Entonces la masa de gente que estaba en torno mío avanzó con
irresistible empuje. Don Mauro y Restituta clavaron las uñas en las
mangas del vestido de Inés, que se les escapaba; pero un jirón de tela
se quedó en sus manos, e Inés en mis brazos. Miré a la derecha, y vi
entre una aglomeración de cabezas el coleto de D. Mauro y el moño de
Doña Restituta, que huían llevados como despojos de naufragio sobre la
espuma de aquel alborotado mar. Estábamos solos.
Inés y yo nos abrazamos, y el gentío, comprimiéndose después,
estrechaba a Inés contra mí, como si de nuestros dos cuerpos hubiera
querido hacer uno solo.


XIX

--Estamos solos, Inés --le dije--. Ahora podremos hablarnos y vernos.
En efecto, estábamos solos. Yo no veía ni Rey, ni pueblo, ni Guardia
Imperial, ni balcones, ni quitasoles, ni abanicos, ni capas, ni gorras,
ni flores, ni nada: yo no veía más que a Inés, e Inés no veía más
que a mí. Aprisionados entre un pueblo inmenso, nos creíamos en un
desierto. Olvidamos que existía un Rey recién coronado, y una nación
alegre, y una ciudad feliz, y una multitud ebria, y no pensamos más que
en nosotros mismos. No oíamos nada: el clamor de la gente, los vivas,
los mueras, las felicitaciones; aquella borrachera de entusiasmo
no producía en nuestros oídos más impresión que el vuelo de un
insignificante insecto.
--Gracias a Dios que nos han dejado solos --dijo Inés, estrechándose
más contra mí.
--¡Inés de mi corazón! --exclamé yo--. ¡Cuánto deseaba hablarte!
¡Cuántas cosas tengo que decirte! Tus tíos se han ido y no volverán, y
si vuelven no estaremos aquí. Somos libres: oye lo que voy a decirte.
Estamos fuera de esa maldita casa, Inés mía, y serás feliz, rica y
poderosa; tendrás todo lo que es tuyo.
--Yo no tengo nada --me contestó.
--Sí: tú no sabes un cuento que yo te voy a contar; un cuento que sé, y
que me hace feliz y desgraciado al mismo tiempo.
--¿Qué estás diciendo, loquillo?
--Que tú no eres lo que pareces. Yo te devolveré a tus padres, que son
muy ricos.
--¿Padres? ¿Acaso yo tengo padres?
--Sí: tú no eres hija de Doña Juana. Pero esto te lo explicaré en otra
ocasión. ¡Ah! amiga mía: estoy alegre y estoy triste, porque deseo
que seas feliz, y rica, y señora, y poderosa, y duquesa, y princesa;
pero al mismo tiempo considero que cuando llegues al puesto que te
corresponde, no me has de querer.
--No entiendo una palabra de lo que dices.
--Ya veremos. Tú no me querrás. ¿Cómo has de querer a un desgraciado
como yo, sin fortuna, sin educación? Te avergonzarás de mí, que soy
un criado, un infeliz de las calles... Pero ¡ay! no temas, que yo te
llevaré a donde debes estar, y te pondré en tu verdadero puesto, y
serás lo que debes ser. Yo no quiero nada para mí. Dime: ¿me dejarás
que sea tu criado y que viva en tu casa lo mismo que vivo ahora mismo
en la de tus condenados tíos?
--De veras te digo que pareces un loco, Gabriel. Esto me recuerda
cuando tú decías que ibas a ser Ministro, Generalísimo y Príncipe. Yo
no tengo esas ideas.
--No es lo mismo, niñita. Aquello era una necedad mía, y esto es
cierto. Ya no volveremos a casa de los Requejos. Huiremos por la calle
de Alcalá cuando se despeje, buscando refugio en Aranjuez, hasta tanto
que yo te lleve a donde debo llevarte. Aunque sé que no lo has de
cumplir, júrame que me querrás siempre.
--Yo no necesito jurarlo. Prométeme tú no decir disparates --dijo ella,
mientras la presión de la embriagada multitud estrechaba su cabeza
contra mi pecho.
