Cosas que fueron: Cuadros de costumbres - 12

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cura que me bautizó y de mis once amas; al que sigue, en el orden de
estos recuerdos casi fantásticos, á aquellos músicos de la capilla de la
catedral, que casi todas las noches iban de concierto y jolgorio á mi
casa, convidados por mi buen padre; al que roturó, digámoslo así, la
tierra virgen, y luego mártir, de mi inteligencia y de mi memoria, y
echó, en los surcos abiertos por la palmeta y las disciplinas, la
primera simiente de los llamados conocimientos humanos; á mi único
maestro oficial de lectura, escritura, cuentas, religión, geografía y
demás cosas que diré en su lugar oportuno; al ilustre SARGENTO CLAVIJO,
en fín, que santa Gloria haya, y que de seguro estará en ella, no diré
de patas ó á pié, pues esto no le satisfaría, pero sí á caballo, como
Santiago y San Jorge; que tal fué siempre su postura favorita en este
planeta de tres al cuarto, que llamamos mundo.
Paréceme que lo estoy viendo..., no á caballo precisamente, pues yo lo
conocí ya apeado, sino paseándose sobre los ladrillos de la escuela,
como un rey sin trono, y alguna que otra vez en burra, camino de su
viña... Era á la sazón más paisano que militar y más eclesiástico que
lego... Había llegado á mi muy amada ciudad natal (Jaen), en los últimos
años del Rey Absoluto, desempeñando el cargo, casi siempre honroso, de
mayordomo de un señor Chantre; y, por muerte del tal Prebendado, heredó
aquella viña, un olivar y algunos maravedises, con los cuales puso la
escuela... Antes de mayordomo, cuando el Dignidad era todavía simple
Canónigo de Leon, Clavijo había desempeñado otra escuela en Astorga, en
la Roma de los maragatos...--Constaban documentalmente su nacimiento,
bautismo y confirmación, verificados en no sé qué villa de Asturias, así
como que había hecho toda la guerra de la Independencia, y llegado,
desde humilde ranchero, á sargento segundo de caballería... Tenía una
hermosa cicatriz en la frente y, al pecho, la cruz de yo no sé qué
cosa... Los mismos conocimientos culinarios que le proporcionaron la
plaza de ranchero de su escuadrón debieron de elevarlo, andando el
tiempo, á la mayordomía del capitular, hombre que se cuidaba hasta
cierto punto; pero lo que aún no he podido averiguar ni discernir es en
virtud de qué conocimientos de otra especie fué maestro de escuela dos
largos periodos de su vida... Decíase, por último, que en Leon estuvo
casado siete meses con una antigua sobrina del Chantre, la cual murió de
parto, anticipado según los amigos de su merced, y muy de tiempo, según
los enemigos...
Paréceme que lo estoy viendo (vuelvo á decir)... Había nacido en 1788,
como lord Byron, y, por consiguiente, tenía cincuenta años cuando á mí
me pusieron en su escuela. Érase alto, y recio, aunque no gordo, y su
rostro, atezado y vulgar, resultaba grave, y hasta digno, merced á una
larga y porruda nariz, de las llamadas borbónicas, y, sobre todo, á un
enorme tupé entrecano que hubieran visto con envidia Larra, Martinez de
la Rosa y demás elegantones de aquel tiempo. Su vestimenta en la clase,
desde el día de San Antonio hasta el de San Miguel, reducíase á un
cumplidísimo pantalón de hilo oscuro que le llegaba hasta cerca de la
barba, colgado de los hombros por medio de dos tirantes de vendo, y
provisto de un ámplio portalón, del tamaño y forma de aquella compuerta
que comunica algunos comedores con la cocina, y que se baja, á guisa de
mesa, para servir las viandas con mayor comodidad y más calientes... Y
digo que su traje se reducía al tal pantalón, porque en verano andaba
siempre en mangas de camisa y sin chaleco, aunque sí con la clásica y
descomunal corbata de ballena, que entonces era de rigor y que, á mi
juicio, sugirió á los criminalistas la idea de sustituir la horca con el
