De Sobremesa; crónicas, Cuarta Parte (de 5) - 8

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uno de los indignados. Poca aprensión será decir lo contrario de lo que
se siente, sobre todo si es por alguna consideración interesada. Y
por Goya, pueden ustedes creerme, no tengo antipatía personal ninguna;
todo lo contrario, su persona, su vida, sus obras me son igualmente
simpáticas. Le admiro hasta cuando pintó la alegoría _Salutación al rey
José_, que esa sí que no me negarán los más admiradores del castizo
pintor que está pintada, como sentida, á la francesa.


XXXIV

Nunca he rebatido censuras á mis obras, en lo que á ellas y á mi
persona particularmente se ha referido. Más veces he sido tentado de
rebatir elogios excesivos. Pero cuando se trata de algo que puede ser
de interés general para el público y para otros autores, creo que bien
se puede discutir sin acritud y sin soberbia.
De _La losa de los sueños_ se ha dicho que era una obra pesimista.
¿Pesimista? ¿Por qué? Cierto que su desenlace no es de esa alegría toda
exterior que suele ser la más apetecida. Pero es de fortaleza y temple
espiritual, es de triunfo sobre el instinto, que, por una satisfacción
pasajera, nos hace olvidarnos de nuestra responsabilidad y de las
consecuencias de nuestra ligereza. ¿Pesimista una obra en que la mujer
que pecó por amor y por confianza, tal vez porque no se creyera que su
desconfianza era cálculo interesado, acepta las consecuencias de su
falta y consagra toda su vida al amor de su hijo? ¿Pesimista una obra
en que el hombre que amaba á esa mujer perdona la falta, ofrece al
hijo y á la madre nombre y cariño, y si no llega á hacerla su esposa
es porque no está seguro de poder librarla de la miseria y del dolor?
Si esto no es idealismo, si esto no es optimismo, confieso que he
perdido la noción de lo que sean. ¡Ah! ¡Los pesimismos con amarguras!
¡Qué distinto hubiera sido el cuadro y el desenlace de la obra sin
falsificar para nada la realidad! Para todas las amarguras y las
tristezas de la obra he tenido modelos vivos; sólo para la bondad y la
grandeza de alma he tenido que poetizar. He respetado la figura de la
madre que no se ensaña en la hija perdida. Un buen amigo me lo decía
antes del estreno: «Con la madre no se ha quedado usted corto». Y, en
efecto. ¡He conocido algunas en ese caso!...
En cuanto á la tendencia moral de la obra, sólo un periódico,
considerado por la voz pública como inspiración de determinada
institución religiosa, ha puesto graves reparos á su moralidad. Mi
sorpresa ha sido grande, porque he de confesar que, por primera vez
en mi vida, atento á los intereses de la empresa, y deseoso de no
tropezar con esos reparos, antes del estreno sometí la obra al examen
de un docto padre de dicha institución, cuyo nombre no he de revelar,
quien no sólo no halló en ella nada contra la Religión y las buenas
costumbres, sino que la conceptuó como obra de elevada moralidad y
de saludable advertencia y ejemplo. Por lo visto, no reina la mayor
uniformidad de pareceres en la religiosa institución de referencia.
