El 19 de marzo y el 2 de mayo - 01

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EPISODIOS NACIONALES
EL 19 DE MARZO Y EL 2 DE MAYO


Es propiedad. Queda hecho el depósito que marca la ley. Serán
furtivos los ejemplares que no lleven el sello del autor.

Imprenta de los Sucesores de Hernando, Quintana, 33.


B. PÉREZ GALDÓS
EPISODIOS NACIONALES
PRIMERA SERIE
EL 19 DE MARZO
Y EL
2 DE MAYO
44.000
[Ilustración]
MADRID
PERLADO, PÁEZ Y COMPAÑÍA
(Sucesores de Hernando)
ARENAL, 11
1907


EL 19 DE MARZO Y EL 2 DE MAYO
I

En marzo de 1808, y cuando habían transcurrido cuatro meses desde que
empecé a trabajar en el oficio de cajista, ya componía con mediana
destreza, y ganaba tres reales por ciento de líneas en la imprenta del
_Diario de Madrid_. No me parecía muy bien aplicada mi laboriosidad,
ni de gran porvenir la carrera tipográfica; pues aunque toda ella
estriba en el manejo de las letras, más tiene de embrutecedora que de
instructiva. Así es que sin dejar el trabajo ni aflojar mi persistente
aplicación, buscaba con el pensamiento horizontes más lejanos y esfera
más honrosa que aquella de nuestra limitada, oscura y sofocante
imprenta.
Mi vida al principio era tan triste y tan uniforme como aquel oficio,
que en sus rudimentos esclaviza la inteligencia sin entretenerla; pero
cuando había adquirido alguna práctica en tan fastidiosa manipulación,
mi espíritu aprendió a quedarse libre, mientras las veinticinco
letras, escapándose por entre mis dedos, pasaban de la caja al
molde. Bastábame, pues, aquella libertad para soportar con paciencia
la esclavitud del sótano en que trabajábamos, el fastidio de la
composición y las impertinencias de nuestro regente, un negro y tiznado
cíclope, más propio de una herrería que de una imprenta.
Necesito explicarme mejor. Yo pensaba en la huérfana Inés, y todos
los organismos de mi vida espiritual describían sus amplias órbitas
alrededor de la imagen de mi discreta amiga, como los mundos
subalternos que voltean sin cesar en torno del astro que es base del
sistema. Cuando mis compañeros de trabajo hablaban de sus amores o de
sus trapicheos, yo, necesitando comunicarme con alguien, les contaba
todo sin hacerme de rogar, diciéndoles:
--Mi amiga está en Aranjuez con su reverendo tío, el Padre D. Celestino
Santos del Malvar, uno de los mejores latinos que ha echado Dios al
mundo. La infeliz Inés es huérfana y pobre; pero no por eso dejará de
ser mi mujer, con la ayuda de Dios, que hace grandes a los pequeños.
Tiene diez y seis años, es decir, uno menos que yo, y es tan linda, que
avergüenza con su carita a todas las rosas del Real Sitio. Pero díganme
ustedes, señores, ¿qué vale su hermosura comparada con su talento? Inés
es un asombro, es un prodigio; Inés vale más que todos los sabios, sin
que nadie la haya enseñado nada. Todo lo saca de su cabeza, y todo lo
aprendió hace cientos de miles de años.
Cuando no me ocupaba en estas alabanzas, departía mentalmente con
ella. En tanto las letras pasaban por mi mano, trocándose de brutal
y muda materia en elocuente lenguaje escrito. ¡Cuánta animación en
aquella masa caótica! En la caja, cada signo parecía representar los
elementos de la creación, arrojados aquí y allí, antes de empezar la
grande obra. Poníalos yo en movimiento, y de aquellos pedazos de plomo
surgían sílabas, voces, ideas, juicios, frases, oraciones, períodos,
párrafos, capítulos, discursos, la palabra humana en toda su majestad;
y después, cuando el molde había hecho su papel mecánico, mis dedos
lo descomponían, distribuyendo las letras: cada cual se iba a su
casilla, como los simples que el químico guarda después de separados;
los caracteres perdían su sentido, es decir, su alma, y tornando a ser
plomo puro, caían mudos e insignificantes en la caja.