garrote. En invierno vestía otro pantalón por el estilo, de paño de
Ohanes; chaleco de seda, rameado, de vivos colores, y levita negra, muy
alta de cuello, muy larga de faldones y muy estrecha de mangas, aunque
no de puños. La corbata era siempre igual, y como inamovible; tanto, que
yo creo que dormía con ella. Usaba en todo tiempo recias botas negras de
alto cañón, que lucía mucho, por llevar constantemente doblados los
perniles de los pantalones, y no recuerdo haberle visto nunca, en
ninguna estación, sitio ni hora, sin un pañuelo de los llamados de
hierbas, de vara y media en cuadro, echado sobre el hombro izquierdo á
manera de alforjas, tal vez porque no había ni podía haber bolsillo en
que cupiese tan hermosa pieza.--No fumaba el antiguo sargento; pero sí
tomaba mucho polvo, y, cuando se sonaba las narices, parecía que se
hundía el mundo, y todos los muchachos quedábamos inmóviles como
soldados que oyen la voz de _¡firmes!_: ¡tal estruendo hacía el santo
varón! Su voz era también estentórea, aunque descubría, en los raptos de
furia, alguna que otra nota de vieja. Tenía afeitada toda la cara,
excepto el comienzo de las patillas. Pisaba muy ruidoso, á causa de los
grandes clavos que orlaban las suelas de sus botas, y ufanábase de no
gastar antiparras ni haber tenido nunca sabañones. En cambio, tenía en
los piés todo un almanaque de callos, que le anunciaban las mudanzas
atmosféricas con tres días de anticipación, y cierta quebradura ó hernia
inguinal (_quebrancia_ le llamaba él) equivalente á un termómetro, un
barómetro y un higrómetro, instrumentos que no le eran conocidos, y que,
áun en el caso de conocerlos, no le habrían librado de tener la hernia.
Conque vamos á clase; es decir, estudiemos á nuestro hombre en el pleno
ejercicio de su magisterio.

II.
Pasábamos de ciento veinte los _jóvenes amables_ que nos dirigiamos por
aquel camino al _templo de Minerva_.--Costaba una peseta al mes á los
pudientes y dos reales á los pobres recibir el pan intelectual, en forma
de palmetazos, de manos del _Sargento Clavijo_, á quien las Autoridades
y otras personas circunspectas solían denominar _Don Carmelo_.--Por la
mañana se entraba en clase á las ocho, lo mismo en Diciembre que en
Junio, y se salía á las doce; y por la tarde se entraba á las tres y se
salía á las cinco.--Los jueves sólo había escuela por la mañana.
Voy á ver si recuerdo todas las vacaciones del año: diez y nueve días de
Pascua de Navidad, ó sea desde Santo Tomás Apóstol hasta Reyes; siete de
Carnaval, desde el Jueves _lardero_ hasta el Miércoles de Ceniza; doce
de Semana Santa, desde el Viernes de Dolores hasta el Martes de Pascua
de Resurrección (todos inclusive); tres de Pascua de Pentecostés; once
de ferias; tres de Jubileo de la Porciúncula, y sobre ciento de _misa_,
entre domingos, fiestas y Santos que sólo traían _mano_ en el almanaque
(y que son los que después ha declarado Roma _no de precepto_): total,
ciento cincuenta y un días de huelga, sin contar la entrada ó
proximidad de los _facciosos_, la recepción del nuevo obispo, las
romerías tradicionales, la llegada de un batallón con música, las
elecciones, las rogativas, el exorcismo á la langosta, las grandes
nevadas, los _días_ y cumpleaños del padre, de la madre, de los abuelos,
de los hermanos, de los tíos, de los padrinos y de la ex-ama de leche de
cada alumno, por lo que respectaba al alumno mismo, y sus propios días,
cumpleaños, sarampión, escarlatina, viruelas, alfombrilla, catarros,
indigestiones, aporreaduras, lutos y repentino destrozo del pantalón ó
de la chaqueta...--Pongamos, pues, la mitad del año, y es cuenta
redonda.
Pero voy extendiéndome á hablar de cosas comunes á la mayoría de las
escuelas de aquellos tiempos, cuando debo circunscribirme á las
especialidades de la de mi ex-sargento segundo...
