De Sobremesa; crónicas, Tercera Parte (de 5) - 2

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viejas. Y ¡vive Dios! que hay entre nosotros vejestorios, en todos los
órdenes de la vida, que no son dignos de ningún respeto.
* * * * *
Fué Balbina Valverde una actriz de la más pura cepa española, y si la
vanidad regional no temiera empequeñecer su castizo arte, diríamos
mejor de la más pura cepa madrileña. A la falsa luz de las candilejas,
en el falseado ambiente de muchas comedias mediocres, nadie supo dar
tan artística realidad, tan humano aire al tipo de la mujer española
de nuestra clase media, que viene á ser el tipo medio de la mujer
española, con su sentido práctico, sanchopancesco, sus vanidades, sus
ambiciones, su vulgar sentimentalismo... Llegó á tanto la verdad en
su arte, que llegamos á verlo copiado en la vida. ¡Cuántas veces no
habremos dicho: Esta señora es una Balbina Valverde! Para los yernos,
este nombre era como una amenaza joco-seria.
Su dicción era del más puro castellano; inimitable su arte de subrayar;
única en producir efecto cómico con la sola enunciación de una palabra
insignificante, que en su boca adquiría el valor de un chiste. ¿Quién
no recuerda cualquier ¡Mi yerno!, pronunciado por ella? Era el presagio
de una tormenta familiar.
Fué con todo esto de un amor por su arte, de un celo en el cumplimiento
de sus deberes artísticos, que ha de recordársela siempre, no sólo como
ejemplo para las de su profesión, sino como gloria del sexo femenino,
al que muchos suponen incapacitado para toda profesión seria. ¡Si en
otras esferas de actividad hubieran cumplido muchos hombres con sus
deberes como Balbina Valverde cumplió siempre los de su profesión!
Gravemente enferma, durante una temporada en Bilbao, se hizo llevar una
cama al teatro, y en el cuarto del teatro vivía, levantándose de la
cama para salir á representar las comedias.
Casi á la fuerza tuvo que obligarla la empresa á regresar á Madrid.
¡Descanse en paz la inolvidable artista! Madrid pierde con ella una de
las más sanas y castizas notas de su risa.
A este público, que tanto la quiso y al que ella amaba tanto, le ha
hecho llorar por vez primera. ¿No es esto una envidiable gloria?


VII

La carambola no ha sido mala. Esperemos, sin desconfiar de la
intención, que, por los efectos, no venga á ser de retroceso.
Malo es no salir de nuestro paso, pero... ¡tomar carrerilla tan de
pronto! No es que dudemos de las energías y buena voluntad de los
corredores, sino de la firmeza y seguridad del camino. Aun no hace
mucho tiempo hubo que desandarlo, y no sabemos que se haya trabajado en
él después lo bastante para conseguir ahora lo que entonces apenas pudo
intentarse.
El mal camino andarlo pronto, pensará acaso alguien interesado en
echar por el atajo, para volver pronto al verdadero camino real. Miren
bien, los que por el atajo andan, de no levantar un pie sin haber
afirmado antes el otro; no avancen un solo paso sin haberle desbrozado
cuidadosa, cautelosamente. ¡Cuidado con los tropezones! Considerad
que tal vez se espera el primero para gritar: ¡Veis cómo ese camino es
imposible! ¡Nada de prisas, nada de impaciencias! Estábamos dispuestos
á esperar un quinquenio en el estanque. ¿No podremos esperar otro tanto
en el agua corriente, por suave que sea su curso?
* * * * *
Sí; _Chantecler_ es todo un símbolo. Es el gallo francés, el mismísimo
gallo de las Galias que, como el protagonista del poema de Rostand,
cree orgulloso al lanzar su ¡quiquiriquí! á cada aurora que el Sol
sale á iluminar al mundo entero, obediente á su evocación. Y no es lo
malo que él lo cree; son muchos los pobres animales que aun juzgan los
_quiquiriquíes_ del gallo francés prestigioso encanto, sin el cual el
Sol no alumbraría la Tierra.
Bien cantó el gallo francés, no hay duda, y si no llega á su poder
á que el Sol le obedezca, sí llegó muchas veces á despertar á la
Humanidad con sus gloriosos cantos de libertad, de justicia, de arte...