¡Aquellos pensamientos y este mecanismo todas las horas, todos los
días, semana tras semana, mes tras mes!... Verdad es que las alegrías,
el inefable gozo de los domingos compensaban todas las tristezas
y angustiosas cavilaciones de los demás días. ¡Ah! permitid a mi
ancianidad que se extasíe con tales recuerdos; permitid a esta negra
nube que se alboroce y se ilumine traspasada por un rayo de sol. Los
sábados eran para mí de una belleza incomparable: su luz me parecía más
clara, su ambiente más puro; y en tanto, ¿quién podía dudar que los
rostros de las gentes eran más alegres y el aspecto de la ciudad más
alegre también?
Pero la alegría no estaba sino en mi alma. El sábado es el precursor
del domingo, y a eso del mediodía comenzaban mis preparativos de viaje,
de aquel viaje al cielo que mi imaginación renueva hoy, sesenta y cinco
años después. Aún me parece que estoy tratando con los trajineros de
la calle Angosta de San Bernardo sobre las condiciones del viaje: me
ajusto al fin, y no puedo menos de disertar un buen rato con ellos
acerca de las probabilidades de que tengamos una hermosa noche para la
expedición. En seguida me lavo una, dos, tres, cuatro veces, hasta que
desaparezcan de mi cara y manos las últimas huellas de la aborrecida
tinta, y me paseo por Madrid esperando que llegue la noche. Duermo un
poco, si la inquietud me lo permite, y cuando el reloj del Buen Suceso
da las doce campanadas más alegres que han retumbado en mi cerebro, me
visto a toda prisa con mi traje nuevo; corro al lado de aquellos buenos
arrieros, que son sin disputa los mejores hombres de la tierra; subo al
carromato, y ya estoy en viaje.
Con voluble atención observo todos los accidentes del camino, y mis
preguntas marean y enfadan a los conductores. Pasamos el Puente de
Toledo; dejamos a derecha mano los caminos de Carabanchel y de Toledo,
el portazgo de las Delicias, el ventorrillo de León; las ventas de
Villaverde van quedando a nuestra espalda; dejamos a la derecha los
caminos de Getafe y de Parla, y en la venta de Pinto descansan un
poco las caballerías. Valdemoro nos ve pasar por su augusto recinto, y
la casa de Postas de Espartinas ofrece nuevo descanso a las perezosas
mulas. Por fin nos amanece bajando la cuesta de la Reina, desde donde
la vista abarca toda la extensión del inmenso valle en que se juntan
Tajo y Jarama; atravesamos el famoso puente largo; entramos más tarde
en la calle Larga, y al fin ponemos el pie en la plaza del Real Sitio.
Mis miradas buscan entre los árboles y sobre las techumbres la modesta
torre de la iglesia. Corro allá. El Sr. D. Celestino está en la misa,
que por ser día festivo es cantada. Desde la puerta oigo la voz del
tío de Inés, que exclama: _Gloria in excelsis Deo_. Yo también canto
_gloria_ en voz baja, y entro en la iglesia. Una alegría solemne y
grave, que da idea de la bienaventuranza eterna, llena aquel recinto
y se reproduce en mi alma como en un espejo. Los vidrios incoloros
permiten que entre abundante luz, y que se desparrame por la bóveda
desnuda, sin más pinturas que las del yeso mate. El altar mayor es
todo oro; los santos y retablos todos polvo: en el primero veo al
santo varón, que se vuelve hacia el pueblo y abre sus brazos; después
consume; suenan las campanillas dentro y las campanas fuera; se
arrodillan todos, golpeándose el pecho pecador. El oficio adelanta y
concluye: durante él he mirado sin cesar los grupos de mujeres sentadas
en el suelo, y de espaldas a mí: entre aquellos centenares de mantillas
negras distingo la que cubre la hermosa cabeza de Inés. La conocería
entre mil.
Inés se levanta cuando todo ha concluido, y sus ojos me buscan entre
los hombres, como los míos la buscan entre las mujeres. Por fin me ve,
nos vemos; pero no nos decimos una palabra. La ofrezco agua bendita, y
salimos. Parece que nuestras primeras palabras al vernos juntos han de
ser arrebatadas y vehementes; pero no decimos cosa alguna que no sea
insignificante. Nos reímos de todo.
La casa está a espalda de la iglesia, y entramos en ella cogidos de las
manos. Hay un patio con un ancho corredor, en cuyos gruesos pilares
retuerce sus brazos negros, ásperos y leñosos una vieja parra, junto a
un jazmín que aguarda la primavera para echar al mundo sus mil flores.
