El 19 de marzo y el 2 de mayo - 04

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Más de dos horas estuve paseándome por las calles. Como a cada instante
llegaba gente de la Corte, traté de encontrar alguna persona conocida;
pero no hallé ningún amigo. Ya me retiraba a la casa del cura, cercana
la noche, cuando de un grupo se apartó un joven de más edad que yo, y
llegándose a mí con aparatosa oficiosidad, me saludó llamándome por
mi nombre y pidiéndome informes acerca de mi importantísima salud. Al
pronto no le conocí; mas cuando cambiamos algunas palabras, caí en la
cuenta de que era un señor pinche de las reales cocinas, con quien yo
había trabado conocimiento cinco meses antes en el Palacio del Escorial.
--¿No te acuerdas de quien te daba de cenar todas las noches? --me
dijo--. ¿No te acuerdas del que te contestaba a tus mil preguntas?
--¡Ah! sí --repuse--: ya reconozco al señor Lopito. Has engordado, sin
duda.
--La buena vida, amigo --dijo con petulancia, terciando airosamente la
capa en que se envolvía--. Ya no estoy en las cocinas: he pasado a la
montería del señor Infante D. Antonio Pascual, donde no hay mucho que
hacer y se divierte uno. Velay: ahora nos han mandado que nos quitemos
las libreas y paseemos por el pueblo... en fin, esto no se puede decir.
--Pues yo por nada serviría en Palacio. Tres días fui paje de la señora
Condesa Amaranta, y quedé harto.
--Quita allá: en ninguna parte se vive como en Palacio, porque después
que le dan a uno buena cama, buen plato y buena ropa, cuando llega una
ocasión como esta no falta un dobloncito en el bolsillo... Pero esto no
es para dicho aquí entre tanta gente, y allí está la taberna del tío
Malayerba, que parece llamarnos, para que, refrescando en ella, nos
contemos nuestras vidas.
Lopito era un chicuelo de esos que prematuramente se quieren hacer
pasar por hombres, pues también entonces existía esta casta, no
conociendo para tal objeto otros medios que beber a porrillo y dar
de puñetazos en las mesas, desvergonzarse con todo el mundo, mirar
con aire matachín, y contar de sí propios inverosímiles aventuras.
Pero con estas cualidades y otras muchas, el expinche no dejaba de
ser simpático, sin duda porque unía a su vanidosa desenvoltura la
generosidad y el rumbo, que acompañan por lo regular a los pocos años.
Convidome a cenar en la taberna, charlamos luego hasta las nueve, y nos
separamos tan amigotes, cual si hubiéramos aprendido a leer en la misma
cartilla.
Al día siguiente, como no era posible volverme a Madrid, a causa de que
los trajineros pedían fabulosos precios por el viaje, nos reunimos otra
vez. Lopito estaba tan desocupado como yo, y entre la taberna del tío
Malayerba y los jardines del Príncipe nos pasamos la mayor parte del
día, conferenciando sobre cuanto nos ocurría, y especialmente acerca
de acontecimientos públicos, asunto en que él se daba extraordinaria
importancia. Al principio se mostraba algo reservado en esta cuestión;
pero, por último, no pudiendo resistir dentro de su alma el sofocante
peso de un secreto, se franqueó conmigo gallardamente.
--Si quieres --me dijo--, puedes ganarte algunos cuartos. Yo te llevaré
a casa del señor Pedro Collado, criado de S. A. el Príncipe Fernando, y
verás cómo te dan soldada. ¿Has reparado en esos paletos manchegos que
andan por ahí? Pues todos cobran ocho, diez o doce reales diarios, con
viaje pagado y vino a discreción.
--¿Y por qué es ello, Lopito? Yo creí que gritaba y chillaba porque así
era su gusto. ¿De modo que todo eso de _vivan nuestros Reyes_ y lo de
_muera el choricero_, es porque corre la mosca?
--No: te diré. Los españoles todos aborrecen a ese hombre; mas para que
dejen sus casas y tierras y sus caballerías por venir aquí a gritar, es
preciso que alguien les dé el jornal que pierden en un día como este.
Todos los que servimos al Infante D. Antonio Pascual y los criados del
Príncipe de Asturias, hemos estado por ahí buscando gente. De Madrid
hemos traído medio barrio de Maravillas, y en los pueblos de Ocaña,
Titulcia, Villatobas, Corral de Almaguer, Villamejor y Romeral, creo
que no han quedado más que las mujeres y los viejos, pues hasta un
racimo de chiquillos trajo el Sr. Collado.