Deseoso también de no molestar á nadie, ni con la inmoralidad, mi
conciencia estaba tranquila con el visto bueno de tan docto religioso;
pero vi el ambiente tristón de la obra é indiqué á la empresa del
teatro de Lara la conveniencia de que no se representara en los días
de abono aristocrático. Así se dispuso, y sólo á ruego de los mismos
abonados se representó ante el abono, sin la menor protesta. Esto
indica que el censor estaba en lo cierto. Nadie más enemigo que yo de
escandalizar con obras ni con acciones. Nunca defenderé mis obras como
obras literarias, pero sí como obras de moralidad intachable. Si en
alguna hay algo que, en apariencia, puede parecer pecaminoso, no soy yo
quien habla: es algún personaje, de cuya moralidad no soy responsable.
Tengo por costumbre dejar expresarse á los personajes de mis obras
según su carácter y temperamento. Por desgracia, estos malos personajes
son los que hablan más verdad siempre. ¡Sólo Dios y mi conciencia
artística saben lo que hay que mentir cuando se quiere moralizar!
* * * * *
La ignorancia de un daño puede ser muy cómoda y muy optimista--aquí
del optimismo;--pero nunca es provechosa. Tal vez retarde el remedio y
no lo haya cuando nos demos cuenta de la magnitud del mal. Por cartas,
por referencias particulares, sabemos que en Méjico se manifiesta de
modo ostensible el odio á España y á los españoles. ¡Oh, Congresos
hispano-americanos! ¡Oh, amables tópicos de maternidad y fraternidad
en discursos y brindis elocuentes! Diariamente aparecen en las calles
rótulos insultantes y despectivos: «¡Muerte á los gachupines! ¿Quién
quiere carne de gachupín muy barata?» Y otros por este orden y de este
elegante aticismo.
Sabemos que para los españoles se ha hecho la vida intolerable. Hasta
en las revistas de toros transciende esta animosidad injustificada.
Los toreros españoles tienen que atarse muy bien la taleguilla para no
verse expuestos á ser insultados. En una corrida tuvieron la desgracia
de ser cogidos algunos de ellos, y un periódico proponía nada menos
que la expulsión de las plazas y del territorio de los toreros que se
dejaban coger por torpes.
No puede creerse que estas y otras manifestaciones menos visibles de
hostilidad expresen el general sentir del pueblo mejicano, sobre todo
de las personas sensatas y cultas; pero ¡ay! como éstas son la minoría
en todas partes, bueno será que no desatienda el Gobierno español y
su representación diplomática en Méjico lo que todo esto significa,
sus causas y sus remedios. Si fuesen circunstanciales y políticas,
no será difícil dar en la causa y atender al remedio. Si fueran más
fundamentales deber es de todos estudiar lealmente dónde está la culpa
y dónde ha de estar la enmienda.
Son muchos los intereses materiales y morales de España en Méjico para
no preocuparnos de este estado de opinión actual, y es de esperar que
pasajero.
Cierto que del amor de la América española por España vivimos en plena
ilusión. Pero de la ilusión á la simpleza, hay todavía una buena
distancia, que conviene salvar con algún conocimiento de la verdad.