Subimos, y allí nos recibe Don Celestino, cuyo cuerpo no se cubre ya
con la sotana verdinegra de antaño, sino con otra flamante. Comemos
juntos, y luego los tres, Inés y yo delante, él detrás apoyándose en su
bastón, nos vamos a pasear al jardín del Príncipe, si hace buen tiempo
y los pisos están secos. Inés y yo charlamos con los ojos o con las
palabras; pero no quiero referir ahora nuestros poemas. A cada instante
el Padre Celestino nos dice que no andemos tan a prisa, porque no puede
seguirnos, y nosotros, que desearíamos volar, detenemos el paso. Por
último, nos sentamos a orillas del río, y en el sitio en que el Tajo y
el Jarama, encontrándose de improviso, y cuando seguramente el uno no
tenía noticias de la existencia del otro, se abrazan y confunden sus
aguas en una sola corriente, haciendo de dos vidas una sola. Tan exacta
imagen de nosotros mismos, no puede menos de ocurrírsele a Inés al
mismo tiempo que a mí.
El día se va acabando, porque aunque a nuestros corazones les parezca
lo contrario, no hay razón ninguna para que se altere el sistema
planetario, dando a aquel día más horas que las que le corresponden.
Viene la tarde, el crepúsculo, la noche, y yo me despido para volver a
mis galeras; estoy pensativo, hablo mil desatinos, y a veces me parece
que me siento muy alegre, a veces muy triste.
Regreso a Madrid por el mismo camino, y vuelvo a mi posada. Es lunes,
día que tiene un semblante antipático, día de somnolencia, de malestar,
de pereza y aburrimiento; pero necesito volver al trabajo, y la caja
me ofrece sus letras de plomo, que no aguardan más que mis manos para
juntarse y hablar; pero mi mano no conoce en los primeros momentos sino
cuatro de aquellos negros signos que al punto se reúnen para formar
este solo nombre: Inés.
Siento un golpe en el hombro: es el cíclope o regente que me llama
holgazán, y me pone delante un papelejo manuscrito que debo componer al
instante. Es uno de aquellos interesantes y conmovedores anuncios del
Diario de Madrid, que dicen:
«_Se necesita un joven de diez y siete a diez y ocho años, que sepa
de cuentas, afeitar, algo de peinar, aunque solo sea de hombre, y
guisar si se ofreciere. El que tenga estas partes, y además buenos
informes, puede dirigirse a la calle de la Sal, número 5, frente
a los peineros, lonja de lanería y pañolería de Don Mauro Requejo,
donde se tratará del salario y demás._»
Al leer el nombre del tendero, un recuerdo viene a mi mente. «D. Mauro
Requejo --digo--. Yo he oído este nombre en alguna parte.»


II

He recordado días tan felices, y ahora me corresponde contar lo que
me pasó en uno de aquellos viajes. No se olvide que he empezado mi
narración en marzo de 1808, y cuando yo había honrado el Real Sitio con
diez o doce de mis visitas. En el día a que me refiero, llegué cuando
la misa había concluido, y desde el portal de la casa un armonioso
son de flauta me anunció que D. Celestino estaba tan alegre como
de costumbre, señal de que nada desagradable ocurría en la modesta
familia. Inés salió a recibirme, y hechos los primeros cumplidos, me
dijo:
--El tío Celestino ha recibido una carta de Madrid, que le ha puesto
muy alegre.
--¿De quién? --pregunté.
--No me lo ha dicho su merced, ni tampoco lo que la carta reza; pero él
está contento y... dice que la carta trae muy buenas noticias para mí.
--Eso es particular --añadí confundido--. ¿Quién puede escribir desde
Madrid cartas que a ti te traigan buenas noticias?
--No sé; pero pronto saldremos de dudas --repuso Inés--. El tío me
dijo: «Cuando venga Gabriel y nos sentemos a la mesa, os contaré lo que
dice la carta. Es cosa que interesa a los tres: a ti principalmente,
porque eres la favorecida; a mí porque soy tu tío, y a él porque va a
ser tu novio cuando tenga edad para ello.»