--Pero, tonto --dije yo, creyendo presentar un argumento decisivo--,
¿qué importa que toda esa gente chille a las puertas de palacio
pidiendo lo que no les han de dar? ¿Pues no tiene ahí S. M. sus reales
tropas para hacerse respetar y temer? Porque o somos o no somos. Si con
un puñado de gente gritona traída de los pueblos y de las Vistillas de
Madrid se puede obligar al Rey a que haga una cosa, no sé para qué se
toma ese señor el trabajo de llevar corona en la cabeza.
--Dices bien, Gabrielillo; y si el condenado Generalísimo estuviera
seguro de que la tropa le sostenía, ya podían volverse a sus casas
todos esos caballeros que han venido a darle una serenata; pero tú no
sabes de la misa la media. También han repartido dinero a la tropa
--añadió bajando la voz--; y como el Príncipe de Asturias tiene no sé
cuántas arcas llenas de onzas de oro que le ha ido dando su padre para
juguetes... ya ves... S. A. hará lo que le dé la gana, porque le ayudan
todos los señores de la grandeza, muchos Obispos, muchos Generales, y
hasta los mismos Ministros que ahora tiene el Rey.
--Eso sí que es una grandísima picardía --exclamó con ira--. Son
Ministros del Rey, son compañeros del otro, a quien sin duda deben los
zapatos con que se calzan, y al mismo tiempo le hacen la mamola al
niño Fernando, porque ven que el pueblo le quiere, y dicen: «Por fas
o nefas, por la mano derecha o por la izquierda, no ha de tardar en
sentarse en el trono.»
Con este diálogo llegamos a la taberna, y allí nos sentamos, pidiendo
Lopito para sí aguardiente de Chinchón y yo tintillo de Arganda. No
estábamos solos en aquella academia de buenas costumbres, porque cerca
de la mesa en que nosotros perfeccionábamos nuestra naturaleza física
y moral, se veían hasta dos docenas de caballeros, en cuyas fisonomías
reconocí a algunos famosos Hércules y Teseos de Lavapiés, de aquellos
que invocó con épico acento el poeta al decir:
Grandes, invencibles héroes,
que en los ejércitos diestros
de borrachera, rapiña,
gatería y vituperio,
fatigáis las faltriqueras,
las tabernas y los juegos,
venid a escuchar el modo
de vengar nuestro desprecio.
Envidiable Pelachón;
Marrajo temido y fiero;
inimitable Zancudo,
y demás que sois modelo
de virtudes, venid todos...
Entre estos hombres vi otros de figura extraña, y tan astrosos y con
tanto andrajo cubiertos, que daba lástima verles.
--Estos --me dijo Lopito, satisfaciendo mi curiosidad-- son lo
mejorcito de Zocodover de Toledo, donde ejercitan su destreza en el
aligeramiento de bolsillos y alivio de caminantes.
También entraron en la taberna muchos soldados de caballería, y al
poco rato se había entablado conversación tan viva, que no era posible
entender ni una palabra, si palabras pueden llamarse las vociferaciones
y juramentos de aquella gente. Unos sostenían que la Familia Real
partiría aquella misma tarde, y otros que el Rey no había pensado en
tal viaje. Pronto se disiparon las dudas, porque corrió la voz de que
S. M. dirigía la voz a sus súbditos por medio de una proclama que al
punto se fijó en todos los sitios públicos. En ella, después de llamar
_vasallos_ a los españoles, decía el buen Carlos IV que la noticia
del viaje era invención de la malicia; que no había que temer nada de
los franceses, nuestros queridos amigos y aliados, y que él era muy
dichoso en el seno de su familia y de su pueblo, al cual conceptuaba
asimismo como empachado de prosperidad y bienaventuranza al amparo de
paternales instituciones.
La mayor parte de los héroes de Zocodover y las Vistillas no parecían
inclinados a dar crédito a la regia palabra, antes bien se burlaban de
cuantos acudían a leerla, añadiendo:
--No se nos engañará. A mí con esas... _Aspacito_, Sr. D. Carlos, que
ya lo arreglaremos.
