De Sobremesa; crónicas, Tercera Parte (de 5) - 8

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medios de ejecución de las mismas. ¡Bueno fuera que en un concurso
de obras dramáticas, por ejemplo, entre una mala obra realista y una
excelentísima obra romántica ó imitación de nuestro teatro clásico, se
premiara la mala obra por parecer más de nuestro tiempo ó por antipatía
de escuela! Si la emoción y el sentimiento que inspiran al artista
son sinceros, ¿ha de censurársele porque aun pretenda espiritualizar
su obra, desligándola del tiempo y del espacio? ¿Es tan pronto para
renegar de una tendencia artística que es la mitad del arte moderno?
Mæterlink, Ibsen mismo, en la dramática; D'Annunzio y Anatole France,
en la novela; Puvis de Chavannes y los prerrafaelistas ingleses, en la
pintura... ¿Y en música? Debussy va á inspirarse en la música griega, y
ya no hay música bastante antigua que pueda servir de refugio á los que
reniegan de la música moderna.
* * * * *
El Ayuntamiento, como el corazón, según los franceses, tiene razones
que la razón no explica. Entre tres proposiciones para la concesión del
teatro Español, ha votado por la que menos esperaba todo el mundo. El
espectáculo ha sido edificante; solicitado el teatro por el Estado, el
Ayuntamiento desestima su pretensión, le trata de tramposo y declara
que no se fía de él para nada. «Dijo la sartén al cazo...» ¡Qué buen
efecto producirán en el país pagano esta armonía de relaciones y esta
confianza mutua entre el Estado y el Ayuntamiento! Si el Ayuntamiento
desconfía del Estado, ¿qué haremos los demás mortales? El que quiere
honra, que la gane. ¿No es eso? Aparte esta pequeña desconsideración al
Estado y á las buenas intenciones del ministro de Instrucción pública,
sabemos que el teatro Español está en buenas manos. Se trata de una
empresa artística con orientaciones modernas, abierta á la juventud;
como debe estarlo el teatro Español, de donde debemos alejarnos los
autores viejos y cansados para dejar paso franco á los que llegan.


XXXVI

Quede á salvo la buena intención del Congreso contra la trata de
blancas. Pero ¿qué podrá una sola institución social para reprimir lo
que tantas otras instituciones sociales son á fomentar? Medicinaremos
lo sintomático y la enfermedad esencial continuará consumiendo el
organismo.
Para combatir la llamada trata de blancas hay que afrontar cara á cara
la trata de negras, que es la trata de la mujer en general, por todas
las leyes, instituciones y costumbres sociales. Quizás la trata de
blancas sea la más dulce y favorable de todas ellas. ¿Qué ofrecemos
á la mujer que mejor sea? ¿Trabajo? Que emancipe á la mujer de toda
esclavitud económica, único medio de lograr su emancipación moral, sólo
hay uno: el trabajo artístico, y para esto es preciso ¡ahí es nada! un
gran talento y una gran voluntad. Aun así, ¿estamos seguros de que
nuestro respeto y nuestra admiración acompañen siempre al triunfo del
talento femenino? Sólo las grandes artistas del teatro consiguen ser
admiradas por completo; y ¡cuántas veces la admiración á la belleza nos
hace ser injustos con el talento! ¿No suelen estar mejor pagadas una
cara bonita y unas lindas piernas que una clara inteligencia y un gran
corazón?
En las demás profesiones, en la misma profesión artística, cuando
un poderoso talento no basta á imponerse por sí mismo, ¿qué llega
á conseguir la mujer por sí sola, sin el favor y la protección del
hombre, no siempre generoso, más bien tacaño, al remunerar con una
colocación, á costa ajena, lo que hubiera debido pagar á su propia
costa? ¿Cuántas serán las mujeres que hayan llegado á la independencia
de una profesión lucrativa sin haber tenido que pagar servidumbre al
antojo de un hombre?
¿El matrimonio? Pero ¿quién dirá que se trata de un Sacramento de
la Iglesia, instituído por Dios, cuando en sociedades que se dicen
cristianas le vemos perseguido por todos los medios, como un vicio ó
como un delito?