No hablamos más del caso, y entré en el cuarto del buen sacerdote y
humanista. Una cama, cubierta de blanquísima colcha rameada de verde,
ocupaba el primer puesto en el reducido local. La mesa de pino con
dos o tres sillas que le servían de simétrica compañía, llenaba el
resto, y aún quedaba espacio para una cómoda estrambótica, con chapas
y remiendos de diversos palos y metales. Completaban tan modesto ajuar
un crucifijo y una virgen vestida de terciopelo, y acribillada de
espadas y rayos, ambas imágenes con sendos ramos de carrasca o de olivo
clavados en varios agujeritos que para el caso tenían las peanas. Los
libros, que eran muchos, no cubrían, por el orden de su colocación, más
que media mesa y media cómoda, dejando hueco para algunos papeles de
música y otros en que borrajeaba versos latinos el buen cura. Desde la
ventana se veía un huerto no mal cultivado, y a lo lejos las elevadas
puntas de aquellos olmos eminentes que guarnecen, como hileras de
gigantescos centinelas, todas las avenidas del Real Sitio. Tal era la
habitación del Padre Celestino.
Sentámonos los tres, y el tío de Inés me dijo:
--Gabrielillo: tengo que leerte una poesía latina que he compuesto en
loor del serenísimo señor Príncipe de la Paz, mi paisano, amigo y aun
creo que pariente. Me ha costado una semanita de trabajo; que componer
versos latinos no es soplar a los buñuelos. Verás, te la voy a leer,
pues aunque tú no eres hombre de letras, qué sé yo... tienes un pícaro
gancho para comprender las cosas... Luego pienso enviarla a Sánchez
Barbero, el primero de los poetas españoles desde que hay poesía en
España; y no me hablen a mí de Fray Luis de León, de Rioja, de Herrera,
ni de todos esos que compusieron en romance. Fruslerías y juegos de
chicos. Un verso latino de Sánchez Barbero vale más que toda esa jerga
de epístolas, sonetos, silvas, églogas, canciones con que se emboba el
vulgo ignorante... Pero vuelvo a lo que decía, y es que antes que aquel
fénix de los modernos ingenios la examine, quiero leértela a ti a ver
qué te parece.
--Pero, Sr. D. Celestino, si yo no sé ni una palabra en latín, a no ser
_Dominus vobiscum_ y _bóbilis bóbilis_.
--Eso no importa. Precisamente los profanos son los que mejor pueden
apreciar la armonía, la rimbombancia, el _ore rotundo_, con que tales
versos deben escribirse --dijo el clérigo con tenacidad implacable.
Inés me dirigió una mirada en que me recomendaba, con su habitual
sabiduría, la abnegación y la paciencia para soportar al prójimo
impertinente. Ambos prestamos atención, y D. Celestino nos leyó
unos cuatrocientos versos, que sonaban en mi oído como una serie de
modulaciones sin sentido. Él parecía muy satisfecho, y a cada instante
interrumpía su lectura para decirnos:
--¿Qué os parece ese pasajillo? Inés: a esa figura llamamos
_litote_, y a este paloteo de las palabras para imitar los ruidos
del mar tempestuoso de la nación cuando lo surca la nave del
Estado, diestramente guiada por el timonel que yo me sé, se llama
_onomatopeya_, la cual figura va encajada en otra, que es la _alegoría_.
Así nos fue leyendo toda la composición, de la cual figúrense ustedes
lo que entenderíamos. Aún conservo en mi poder la obra de nuestro
amigo, que empieza así:
_Te, Godoie, canam: pacis tua munera cœlo_
_Inserere ægrediar; per te Pax alma biformem_
_Vincla recusantem conduxit carcere Janum._
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Cuatrocientos versos por este estilo nos tragamos Inés y yo, siendo
de notar que ella atendía a la lectura con tanta formalidad como si
la comprendiera, y aun en los pasajes más ruidosos hacía señales de
asentimiento y elogio para contentar al pobre viejo: ¡tal era su
discreción!
--Puesto que os ha agradado tanto, hijos míos --dijo D. Celestino
guardando su manuscrito--, otro día os leeré parte del poema. Lo dejo
para mejor ocasión y así se comparte el placer entre varios días,
evitando el empacho que produce la sucesión de manjares demasiado
dulces y apetitosos.
--¿Y piensa usted leérsela también al Príncipe de la Paz?
--¿Pues para qué la he escrito? A Su Alteza Serenísima le encantan los
versos latinos... porque es un gran latino... y pienso darle un buen
rato uno de estos días. Y a propósito, ¿qué se dice por Madrid? Aquí
está la gente bastante alarmada. ¿Pasa allá lo mismo?