El buen D. Carmelo Clavijo tenía hermosa letra, aunque demasiado gorda y
anticuada: letra de canciller del siglo XVII. En cuentas no era ningún
Pitágoras; pero á enseñarnos á serlo, como algunos lo fuimos, ayudábale
su _pasante_, pupilero y oráculo, el Sr. Frasquito Sarmiento, antiguo
escribiente de la _Administración de Millones_, y capaz de contarle los
pelos al demonio. De lo demás que sabía nuestro héroe trataré en
capítulo aparte, cuando examine el programa y los textos semi-vivos y
semi-muertos de su escuela.
Cinco eran allí los castigos ó sanciones penales de la enseñanza: 1.º,
ponerse de rodillas; 2.º, correazos _sobre_ la ropa; 3.º, palmetazos;
4.º, llevar colgado al cuello ¡todo un día! cierto cartón en que estaba
pintado un _burro_; y 5.º, azotes, ó sea disciplinazos que llamaré
_pajareros_, por ir este adjetivo pegado al _innominable_ (por no decir
_inefable_) sustantivo con que se designaba allí, y áun suele designarse
en la vida doméstica, la parte del cuerpo... infantil que los recibía.
La correa ó correas (pues había dos) eran de lo más recio que se conoce
en materia de pieles, y una tenía D. Carmelo y otra el Sr.
Frasquito.--La palmeta, primorosamente tallada y torneada en madera de
álamo negro, que es de las más fibrosas y menos quebradizas, ostentaba
los cinco agujeros de rigor, en recuerdo de las cinco llagas del
Salvador del mundo, y su manejo correspondía exclusivamente al Jefe de
la clase. El burro había sido dibujado por la señora de Sarmiento. Y, en
fín, los azotes se administraban, tomando á cuestas un adulto al
_recipiente_ ó _receptor_ (pues no cabe llamarlo _recipiendario_),
bajándole los calzones y dándole otro adulto con las disciplinas...
Ambos oficios, el de picota y el de verdugo, eran muy codiciados, y
sólo se concedían al mérito notorio. Las disciplinas se diferenciaban
muy poco de las que usan los ascetas; pero tenían la desventaja de no
ser esgrimidas por mano propia.
No tacharé, sin embargo, de cruel al maestro Clavijo... ¡Mucho más lo
era el pasante! El antiguo sargento distinguíase, por el contrario, como
hombre sensible y cariñoso, y recuerdo innumerables rasgos suyos de
ternura... verdaderamente maternal (que no paternal) con los muchachos,
sobre todo con los pequeñuelos. V. gr. Cuando alguno de estos era
víctima de también _inefables_ ó _innominables_ descuidos propios de la
infancia, él mismo lo metía en la pila, sacaba agua del pozo, lavábalo
como una niñera, enjuagábale luego la ropa, tendíala al sol para que se
secara, y, en el ínterin, acostábalo entre las dos zaleas que hacían
veces de alfombra en la Presidencia y en la Vicepresidencia, si era
invierno, y, si era verano, cubríalo con su moquero de seis cuartas...
Las tardes de Canícula presentaba la escuela un cuadro digno de los
pintores flamencos de costumbres, ó de que entonces hubiera habido
fotógrafos. Debía de ser cosa convenida entre el maestro y el pasante
que cada uno de ellos dormiría la siesta una de las dos horas que
duraba la clase vespertina; el maestro, de tres á cuatro, y el pasante,
de cuatro á cinco. Mas, para ello, requeríase ante todo que callaran los
ciento veinte muchachos durante aquellas dos horas..., y he aquí cómo se
lograba este milagro. Recostábase D. Carmelo en su sillón de vaqueta, y
el Sr. Frasquito comenzaba á dar paseos de tigre enjaulado, rápidos y de
puntillas, por el único y vastísimo salón (antiguo alhorí) que servía de
aula. _¡A callar!_ gritaba en cuanto el dómine bajaba los párpados, y ya
no permitía á ningún niño ni mojar la pluma, ni volver la hoja del libro
en que leía, ni rebullirse, ni mirar á nadie ni á nada... Dormíanse
todos, por consiguiente, ó aparentaban dormirse, y si alguno abría los
ojos ó la boca, ya estaba encima el Sr. Frasquito, amenazándole con la
correa hasta que los cerraba. Libres y aseguradas de impunidad las
moscas, su largo y monótono zumbido era entonces la única voz que sonaba
en la escuela, aparte de los ronquidos del benemérito asturiano, cuya
alma, en aquel momento, recorría los campos de batalla de Talavera,
Ciudad-Rodrigo y Vitoria... Daba luego la recíproca el maestro al
pasante, y á las cinco en punto acabábanse, simultáneamente, la clase y
las siestas.--No podían empero llamarse á engaño los padres de los
chicos, puesto que también habían logrado que estos les dejasen dormir,
y no para otra cosa obligaban tiránicamente al sargento Clavijo á que
tuviese escuela las tardes de Canícula, contra la antigua y buena
práctica andaluza.