--No son disparates. Pronto te convencerás de ello; ¿pero me querrás
siempre como me quieres ahora? ¿No te avergonzarás de mí, no me
despreciarás? ¿Seré siempre para ti lo mismo que soy ahora, tu único
amigo, tu salvación y tu amparo?
--Siempre, siempre.
Al pronunciar estas palabras, Inés sintió que le cogían un pie.
Miró ella, miré yo, y vimos que clavaba en el pie sus flacos dedos una
mano correspondiente a un brazo negro, que, extendiéndose entre las
piernas de los circunstantes, estaba unido al cuerpo de Restituta,
quien estiraba el otro brazo hasta tocar la mano que pertenecía a una
de las extremidades de D. Mauro Requejo, el cual D. Mauro Requejo,
colocado como a dos varas de nosotros, pugnaba por abrirse paso entre
piernas de hombre y faldas de mujer, recibiendo aquí una pisada, allá
una coz. Sucedió que encontrándose los dos hermanos tan separados de
nosotros, perdían el tino buscándonos, y mientras ella se encaramaba
anhelando divisar por algún lado nuestras cabezas, él, a causa de su
corpulencia, alcanzó a distinguir mi gorro.
Forcejeaban hasta alcanzarnos, cuando Doña Restituta cayó al suelo;
diole D. Mauro la mano, y ella alargó la otra para asir el pie de Inés,
temiendo que en un nuevo vaivén o sacudimiento se le escapara. Nuestro
proyecto de fuga quedó frustrado, y ambos Requejos hicieron presa en
los olivares de Jaén, asiéndoles cada uno por un brazo para estar más
seguros.
--¡Pobrecita mía! --dijo D. Mauro--. Creímos que te nos perdías. Si no
es por ti, Gabriel, se nos pierde.
A causa del revolcón quedaron ambos hermanos tan lastimosamente
magullados, que daba compasión verles. Del casaquín de mi amo se habían
hecho dos, sin intervención de ningún sastre, y su hermana veía con
ojos furibundos los flotantes jirones de su vestido negro, rasgado de
arriba abajo.
--¿Ves? --decía Restituta a su hermano al regresar a la casa--. ¿Ves
lo que sacamos de ir a donde nadie nos llama? Has perdido un guante...
¡lástima de guante, que costó un dineral en el Rastro! ¿Pues y la
casaca? Ya tengo costura para tres días... ¡Sí, que está barata la
seda!... Y tú, niña, ¿has perdido algo? ¡Ay! ¿Dónde está mi pañuelo?
¿Pues y mi pañuelo? ¡Lo he perdido!... ¡Dios me favorezca!... ¡Jesús
mil veces! ¡Y yo que le eché tres gotas de agua de bergamota!


XX

Transcurrieron muchos días desde aquel, famoso por la entrada de
nuestro Soberano, sin que se alterara con ningún accidente la
uniformidad de la casa de los Requejos.
Largo tiempo estuve sin poder hablar con Inés, aunque vivíamos tan
cerca el uno del otro; pero el encierro en que la guardaba Restituta
era cada vez más inaccesible, y la vigilancia llegó a ser un acecho
implacable. Don Mauro estaba furioso algunas veces; otras triste, y sin
duda en su rudeza no dejaba de comprender que era incapaz de hacerse
amar por Inés. Su cólera no podía menos de derivarse de la conciencia
de su brutalidad. Si no hubiera mediado el ambicioso interés, que
era su alma, quizás D. Mauro habría sido naturalmente afable y hasta
cariñoso con la que pasaba por su sobrina; pero la falta de educación,
de delicadeza, de modales y de sentido común le perdía, haciéndole no
solo aborrecible, sino espantoso a los ojos de la misma a quien deseaba
interesar.
Las dificultades para sacar a Inés del poder de los Requejos aumentaban
de día en día con la suspicaz vigilancia de Restituta; pero esto no
me desanimaba, y firme en mi honrado propósito, procuré por todos
los medios posibles conquistar la benevolencia de los dos hermanos,
fingiendo en mí gustos e inclinaciones iguales a las suyas. Yo
aspiraba a una empresa más difícil que las doce de Hércules: aspiraba
a conquistar el inexpugnable castillo de su confianza, donde jamás
entrara persona alguna.