Cuando fui a casa encontré a D. Celestino loco de alegría: paseaba por
su habitación con la sotana suelta, y aunque no estaba presente, ni
aun en sombra, el pícaro sacristán, mi amigo, profería con desaforado
acento estas palabras:
--¿Lo ves, malvado Santurrias? ¿Lo ves, tunante, borracho, mal acólito,
que no sabes más que juntar gotas de aceite y mocos de vela para
venderlo en pelotillas? ¿Ves cómo yo tenía razón? ¿Ves cómo los Reyes
no han pensado nunca en semejante viaje? Sí, que ahí están esos señores
en el trono para darte gusto a ti, pérfido sacristán, escurridor de
lámparas y ganzúa de cepillos. ¿No bastaba que lo dijera yo, que soy
amigo de S. A. Serenísima, y tengo estudios para comprender lo que
conviene al interés de la Nación? Véngase usted ahora con bromitas;
amenáceme con tocar las campanas sin mi permiso. ¡Ah! agradézcame el
muy tunante que no me cale ahora mismo el manteo y teja para ir en
persona a contarle a S. A. qué clase de pajarraco es usted, con lo cual
dicho se está que el señor Patriarca me le pondría de patitas en la
calle. Pero no, señor Santurrias soy un hombre generoso y no iré; no
quiero quitarle el pan a un viudo con cuatro hijos. Pero véngase usted
ahora con bromitas, diciendo que mi paisano acá y allá, y que le van a
arrastrar; y repita aquello de «¡Viva Fernando, _Kyrie eleison_! ¡Muera
Godoy, _Christe eleison_!» con que me despierta todos los días.
A este punto llegaba, cuando advirtió que yo estaba delante, y
echándome los brazos al cuello, me dijo:
--Al fin hemos salido de dudas. Todo era invención de Santurrias.
¿Qué hay por el pueblo? Estará la gente contentísima, ¿sí? Ahora,
cuando salga el señor Príncipe de la Paz a paseo, supongo que le
vitorearán... ¡Ay! qué susto me he llevado, hijito. De veras creí que
íbamos o tener un motín. ¡Un motín! ¿Sabes tú lo que es eso? En mi
vida he visto tal cosa, y sírvase Dios llevarme a su seno antes que
lo vea. Un motín no es ni más ni menos que salirse todos a la calle
gritando viva esto o muera lo otro, y romper alguna vidriera, y hasta
si se ofrece golpear a algún desgraciado. ¡Qué horror! Gracias a Dios
no tendremos ahora nada de esto, y sin duda la prudencia y tino de
aquel hombre... ¿Sabes que estuve en su palacio a prevenirle de lo que
pasaba, y no me recibió?...
--Lo creo. En estos días no tendrá S. A. humor para recibir, porque,
como dijo el otro, no está la Magdalena para tafetanes.
--Tal vez él tenga noticias de las picardías de Santurrias y de los
otros perdidos con quien se junta en la taberna del tío Malayerba
--continuó el cura--. ¿Pero en dónde está ese endemoniado sacristán?
No parece por aquí, porque sabe que le he de poner más colorado que un
pimiento riojano.
No había acabado de decirlo, cuando entreabriéndose la puerta, dejó ver
los dientes, la plegada y siempre risueña boca, la esprimida cara y
arrugada frente del sacristán.
--Venga acá --exclamó D. Celestino con alborozo--; venga el
sapientísimo Sr. Santurrias, presunto cardenal metropolitano; venga
acá para que nos ilustre con su saber, para que nos aconseje con su
prudencia. ¿Puede decirnos cuándo es el viaje? Porque yo tengo para mí
que la proclama de S. M. es una tiñería; ¿y qué crédito merece el Rey
de las Españas, de las Indias, de Jerusalén, de Rodas, etc., cuando
habla el Excmo. Sr. D. Gregorio de las Santurrias, sacristán que fue de
monjas Bernardas, y hoy de mi parroquia? A ver, ¿nos sacará de dudas su
señoría?
--Mañana, mañana, mañanita, señor cura --contestó el sacristán--.
Dígame su paternidad: ¿saca o no las botellicas?
Y luego, sin desconcertarse ante la ironía de su superior, sino, por el
contrario, burlándose de los graves gestos con que se le interpelaba,
empezó a entonar los singulares cantos de su repertorio, haciendo mil
grotescos visajes y moviendo los brazos, ya en ademán de repicar,
ya aparentando recorrer el teclado de un órgano, ya, en fin, con la
postura propia de tocar la guitarra, sin dejar de cantar en la forma
siguiente:
_Domine, ne in furore tuo arguas me..._
Es la Corte la mapa
de ambas Castillas,
y la flor de la Corte
las Maravillas.