XXXV

A tiempo está España de satisfacer una deuda de honor. Nadie, entre
los escritores españoles, merece el premio Nobel como D. Benito
Pérez Galdós. Pero el premio de este año ya está concedido al belga
Maeterlink. Hagan el Gobierno español y cuantos puedan, cuanto esté
en su mano para que el premio del año próximo sea para Pérez Galdós.
Sea el premio Nobel la coronación del homenaje nacional, que debe
anticiparse, porque no estaría bien que confiáramos al extranjero el
pago de una deuda nacional. Y sea el homenaje todo lo práctico que
pueda ser, sin que dejemos de poner en él toda nuestra alma.
Yo deploro, aunque lo haya agradecido, que un distinguido escritor, á
quien ni siquiera conozco personalmente--y hago esta salvedad porque
hay gente capaz de creerlo todo,--se haya acordado de mi nombre como
candidato al premio Nobel. Tengo conciencia de mi significación para
alejar de mí esas pretensiones. No quisiera, por eso, que alguien
juzgara mis palabras forzada cortesía. Cuantos me conocen, cuantos me
hayan oído, saben cuánta es mi admiración por el que he proclamado
siempre como maestro. En sus novelas aprendí á escribir comedias, antes
que en modelos extranjeros, por los que se me ha juzgado influído.
Yo he leído las novelas de Galdós antes que las de Julio Verne, antes
que las de Dumas, antes que _Robinsón_ y antes que los cuentos de
hadas, lecturas obligadas en la niñez y en la mocedad. Mi padre, gran
admirador del novelista, puso en mis manos sus libros cuando yo era muy
niño. ¡Cómo no ha de ser el primero en mi admiración! ¡Cuántas veces
me habré peleado, yo que no me tengo por patriotero, con algunos que
lo eran en cosas sin importancia y no podían tolerar que yo estimara
á nuestro gran novelista como superior á Dickens, á Balzac, á Daudet
y á Zola! ¡Cuántas veces habré sostenido que, con ser nuestro mejor
novelista, era también nuestro mejor autor dramático!
De haber nacido en cualquier otro país del mundo, el estudio crítico
de sus obras, de los personajes que figuran en ellas, de los lugares
que en ellas se describen, completísimo mapa moral de España, formarían
una copiosa biblioteca, como los libros dedicados á Shakespeare y á
Dickens, en Inglaterra. Habría ediciones á todo lujo de sus obras, y
ediciones populares que podría adquirir todo el mundo.
¡Dichosos los pueblos grandes y fuertes que agrandan con su poderío la
gloria de sus hijos! ¿Comprendéis la diferencia que hay entre decir:
Shakespeare es inglés, á decir: España es la patria de Cervantes?
* * * * *
Y Pérez Galdós no es rico. Y dirán muchos hombres prácticos: ¿Cómo
es eso? Sus obras deben haber producido un dineral. Sin duda. Un
dineral para mucha gente que no ha necesitado perder su tiempo en
escribirlas. Porque el escribir pide mucho tiempo, y el tiempo es
dinero, como dicen los ingleses. ¡Ah! ¡El dinero de la literatura!
El público empieza á contarlo desde la hora de la celebridad. ¿Y los
primeros libros? ¿Y los años en que hay que luchar con la indiferencia
del público, el desvío de los editores y la cuquería de los que
saben mostrarse generosos, cuando todo se agradece ante la general
indiferencia? Dinero que tarde llega, pronto pasa, como suele decirse.
Y así es el dinero de la literatura.
Pues bien; es preciso que el dinero, por una vez siquiera, se haga
romántico, idealista, expresión palpable de la gloria. Los españoles
hemos estado cobrando crecidos intereses, en páginas gloriosas que nos
han hecho pensar y sentir hondamente, de una deuda que no hemos pagado.
Es empeño de honor nacional satisfacerla.
* * * * *
La empresa del teatro Real, de acuerdo con la naciente Sociedad
Wagneriana, ha dispuesto que los miércoles sean dedicados á la
representación de óperas de Wágner. Son noches de alivio para la
empresa y de luto riguroso para Wágner y para los wagneristas, si
continúan como han empezado. Una descolorida interpretación de _El oro
del Rhin_ y una lastimosa representación de _La Walkyria_, han sido,
hasta ahora, el homenaje al músico inmortal.
Yo no sé en qué teatro de drama, ó de comedia, ó de opereta, ó de
género chico, hubiera tolerado el público tan pacientemente una cosa
tan desdichada como la representación de _La Walkyria_. ¡Y aun dicen
que el público de nuestro teatro Real es de los más severos del mundo!
No hay Jurado de crimen pasional que sea más benévolo. ¡Qué dioses
y qué diosas! ¡Qué walkyrias! Aquello era un tejado por foso. La
orquesta, dirigida por ese admirable metrónomo que es el maestro Rabl,
tan fría y tan desapasionada como la batuta ordenaba. Los cantantes
desafinaban en frío, que es el modo más triste de desafinar; pero la
orquesta, ni en frío ni en caliente. No hay cuidado. Las walkyrias
cabalgaron al paso; todo lo más, á trote cochinero.
Si ese es todo el homenaje á Wágner y eso es todo lo que la empresa
del Real ofrece como obsequio á la Sociedad Wagneriana, habrá que
decir, como el corregidor al padre de la bolera que daba satisfacción
al público por ciertos ademanes descompuestos de su hija, y al
explicarlos, soltó una palabra más inconveniente que los ademanes de la
niña: ¡Basta! ¡Que no dé más satisfacciones!