No nos trajo el Sol, pero nos avisó siempre de su salida. Por todo
ello le debemos gratitud y cariño; pero sin olvidar al Sol, que es
antes que el gallo... y sin despreciar á los humildes gallitos de
nuestros corrales, que, á su modo, también saben anunciar la aurora.
* * * * *
¡Qué brutos somos, ¿verdad?, podrán decir, como el personaje del
_Patinillo_, los millonarios _yankis_, acostumbrados á que por
bárbaros los tenga la culta y refinada Europa! Es verdad que alguna
vez _apedrean_ con su dinerazo y otras veces insultan; pero... ¡ay!
ya quisiéramos por aquí, en justas proporciones, millonarios de esos
que fundan Universidades y Escuelas y Museos, y como éstos que ahora
acaban de construir un magnífico teatro en Nueva York. ¡Un teatro!
¡Habrá empecatados! ¡Si hubiera sido una iglesia ó un convento? Pues,
sí, señores; un teatro modelo, un verdadero templo, inaugurado con la
representación de una obra de Shakespeare: _Antonio y Cleopatra_. ¡Qué
brutos son! ¿Verdad?
Aquí, alguna vez, se ha reunido gente de dinero para empresas
teatrales, y el resultado ha sido... un baile de máscaras, un
espectáculo de _varietés_ indecentes; algo por el estilo en fantasía
y en Arte. ¿Se figuran ustedes á nuestros millonarios edificando el
Teatro Nacional ó un teatro para la música española? ¿Cómo han de
comprender que el Arte puede ser una religión los que han hecho de la
religión un arte?
* * * * *
La empresa del teatro Real está tratando á Wágner, en esta temporada,
poco más ó menos, como por la vecindad están tratando al partido
liberal: así como si quisieran quitársele de delante lo más pronto
posible. Todos los cuidados son para el repertorio antiguo; para él
Titta Ruffo, Anselmi... A Wágner que lo parta un gallo.
Todo se relaciona: naturalmente, la resurrección de _Lucía_ había
de traer por consecuencia una crisis del mismo tiempo y á la misma
usanza. A viejas óperas, _divos_ jóvenes. Todo el arte de Anselmi no ha
bastado á dar apariencias de vida á la momia de Lammermoor. Veremos si
el otro joven _divo_ tiene mejor fortuna en la vieja ópera de nuestra
política, tan necesitada de nuevo repertorio como de nuevos cantantes.
España Brunilda espera á su Sigfredo. Los admiradores de Wágner también
le esperan. No se dé pretexto á que nadie dude de la buena fe de las
respectivas empresas. Puede que no haya para el repertorio moderno;
pero el público no quiere _Lucias_ ni con Anselmi... ¡Qué disparate!
¿No iba á decir ni con Maura?...


VIII

Es la ópera de Strauss, _Salomé_, portentosa obra de arte musical.
Ahora, pensemos en todo lo que ha sido necesario para que pueda serlo.
Primeramente, el gran talento de Strauss, no hay duda; después, un
público que, extrañado ó aburrido, tal vez, en las primeras audiciones,
prefiere desconfiar de su propia impresión á echar por el camino
fácil de la chacota y el desprecio y enterrar la obra entre flores de
ingenio, sin posible apelación. Después, empresas decididas á imponer
la obra; después, una crítica capaz de hacer también obra creadora,
inventando... lo que acaso el autor no puso en ella; formando de este
modo una conciencia de lo inconsciente, que siempre anima en toda obra
de arte. Después... el Ejército alemán con su formidable poderío.
Ya dijo D. Juan Valera, con su inteligente, supremo humorismo, cómo
las flotas de la Gran Bretaña habían podido contribuir á la gloria
de Shakespeare. No hay idea de lo que puede influir el Ejército y la
Marina, lo mismo para vender agua de Colonia en el Paraguay, que para
imponer á la admiración de las más recónditas tierras el nombre de un
poeta.
He aquí por qué vuestra hija es muda, como dice el falso doctor de _El
médico á palos_ al afligido padre. He aquí por qué nuestros músicos no
cantan por el mundo. ¿Se figura nadie á _Salomé_ nacida entre nosotros?