Para llegar a este fin, principié fingiéndome mezquino y avaro, cual si
me consumiera, como a ellos, la mísera pasión del ahorro en su último
delirio. Un día, después de haber barrido los pasillos y cuartos, me
ocupaba en reunir el polvo y la tierra, recogiendo y guardando aquellos
ingredientes en un gran cucurucho. Como esta operación la hacía yo de
modo que Doña Restituta me observase, preguntome un día cuál era mi
objeto, y le contesté:
--Pues qué, señora, ¿se ha de desperdiciar esta substancia alimenticia?
--¿Cómo? ¿El polvo y la basura de los ladrillos, con las telarañas de
los techos y el lodo de los zapatos, forman una substancia alimenticia?
--Ya lo creo; y me asombra que usted no sepa que hay en Madrid un
jardinero francés que compra todo esto para criar unas endemoniadas
yerbas farmacéuticas que han inventado ahora.
--¿Qué me dices, Gabriel? Pues yo no sabía nada.
--Pues cuando yo estaba en la casa del señor Duque de Torregorda, la
señora Duquesa vendía esto todas las semanas, y por un paquete así le
daban sus cuatro cuartos como cuatro soles.
Ella se regocijaba tanto con esto, que cuando yo, después de arrojar
a un muladar el paquete, volvía entregándole los cuatro cuartos de mi
fingida venta, me decía:
--Eres un chico de disposición, Gabriel; no he conocido otro como tú.
También fingía vender los cráneos de carnero que allí se consumían
con frecuencia, los huesos de toda clase de frutas, los pedazos de
papel, los cascos de vidrio, y hasta los pezones de los higos pasados,
diciéndole que un boticario los compraba para hacer cierta droga
venenosa. Cuando llegó el 20 de Abril y me dieron los diez reales de mi
salario, dije a Doña Restituta:
--Señora, ¿para qué quiero yo todo ese dineral? Puesto que tengo todas
mis necesidades satisfechas y no me falta nada, guárdemelo; y si algún
día salgo de esta bendita casa (lo que ojalá no suceda nunca), me lo
entregará junto. Guardadito quiero que esté como oro en paño, y primero
me dejaré cortar las orejas que consentir en el gasto de un maravedí.
--¡Ay, Gabriel! --me contestó, rebosando satisfacción--, no he visto
nunca un chico como tú. Bien es verdad que no en vano se pisa esta
casa, donde reinan el orden y la economía. Eres un rapaz de provecho:
si sigues trabajando, a vuelta de diez años tendrás reunidos sesenta
duros; y si siempre persistes en tan buenas ideas, llegarás al fin de
tu vida... (pongamos que vives sesenta años más...) con un capital de
trescientos sesenta duros, que tendrás guardaditos y los enterrarás
antes de morirte, para que ningún heredero holgazán se divierta con tu
dinero.
Con estas y otras artimañas me hacía querer de mis amos, hasta el
punto de que confiaban mucho en mí; pero a pesar de todo, no logré
nunca adquirir la confianza suprema, que consistía para mí en ser
encargado de la custodia de Inés, mientras ellos estaban fuera. ¡Ay!
cuando alguna vez permitían los hados que Doña Restituta se ahuyentara
del hogar doméstico, siempre era depositario de todas las llaves el
impasible, el mecánico, el glacial mancebo.
Pero he hablado poco de este personaje, cuando en realidad debiera
ocuparme mucho, y urge dar de él completa idea. Juan de Dios era sin
género de duda un excéntrico, pues también en aquella época había
excéntricos. Un hombre que no habla, que ignora lo que es risa, que no
da un paso más de los necesarios para trasladarse al punto donde están
la pieza de tela que ha de vender, la vara con que la ha de medir, y
la hortera en que ha de meter el dinero; un hombre que en todas las
ocasiones de la vida parece una máquina cubierta con la humana piel
para remedar mejor nuestra libre, móvil e impresionable naturaleza, ha
de llevar dentro de sí algo ignorado y excepcional. Sin embargo, al
poco tiempo de conocer yo a Juan de Dios, ocurrió algún percance en el
misterioso engranaje de las piezas de aquel mueble animado.