XXXVI

Algunas señoritas estudiantes se quejaron de que sus compañeros
masculinos las habían tratado con cierta desconsideración, que no era
por ningún modo en menosprecio del sexo, como suele apreciarse en
veredictos judiciales, más bien todo lo contrario. Algunos escritores,
y en particular una vehemente escritora, afearon, en artículos llenos
de indignación, la conducta de los estudiantes. Estos, por su parte,
protestaron contra las quejas de sus compañeras, por juzgarlas
infundadas, y doblemente contra la indignación de los escritores, que
de tanto extremar su agradecido papel de paladines de damas, venían á
parar en ponerlas de vuelta y media en la parte más noble y elevada
de la feminidad: en la de madres. De suerte que, al arremeter contra
el sexo fuerte, era el débil el que venía á pagar de rechazo. Esto me
recuerda á un amigo mío que, refiriéndole en cierta ocasión cómo un
sujeto había insultado á su propia madre de muy mala manera, exclamaba
indignado:--¿Qué me dice usted? ¡Que ha insultado á su madre, ese hijo
de!...--Y aquí ponía un calificativo con el que quedaba la pobre señora
peor parada que con todo cuanto su hijo hubiera podido decirla.
Yo no sé si, en efecto, algún estudiante se habrá propasado algún
día con alguna de sus compañeras; es muy difícil apreciar lo que se
entiende por propasarse, concepto puramente subjetivo, como la poesía
lírica. Vaya porque alguna expansión masculina haya podido alarmar
el pudor femenino. Las horas de estudio no son horas de galanteos,
dicen los estudiantes. ¡Ay! Este es el error. En contacto hombres y
mujeres, no es posible otra cosa. Este será el eterno obstáculo de
la coeducación. O las compañeras estudiantes serán desgraciadillas,
y en ese caso, ¿cuánto va á que no agradecen la indiferencia de sus
compañeros?; ó si algo valen, no hay remedio, con mejores ó peores
formas, han de sentir á su alrededor el resoplido del deseo excitado á
su paso.
* * * * *
Habrá quien diga que esto es sólo entre los meridionales; que en los
países del Norte esto de la coeducación y de la comunicación frecuente
entre los dos sexos se lleva mucho sin riesgo y sin ofensa de nadie.
Convengo en ello. En los países del Norte parece otra cosa, porque es
de otra manera. La manera es todo.
Me hallaba yo una vez en Tánger y llegó al hotel una lucida compañía
de jóvenes ingleses, muchachos y muchachas, amigos todos, que viajaban
en sociedad, sin padres ni madres las jóvenes, sólo autorizadas por
dos ó tres señoras de compañía. ¡Qué inglés es esto!--me decía yo.--En
España no podría hacerse. ¡Cualquiera echaba por esos mundos á sus
hijas, acompañadas de tantos muchachos jóvenes y bien parecidos, sin
más vigilancia que la de unas ayas aburridas!