¿Cuál hubiera sido su vida? ¿Quién la hubiera impuesto al respeto?
¿Quién la hubiera salvado de morir á chistes?
Pero nos la envían dos grandes potencias: el genio de su autor... y
Alemania. Los que menos la entienden procuran irse enterando; los que
más se aburren, se aburren con respeto. ¡Ah! ¡Si fuera de alguien de
casa!
Nuestro indisciplinado individualismo no comprenderá nunca que la obra
de arte es obra de todos, y que su inmortalidad más depende de todos
que de la obra misma.
En España, cada uno quisiéramos ser el único grande hombre de un país
de imbéciles; el único honrado entre una caterva de pillos. ¿Qué buena
planta puede arraigar en terreno donde las moléculas de la tierra se
disgregan al recibirla? Ya dice el Evangelio: «¡Ay de la casa desunida!»
* * * * *
Nunca mejor ocasión de mostrarnos unidos, con solidaridad de la grande,
que en el próximo Centenario de Cervantes. Acabamos de dar lucida fe
de vida en guerra. Nada valen las funciones bélicas, por gloriosas que
sean, si no las consolidan inmediatamente fiestas de paz. En recientes
cuchipandas hispanoamericanas hemos traído y llevado el Verbo y...
¡ay, también el adjetivo de la raza y de la lengua! ¡Vamos á verlo!,
como dicen los taurófilos, mejor dicho, los _torerófilos_, sobre todo
al llegar la hora llamada de la _verdad_. ¿Podrá ser esa hora la del
Centenario de Cervantes?
¡Oh, mi gran D. Mariano, tenéis razón!, inútil es dirigirse á los
políticos, porque en tal solicitud, empezada á redactar en lunes,
habrá que raspar cinco nombres antes de llegar á entregarla el
sábado. Pero si los Gobiernos pasan, otras cosas quedan. El Ejército
y los artistas españoles deben bastarse, y por derecho propio, á
monopolizar para sí toda la gloria de unas fiestas nunca igualadas. Es
preciso borrar el recuerdo de aquellas lastimosas del Centenario del
_Quijote_; es preciso... resignarnos á que nos llamen _lateros_, hasta
conseguir levantar los espíritus. Contad, D. Mariano, con mi humilde
cooperación para organizar funciones teatrales, para lo que de mi
negociado dependa. Tiempo hay sobrado; pero el tiempo español vuela.
Naturalmente: el tiempo nos gobierna y pasa... como nuestros Gobiernos.
* * * * *
El maestro D. José Serrano solicita opiniones en el pleito entablado
por la Sociedad de Autores sobre el libre aprovechamiento de obras
extranjeras no garantizadas por tratados internacionales. Voto con
el maestro Serrano. Por lo mismo que la ley no las ampara, razón de
más para respetarlas. ¿Con qué razón podremos quejarnos de algunos
empresarios y editores americanos, si nosotros justificamos su conducta
con nuestro ejemplo?
Bien está preocuparse por los intereses materiales y saber de sumar
y multiplicar, y que letras y números no anden divorciados; pero la
Sociedad de Autores, por honor de su nombre, debe comprender que
hay también intereses morales que también tienen su valor en una
suma total. Verdad es que una Sociedad de Autores en donde el dinero
decide de las votaciones... Claro es que el dinero representa trabajo.
¿Representa siempre arte? Pero hay quien prefiere ser considerado como
artista á la hora de estrenar y como negociante á la hora de cobrar...
¡Véase, cómo en estos tiempos del sufragio universal y del voto
obligatorio, adónde demonios ha ido á refugiarse el voto restringido y
el triunfo de la plutocracia!
* * * * *
El buen gusto del público de París no se avenía con la presentación
escénica de _Chantecler_, ridícula y poco artística, digan lo que
quieran los reclamos. El afán de realidad en la presentación de una
obra poética y fantástica ha llevado, como suele suceder, á falsedades
que una fantasía de artista hubiera evitado. ¡Qué diferencia de esta
_mise en scene_ á la de _El pájaro azul_, de Maeterlink, representado
en Londres! Pero la amable crítica francesa para todo tiene remedio,
hasta para los fracasos menos disimulables. Alguien ha encontrado
el medio de idealizar, mejor dicho, de _realizar_ las falsedades de
presentación en _Chantecler_ y las desproporciones evidentes entre lo
representado y su representación. Mirar al escenario por el revés de
los gemelos. De este modo, empequeñecidos personajes y decoraciones,
todo parece la verdad misma. El gran Guitry parece todo lo más un
gallo cochinchino; Simone, una faisana al natural, y Coquelin hijo, un
perrillo de buen tamaño.