Anda, moreno,
que no hay cosa en el mundo
como tu pelo.
_De profundis clamavi ad te, Domine._
_Domine exaudi vocem meam..._
Don, dilondón, don, don.


VIII

Al día siguiente no hallé tampoco quien me llevase a Madrid; pero
deseando vivamente saber de Inés y oír de sus propios labios si
era verdad o mentira la bienaventuranza que le habían ofrecido los
Requejos, determiné marcharme a pie, lo cual, si no era muy cómodo, era
más barato. D. Celestino y yo hablábamos de esto, cuando Lopito entró a
buscarme.
--Esta noche --me dijo al bajar la escalera-- tendremos fiesta. No lo
digas ni a tu camisa, Gabrielillo. Pues verás... Aquel papelote que
escribió ayer el Rey es una farsa. Bien decía yo que D. Carlitos, con
su carita de pascua, nos está engañando.
--¿De modo que hay viaje?
--Tan cierto como ahora es día. Pero como no queremos que se vayan,
porque esto es enjuague de Napoleón con Godoy para luego repartirse
a España entre los dos; como no queremos que se vayan, el viaje se
prepara ocultamente para esta noche. Si fuera verdad que no pensaban
salir, ¿por qué no se ha retirado la tropa? ¿Por qué ha venido más
tropa, y más tropa, y más tropa? ¿Ves? Ahora está entrando un batallón
por la calle de la Reina.
Confieso que a mí no me importaba gran cosa que saliese un batallón
o entraran ciento, ni tampoco me ponía en cuidado el que mi Sr.
D. Carlos se marchara a Andalucía o a donde mejor le conviniese.
Así se lo manifesté a mi amigo; pero hallándose el alma de Lopito
inundada de generoso entusiasmo, _por el bien del reino_, me hizo ver
que mi indiferencia era censurable y hasta criminal. Largas horas
pasamos discurriendo por el pueblo y matando el tiempo con amenas
conversaciones. El se empeñó en llevarme a la taberna, y a la taberna
fuimos. La concurrencia era la misma, aunque el panorama de caras había
variado, viéndose entre ellas la de Santurrias, que no era la menos
animada. También estaba allí muy macilento y meditabundo, con los
agujereados codos sobre la mesa, el poeta calagurritano que dos años
antes capitaneaba la turba de silbantes en el estreno de _El sí de las
niñas_, y con él libaba el néctar de Esquivias en el mismo vaso otro
de los dioses menores del Olimpo comellesco, el famoso Cuarta y Media,
calderero y poeta. ¡Pobres hijos de Apolo!
El pinche me dijo que todos aquellos personajes habían venido de Madrid
traídos por los confeccionadores de la conjuración, y añadió:
--Esto para que se vea que también toman parte los hombres que se
llaman _científicos_.
No puedo menos de decir que toda aquella gente me repugnaba; y en
cuanto a sus intenciones y propósitos, todo me parecía absurdo, sin
explicarme por qué.
--Estúpidos --decía para mí--, ¿pensáis que semejante gatería es capaz
de quitar y poner reyes a su antojo?
Pero en la noche de aquel mismo día fue cuando pude medir en toda su
inexplorada profundidad el abismo de ignorancia y fanatismo de aquel
puñado de revolucionarios. No hallando otro alivio a mi aburrimiento
que la asistencia a la taberna en compañía de Lopito, en cuanto cerró
la noche procuré tranquilizar a D. Celestino, y me fui allá. Lopito,
que me aguardaba con impaciencia, me dijo al verme a su lado:
--Me alegro de que hayas venido, pues con eso no perderás lo mejor.
Aquí está reunida toda la gente, y después... después veremos.