En efecto, pronto me convencí de que hombres y mujeres son lo mismo
en todos los climas y latitudes. Lo que cambia es la manera, el
procedimiento. Los meridionales tenemos la endiablada costumbre de
unir la acción á la palabra. Nos gusta que nos expliquen y explicar
todo lo que se hace. Así, en el teatro, sale una guapa mujer y no nos
contentamos con que se presente, más ó menos vestida, á recitarnos
alguna fábula candorosa ó á cantarnos alguna canción delicada y
poética, todo lo cual nos permitiría recrearnos en sus encantos físicos
con el pretexto de que asistimos á un espectáculo moral y hasta
instructivo. Espectáculo de Arte, como dicen por ahí á los cuadros
plásticos. Reproducción de cuadros y estatuas de los grandes Museos del
mundo. Ya ven ustedes si todo esto se presta á muy agradables vistas,
como quien no hace nada de particular.
Pues, no señor; los meridionales no nos contentamos con recrear la
vista; es preciso que al exhibirse la señora, vestida ó desnuda,
explique su argumento en alguna relación muy expresiva, ó en canciones
de doble sentido ó de un solo sentido. Así no es posible engañar á
nadie. Los pueblos del Norte ven mucho más que nosotros, pero no oyen
nada de particular.
Aquellas inglesitas y aquellos inglesitos del hotel de Tánger, con
el pretexto de juegos infantiles de la mayor inocencia, se daban
cada sobo por aquellas galerías del hotel y por todos los rincones
y divanes, que ¡ríanse ustedes de nosotros, pobres meridionales!
Pero allí no se oía nada que tuviera la menor relación con lo que se
hacía. Aquí no puede ser; al achuchón precede siempre el comentario,
al pellizco sigue el chillido, que no deje lugar á dudas sobre la
intención y el lugar.
Allí, hasta los besos ¡y granizaba! parecían la pura inocencia. Aquí,
hasta las miradas parecen mordiscos. La manera es todo. ¿Para qué se ha
inventado tanto gracioso _sport_ en los países del Norte? Para exhibir
pantorrillas y biceps, para correr unos detrás de otros, y tropezar,
y caer, y revolcarse por el suelo; pero sin más comentarios que los
pertinentes al juego. En cuanto se oyera un suspiro anheloso ó un «¡Sí
que está usted bueno!», se deshizo el encanto.
* * * * *
Por estas y otras razones, la coeducación no será nunca posible en los
países meridionales. Aquí todo es cantar juego, y el toque está en que
el juego vaya por un lado y la canción por otro.
Si las muchachas y los muchachos españoles fueran capaces de retozar
con la corrección que aquellos jóvenes ingleses, no habría ningún
inconveniente en que viajaran juntos y solos y se coeducaran á todas
horas.
Estoy seguro de que ninguna de aquellas lindas inglesitas tendría que
lamentar un percance. ¡Oh! Se advertía de sobra que la coeducación no
tenía secretos para ellas.