--Allá no saben qué pensar. Figúrese usted, la cosa no es para menos.
Temen a los franceses, que están entrando en España a más y mejor.
Dicen que el Rey no dio permiso para que entrara tanta gente, y parece
que Napoleón se burla de la Corte de España, y no hace maldito caso de
lo que trató con ella.
--Es gente de pocos alcances la que tal dice --repuso D. Celestino--.
Ya saben Godoy y Bonaparte lo que se hacen. Aquí todos quieren saber
tanto como los que mandan; de modo que se oyen unos disparates...
--Lo de Portugal ha resultado muy distinto de lo que se creía. Un
general francés se plantó allá, y cuando la familia real se marchó para
América, dijo: «Aquí no manda nadie más que el Emperador, y yo en su
nombre. Vengan cuatrocientos milloncitos de reales; vengan los bienes
de los nobles que se han ido al Brasil con la familia real.»
--No juzguemos por las apariencias --dijo D. Celestino--: sabe Dios lo
que habrá en eso.
--En España van a hacer lo mismo --añadí--; y como los Reyes están
llenos de miedo, y el Príncipe de la Paz tan aturrullado, que no sabe
qué hacer...
--¿Qué estás diciendo, tontuelo? ¿Cómo tratas con tan poco respeto a
ese espejo de los diplomáticos, a esa natilla de los ministros? ¿Que no
sabe lo que se hace?
--Lo dicho, dicho. Napoleón les engaña a todos. En Madrid hay muchos
que se alegran de ver entrar tanta tropa francesa, porque creen que
viene a poner en el trono al Príncipe Fernando. ¡Buenos tontos están!
--¡Tontos, mentecatos, imbéciles! --exclamó con enfado el Padre
Celestino.
--Lo que fuere sonará. Si vienen con buen fin esos caballeros, ¿por
qué se apoderan por sorpresa de las principales plazas y fortalezas?
Primero se metieron en Pamplona, engañando a la guarnición; después se
colaron en Barcelona, donde hay un castillo muy grande que llaman el
Montjuich. Después fueron a otro castillo que hay en Figueras, el cual
no es menos grande, el mayor del mundo, según dice Pacorro Chinitas,
y lo cogieron también, y, por último, se han metido en San Sebastián.
Digan lo que quieran, esos hombres no vienen como amigos. El ejército
español está trinando: sobre todo, hay que oír a los oficiales que
vienen del Norte y han visto a los franceses en las plazas fuertes...
le digo a usted que echan chispas. El Gobierno del Rey Carlos IV está
que no le llega la camisa al cuerpo, y todos conocen la barbaridad que
han hecho dejando entrar a los franceses; pero ya no tiene remedio...
¿Sabe usted lo que se dice por Madrid?
--¿Qué, hijo mío? Sin duda alguna de esas vulgarísimas aberraciones
propias de entendimientos romos. Ya lo he dicho: nosotros no entendemos
de negocios de Estado; ¿a qué viene el comentar las combinaciones y
planes de esos hombres eminentes, que se desviven por hacernos felices?
--Pues allá dicen que la familia real de España, viéndose cogida en la
red por Bonaparte, ha determinado marcharse a América, y que no tardará
en salir de Aranjuez para Cádiz. Por supuesto, los partidarios del
Príncipe Fernando se alegran, y creen que esto les viene de perillas
para que el otro suba al trono.
--¡Necios, mentecatos! --exclamó el tío de Inés, incomodándose de
nuevo--. ¡Pensar que había de consentir tal cosa el señor Príncipe
de la Paz, mi paisano, mi amigo y aun creo que pariente!... Pero no
nos incomodemos fuera de tiempo, Gabriel, y por cosas que no hemos de
resolver nosotros. Vamos a comer, que ya es hora, y el cuerpo lo pide.
Inés, que se había retirado un momento antes, volvió a decirnos que la
comida estaba pronta. Durante ella, el respetable cura nos comunicó el
contenido de la misteriosa carta que había llegado a la casa por la
mañana.