Los sábados en la tarde dirigía siempre el maestro un ligero sermón á
sus regocijados discípulos, momentos antes de darles suelta por treinta
y nueve horas. Ya se había cantado la Salve, y cada arrapiezo tenía su
gorra en la mano (soñando con todo lo que iba á diablear el domingo,
desde que Dios echase sus luces hasta bien entrada la noche), cuando D.
Carmelo daba un correazo sobre su mesa, en señal de atención, y decía:
«Señores: mañana es domingo, día de misa de precepto: no hay clase.
Oigan Vds. misa mayor en su respectiva parroquia, y además todas las que
puedan, pues las almas del Purgatorio no reciben otro consuelo que el
que nosotros les enviamos. Traten con respeto y obediencia á sus padres,
á los mayores en edad, saber y gobierno y á las personas de suposición.
Besen la mano á los sacerdotes que encuentren en la calle, y socorran á
los pobrecitos con los cuartos que hubiesen de gastar en dulces. Por la
tarde, vayan Vds. á la novena... tal, y al oscurecer, al Rosario. Y, en
fín, vengan el lunes con muchos ánimos de hacerse pronto hombres útiles
á sus familias y á la Patria.--Vayan ustedes con Dios.»
Algunos sábados añadía en tono confidencial: «Señores: se está acabando
la tinta; traigan Vds. el lunes un cuarto, los que puedan, y los que no,
procúrense caparrosa y agallas. En el jardín del Marqués de Tal hay un
hermosísimo ciprés, y el jardinero les permitirá que cojan los gálbulos
que haya derribado el aire.»
El penúltimo día de cada mes, aunque no fuera sábado, pronunciaba
también algunas frases monitorias. «Señores (decía): recuerden Vds. á
sus padres que este mes _trae treinta_ (ó veintiocho ó veintinueve, ó
bien que mañana es 31), y que, por lo tanto, hay que venir á la escuela
con el dinero del pobre maestro, el cual celebraría mucho ser rico y
poder enseñar á Vds. de balde.»
Y, en fín, desde 1.º de Noviembre comenzaba á pregonar este otro bando:
«Señores: se acerca el día de la Purísima Concepción, patrona de las
escuelas. Hay que traer colgaduras, cera, flores de trapo, candeleras,
cornucopias, dulces, castañas, frutas secas, garbanzos tostados y demás,
para la gran función religiosa, con refresco y todo, que habrá aquí
dicho día, y á la que vendrán únicamente aquellos de Vds. que sean
buenos y aplicados. También les exhorto á que vayan reuniéndose los
domingos en la noche y ensayando los coros á María Santísima, cuya letra
y música conoce todo el mundo. ¡Es menester que nuestra función eclipse
la de todas las escuelas de Astorga..., donde se hacen con especial
magnificencia!»
¡Astorga! ¿Qué nos importaba á nosotros eclipsar á gentes de un país tan
distante del nuestro? Pero á D. Carmelo le importaba mucho. ¡D. Carmelo
tenía sus pasiones en el particular! ¡D. Carmelo no olvidaba nunca
ningún capítulo de su pasada historia! ¡D. Carmelo era un hombre
esencialmente retrospectivo!

III.
Pasemos ahora revista, como anunciamos antes, á las asignaturas y textos
de aquella famosísima Academia de primera enseñanza, donde aprendieron á
leer y medio escribir muchos que han sido luego jueces, promotores,
médicos, boticarios, canónigos, catedráticos y hasta periodistas.
Comenzábase por el _Jesús_ ó _Abecedario_. (JESÚS era entonces la
primera palabra que profería el niño al comenzar á civilizarse. Después
seguía la primera letra del alfabeto.)