XXXVII

Con motivo del concurso abierto por un empresario de Buenos Aires, para
premiar varias zarzuelas en uno ó dos actos, han vuelto á protestar los
noveles por haber sido excluídos del concurso. La protesta, en este
caso, es muy natural, aunque no puede tener mucha fuerza, por tratarse
de una empresa particular que, en uso de su perfecto derecho, convoca
al concurso á quien mejor le parece. Otra cosa sería si de un concurso
oficial se tratara, ó de teatros subvencionados por algún Gobierno.
Esta cuestión de los noveles será siempre difícil de resolver
á gusto de todos. Sucede con los noveles lo mismo que con los
liberales. No pueden serlo más que en la oposición. En cuanto pasan
á ser gobierno dejan de ser liberales. Es principal deber de un
Gobierno el de sostener el orden social; por muchas que sean las
libertades concedidas y las reformas implantadas, todavía habrá
gentes más avanzadas, más radicales, á quienes todas ellas parezcan
insignificantes. Reducida la legalidad á la mínima expresión de fuerza
restrictiva, siempre habrá rebeldes y descontentos mal hallados en esa
estricta restricción.
Del mismo modo, en cuanto un novel logra estrenar una obra, ya deja de
ser considerado como novel por sus mismos compañeros de la víspera, ya
empieza á ser combatido como un consagrado. Cuando todos los noveles
dignos de ser conocidos llegaran á serlo, siempre quedarán los que se
creen tan dignos de serlo como los otros. Siempre habrá descontentos y
mal avenidos. Todo ello, sin duda, es necesario para la mejor armonía
del mundo, formada, en apariencia, de discordancias, como gran parte
de la música moderna. Tal vez todo no sea más que música en el mundo,
hasta llegar á la suprema armonía del silencio infinito.
Cuando el espíritu en hora de serenidad ha llegado á penetrarse de ese
gran silencio, ladridos y vocinglerías suenan á cánticos celestiales.
* * * * *
No hay duda que, sin los rebeldes, el mundo no hubiera progresado gran
cosa. Todo el que ha hecho algo de provecho en el mundo se ha visto
precisado á perturbar la tranquilidad de su familia, tal vez la de su
patria, tal vez á toda la humanidad.
Los mismos santos perturban la vida familiar á la misma Iglesia en
ocasiones. Recuérdese los graves disgustos que San Francisco de Asís
ocasionó á su padre. El mismo Jesús tuvo en continuo sobresalto á su
amantísima Madre, desde que, muy niño aún, se perdió y fué encontrado
en el templo, entre los doctores, hasta el trance doloroso del Calvario.
La rebeldía tiene precedentes gloriosos; no es extraño que se vea con
simpatía.
En España han sido muchos los príncipes rebeldes, y todos ellos
perduran en la historia con resplandores de leyenda. Hermenegildo,
santificado; Sancho el Bravo, el príncipe de Viana, el príncipe D.
Carlos, tan esclarecido por historiadores, poetas y autores dramáticos,
que entre él y D. Juan de Austria se han llevado toda la claridad del
reinado de Felipe II, y para este rey sólo ha quedado la sombra más
tenebrosa. Hasta Fernando VII, cuando era príncipe de Asturias, tuvo su
hora de poesía como rebelde.
Entre príncipes extranjeros abundan también los poéticos ejemplos,
desde la antigüedad hasta nuestros días.
En estos últimos tiempos, feministas por excelencia, las princesas se
han llevado la palma en la historia, que no es todavía más que crónica
escandalosa, de las rebeldías.
Han sido muchas y muy ilustres las princesas que han lanzado su diadema
por encima de los molinos.
Los periodistas republicanos, los caricaturistas, los autores de
cancioncillas y de revistas de París, ya se relamían de gusto con la
esperanza de haber hallado un tema con que remozar sus inspiraciones.
Por fortuna, pocas veces fué la actualidad tan efímera.
En lo que tiene de actualidad el asunto, los comentarios serían ya
irrespetuosos. Contra lo que creen los avanzados en ideas políticas,
una mujer no es menos respetable por ser princesa.
Y en nadie son tan disculpables los errores como en los príncipes.
Nadie les dice la verdad. Los amigos celebran sus equivocaciones por
adulación; los enemigos por conveniencia.
Pero hay un modo seguro de acertar para los príncipes, y quizá para
todos: hacer siempre lo contrario de lo que sería nuestro gusto. Al
principio molesta, después acaba por agradar, y entonces es ocasión
de volver á contrariarnos; porque hasta la virtud, cuando empieza á
agradarnos, está en camino de no ser virtud. Es doctrina de nuestros
místicos, tan provechosa, por lo menos, como la filosofía de Kant,
aunque adorne menos.
* * * * *
En menos de un año han dado cima los hermanos Quintero á su noble y
generosa empresa de levantar en Sevilla un monumento á Bécquer.
Yo no sé si esta obra de los aplaudidos autores será también discutida.
Todo es de esperar en los tiempos de confraternidad que corren.
Ya sé que algunos escritores de provincias suponen que aquí tenemos
establecida una Sociedad de bombos mutuos. No será una, sino varias, y
en oposición constante; porque yo no sé que seamos más de tres ó cuatro
los escritores que nos profesamos franca y leal amistad, y no somos
ciertamente los que más andamos elogiándonos unos á otros.
Pero á tal extremo hemos llegado que, no ya de bombos mutuos, de justa
y legítima defensa, habrá que formar Sociedades.
En esta ocasión, no es que nadie haya censurado á los hermanos
Quintero. ¡No faltaba otra cosa! Pero hay silencios tan malignos como
las censuras. Callar del bien es mil veces peor intencionado que decir
del mal.