A él se oponen leyes militares, prohibiendo el matrimonio de millares
de hombres en lo mejor de su vida, en nombre de conveniencias sociales;
á él se oponen leyes económicas, que mantienen en pobreza ó en escasez
á los jóvenes en la edad más conveniente para el matrimonio; á él se
oponen todos los egoísmos individuales engendrados por el gran egoísmo
colectivo. Y salvadas estas dificultades, ¿qué es la mujer, con raras
excepciones para cuentos y comedias morales, en el matrimonio? Animal
de lujo en las clases altas; animal de cría en la clase media; animal
de cría, de trabajo y de carga en la clase baja.
¿Y quieren ustedes oponerse á la trata de blancas?
¿En nombre de qué? ¿Qué ofrecen ustedes en cambio? La máquina de coser,
la aguja y la plancha.
--Gracias--dirán las favorecidas.
¿El matrimonio con el empleado con 1.500 pesetas ó el jornalero con
tres pesetas?
--Muchísimas gracias--volverán á decir.
Lo mejor que pueden ustedes ofrecerlas es un convento, como Hamlet á
Ofelia.
Y estos pícaros Gobiernos democráticos, con eso del «candado», no se
preocupan más que de cerrar puertas sin abrir otras para dar salida á
las pobres mujeres. Lo que dirá alguna, parodiando la altiva divisa de
las Rohan: «Casada no puedo; trabajar no quiero... «blanca» me quedo.»
Pero se están poniendo las cosas de un modo, que ni ese recurso les va
á quedar á las pobrecillas.
* * * * *
El Ayuntamiento de Valencia ha desairado á los poetas, oponiéndose
á la celebración del Congreso de la Poesía. ¡Gran injusticia! Pues
no sabemos que ese Congreso reuniera menos condiciones de inutilidad
que cualquiera otro de tantos Congresos como se reunen, á todas horas
por esos mundos. Y ¿no es la inutilidad la primera y más estimable
condición de estas juntas?
¡Quién sabe si de éste hubiera salido algo práctico, por andar todo
al revés en estos tiempos! ¡Tantos Congresos, de los que se esperaban
grandes resultados prácticos, han venido á diluirse en la más vaporosa
poesía!
Pero bien empleado os está ¡oh, poetas! ¿Quién os manda poneros al
habla con Corporaciones oficiales de ninguna clase? Y ¿qué íbais á
hacer en Valencia, después de los cortesanos? ¿No sabéis que por donde
ellos pasan ya no quedan flores, ni halagos, ni atenciones para los
poetas? ¿Sabéis guiar un automóvil? No; porque ni habéis tenido nunca
dinero para comprar uno, ni tenéis amigos que los posean. La gente
adinerada no se trata con los poetas. Entonces... ¿qué íbais á pintar
en Valencia? Ya iréis cuando tengáis más dinero. Para eso, dejaros por
algún tiempo de hacer versos; haced algo más, como los poetas de...
otras partes.


XXXVII

A la mayor parte de nuestras Juntas benéficas, ya sean de damas ó de
caballeros, les sucede lo que al devoto del cuento en sus méritos
para con Dios: lo que ganan por delante lo pierden por detrás. ¿Por
qué reglamento rigorista ha de ser la Inclusa barrera infranqueable
entre las madres y los hijos? ¿No debiera ser más bien lazo de unión,
apartado de las miradas del mundo? No el alejamiento, la proximidad de
las madres debiera solicitarse. El abandono del hijo es alguna vez,
por monstruosa sequedad del corazón, cerrado á un instinto que hasta
en los animales parece con delicadezas de sentimiento espiritual.
Pero ¡cuántas veces es miseria, vergüenza, miedo!... Y ¿no debe ser
la sociedad entonces, y las Juntas de damas benéficas sobre todo, las
que, en vez de apartar á la madre como indigna, porque cedió á esas
consideraciones sociales, procuren ser piadosos intermediarios, no
como secuestradores, sino como guardianes de los pobres niños, que no
serían entonces abandonados del todo y para siempre por sus madres?