Por aquellos días, D. Mauro y Doña Restituta habíanse comunicado con
asombro su extrañeza por las frecuentes distracciones de Juan de Dios.
Juan de Dios, que en veinte años no se equivocara nunca midiendo o
contando, contaba y medía como un mancebillo recién venido de la
Alcarria. Aún había algo más alarmante. Juan de Dios se paseaba por la
tienda sin hacer nada, lo cual era tan extraordinario como el choque de
un planeta con otro; Juan de Dios preguntaba al parroquiano si quería
_poplín_, _cotepalis_, _organdís_, _madapolanes_ o _muselinetas_, y en
vez de traer lo pedido, daba media vuelta, rascándose la cabeza; iba a
la trastienda, y salía después a preguntar de nuevo, porque se le había
olvidado. Al mismo tiempo Juan de Dios estaba más amarillo y más flaco,
lo cual parecía imposible al que en sus buenos tiempos le hubiese
conocido, y su mirada, siempre mortecina y tristona, como la llama de
un candil que se apaga, indicaba últimamente una resignación, un dolor
que no son susceptibles de descripción ni pintura.
Un día salieron los amos, encargándole como de costumbre la custodia de
la casa. Inés, encerrada en su aposento, habló conmigo como Tisbe al
través del muro, y en mi desesperación, no pudiendo ni verla ni sacarla
de allí, discurrí que convenía explorar el corazón del mancebo, por
si era posible ablandarle para que protegiera nuestra fuga. Bajé a la
tienda, y después que hablamos un poco de cosas indiferentes, dije a
Juan de Dios:
--¿No es un dolor, Sr. D. Juan, que esa joven se muera de tristeza
en ese cuartucho? ¿Por qué no la dejan suelta por la casa? ¿Acaso es
alguna fiera?
Advertí en el semblante del mancebo un como estremecimiento o
vislumbre; después pareció que la poca sangre de su cuerpo se le
agolpaba en la frente, y me habló así:
--Gabriel, tienes razón. ¿Por qué la encierran así, siendo tan buena
y tan humilde?... Ya estará libre... --dijo el hortera, como hablando
consigo mismo.
Estas palabras despertaron grandemente mi curiosidad, y resolví hacerle
hablar sobre el asunto, fingiendo poco interés por la huérfana.
--Verdad es --dije-- que como está tan mal criada...
--¡Mal criada! --exclamó el dependiente con viveza--. Tú sí que eres un
mal criado y un bruto. Cuando la veo tan dulce, tan modesta, tan guapa,
me da lástima que... Aquí la tratan de un modo que da compasión...
--Pero los amos son muy buenos con ella: la han comprado un vestido, y
D. Mauro quiere que sea su mujer.
Al oírlo, Juan de Dios se inmoló de tal modo, que le tuve miedo.
--¡Casarse con ella! --exclamó--. No, no; eso no puede ser.
--Bien es verdad que si la muchacha no quiere, ¿por qué han de
obligarla?
--Es verdad. No, no la obligarán.
Comprendí que convenía variar de táctica, demostrando mucho interés por
la prisionera.
--Pues si ella no quiere --afirmé--, será una obra de caridad sacarla
de aquí.
--¿Tú crees lo mismo? --me preguntó con ansiedad.
--Sí. Me da tanta lástima de la pobrecita, que si en mí consistiera, ya
le hubiera abierto las puertas para que volara como un pajarito.
--Gabriel --me dijo Juan de Dios solemnemente, poniendo su mano sobre
mi brazo--, si tú fueras un chico prudente y discreto, yo te confiaría
un proyectillo.
No había más remedio que fingir gran indignación contra los Requejos, y
así lo hice, diciendo:
--¡Pues no he de serlo! A mí puede usted confiarme lo que quiera, sobre
todo si se refiere a esa niña, porque la tengo compasión; y si mi amo
se empeña en maltratarla, no lo podré aguantar, y el mejor día...
--Nuestros patronos son muy crueles --dijo él con la gravedad de quien
revela importante secreto.
--¿Qué dice usted, crueles? Bárbaros y tacaños, que serían capaces de
vender a Cristo por dos maravedís.
El semblante de Juan de Dios expresó cierto entusiasmo. Después de
vacilar un momento entre la seriedad y una sonrisa, se apretó el
corazón con ambas manos, y me dijo:
--Gabriel, yo estoy enamorado, yo estoy loco.