--Hijos míos --dijo cuando los tres habíamos tomado asiento--: voy a
participaros un suceso feliz; tú, Inesilla, regocíjate. La fortuna se
te entra por las puertas, y ahora vas a ver cómo Dios no abandona
nunca a los desvalidos y menesterosos. Ya sabes que tu buena madre, que
santa gloria haya, tenía un primo llamado D. Mauro Requejo, comerciante
en telas, cuya lonja, si no me engaño, cae hacia la calle de Postas,
esquina a la de la Sal.
--D. Mauro Requejo... --dije yo recordando--, justamente. Doña Juana le
nombró delante de mí varias veces, y ahora caigo en que ese comerciante
pone en el _Diario_ unos anuncios que me dan bastante que hacer.
--Le recuerdo --dijo Inés--. Él y su hermana eran los únicos parientes
que tenía mi madre en Madrid. Por cierto que siempre se negó a
favorecernos, aunque lo necesitábamos bastante: dos veces le vi en
casa. ¿Creería su merced que fue a consolarnos, a socorrernos? No: fue
a que mi madre le hiciera algunas piezas de ropa, y después de regatear
el precio, no pagó más que la mitad de lo tratado, y decía: «De algo
ha de servir el parentesco.» Él y su hermana no hablaban más que de
su honradez o de lo mucho que habían adelantado en el comercio, y nos
echaban en cara nuestra pobreza, prohibiéndonos que fuéramos a su casa,
mientras no nos encontráramos en posición más desahogada.
--Pues digo --afirmé con enfado-- que ese D. Mauro y su señora hermana
son dos grandísimos pillos.
--Poco a poco --continuó el cura--. Déjenme acabar. El primo de tu
madre habrá faltado; pero lo que es ahora, sin duda, Dios le ha tocado
en el corazón, y se dispone a enmendar sus yerros, favoreciéndote
como buen pariente y hombre caritativo. Ya sabes que es bastante rico,
gracias a su laboriosidad y mucha economía. Pues bien: en la carta
que he recibido esta mañana me dice que quiere recogerte y ampararte
en su casa, donde estarás como una reina; donde no te faltará nada,
ni aun aquello de que gustan tanto las damiselas del día, tal como
joyas, trajes bonitos, perfumes primorosos, guantes y otras fruslerías.
En fin, Dios se ha acordado de ti, sobrinita. ¡Ah! ¡si vieras qué
interés tan grande demuestra por ti en sus cartas; qué alabanzas tan
calurosas hace de tus méritos; si vieras cómo te pone por esas nubes,
cómo lamenta tu orfandad y cómo se enternece considerando que eres de
su misma sangre, y que, a pesar de esta natural preeminencia, careces
de lo que a él le sobra! Te repito que trabajando mucho y ahorrando
más, el Sr. Requejo ha llegado a ser muy rico. ¡Qué porvenir te espera,
Inesilla! El párrafo más conmovedor de la carta de tus tíos --añadió
sacando la epístola-- es este: _¿A quién hemos de dejar lo que tenemos,
sino a nuestra querida sobrinita?_
Inés, confundida ante tan inesperado cambio en los sentimientos y en
la conducta de sus antes cruelísimos parientes, no sabía qué pensar.
Me miró, buscando sin duda en mis ojos algo que le diera luz sobre tan
inexplicable mudanza; mas yo, que algo creía comprender, me guardé muy
bien de dejarlo traslucir ni con palabras ni con gestos.
--Estoy asombrada --dijo la muchacha--; y por fuerza, para que mis
tíos me quieran tanto, ha de haber algún motivo que no comprendemos.
--No hay más sino que Dios les ha abierto los ojos --dijo D. Celestino,
firme en su ingenuo optimismo--. ¿Por qué hemos de pensar mal de todas
las cosas? D. Mauro es un hombre honrado: podrá tener sus defectillos;
pero ¿qué valen esos ligeros celajes del alma cuando está iluminada por
los resplandores de la caridad?
Inés, mirándome, parecía decirme:
--¿Y tú qué piensas?
Algunos meses antes de aquel suceso, yo hubiera acogido las
proposiciones de D. Mauro Requejo con el imprevisor optimismo,
con el necio entusiasmo que afluían de mi alma juvenil ante los
acontecimientos nuevos e inesperados; pero los contratiempos me habían
dado alguna experiencia: conocía ya los rudimentos de la ciencia del
corazón, y el mío principiaba a reunir ese tesoro de desconfianzas,
merced a las cuales medimos los pasos peligrosos de la vida. Así es que
respondí sencillamente:
--Puesto que ese tu reverendo tío era antes un bribón, no sé por qué
hemos de creerle santo ahora.