Achicándolo todo por este procedimiento, la obra quizás se agrande.
Lo contrario de lo que nos sucede aquí con nuestros políticos: ellos
nos parecen muy grandes, y la obra cada vez más pequeña.


IX

Siempre es peligroso ir contra las corrientes populares. En el programa
del nuevo Gobierno figura, para ser ley muy pronto, el servicio
obligatorio. Indiscutible en teoría, dentro de esa igualdad que las
leyes nos reconocen á todos como ciudadanos, aunque la Naturaleza la
desmienta á cada paso; más atenta que á la igualdad, á la armonía,
que no es lo mismo; pues á ella contribuyen, como en música bien
compuesta, tanto como los acordes, las discordancias; ¿es tan
indiscutible en la práctica? Por acercamos al ideal bruscamente, ¿no
tropezaremos con duras realidades, cuyo choque, no sólo destruye el
ideal, sino realidades positivas que debemos alejar de todo peligro
cuidadosamente? No basta mejorar los cuarteles; no son cuerpos mortales
solamente los que han de alojarse en ellos y han de acomodarse á
su disciplina; son espíritus también, que no se disponen tan pronto
ni tan fielmente como los materiales: alojamientos y provisiones.
La Religión y la Milicia: «Religión de hombres honrados», que dijo
Calderón de la Barca, no pueden existir sin una fe ciega, cuyo más
sólido fundamento sólo puede hallarse en una humilde ignorancia ó en
una superior filosofía, aparte los casos de predestinada vocación.
Pero entre las humildes inteligencias y los entendimientos superiores
capaces de crear objetividades de su propia subjetividad, existen en
gran mayoría esas inteligencias medias que han dejado de ignorar y no
han llegado á saber. Estas serían las dominantes en el Ejército con el
servicio obligatorio; éstas las que llevarían á él todos los fermentos
de una cultura mal reforzada. En ella abunda la moderna generación
intelectual, y de ello se resiente todo el organismo social. ¿Tendría
virtud el servicio obligatorio para disciplinar á esa masa, ó no sería
ella la que llegaría á contaminar el sano organismo del Ejército?
La ejemplar conducta de distinguidos voluntarios en la última guerra
de Melilla ha influído, sin duda, en la opinión y en los gobernantes
para confiar en la virtud del servicio obligatorio. ¡Hermosa es la
fraternidad de todas las clases sociales en defensa de la Patria y
en los peligros de una guerra! Pero no son los tiempos de guerra
norma para presumir las ventajas ó los inconvenientes del servicio
obligatorio. Lleva la guerra en sus peligros y en sus actividades,
virtud moralizadora con la que no puede contarse en tiempos de paz.
No olvidemos tampoco, en el país de las recomendaciones y las
influencias, que la desigualdad, más sensible que palpable de hoy,
sería la desigualdad que salta á la vista á todas horas, y es más
irritante.
¿El ejemplo de otras naciones? ¡Ay, si la voz de algunos sabios
sociólogos lograra sobreponerse á la voz, más clamorosa, de los
halagadores de muchedumbres!
Preguntadles á los primeros, preguntad á las estadísticas las ventajas
comerciales, industriales, sociales, en fin, que ha conseguido
Francia con el servicio obligatorio. Enteraos, ¡oh bien intencionados
legisladores!, cómo leyes tan democráticas, tan generosas, tan
animadas de nobles propósitos, como la del servicio obligatorio y la de
reglamentación del trabajo de los menores, han desatado sobre París y
otras ciudades de Francia esas bandas de _apaches_, que no son signo,
ciertamente, de civilización ni de progreso.
No hay nada más peligroso en la realidad que el noble juego de los
ideales.
Bueno es atender á la opinión popular, para satisfacerla en lo
justo; pero sobresalga sobre ella la opinión de los contempladores
desinteresados. Cuando todos crean llegada la hora, ellos sólo sabrán
decir: «Aun no es tiempo».