--¿De quién? ¿Por quién?
--No me lo preguntes y adivínalo. A ti solo te lo digo: quiero que
me ayudes. Veo que tienes buenos sentimientos, y que aborreces a los
carceleros de Inés. Pero tú no te has fijado bien en ella. ¿No te
admira su resignación, no te admira su modestia? Y sobre todo, Gabriel,
¿has visto alguna vez mujer más linda? Dime, ¿te ha mirado alguna vez y
no te has vuelto loco?
Juan de Dios lo parecía al decir estas palabras.
--Inés es una gran personita --respondí--. Hace usted bien en quererla,
y mucho mejor en sacarla de aquí. ¿Pero no dicen que se casa usted con
Doña Restituta?
--¿Yo? ¿estás loco?... Antes de ahora he sido tan estúpido que llegué
a creerme capaz de semejante desgracia. Pero ahora... ¿Has conocido
hembra más repugnante que esa?
--No, no hay otra que la iguale en todo el mundo. Pero hablemos de
Inés, que es lo que a usted le interesa.
--Sí, hablemos. ¡Ay! No sabes qué desahogo siento al confiarte este
secreto. Yo necesitaba decírselo a alguien para no desesperarme. Desde
que Inés entró en esta casa, experimenté una sensación desconocida. Yo
había dicho muchas veces: «tanto como oigo hablar del amor, y yo no
sé lo que es...» Pero ya sé lo que es... ¡Ay! he pasado toda mi vida
trabajando como una bestia. Hace veinte años tuve algo con una mujer
que vivía en mi casa; pero aquello no pasó de tres días. Yo nací en
Francia, de padres españoles; me crié en un convento, y cuando salí
de él a los veinte años, estaba muy persuadido de que las mujeres
todas eran el Demonio, pues así me lo decían los frailes del convento
de Guetaria. Así es que cuando pasaba alguna cerca de mí, yo bajaba
los ojos, cuidando de no mirarla. Siempre he sido melancólico y...
no sé por qué me han disgustado las mujeres... Nunca voy a bailes
ni a tertulias, y con tan uniforme vida me he vuelto tan tristón,
que me aburro de mí mismo. Los domingos echo un paseo allá por los
Melancólicos, y esto un año y otro, hasta que ahora... te contaré
punto por punto. Cuando llegó Inés aquí, me pareció que no era como
las mujeres que yo he visto siempre; quedeme asombrado contemplándola,
y hasta se me figuró que la había visto en alguna parte: ¿dónde? ¡qué
sé yo! sin duda dentro de mí mismo. Todo aquel día pensé en ella, y al
día siguiente, que era domingo, me fui, después de oír misa, a mi paseo
de los Melancólicos. Allí di mil vueltas, figurándome que hablaba con
ella, y fueron tantas las cosas que le dije, que de seguro no cabrían
en este libro grande. Pasó algún tiempo: Inés no me había mirado nunca,
hasta que una noche... estábamos comiendo; yo fui a coger un plato, y
como me temblaba la mano, le dejé caer al suelo y se rompió. Restituta
se puso a dar gritos, y D. Mauro me dijo no sé qué barbaridades.
Entonces Inés alzó los ojos y me miró.
Cuando esto decía, Juan de Dios mostraba la incomparable satisfacción
del amante que ha recibido favor muy lisonjero de su dama.
--Pues ánimo --le dije--: la madamita es linda y buena. Sáquela usted
de aquí.
--¡Que si la saco! ¿Pues no he de sacarla? --exclamó con decisión--.
Resuelto estoy a ello. Pero necesito hablarle, Gabriel; necesito
decirle lo que siento por ella. ¿Me corresponderá? ¿Crees tú que me
corresponderá?
--Pero, tonto, si quiere usted hablarle, ¿qué más tiene que ir a su
cuarto y entrar? ¿Los amos no le dejan las llaves?
--Varias veces he intentado hablar con ella; he subido la escalera,
he llegado junto a la puerta, y al fin me he vuelto sin valor para
decirle: «Inés, ¿oye usted una palabra?»