XXXVIII

Que el concepto de la moralidad varía con las latitudes y los tiempos,
ya lo sabíamos. Sobre todo, siempre que por moralidad se entienda algo
que no pasa de ser conveniencias sociales, y justamente por lo que
tienen de _conveniencias_, la sociedad ha querido elevarlas á preceptos
morales. La verdadera moral está sobre estas conveniencias.
Lo que nos desconcierta un poco es que el concepto de la moralidad
varíe de un distrito á otro, sin más imperativo categórico que el
criterio de un delegado ó inspector. Y esto es lo que sucede con los
salones de variedades y teatros del género chico.
En unos se prohibe lo que en otros se consiente. Aquí se escandaliza
la autoridad por todo y más allá no se escandaliza por nada. Los
empresarios, los directores y los artistas no saben á qué moral
quedarse.
El autor de la parodia de _Lirio entre espinas--Chumbo entre
jazmines_--ha tenido la mala suerte de estrenar su obra en uno de
los distritos comprendidos en la zona moral más rigurosa. Su obra ha
padecido persecuciones sin cuento y, por fin, ha desaparecido de los
carteles.
El autor apela á mi testimonio en defensa de su obra. Como para mí no
hay nada más injusto que la justicia desigual, digo y declaro que nada
vi ni oí en dicha parodia que justifique ese rigor excepcional.
Pero es posible que yo esté equivocado. En un periódico de los que
celebraron siempre cualquier obra en que frailes ó curas salieran
malparados, he leído la más enérgica protesta contra la obra. En
cambio, un periódico de los más conservadores y respetuosos con la
clerecía, se limitaba á celebrar la gracia de la parodia sin la
menor protesta. Es para perder los papeles de la moralidad, y no es
extraño que los delegados no logren ponerse de acuerdo en punto en que
discrepan los filósofos.
Desde ahora habrá una moralidad en el Centro, otra en la Latina, y así
en cada distrito y aun en cada calle.
Un empresario dirá á una cupletista:--¡Mucho cuidado con lo que se
canta, que aquí no está usted en el Hospicio!--Y otro dirá:--Aquí cante
usted lo que quiera, que estamos en la Inclusa.
¿Dónde hallar el definidor que nos unifique el concepto de la moralidad?
Mal ha de ser mientras sean los delegados y no el público los que hayan
de definirla.
* * * * *
Pues no es tan triste que la moralidad vaya por distritos, como que la
piedad, fundamento de la moral, según Schopenhauer, vaya por partidos
políticos.
Y parece ser, como la libertad se hizo en tiempos conservadora, que la
piedad se ha hecho ahora revolucionaria.
Aunque lo que se ha hecho más que nada, en esta ocasión, es inoportuno.
Verdad es que tan inoportunos como los compasivos han estado los
crueles, y ni éstos han debido azuzar á la justicia para que fuera
inexorable en su fallo, ni aquéllos conmover su serenidad con
llamamientos que, en ciertos casos, pueden parecer amenazas. Todo
ello es perturbar el ejercicio de las leyes. Unos y otros han debido
callar mientras la justicia sentenciaba. La compasión y la crueldad,
disfrazadas con sed de justicia, han sido por igual indiscretas. Ante
todo, ha debido respetarse á los jueces.
Después, era llegada la hora de unirnos todos en la compasión, que debe
alzarse siempre majestuosa: por algo es el más alto atributo de los
reyes sobre la justicia de los hombres.
No hay delito, por horrible que sea, en que no tengamos todos una
parte de responsabilidad; volvamos algo de esa justicia inexorable
sobre nosotros mismos, para corregir en lo que podamos nuestra vida, y
vaya toda nuestra compasión al delincuente; pero como sentimiento de
humanidad, no como idea política. Que al decir al que delinquió: «Te
perdono», vea en nosotros al hermano, no al correligionario.
Que las manos que se tienden implorantes no parezca que se alzan
amenazadoras, porque, ante la amenaza, hasta el perdón pudiera parecer
cobardía, y bien está que la justicia ceda á la compasión, pero no al
miedo.
* * * * *
La empresa del teatro de Romea ha dignificado por unas horas el género
de variedades. Una sesión entera sin groserías. Tórtola Valencia con
sus danzas, graciosas evocaciones de arte. Música selecta, vistas
cinematográficas agradables, público... público que lo llevó todo con
paciencia, menos la Quinta sinfonía de Beethoven. No se puede cargar la
dosis en la primera toma. Pero todo se andará. El género ínfimo puede y
debe dignificarse. Sobre todo ahora que los teatros de género chico van
perdiendo todo su atractivo: el de ser baratos y el de que sus obras
fueran chicas. Profundo error del que volverán pronto las empresas.
Como volverán pronto del abuso de obscuridad. Es mucha obscuridad. Esta
noche que Wágner impuso en su teatro, y que el _snobismo_ universal
ha aceptado como condición indispensable para admirar, empieza á ser
ridícula y sigue siendo perjudicial para la vista. No sé por qué ha de
escucharse á Wágner á obscuras--¿será un símbolo?--cuando á Beethoven y
á Bach se les escucha á toda luz en los conciertos. Y pase con Wágner,
aunque ya es pasar toda una ópera atormentando la vista para brujulear
lo que pasa en la escena; pero como hasta los gatos quieren zapatos, ya
no hay piececilla ni esperpento que no pretenda fijar la atención del
espectador con este recurso.
Los oculistas y los ópticos deben de estar en grande con los
espectáculos modernos.


XXXIX

Las tiendas de juguetes son en vísperas de Reyes el verdadero paraíso
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