En vez de decirles: «Aquí dejas á tu hijo; no vuelvas á acordarte de
él», decid: «Aquí tienes á tu hijo; acuérdate siempre; ven cuando
quieras; defiende tu vida como puedas, nosotras defendemos la de tu
hijo.» Sea la caridad nodriza, educadora; pero no pretenda ser madre
mientras la verdadera madre no haya renunciado á serlo por monstruosa
perversidad. No digáis á los pobres niños: «Vuestras madres fueron
tan malas mujeres, que no supieron ser madres.» Decidles: «Vuestras
madres eran tan pobres, que no podían teneros á su lado; compadecedlas
mucho, como nosotras las compadecimos.» ¿Creéis que no sería mayor su
gratitud y que no podrán fundarse mayores virtudes si ellos ven que,
no sólo los guardasteis la vida, sino el amor de la madre? Reformad
esos reglamentos, nobles señoras; un reglamento de un asilo benéfico
no debe ser como un Código penal, en que siempre se mira al hombre
como un presunto delincuente. No todas las madres que dejan sus hijos
en la Inclusa son malas madres; muchas son madres pobres, y, en la
duda, todas son ¡pobres madres! Tan difícil como hacer leyes desde
los salones de un ministerio es difícil hacer reglamentos desde
gabinetes perfumados. Sobre todo, leyes y reglamentos para los pobres y
miserables de la tierra, por los que nunca supieron de pobrezas ni de
miserias.
* * * * *
Las obras de la Gran Vía adelantan hasta el punto de permitirnos á
los que nacimos á mediados del siglo pasado la esperanza de verlas
terminadas. Pero he aquí que, al comienzo, surge el primer obstáculo.
Entre los derribos yérguese altiva, desafiadora y elocuente como un
símbolo nacional, una pequeña iglesia: la conocida vulgarmente por
el nombre de Niñas de Leganés. No hay quien pueda con esas niñas. La
piqueta derriba casas y casas, y el campanario de la iglesia cada vez
más insolente y fanfarrón. Parece ser que no hay persona apta para
tomar el dinero precio de la expropiación. ¡Por vida del inconveniente!
Que se tratara de alguna manda ó donación, y veríamos si había personas
aptas para embolsarse los cuartos. ¿Para qué están los señores jueces,
más que para ser depositarios de los dineros dudosos? ¿Van á detenerse
las obras por ese monumento nacional? A bien que se queda Madrid sin
iglesias. Nuestros ricachones, por no imitar á los norteamericanos,
que suelen dejar cuantiosas herencias á Universidades y escuelas, no
saben cosa mejor que legarnos iglesias. A ninguno se le ocurre dejar
unos cuantos millones para fundar un buen periódico de la buena Prensa,
atendiendo las exhortaciones del señor obispo de Jaca, que sabe muy
bien dónde le aprieta la mitra y que á Dios rogando y con el rotativo
dando. Además, el mayor número de iglesias no contribuye en nada á la
conversión de incrédulos; mientras que un buen periódico que diera
buenos sueldos á los redactores, contribuiría grandemente. Ya sabemos
que aquí nadie tiene sueldo por tener estas ideas ó las otras; pero
¡ideas por tener un sueldo!...
* * * * *
El arte moderno se desvive por la originalidad; la acusación más
ofensiva para un artista es la de plagiario: _Il nous faut du nouveau
n'en fut il plus au monde_. Y, sin embargo, las novedades apenas llaman
un día la atención y las obras que se perpetúan son menos que plagios:
plagios de plagios, imitación de imitaciones. La humanidad, como los
niños, prefiere el cuento cien veces oído. Las obras inmortales son
aquellas en que sus autores acertaron á contar del mejor modo las dos
docenas de cuentos que interesan á todos. ¿Es otro secreto de la gloria
de Shakespeare? Cuentos sabidos, de una sencillez de asunto y de una
psicología primitivas. Obras que pueden representarse ante el auditorio
más ignorante como ante el más docto.
Y nuestro _Don Juan Tenorio_, el de Zorrilla, que acertó á contar
el cuento al gusto español y popular, ¿no es el mejor ejemplo y la
mejor lección para los originales y noveleros? Hoy tememos demasiado
á tocar esos asuntos universales vulgarizados, y renunciamos tal vez
á escribir las mejores obras. ¿Quién se atreve á escribir otro _Don
Juan_, otro _Fausto_, otro _Romeo y Julieta_? Verdad es que la crítica,
interponiéndose á cada paso del arte entre el artista y el público,
opone la terrible acusación de plagio ó de osadía. Pero hay que tener
todas las osadías, la del plagio en primer lugar, y la de pasar por
encima de la crítica, para llegar directamente al alma del público.