--Pues de esa manera no consigue usted nada --le contesté--. ¡Ah! Vea
usted lo que me ocurre en este instante. Yo me pinto solo para esas
comisiones. Me da usted la llave, abro, entro y le digo que usted
la quiere y discurre el modo de sacarla de aquí. ¿Qué le parece mi
invención?
--Te equivocas si crees que tengo la llave de su cuarto. Todas me las
dejan menos esa.
--Entonces todo está perdido.
--No, porque voy a que un cerrajero me haga una por un modelo de cera,
enteramente igual. Por de pronto, ya que te ofreces a servirme, mira
lo que he pensado. Aquí tengo un ramito de violetas que he comprado
esta mañana. Se lo llevas, arrojándolo dentro por el tragaluz que está
sobre la puerta, y le dices: «esto le manda a usted una persona que la
ama», pero sin mentarla quién es. Luego, otro día que los amos salgan,
le llevas una carta que estoy escribiendo en mi casa, y que tiene ya
ocho pliegos de papel, con una letra como el sol. ¿Lo harás así?
--Todo lo que usted me mande.
--¡Ay, Gabriel! Desde que ella está en esta casa, me he vuelto todo del
revés. Pero di: ¿crees tú que Inés me querrá? ¿lo crees tú? ¡Ay! yo
de veras te digo que por verme amado de ella por todo el día de hoy,
consentiría mañana en perder la vida. Te juro que si supiera de cierto
que no me puede querer, moriría. Si Inés me ama, seré tan feliz que...
no sé lo que me pasará. Y tiene que ser, tiene que amarme: yo me la
llevaré a una parte del mundo donde no haya gente, y allí, solitos los
dos, ¿no es verdad que tendrá que quererme? Estoy ahora averiguando
por qué camino se va a una de esas islas desiertas que, según dicen,
hay no sé dónde... La sacaré de aquí, Gabriel; nos iremos ella y yo,
si quiere, bien, y si no, también. Cuando llegue el caso me creo
capaz de todo: de matar al que quiera impedírmelo, de vencer cuantas
dificultades se me opongan, de echarme a cuestas toda la tierra y
beberme todo el mar, si es preciso para mi fin... Gabriel, ¿llevarás a
Inés el ramo de violetas? Yo tengo miedo de ir... Cuando le hable una
vez, se me quitará esta turbación... ¿No es verdad?... ¿Crees tú que
ella me amará?
La pasión de Juan de Dios tenía cierta ferocidad. Junto con la timidez
más ingenua, el corazón de aquel hombre abrigaba una determinación
impetuosa y una energía suficiente para llevar adelante el más difícil
propósito. El secreto confiado causome tanto asombro como miedo, porque
si bien el amor del mancebo podía ser un gran auxilio para la evasión
de Inés, también podía ser obstáculo.
Pensando en esto me separé de él, para llevar las violetas, sacadas
de un cajón donde guardaba sus plumas: subí y púseme al habla con mi
desgraciada amiga.
--Inés --le dije, arrojando el ramillete por el tragaluz--, toma esas
flores que he comprado para ti.
--Gracias --me contestó.
--Niñita mía --continué--, mételas en tu seno, para que la bruja de tu
tía no las descubra. ¿Las has guardado ya?.
--En eso estoy --repuso la dulce voz dentro del cuarto--. Vaya, ya
están.
--Mira, Inesilla, pon la mano sobre tu corazón, y júrame que no has de
querer a nadie, a nadie más que a mí: ni a D. Mauro, ni a Juan de...
quiero decir... a nadie.
--¿Qué estás ahí hablando?
--Júramelo. Pronto estarás libre, paloma. Pero cuando seas señora,
rica y condesa, y tengas palacio, y lacayos, y tierras, ¿me olvidarás?
¿Despreciarás al pobre Gabriel? Júrame que no me despreciarás.
La prisionera reía en su cárcel.
--Vaya, adiós. Ponte frente al agujero de la llave para verte: ¡qué
guapa estás! Adiós: me parece que ahí están tus simpáticos tíos. Sí: ya
siento la voz del buitre de D. Mauro. Adiós.


XXI

Aquella noche nos favorecieron Doña Ambrosia de los Linos y el
licenciado Lobo. La primera se quejó de no haber vendido ni una vara de
cinta en toda la semana.