--Tú eres un chicuelo sin experiencia --me dijo D. Celestino algo
enojado--, y yo no debiera consultar esto contigo. ¡Si sabré yo
distinguir lo verdadero de lo falso! Y sobre todo, Inés, si él quiere
favorecerte, poniéndote en pie de gente grande; si él quiere gastarse
sus ahorros con su querida sobrina, ¿por qué no lo has de aceptar?
Mucho más podría decirte; pero él mismo en persona te explicará mejor
el gran cariño que te tiene.
--¿Pues qué --preguntó Inés turbada--, vendrá a Aranjuez?
--Sí, chiquilla --repuso el clérigo--. Yo te reservaba esta noticia
para lo último. El domingo próximo tendrás el gusto de ver aquí a tu
amado tío y protector. ¡Ah, Inés! Mucho sentiré separarme de ti; pero
servirame de consuelo la idea de que estás contenta, de que disfrutas
mil comodidades que yo no te puedo dar. Y cuando este viejo incapaz
eche un paseíto a Madrid para visitarte, espero que le recibirás con
alegría y sin orgullo; espero que no te ofuscará la ruin vanidad al
considerarte en posición superior a la mía, porque tío por tío, hermano
soy de tu difunto padre, mientras que el otro...
D. Celestino estaba conmovido, y yo también, aunque por distinta causa.
--Sí --continuó el cura--. Dentro de ocho días tendremos aquí a ese
eminente tendero de la calle de la Sal. Me dice que habiendo comprado
unas tierras en Aranjuez, junto a la laguna de Ontígola, vendrá con
el doble objeto de conocer su finca y de verte. Él espera que irás a
Madrid en su compañía y en la de su hermana Doña Restituta, a quien
también tendremos el gusto de ver en casa.
Después de oír esto, todos callamos. Revolviendo en mi cabeza extraños
y no muy alegres pensamientos, dije a Inés:
--Pero ese hombre, ¿es casado?
Ella leyó en mi interior con su intuición incomparable, y me respondió
con viveza:
--Es viudo.
Después volvimos a callar, y solo D. Celestino, tarareando una
antífona, interrumpía nuestro grave silencio.


III

Tristísimo sobre toda ponderación me volví a Madrid, y pasé toda la
semana meditabundo y como alelado, deseando y temiendo que el domingo
siguiente llegase, porque de un lado la curiosidad y de otro el temor
solicitaban mi espíritu. Tan grande era mi sobresalto en la noche del
sábado, que no pegué los ojos, y de madrugada me fui al mesón de la
calle de la Aduana a buscar un acomodo en cualquier galera que partiese
para el Real Sitio. Mi escasez de numerario me puso en peligro de no
poder ir, lo que me desesperaba y afligía extraordinariamente.
Pero con ruegos y razones sutilísimas, unidas al poco dinero que tenía,
logré ablandar el corazón duro de un carromatero, que al fin consintió
en llevarme. Las tres mulas emplearon no sé si un siglo en el viaje. Yo
temía que se me adelantaran los tíos de Inés; pero no fue así. Cuando
llegué, D. Celestino estaba en la misa mayor: entré en la iglesia lo
mismo que los domingos anteriores; pero el templo me pareció triste y
fúnebre. Al salir di agua bendita a Inés, esperamos al buen párroco
en la puerta de la sacristía, y nos fuimos los tres a la casa. ¡Cosa
singular! No hablamos nada por el camino. Los tres suspirábamos.
Durante la comida traté de animar a los demás con fingido buen humor;
pero no pude conseguirlo. Viendo la tardanza de la anunciada visita,
yo creí que los Requejos no vendrían; pero mi alegría se disipó cuando
estábamos concluyendo de comer. De improviso sentimos ruido de voces en
el patio de la casa; levantámonos, y saliendo yo al corredor, oí una
voz hueca y áspera que decía:
--¿Vive aquí el latino y músico D. Celestino Santos del Malvar, cura de
la parroquia?
D. Mauro Requejo y su hermana Doña Restituta, tíos de Inés, habían
llegado.
Entraron en la habitación donde estábamos, y al punto que D. Mauro
vio a su sobrina, dirigiose a ella con los brazos abiertos, y al
estrecharla en ellos, exclamó endulzando la voz:
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