Esta fué la mayor hazaña de _Don Juan Tenorio_; por ella le vemos todos
los años en escena triunfar de muchas novedades originales, y, cuando
todas ellas hayan caído en el olvido, _Don Juan Tenorio_, plagio de
plagios, imitación de imitaciones, sobrevivirá como uno de los pocos
cuentos interesantes que un gran poeta se atrevió á contar nuevamente
sin el temor de parecer plagiario.


XXXVIII

Es sabido que, á la entrada de todos los inviernos, las señoras hablan
de los vestidos que han de encargarse; los empresarios de teatros,
de las obras con que cuentan, y los gobernadores de Madrid, de la
extinción de la mendicidad. De todos estos programas, el único que
suele cumplirse, y con creces, es el de la indumentaria femenina, dicho
sea en honor de la mayor constancia del sexo débil en sus propósitos
y determinaciones. Los empresarios estrenan lo que pueden, que no es
siempre lo que quisieran; en cuanto á la extinción de la mendicidad...
no pasa de conversación en que luce el ingenio de unos cuantos
arbitristas, verdaderos ángeles de la caridad... con el dinero ajeno.
Y he aquí la primera dificultad en estas andanzas benéficas: que todos
piensan el mejor modo de sacar los cuartos á los demás y nadie quiere
sacar un céntimo de su bolsillo. Por lo pronto, el señor gobernador
había pensado en añadir un nuevo impuesto sobre las localidades de los
teatros, por ser cosa de lujo y nada necesaria, en opinión de dicha
autoridad. En efecto, así como indispensables para la vida... Pero
si argumentamos en lo necesario, ¿son tantas las cosas, en verdad,
necesarias? Tal vez no lleguen á la media docena, y tal vez no estén
entre ellas los gobernadores civiles. Considerando el teatro por la
parte del público, sí que es un lujo bien innecesario, como tantas
otras industrias, si sólo atendemos á los que se gastan el dinero en
disfrutar de los productos y no á los que se ganan la vida trabajando
para producirlos. De un lado está el lujo; de otro la necesidad...
¡Habría que ver los apuros del señor gobernador si en un día todos los
empresarios de Madrid acordaran suprimir ese lujo, cerrando todos los
teatros! No serían las damas elegantes ni los caballeros distinguidos,
ciertamente, los que irían en manifestación lujosa á pedirle solución
al conflicto; la gente adinerada es la que mejor puede pasarse sin
teatros. La sorpresa del señor gobernador sería muy grande al ver
miles de hombres y mujeres humildes clamando por el pan de sus hijos.
Es achaque de los grandes hacendistas que nos gobiernan creer que los
impuestos sobre los artículos de lujo los pagan los ricos. «Aquí, que
no peco», se dicen... Los impuestos los paga siempre el que trabaja y
produce. No es al que gasta y emplea su dinero en lujos ó en caprichos
al que habéis de castigar con nuevas contribuciones; que esos, al fin,
dan de comer á mucha gente y hacen circular el dinero, sino á los que
guardan y atesoran dinero, improductivo y cobarde; dinero antisocial y
antipatriótico; dinero de vagos, que deben ser tan perseguidos como los
otros vagos de la mendicidad callejera.
* * * * *
La familia y los admiradores de Tolstoi no ganan para sustos. ¡La
guerra que dan estos apóstoles! Tantos disgustos trae á las familias
la extremada virtud de uno de sus miembros, como el vicio más
desordenado. Cierto que es de mucho gusto para los descendientes
contar con un santo de la familia en el calendario; pero los infelices
parientes contemporáneos pasan el sino. Vean ustedes este venerable
conde de Tolstoi, que acaba su vida como la empezó aquel perdulario de
Verlaine, escapándose con un amigo. Claro es que los motivos son muy
diferentes; pero el disgusto para la familia es el mismo. ¡La pobre
condesa! Ya le decía ella á cierto escritor inglés que fué á visitar
al conde con intención de escribir un estudio sobre su persona y sus
obras: «¿Quiere usted saber lo que piensa mi marido? Pues ya tiene
usted trabajo, porque cada día piensa una cosa.» Y la posteridad será
tan injusta que acaso cuente en el número de los santos al conde y se
olvide de la pobre condesa.