--Porque --decía-- la gente anda tan azorada con lo que pasa, que nadie
compra, y el dinero que hay se guarda, por temor a que de la noche a la
mañana nos quedemos todos en camisa.
--Pues aquí nada se ha hecho tampoco --dijo Requejo--; y si ahora no
trajera yo entre ceja y ceja un proyecto para quedarme con la contrata
del abastecimiento de las tropas francesas, puede que tuviéramos que
pedir limosna.
--¿Y usted va a dar de comer a esa gente? --preguntó con inquietud Doña
Ambrosia--. ¿Por qué no les echa usted veneno para que revienten todos?
--¿Pero no era usted --preguntó Lobo-- tan amiga del francés, y decía
que si Murat la miró o no la miró?... Vamos, señora Doña Ambrosia, ¿ha
habido algo con ese caballero?
--¡Ay! Le juro a usted por mi salvación que no he vuelto a ver a ese
señor, ni ganas. ¡Demonios de franceses! ¿Pues no salen ahora con que
vuelve a ser Rey mi Sr. D. Carlos IV, y que el Príncipe se queda otra
vez Príncipe? Y todo porque así se le antoja al emperadorcillo.
--¡Bah! --dijo Lobo--. Pues ¿a qué ha ido a Burgos nuestro Rey, sino a
que le reconozca Napoleón?
--No ha ido a Burgos, sino a Vitoria, y puede ser que a estas horas me
le tengan en Francia cargado de cadenas. ¡Si lo que quiere es quitarle
la corona! Buen chasco nos hemos llevado; pues cuando creímos que el
Sr. de Bonaparte venía a arreglarlo todo, resulta que lo echa a perder.
Parece mentira: deseábamos tanto que vinieran esos señores, y ahora si
se los llevara Patillas con dos mil pares de los suyos, nos daríamos
con un canto en los pechos.
--No: que se estén aquí los franceses mil años es lo que yo deseo
--dijo Requejo--. Como me quede con la contrata, ¡ay, mi señora Doña
Ambrosia! puede ser que el que está dentro de esta camisa salga de
pobre.
--Quite usted allá. ¿Ni para qué queremos aquí franceses, ni
_zamacucos_, ni _tragones_, ni nada de toda esa canalla, que no viene
aquí más que a comer? Pues ¿qué cree usted? Muertos de hambre están
ellos en su tierra, y harto saben los muy pillastres dónde lo hay.
Si es lo que yo he dicho siempre. Dicen que si Napoleón tiene esta
intención o la otra. Lo que tiene es hambre, mucha hambre.
--Yo creo que tenemos franceses por mucho tiempo --afirmó el
licenciado--, porque ahora... Luego que nuestro Rey sea reconocido,
vendrán acá juntos para marchar después sobre Portugal.
--¡Qué majadería! --exclamó la señora de los Linos--. Aquí nos están
haciendo la gran jugarreta. Esta mañana estuvo en casa a tomarme medida
de unos zapatos el maestro de obra prima, ese que llaman Pujitos.
Díjome que en el Rastro y en las Vistillas todos están muy alarmados,
y que cuando ven un francés le silban y le arrojan cáscaras de frutas;
díjome también que él está furioso, y que así como fue uno de los
principales para derribar a Godoy, será también ahora el primero en
alzarles el gallo a los franceses... ¡Ah! lo que es Pujitos mete miedo,
y es persona que ha de hacer lo que dice.
--Si me quedo con la contrata, Dios quiera que no se levanten contra
los franceses --dijo Requejo.
--Si hay levantamiento --afirmó Restituta-- y mueren unos cuantos
cientos de docenas, esos menos serán a comer. Siempre son algunas bocas
menos, y la contrata no disminuirá por eso.
--Has pensado como una doctora --observó D. Mauro--. ¿Pero y si se van?
--Se irán cuando nos hayan molido bastante --añadió Doña Ambrosia--.
¡Pues no tienen poca facha esos señores! Van por las calles dando unos
taconazos y metiendo con sus espuelas, sables, carteras, chacós y demás
ferretería, más ruido que una matraca... ¡Y cómo miran a la gente!...
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