Pasábase luego al _Silabario_ y á aprender de viva voz, y hasta con
música, todo el _Catecismo_ del Padre Ripalda. Por cierto que al llegar
á la pregunta: «_Decid niño: ¿Cómo os llamais?_,» costaba á algunos
mucho trabajo responder al tenor del libro: «_Pedro_, _Juan_,
_Francisco_, _etc._,» y respondían: _Valentín_, _Manuel_, _Bonifacio_, ó
como quiera que se llamaban.
Entrábase á continuación á leer en el _Libro de obligaciones del
hombre_; en seguida, en _El Amigo de los niños_, y finalmente, en _El
Fleury_ (sic), tres obras notables, que nos enteraban de lo poco ó mucho
que contenían, sin que Don Carmelo se metiese nunca á poner ni quitar,
ni á explicar ó comentar cosa alguna.--¿Qué tenía él que ver con tantas
cosas del Antiguo y del Nuevo Testamento como trae á colación, en su
célebre _Catecismo histórico_, el preceptor de los hijos y nietos de
Luis XIV?
En punto á _Aritmética_, no era el maestro, sino el pasante, quien nos
enseñaba hasta cuentas de _proporción_ y de _compañía_, y recuerdo que,
para sacar esta última, había que llenar de rayas y guarismos todo un
pliego de papel de barbas...--¿De qué me han valido los laureles que
alcancé en este punto?--Pero ¿qué sabía entonces nadie, ni yo mismo, si
mi porvenir era ó no de banquero?--¡Hicieron, pues, divinamente en
enseñarme á manejar ó contar millones, billones y trillones!
Nuestro muestrario para escribir debíase á la pericia caligráfica del
propio D. Carmelo, á cuya letra sigue pareciéndose mucho la mía y la de
todos los que frecuentaron su escuela. También nos enseñaba á _reglar_
papel con un plomo sobre las _pautas_ de madera y alambre; mas, por lo
que toca á _Ortografía_ y _Gramática castellana_, nos dejaba en el
estado de la inocencia y dueños absolutos de nuestras acciones. ¡El
héroe de Bailén y de los Arapiles no había sospechado siquiera que
existiesen reglas y trabas para la escritura, después de tanta sangre
como les había costado á los españoles su _independencia_!
En compensación; algunas tardes de invierno (indudablemente en los
grandes aniversarios de aquella gigantesca lucha), el antiguo soldado
sentía como nostalgia de los campamentos y de las lides, y, después de
referirnos varios combates, y sobre todo aquel en que lo hirieron y ganó
la cruz, nos decía:
--¡Vaya, caballeros, de todo conviene saber un poco! Voy á dar á Vds.
otra leccioncita de equitación.
¡Era de ver entonces la escuela! Todos los muchachos soltábamos plumas,
libros y papeles, y nos colocábamos de un lado de las extensísimas y
achaflanadas mesas de escribir, muy parecidas á largos caballos, y que
de tales servían en semejantes ocasiones.
--¡Pié en el estribo!...--gritaba el maestro.
Todos poníamos la mano derecha sobre la mesa correspondiente, y el pié
izquierdo sobre el banco que de ella nos separaba.
--¡Una!--seguía mandando D. Carmelo.
Todos nos alzábamos hasta quedar enhiestos sobre el pié apoyado en el
banco-estribo y con la pierna derecha colgando al aire...
--¡Dos!
Todos extendiamos la pierna derecha á lo largo del lomo de aquel
prolongado y doble pupitre...
--¡Tres!
Todos pasábamos la pierna derecha al lado opuesto, y quedábamos á
caballo sobre la mesa.
--¡Magnífico!--exclamaba fuera de sí el veterano, blandiendo la palmeta
sobre invisibles enemigos.--¡A ellos, muchachos, á ellos! ¡A paso de
carga! ¡Viva Dios! ¡Viva España! ¡Viva Fernando VII! ¡Viva la
independencia española!
Entonces haciamos todos como si cabalgáramos en un corcel á galope;
principiábamos á mecernos de atras para adelante, golpeando la mesa con
las posaderas, y manoteando como si blandiésemos espadas ó lanzas, y
excusado es decir que libros, papeles, plumas, tinteros, todo rodaba ó
saltaba que era una bendición de Dios, hasta que el sargento Clavijo,
asustado de su propio triunfo, daba la orden de
--¡Alto la carga!