* * * * *
Ni el triunfo de una obra de cierto género supone el triunfo de todas
las obras del mismo género, ni mucho menos el fracaso de todas las
obras de un género contrario. El Arte es furiosamente individualista,
y en él sí cada palo aguanta su vela. Hoy ríe el público con una
obra cómica y mañana llorará con un drama. Lo de «El público lo que
quiere es reir ó lo que quiere es llorar, ó quiere obras de tesis,
ó quiere obras ligeras, ó que no quiere el verso, etc., etc.», son
otras tantas vulgaridades. El público quiere obras de todas clases,
cuando le divierten ó le emocionan. Ni es una novedad que alternen
obras serias con obras regocijadas en los carteles. El teatro de la
Comedia fué siempre de los más eclécticos. Allí se estrenaron los más
caricaturescos _vaudevilles_ franceses y las obras de Dumas y Sardou,
última palabra, en sus tiempos, del teatro «serio». Después hemos
alternado en la mejor armonía autores de las más opuestas tendencias,
y el público nunca tuvo preferencia por géneros ni por autores, sino
por obras. Es de esperar que todo seguirá lo mismo. El público aplaude
y ríe con _Genio y figura_ porque la obra lo merece, y volverá á
aplaudir y á reírse cuantas veces acierten los autores cómicos, como
bostezará ó se estará en casa cuando no acierten á interesarle los
autores serios. Los fracasados son los que creen que cuando su obra
ha fracasado ha fracasado todo un género... Nada de eso; en Arte no
hay solidaridad que valga. Cada uno es cada uno. El público no sabe
de nombres genéricos; sólo sabe de nombres propios. No hay, pues, por
qué gritar: «¡Al arma, al arma!», y dejen los bien intencionados de
meter cizaña entre los autores; haga cada cual lo que sepa y pueda, sin
preocuparse de lo que hace el vecino. El verdadero vecino de enfrente
es el público. En la Comedia francesa, el teatro más serio del mundo,
después de una grave tragedia de Corneille, se representa el _Monsieur
de Pourcegnag_, de Molière, la más grotesca farsa que puede darse, con
sus boticarios jeringa en ristre corriendo por el patio de las butacas,
y nadie se alarma y todo está bien, y ni Corneille ni Molière ni la
seriedad de la Comedia francesa desmerecen por ello.


XXXIX

Discusión digna de los mejores tiempos de Bizancio ha sido la originada
por el aumento del impuesto sobre legados á favor del propio testador;
sobre todo, si son en provecho de su alma; que si algo deja para
vanidades corporales, como embalsamamiento, entierro de lujo, mausoleo
ó erección de cuanto cabe erigírsele á un difunto, allá el demonio ó la
Hacienda con ello, que eso importa poco; al fin, todo será economizar
un poco en estas materialidades póstumas. Pero si se trata de misas,
oraciones y preces, ¡qué terrible responsabilidad la del señor ministro
de Hacienda si, por disminuir con el impuesto la cantidad que debió
aplicarse á los sufragios, el alma de algún difunto se ve privada del
descanso eterno! Nadie mejor que el interesado puede saber el número
de misas y de responsos que necesita, y es gran maldad entrometerse
en esta administración que sólo corresponde á lo eclesiástico; que
por algo cuando se deja á un moribundo bien dispuesto para el último
trance, suele decirse que le han administrado. Y ahora cuántas almas,
como la de Garibay famosa, vagarán sin reposo á falta de ese dinerillo
interceptado por el Fisco. ¡Ay del señor ministro de Hacienda si dan en
aparecérsele y en atormentarle tantas almas en pena! Ya, por lo pronto,
anticipándose á los muertos, claman los vivos, precisos intermediarios
en estas operaciones de salvamento de almas. Es triste cosa que todo
negociado espiritual haya de traducirse en algo material y palpable.