La taberna del tío Malayerba estaba llena de bote en bote, y también
disfrutaba el honor de una desmesurada concurrencia un patio interior,
destinado de ordinario a herradero y taller de carretería. No puedo
haceros formar idea de la variedad de trajes que allí vi, pues creo
que había cuantos han cortado la historia, la costumbre y el hambre
con su triple tijera. Veíanse muchos hombres envueltos en mantas, con
sombrero manchego y abarcas de cuero; otros tantos cuyas cabezas negras
y redondas adornaba un pingajo enrollado, última gradación del turbante
oriental; otros muchos calzados con la silenciosa alpargata, ese pie
de gato, que tan bien cuadra al ladrón; muchos, con chalecos botonados
de moneditas, se ceñían la faja morada, que parece el último girón
de la bandera de las Comunidades; y entre esta mezcolanza de paños
pardos, sombreros negros y mantas amarillas, se destacaban multitud de
capas encarnadas, cubriendo cuerpos famosos de las Vistillas, del Ave
María, del Carnero, de la Paloma, del Águila, del Humilladero, de la
Arganzuela, de Mira el Río, de los Cojos, del Oso, de Tribulete, de
Ministriles, de los Tres Peces, y otros _faubourgs_ (permítasenos la
palabrota), donde siempre germinó al beso del sol de Castilla la flor
de la granujería.
En cuanto a la variedad de las voces nada puedo decir, porque todos
hablaban a un tiempo. Pero al fin de aquella reunión, como en todas
las de igual naturaleza, resonó una voz para dominar a las demás. La
multitud sabe a veces callar para oír, sin duda porque se marea con sus
propios gritos. Algunos de los presentes dijeron: «que hable Pujitos»,
y al instante Pujitos, cediendo a los reiterados ruegos de sus _amigos
políticos_ (dispensadme este anacronismo), salió al patio, por no tener
la taberna capacidad para tan grande auditorio, y subió a la tribuna,
es decir, a un tonel.
Pujitos era lo que en los sainetes de D. Ramón de la Cruz se señala
con la denominación de _majo decente_, es decir, un majo que lo era más
por afición que por clase; personaje sublimado por el oficio de obra
prima, el de carpintero o el de platero, y que no necesitaba vender
hierro viejo en el Rastro, ni acarrear aguas de las fuentes suburbanas,
ni cortar carne en las plazuelas, ni degollar reses en el matadero,
ni vender aguardiente en _Las Américas_, ni machacar cacao en Santa
Cruz, ni vender torrados en la verbena de San Antonio, ni lavar tripas
allá por el portillo de Gilimón, ni freír buñuelos en la esquina del
hospital de la V. O. T., ni menos se degradaba viviendo holgadamente
a expensas de una mondonguera, o castañera, o de alguna de las muchas
Venus salidas de la jabonosa espuma del Manzanares. Pujitos estaba con
un pie en la clase media: era un artesano honrado, un hábil maestro
de obra prima; pero tan hecho desde su tierna y bulliciosa infancia
a las trapisondas y jaleos manolescos, que ni en el traje ni en las
costumbres se le distinguía de los famosos Tres Pelos, el Ronquito,
Majoma y otras notabilidades de las que frecuentemente salían a visitar
las cortes y sitios reales de Ceuta, Melilla, etc.
Pujitos era español. Como es fácil comprender, tenía su poco de
imaginación, pues alguno de los granos de sal, pródigamente esparcidos
por mano divina sobre esta tierra, había de caer en su cerebro. No
sabía leer, y tenía ese don particular, también español neto, que
consiste en asimilarse fácilmente lo que se oye; pero exagerando o
trastornando de tal manera las ideas, que las repudiaría el mismo que
por primera vez las echó al mundo. Pujitos era además bullanguero,
de esos que en todas épocas se distinguen, por creer que los gritos
públicos sirven de alguna cosa; gustaba de hablar cuando le oían más de
cuatro personas, y tenía todos los marcados instintos del personaje de
club; pero como entonces no había tales clubs ni milicias nacionales,
fue preciso que pasaran catorce años para que Pujitos entrara con
distinto nombre en el uso pleno de sus extraordinarias facultades.
Setenta años más tarde, Pujitos hubiera sido un zapatero suscrito
a dos o tres periódicos, teniente de un batallón de voluntarios,
vicepresidente de algún círculo propagandista, elector diestro y
activo, vocal de una comisión para la compra de armas, inventor de
algún figurín de uniforme; hubiera hablado quizás del _derecho al
trabajo_ y del _colectivismo_, y en vez de empezar sus discursos así:
_Jeñores: Denque los güenos españoles..._ los comenzaría de este otro
modo: _Ciudadanos: A la raíz de la revolución..._
Pero entonces no se había hablado de los derechos del hombre, y lo poco
que de la Soberanía Nacional dijeron algunos no llegó a las tapiadas
orejas de aquel personaje; ni entonces había asociaciones de obreros,
ni derecho al trabajo, ni batallones de milicias, ni gorros encarnados;
ni había periódicos, ni más discursos que los de la Academia, por cuyas
razones Pujitos no era más que Pujitos.