Figúrese cualquiera qué habría sido, entre tanto, de los pantalones
claros de color, y el asombro y furia de las madres al ver llegar á sus
hijos con toda la horcajadura llena de tinta...--Felizmente, tales
escenas ocurrían en invierno, como dejo dicho, y casi todos los
escolares llevábamos pantalones de paño oscuro.--¡Y, de un modo ó de
otro, los franceses habían sido pulverizados!
Réstame hablar un poco de la asignatura de _Geografía_.
Dos textos, guardados como oro en paño, tenía D. Carmelo para
instruirnos en esta ciencia, y éranse dos _listas manuscritas_, no sé
por quién ni cuándo, que se nos leían todos los viernes para que las
aprendiésemos de memoria.
Comenzaba la una diciendo:
«_Tiene este Reino de España ciento cuarenta_ CIUDADES, _que son_: _En
el Reino de_ CASTILLA LA NUEVA, _tal y cual; en el_ REINO DE NAVARRA,
_esta y la otra_,» etc., etc., y que concluía (lo recuerdo
perfectamente) por este rabillo: «_En el_ SEÑORÍO DE VIZCAYA, _Orduña_.»
¡Y nada acerca de ríos, ni de montañas, ni de límites, ni de ninguna
otra particularidad física del territorio español! ¡Nada tampoco de la
actual división por provincias, ya realizada entonces! ¡Ni tan siquiera
se nombraba á Madrid! ¿Para qué, si no era _ciudad_? En cambio, justo es
decirlo, los que allí estudiamos sabemos hoy perfectamente y podemos
lucirnos en cualquier tertulia diciendo de golpe qué poblaciones de
España son _ciudades_ y cuáles no. ¡Hemos cantado la lista tantas veces!
Pero vamos al segundo texto geográfico de D. Carmelo.
Decía así literalmente, y creo que no era poco decir:
«_Lista de las_ CÓRTES _de los más principales reinos y soberanos
europeos_:
»MADRID, _de España_.--PARÍS, _de Francia_.--LISBOA, _de
Portugal_.--LÓNDRES, _de Inglaterra_.--VIENA, _de Alemania_.--ROMA, _de
Italia_.--NÁPOLES, _de Nápoles_.--VARSOVIA, _de Polonia_.--BERLÍN, _de
Prusia_.--CONSTANTINOPLA, _de Turquía_.--COPENHAGUE, _de
Dinamarca_.--ESTOKOLMO, _de Suecia_.--SAN PETERSBURGO, _de
Rusia_.--PRAGA, _de Bohemia_.--HAYA, _de Holanda_.--BUDA, _de Hungría_.»
Tal era la división política de Europa que se enseñaba en aquella
escuela el año de gracia de 1838, y que, según mis noticias, siguió
enseñándose otra docena de años.
Salí yo, pues, de manos del sargento Clavijo con una Europa casi
fantástica dentro de la cabeza, y sin conocer las reglas de mi lengua
patria; y, cual si ya no necesitara estudiar más acerca de lo presente,
pasé á una clase de latín á estudiar lo pasado, á aprender una lengua
muerta, á enterarme de las guerras púnicas ó de las maldades de
Catilina, y á divertirme traduciendo liviandades de la poesía romana.
¡Figuráos, por consiguiente, mi asombro, y también mi admiración al
_tupé_ moral del buen D. Carmelo, cada vez que oyese decir y sostener, y
probar hasta la evidencia á tal ó cual lectorcillo de _El Eco del
Comercio_, las siguientes verdades: 1.ª que desde 1805 Viena no era la
capital de Alemania; 2.ª, que existía en Europa un imperio de Austria,
de que yo no tenía noticia; 3.ª, que ni en Roma vivía el Soberano de
Italia, ni había tal _Italia_ en el mundo político, como lo demostraba
aquello mismo de «NÁPOLES, _de Nápoles_;» 4.ª, que Polonia fué
despedazada en 1792 y 1793, y dejó de existir en 1795, sin que le
hiciese resucitar, como Estado, su heróica lucha en 1830; 5.ª, que
Bohemia, desde 1556, no pasaba de ser una de tantas provincias
austriacas, y que, por consecuencia, todo lo relativo á tal reino, á su
corte y á su soberano, caía por su base; 6.ª, que no otra cosa pasaba
con la pobre Hungría, sierva también entonces del emperador austriaco, á
pesar de todos los magyares antiguos y modernos..., y 7.ª, que, en
cambio, existían en Europa, aunque no en la _lista_ del sargento
Clavijo, un reino de Piamonte, otro de Grecia y otro de Bélgica, dignos
ciertamente de ser mencionados en las clases de Geografía de las
escuelas públicas!