Por eso el señor ministro de Hacienda debe tranquilizar su conciencia,
pensando que todo es cosa de almas, y que el alma de España, ese alma
tan cantada en discursos y poesías, también tiene sus necesidades y
que su espiritualidad sólo puede mostrarse por medio de organismos
materiales que cuesta mucho dinero sostener. Y ¿de dónde sacarlo que
menos duela que de las almas pecadoras? ¿Qué son unos años más de
purgatorio ante la eternidad? Sobre que en muchos casos, al cobrar la
Hacienda el impuesto de estos muertos piadosos, acaso no hará más que
reparar un olvido de restitución y todo será para bien de las almas. En
cuanto á los intermediarios, si tanto se preocupan por la salvación del
difunto, no tienen más que rebajar los precios; después de todo, las
oraciones no cuestan tanto trabajo. Todo menos que los muertos anden
por el ministerio de Hacienda; porque los hay que, muertos y todo,
harían inútiles las habilidades financieras del señor ministro para
sacarles los cuartos.
* * * * *
Una frase poco meditada, de una obra teatral, ha indignado á los
estudiantes de Medicina. La frase mortificante era injusta sobremanera,
y los autores han sido los primeros en declararlo lealmente,
apresurándose á retirarla de la obra en cuestión. Es de esas frases que
sólo tienen disculpa en el natural deseo en todo autor de halagar al
auditorio á quien se dirige. Cierto que más debían meditarse cuando es
menos ilustrado y menos puede pesar el pro y el contra. Justamente la
clase médica es la más altruísta y desinteresada. En ninguna profesión
se prodiga tanto la asistencia gratuita, y no hay médico, alto ni
bajo, que al cabo del año no haya asistido á mayor número de enfermos,
por amor á la humanidad, sin estipendio alguno, que á ricos clientes,
buenos pagadores. Esto sin contar á los médicos de partido, verdadero
apostolado de la Ciencia, indignamente retribuído. De modo que esos
cadáveres destrozados no aprovechan solamente á los ricos, ni ¡qué
mejor empleo puede tener un cuerpo muerto que servir al estudio y á los
progresos de la Ciencia! Poco tiempo hace que un ilustre profesor de la
Facultad, con admiración de todos, legó su cuerpo para tan altos fines.
Ahora, que los estudiantes, una vez retirada la frase, no debieron
extremar su protesta. La frase era poco razonada; bastaba protestar
contra ella con razones. No es conveniente sentar precedentes para
otras protestas, que harían imposible toda crítica social en el teatro,
en el libro y en el periódico. Ello ha sido que el incidente ha venido
á parar en recordarnos uno de los más graciosos lances de Don Quijote:
los autores arremetían contra los estudiantes, los estudiantes contra
la Policía, y el señor Méndez Alanís contra el Gobierno. Por fortuna,
no hemos llegado á la conflagración europea.
* * * * *
En estos tiempos de mal entendida democracia, en que á duras penas
se tolera que nadie se distinga, ni sobresalga, ni tenga iniciativa
propia, y todos pedimos esa modestia que es el uniforme gris de los
que no pueden ir mejor vestidos, nadie sabe el valor que supone la
decisión de los hermanos Quintero al proponerse por su cuenta, á costa
de su trabajo y sin otra cooperación que la del público, levantar un
monumento al poeta de la Juventud y del Amor; que, por ser el poeta de
una edad que es de todas las vidas, ha de ser un poeta de todas las
edades del mundo.
Los que alguna vez hemos proyectado alguna idea generosa y pronto
nos arrepentimos de ella como de una falta, desalentados ante la
hostilidad de los unos, la indiferencia de los otros, el comentario
burlón ó malicioso, que no dejan de suponer miras interesadas ó, por
lo menos, afán de notoriedad--¡gran pecado para los que no pueden
significarse á no ser en clase de mosquitos ó cualquier otro insecto
molesto!,--sabemos lo que supone la ilusión, la valentía de los
hermanos Quintero en su noble empresa.
El público ha respondido y responderá generosamente en todas partes.
Alguna lamentable abstención pudiera notarse; esperemos que se
enmendará á tiempo.