De pie sobre el tonel, con la capa terciada, el sombrero echado sobre
la ceja derecha, aquel personaje, pequeño de cuerpo, si bien de alma
grande, morenito, con sus ojuelos abrillantados por los vapores que le
subían del estómago, habló de esta manera:
--Jeñores: Denque los güenos españoles golvimos en sí y vimos quese
Menistro de los dimonios tenía vendío el reino a Napolión, risolvimos
ir en ca el palacio de su sacarreal majestad pa icirle cómo estemos
cansaos de que nos gobierne como nos está gobernando, y que naa más
sino que nos han de poner al Príncipe de Asturias, pa que el puebro
contento diga: «el _Kyrie eleison_ cantando, ¡viva el Príncipe
Fernando!» (_Fuertes gritos y patadas._) Ansina se ha de hacer, que
ínterin quel otro se guarda el dinero de la Nación, el puebro no come,
y Madrid no quiere al Menistro; conque, ¡juera el Menistro! que aquí
semos toos españoles, y si quieren verlo, úrgennos un tantico y verán
do tenemos las manos. (_Señales de asentimiento._) Pos sigo iciendo que
esombre nos ha robao, nos ha perdío, y esta noche nos ha de dar cuenta
de too, y hamos de ecirle al Rey que le mande a presillo y que nos
ponga al Príncipe Fernando, a quien por esta (y besó la cruz) juro que
le efenderemos contra too el que venga, manque tenga enjércitos y más
enjércitos. Jeñores: astamos ya hasta el gañote, y ahora no hay naa más
sino dejarse de pedricar y coger las armas pacabar con Godoy, y digamos
toos con el ángel:
«El _Kyrie eleison_ cantando,
¡viva el Príncipe Fernando!»
Un alarido, un colosal balido resonó en el patio, y el orador bajó de
su escabel. Mientras limpia el sudor de su frente coronada con los
laureles oratorios, la moza de la taberna se acerca a escanciarle vino.
¿Es Hebe, la gallarda copera de los dioses, que vierte el néctar de
Chipre en el vaso de oro del joven de los rubios cabellos, al regresar
de la diurna carrera? No: es Mariminguilla, la ninfa de Perales de
Tajuña, a quien trajo desde las riberas de aquel florido río el Sr.
Malayerba, dándole el cargo de escanciadora mayor, que desempeña entre
pellizcos y requiebros.
Lopito, que tiene con ella alguna aventura pendiente, la llama, la
pellizca también, dícele mil niñerías... Pero a todas estas la multitud
que ocupa la taberna se levanta, obedeciendo a la orden de un hombre
que allí se presentó de improviso. Salieron todos, y yo, no queriendo
perder el final de una función que parecía ser divertida, les seguí.
--¡Silencio todo el mundo! --dijo una voz, perteneciente, según
comprendí, a persona resuelta a hacerse obedecer; y la turba se puso en
marcha con cierto orden. La noche era oscurísima, pero serena.
--¿A dónde vamos, Lopito? --pregunté a mi compañero.
--A donde nos lleven --me contestó por lo bajo--. ¿A que no sabes quién
es ese que nos manda?
--¿Quién? ¿Aquel palurdo que va delante con montera, garrote,
chaqueta de paño pardo y polainas; que se para a ratos, mira por las
bocacalles, y se vuelve hacia acá para mandar que calléis?
--Sí: pues ese es el señor Conde del Montijo. Conque figúrate,
chiquillo, si no podemos decir aquel refrán de... cuando los santos
hablan, será porque Dios les habrá dado licencia.


IX

El grupo recorrió algunas calles y uniose a otro más numeroso que
encontramos al cuarto de hora de haber salido. Lopito, señalándome las
tapias que se veían en el fondo del largo callejón, me dijo:
--Aquellas son las cocheras y la huerta del Príncipe de la Paz.