* * * * *
Admiremos la dificultad vencida por la señora Bellincioni en su danza
de Salomé. Es todo lo que puede danzarse ante nuestro público, cuando
ese público asiste á nuestro Teatro Real. Admirado el arte de la señora
Bellincioni, convengamos en que si Salomé no danzó de otro modo ante el
Tetrarca, ó éste era hombre de buen contentar, ó tenía más ganas de
perder de vista la cabeza del Precursor que Salomé de conseguir la del
uno y trastornar la del otro.
Me figuro á Pastora Imperio bailando por instinto lo que la señora
Bellincioni baila por arte. ¿No son nuestro vulgarizado tango y nuestro
popular garrotín, más propia evocación de lo que debió ser la danza de
Salomé? ¡Lástima que haya perdido toda nobleza con el roce plebeyo!
Hay que confesar, ¡oh amplitud de los escenarios populares!, que _La
Corte de Faraón_, con su garrotín, está más cerca de la verdad bíblica
que la _Salomé_, de Strauss, con su danza de los siete velos. Y ¡los
«entradones» que se ha perdido la empresa! _Salomé_, con su buen
garrotín hubiera llevado á todo el público de Eslava, sin perder el del
Teatro Real por eso. El pudor de nuestro público está siempre dispuesto
á dejarse violar. Pero, ¡vale la pena tan pocas veces! Y luego, que uno
también tiene su pudor y no tan violable.


X

Francisco de Curel, uno de los pocos autores dramáticos franceses sin
ribetes de negociante, aseguraba, en reciente indagatoria sobre la
llamada «crisis» del teatro, que el teatro, en fuerza de tanto querer
ser negocio, va dejando de serlo, y acabará por arruinar á cuantos
empresarios sean ó fueren.
Ya no basta para satisfacer las exigencias del negocio teatral con
la obra razonable, la obra razonablemente aplaudida y celebrada; es
preciso la «gran atracción», como en número de circo; la obra que
avive todas las curiosidades, como crimen misterioso; la obra de «gran
público», público que pueda llenar durante cien representaciones un
teatro.
¿Fueron así las tragedias de Esquilo y de Sófloques? ¿Las obras de
Shakespeare? ¿Las de Lope y Calderón, obligados á una fecundidad sólo
disculpable por la efímera vida de cada obra en su tiempo? ¿Es posible
hacer obra de arte sincera, sentida, «nueva», con esa preocupación
comercial del gran número de representaciones, consecuencia de no
reparar en los medios de llamar la atención? Mujer y obra de arte que
andan por el mundo á llamar la atención, ¿no merecen el mismo nombre?
¡Cuánta noble idea de comedia malograda por la consideración: «No
será obra de público, no dará dinero... No será obra simpática!...
¿Adónde voy yo con esta obra?» ¡Oh, autores noveles! ¡Envidiáis á
los que vosotros llamáis consagrados! Vosotros, por lo mismo que las
empresas no confían en vosotros, podéis atreveros á todo. Si alguna
obra os admiten, tened por seguro que la empresa ensayará otra al mismo
tiempo, para sustituir á la vuestra en el caso probable de un fracaso.
No gastará en ponerla, ni las actrices encargarán á París trajes y
sombreros, ni los actores esperarán revelarse en la creación de sus
papeles... Para los autores consagrados, ¡qué enorme responsabilidad
la suya! ¡La obra de las esperanzas, de las ilusiones, la clave
fundamental de una temporada, ó por lo menos de gran parte de la
temporada!... La equivocación de un autor consagrado es la ruina para
una empresa, la desilusión de actrices y actores, el descrédito de
un modisto, la zozobra en muchos humildes hogares de tramoyistas,
acomodadores, etcétera. ¡Legión pavorosa de espectros, presente al
concebir la obra, al planearla, al escribirla!... ¿Esa frase?... no; es
peligrosa. ¿Ese chiste?... ¡tremendo! ¿Ese final?... ¡de poco efecto!
¡Eso es atrevido! ¡Eso no está garantizado por el aplauso! ¡Oh, la
gloriosa inconsciencia de las primeras obras, las que un empresario
recibía con displicente desconfianza!...--Tenemos ahí una obra de
un chico que empieza... Una cosita; no está mal... Allá veremos...