Sólo deseo á los aplaudidos autores que esa fe y esas ilusiones de su
juventud no les falten nunca y no lleguen á sentir jamás, ante las
ruindades de tantos tristes del bien ajeno, la tristeza incurable, por
ser más noble, que produce en los espíritus generosos el mal ajeno.


XL

La conferencia de Ramiro de Maeztu, en el Ateneo, ha sido, y será por
muchos días, tema preferente de discusiones. Inequívoca señal de su
mérito y de su importancia. Vibrante síntesis de nuestra vida nacional
fué la conferencia; tal vez con más apasionamiento que serenidad; pero
¡dice tan bien un noble apasionamiento cuando de algo que mucho nos
importa se trata! Quede la plena serenidad intelectual para cuando
hayamos de ser árbitros ó jueces en extraños asuntos; pero ¿cómo no
poner calor del corazón en asunto tan propio?
Fueron las palabras de Maeztu el mejor espoleo para los espíritus
dormidos, tardos ó cobardes: el mejor lazo para unir á los que,
despiertos y fuertes, malogran, no obstante, sus alientos en el
soberbio individualismo solitario. A los españoles, más que á nadie,
conviene tener presente aquel apólogo oriental en que un padre muestra
á sus hijos cómo un haz de mimbres apretado no puede romperse y qué
fácilmente se quiebra cada mimbre, separado del haz, uno por uno.
Aunque á ratos pudiera dolernos y aunque algo en el fondo de nuestra
conciencia protestara, bien hizo Ramiro de Maeztu en cargar la mano
sobre los intelectuales, ya que á ellos se dirigía desde la tribuna del
Ateneo. Hubiera sido flaqueza impropia de su espíritu independiente y
concesión que no hubiera admitido su auditorio, incurrir en la fácil
complacencia de esos predicadores que truenan contra los vicios del
siglo; pero tienen la dulce oportunidad de tronar contra los pobres en
iglesia de ricos, y al contrario. Ellos no faltan á la verdad en ningún
sitio; pero les falta la verdad del sitio, que es un modo de faltar á
la verdad como si se mintiera.
Los intelectuales oyeron sus verdades, y muy duras verdades. Algo puede
decirse, y alguien lo dirá, en descargo suyo. Ahora, justo es también
que los obreros oigan las suyas, y las mujeres, y la aristocracia, y
que las palabras de verdad no sean perdidas; porque palabras nos vienen
de todas partes, pero ¿de dónde vendrá el ejemplo? ¿Qué serían los
Evangelios sin Pasión y sin Muerte? Oratoria, poesía... bellas palabras.
* * * * *
El Manzanares es digno río de la capital de España. Como la vida
española, no tiene término medio: ó no se le siente vivir, ó da fe de
vida turbulenta. Los Gobiernos pueden aprender en los ríos el mejor
modo de gobernar á los pueblos. Canalizar es la mejor política. En lo
espiritual y en lo material, tan dañosa es la sequía, por infecunda,
como la inundación, por destructora. La inundación siquiera, como las
revoluciones, si destruye al pronto, tal vez fecundiza para más tarde.
Pero ¡pobres tierras las que todo lo esperan de la inundación ó de las
revoluciones! ¡Dichosas las que ven regar sus campos regularmente por
encauzadas y tranquilas aguas!
* * * * *
Me parece muy bien que algunos críticos, fervientes devotos de la
amable bagatela, dediquen columnas de encomiástica prosa á la tiple de
sus simpatías y al garrotín de sus aspiraciones. Pero no me parecería
mal, porque no creyéramos tan pronto que el instinto del pudor había
desaparecido aunque haya venido muy á menos, que á la representación de
_La vida es sueño_, en el teatro Español, se le concediera un poco de
atención entretanto.
Se protesta, con la boca chica, contra la invasión de la ola verde y la
ola que pasa de castaño oscuro, y de si aquí no se hace arte como se
debe, y de si acá se debe porque se hizo arte; y, para una vez que se
presenta ocasión de celebrar una noble tentativa artística, silencio ó
discreción con sordina parecida al silencio.
_La vida es sueño_, no representada en el teatro Español con frecuencia
desde los tiempos de Rafael Calvo, ha sido ahora muy decorosamente
presentada, revelando una cuidadosa dirección escénica. Ricardo Calvo
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