Pasamos de largo y vimos de lejos las dos cúpulas del palacio. Cerca
del mercado se nos unieron otras muchas personas que, según Lopito,
eran cocheros, palafreneros, pinches, mozos de cuadra y lacayos del
Infante Don Antonio y del Príncipe de Asturias.
--Pero ¿qué vamos a hacer aquí? --pregunté a mi amigo--. ¿Vamos a
impedir que los Reyes salgan del pueblo, o vamos simplemente a tomar el
fresco?
--Eso lo hemos de ver pronto --me contestó--. Yo, si he de decirte la
verdad, no sé lo que se ha de hacer, porque Salvador el cochero no
me ha dicho más sino que vaya donde van los demás y grite lo que los
demás griten. Ves, ahí frente tenemos el palacio: no hay luces en las
ventanas ni se oye ruido alguno, como no sea el de las ranas que cantan
en los charcos del río.
La voz del que nos mandaba dijo «¡Alto!», y no dimos un paso más.
--Es raro --dije a Lopito muy quedamente-- que no hayamos encontrado
centinelas que nos detengan, ni siquiera una ronda de tropa que nos
pregunte a dónde vamos a estas horas.
--¡Necio! --me contestó--. ¡Si sabrá la tropa lo que se pesca! ¿Pues
qué hacen ellos sino estarse quietecitos en sus cuarteles esperando a
que les digan: caballeros, esto se acabó?
Dime por convencido y callé. Durante un rato bastante largo no se
oyó más que el sordo murmullo de diálogos sostenidos en voz baja,
algunos sordos ronquidos, sofocadas toses, y a lo lejos el canto
de las discutidoras ranas y el rumor de leves movimientos del aire
sacudiendo las ramas de los olmos, que empezaban a reverdecer. La noche
era tranquila, triste, impregnada de ese perfume extraño que emiten
las primeras germinaciones primaverales. El cielo estaba tachonado de
estrellas, a cuya pálida claridad se dibujaban los espesos y negros
árboles, la silueta cortada del Real Palacio, y más allá la figura del
Anteo de mármol, levantado del suelo por Hércules, en el grupo de la
fuente monumental que limita el llamado _Parterre_. El sitio y la hora
eran más propios para la meditación que para la asonada.
De improviso, aquel silencio profundo y aquella oscuridad intensa se
interrumpieron por el relámpago de un fogonazo y el estrépito de un
tiro que no se sabe de dónde partió. La turba de que yo formaba parte
lanzó mil gritos, desparramándose en todas direcciones. Parecía que
reventaba una mina, pues no a otra cosa puedo comparar la erupción de
aquel rencor contenido. Todos corrían; yo corría también. Lucieron
antorchas y linternas; se alzaron al aire nudosos garrotes; muchas
escopetas se dispararon; oyose un son vivísimo de cornetas militares,
y multitud de piedras, despedidas por diestras manos, fueron a
despedazar, produciendo horribles chasquidos, los cristales de una gran
casa. Era la del Príncipe de la Paz.
La historia dice que el tumulto empezó porque la turba se empeñó en
conocer a una dama encubierta que, acompañada de dos guardias de honor,
salía en coche de casa del Generalísimo. Aseguran algunos que en una de
las ventanas del palacio se vio una luz, considerada como señal para
empezar la gresca.
Del tiro y toque de corneta no tengo duda, porque los oí perfectamente.
En cuanto a la luz, yo no la vi; pero creo haber oído decir a Lopito
que él la vio, aunque no estoy muy seguro de ello. Poco importa que
apareciese o no: lo primero es, si no cierto, muy verosímil, porque
el centro de la conjuración estaba en el alcázar, y los principales
conspiradores eran, como todo el mundo sabe, el Príncipe de Asturias,
su tío, su hermano, sus amigos y adláteres, muchos gentilhombres, altos
funcionarios de la casa del Rey, y algunos Ministros.
Los alborotadores se multiplicaban a cada momento, pues nuevas oleadas
de gente engrosaban la masa principal, sin que un soldado se presentase
a contener al paisanaje. No tardó en caer al suelo, destrozada por
repetidos golpes y hachazos, la puerta del palacio del Príncipe de
la Paz, cuyo nombre pronunciaba el irritado vulgo entre horribles
juramentos y amenazas.
La turba siempre es valiente en presencia de estos ídolos indefensos,
para quienes ha sonado la hora de la caída. Tienen estos en contra suya
la fatalidad de verse abandonados de improviso por los amigos tibios,
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