Mientras llega la obra de...--aquí un gran nombre.--¡La obra de la
temporada!
¿Comprendéis el lucido papel que podía hacerse cuando, por azares de
la fortuna, la «cosita» sin importancia pasaba á ser la obra de la
temporada? ¿Comprendéis la grave responsabilidad cuando la obra de la
temporada es... una cosa de mucha importancia, que no le importa al
público? ¿Sabéis de la tristeza de las cumbres, cuando se mira á un
lado ó al otro y todo es cuesta abajo?
¡Juventud, divino tesoro!, más divino porque puede ser derrochado
pródigamente, porque es sólo nuestro... En la vejez, nuestro dinero,
nuestro arte, nuestra vida, todo, ya no es sólo nuestro; hay quien
puede pedirnos cuenta de todo ello... ¿Es posible un artista con
consejo de administración? ¿Comprendéis que, por no soportarlo, pueda
romperse la pluma á lo mejor de la vida, como dirán muchos de los que,
unos por admirar, por envidiar otros, no supieron nunca compadecer al
que vieron en alto?
* * * * *
¡Oh, maestro! Leí vuestra carta, en la que adivino toda vuestra
tristeza. Es la tristeza de Jesús, cuando al aconsejar al joven
neófito que repartiera toda su hacienda entre los pobres, si pretendía
seguirle, vió cómo el joven le volvía la espalda, incapaz del
sacrificio. Así visteis llegar á muchos presuntos discípulos; grandes
admiradores, á los que abrísteis el raudal de vuestro corazón y de
vuestra inteligencia... Y los visteis después alejarse desdeñosos,
malcontentos, murmuradores, porque en vuestra bondad, ellos sólo
buscaban un elogio, un «bombito» en forma de prólogo ó juicio crítico;
de vuestro entendimiento, que se hiciera traición para celebrar
sus errores y sus tonterías, y le ayudáseis al «buen parecer», que
basta para andar entre las gentes... Ellos, como Esaú, vendieron su
primogenitura por un plato de lentejas...
¡Cada vez más solo, maestro¡ ¡Es verdad! ¿Quién no ha sentido esa gran
tristeza de ofrecer lo que mucho valía, y ver cómo ellos preferían lo
de ningún valor?
Ofrece uno toda la vida, y ellos sólo piden una recomendación, un
elogio--algo del momento--. Ofrece uno la verdad de su corazón: ellos
sólo querían una mentira.
* * * * *
Próximo el primer aniversario de la muerte del maestro Chapí, no es
de temer que empresarios, artistas, la Sociedad de Autores, España
entera, en fin, necesiten de mejor estímulo que la proximidad de
esa fecha para conmemorarla de un modo digno. La deuda es grande.
Suspendida quedó, por la muerte, la función proyectada en honor del
maestro; contratiempos de todo género impidieron las representaciones
en esta temporada de _Margarita la Tornera_... Es empeño de honra
vencer á tanta fatalidad, á la misma inexorable de la muerte, que sólo
el amor vence... cuando el olvido no es segunda muerte. Pero ¿habremos
olvidado tan pronto? O ¿será la envidia la única que recuerde? Cosa
sería entonces de admirarla como una virtud, si ella sola logra vencer
á la admiración y al cariño de cuantos decían admirar y querer al gran
artista, al hombre honrado, al que, en tierra de bien nacidos, no es
posible que hubiera dejado una sombra de odio ni de envidia.


XI

Pasó Marta Regnier con su compañía y su ligero repertorio, por el
escenario de la Comedia, sin dejarnos honda emoción de arte ni de
belleza. Nos sentimos un poco orgullosos, porque ni actores ni autores
españoles podíamos temer la comparación. Sólo envidiamos lo selecto
de la concurrencia y sus manifestaciones de agrado, no tan fáciles de
obtener para los de casa.
Marta Regnier es... un bonito artículo de París; de esos que entre
directores de teatro, autores y críticos suelen fabricar allí para
admiración de provincianos y de extranjeros. Además, en París les
parece joven, y lo es, comparada con Sarah, la Bartet, la Rèjane, la
Hayding y demás grandes estrellas del Teatro francés, admirable museo
de antigüedades.
Los actores franceses tienen el defecto general de ser demasiado
actores. Todo es estudio y composición en ellos. No os sorprenderán
nunca con una incorrección, con un desentono. En las actrices es
también defecto empachoso que siempre han de parecer _cocottes_. Sólo
Mme. Bartet y Mlle. Reichenberg han tenido aires de gran señora y de
señorita en la escena. Algo también la Brandés, y en la extraordinaria
Sarah, el arte supremo lo idealiza todo, dándonos la sensación, como
dijo Lemaitre, de una mujer extranjera en todas partes, una mujer
de raro exotismo, que viene nadie sabe de dónde y vuelve á otra
región que ignoramos. Las demás, la _cocotte_, la eterna _cocotte_,
creación artificial de una literatura dramática que necesita para sus
combinaciones, figuras femeninas convencionales, como lo fueron la
cortesana del teatro latino y la dama de nuestras comedias del teatro
antiguo.
Al mismo género pertenecen la _jeune fille_ de los ingenuos descocos,
la casadita de los peligrosos _flirts_, la divorciada andariega y la
viudita joven y experimentada de casi todas las comedias francesas
modernas. Triste idea darían de una sociedad, si no supiéramos que el
teatro fué siempre, en arte, la última y más irreductible trinchera de
lo falso y lo convencional. Ni Francia, ni París mismo, ni su sociedad,
ni sus mujeres, ni sus maridos, son eso ni pudieran serlo.
Consolémonos, con la imagen falseada que sus escritores nos ofrecen, de
la que suelen presentar de nosotros. No es extraño que se equivoquen al
hablar de lo ajeno, los que se equivocan al hablar de lo propio.
* * * * *
Más que nuestros actores y nuestros autores de los extranjeros,
tendría que aprender nuestro público en cuanto á consideración y
respeto al espectáculo y á los espectadores. En una de las últimas
representaciones de _El oro del Rhin_ era materialmente imposible
enterarse de la obra, salvo en la parte visible. ¡Y habrá quien diga
que la música de Wágner es estruendosa! Sí, sí: ¡ya pueden echar los
compositores trompas, timbales, bombos y platillos á competir con la
graciosa cháchara de los abonados! ¡Y se tendrán por muy distinguidos!
No saben que lo más distinguido es... tener educación y que si entre
todo el numeroso público hubiera un solo espectador, uno sólo, que
hubiera pagado por oir la ópera y no por contribuir á la general
algazara, ese solo espectador merece el silencio de todo el público;
no hablo ya de los artistas y de la obra. Pero ¡sí!, este es el país
de: «Para eso hemos pagado, para estar como nos convenga.» Váyase
la poca educación de los que charlan, por la exagerada de los que,
habiendo pagado para oir la ópera, no protestan ruidosamente y en
cualquier forma de la mala educación de los charladores. A descortesía,
descortesía y media. Nunca estaría más justificada. En ningún teatro
del mundo se toleraría cosa semejante. ¡Y esa es la gente que viaja
por el extranjero! Verdad es que cuando viaja va á los circos, á los
_music-halls_. ¡Lástima de dinero, que estaría tan bien empleado en los
que no se atreven ni á respirar, allá en el paraíso!
* * * * *
En _Juventud de príncipe_, traducción de la comedia alemana _Alte
Heidelberg_, hay algo que desconcierta al espectador y, sobre todo, á
la espectadora, en nuestro público: las relaciones del príncipe y de
Catalina, camarera de una cervecería.
Cuestión de latitud y de razas. Un público latino ¡el latino es pillín!
no comprende ese buen amor que tiene tanto de buena amistad. Aquella
muchacha sencilla quiere y se deja querer sin hablar de matrimonio, ni
de honra... ni siquiera de dinero. ¿Qué especie de mujer es ésta?--se
diría más de una espectadora.--¿Es buena? ¿Es mala? Es tonta, por de
contado. Grave defecto en una mujer. Nuestras mujeres no temen nada
tanto como pasar por tontas. ¡Así es tan raro que las engañe nadie!
A buen seguro que un príncipe latino, ¡qué un príncipe!, cualquier
muchacho de regular posición, no encontraría una ganga como la moza de
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