Pues ¡aún hay más!--A modo de posdata de aquella galería de
nacionalidades muertas y ensangrentadas, leíase este singularísimo
apunte, que mucho me dió que pensar por entonces:
«NOTA.--Se ha descubierto una nueva _Parte del mundo_, á la que se ha
puesto el nombre de OCEANÍA.»
¡Qué enormidad de apéndice! ¡Qué majestad en la incongruencia! ¡Qué
lisura, qué desenfado, y qué embuste tan delicioso!
Porque lo cierto es, como sabrán todos los que hayan estudiado en
escuelas menos peregrinas, que ni en 1838 acababa de descubrirse ninguna
_Parte del mundo_, ni tampoco fué entonces cuando se puso el nombre
colectivo de OCEANÍA á las islas del gran Océano que no cabía asignar al
Asia ó á la América. Inventaron tal _nombre_ los geógrafos á principios
del siglo actual, y entre las tales islas figuraban muchísimas
descubiertas por Magallanes, Van-Diemen y otros navegantes de los siglos
XVI, XVII y XVIII.
Pero, áun así y todo, ¡qué naturalidad, qué frescura salvaje, qué gracia
bucólica había en aquella errónea y trasnochada _posdata_, referente á
toda una PARTE DEL MUNDO! ¡Ah! yo me enorgullezco de haber aprendido
algo en semejantes condiciones, de haber tenido tantas ideas falsas, de
haber estado en tantos errores! Figúraseme, cuando pienso en ellos, como
que he vivido en dos planetas ó en dos siglos muy apartados el uno del
otro; que he estado en dos mundos, que he existido dos veces, como
acontecerá al que cambia de religión ó al que se casa en segundas
nupcias! Por lo demás, permítaseme decir desde ultra-tumba, que me
parece mucho más poético aquel modo de ser, en que no sabían las gentes
por dónde andaban, ni lo que ocurría más allá del anillo de su
horizonte, que este otro en que cualquier mocosuelo es capaz de decirle
á uno cuántos lunares tiene en la rabadilla el Primer Ministro del
celeste Imperio.

IV.
Ni una palabra más acerca del sargento Clavijo, considerado como
profesor de primeras letras, y ¡bien sabe Dios que no ha sido mi ánimo
zaherirlo en estos renglones, sino hacer su elogio hasta cierto
punto!--¿Tenía él la culpa de no ser un sabio? Y ¿podía enseñarse más y
mejor, sabiendo menos? ¿Llegaría nadie á ser maestro de escuela con tan
cortas luces y pocas humanidades?--¿Qué digo pocas? ¡Él no tenía más que
una, la que manda Cristo, la _humanidad_ que también se llama _amor al
prójimo_!--Y ¿cabe negar mérito á la hercúlea tarea de meterse á enseñar
sin saber nada? ¿No revela esto, cuando menos, grandísima fuerza de
voluntad, conocimiento del corazón humano, ó profundo y filosófico
desdén á la sabiduría? ¿Desconocerá alguien que Sócrates, el ilustre, el
insigne, el incomparable maestro de Platón y Antisthenes, _acabó_ por
donde _empezó_ el sargento Clavijo, esto es, reconociendo que _no sabía
nada_, ó, por mejor decir, que en el mundo _no había nada que saber ni
que enseñar_?
¡Descanse, pues, tranquilamente mi respetable y querido maestro, el
aliado de mi inocencia, el cómplice de mi ignorancia!--A la edad de
setenta años, y cuando yo tenía ya veinticinco y rodaba por el mundo,
dejó la instrucción pública y se retiró á la vida privada. Un verano,
que fuí á mi siempre grata ciudad natal (Jaen), á desaturdirme de las
vanidades de la córte y á visitar los pobres majuelos que heredé de mis
padres, topé con _él_ en un solitario camino. Iba caballero en la más
alegre y lustrosa borrica que haya podido nunca reemplazar sin
desventaja á un trotón de guerra. Llevábala enjaezada con estribos,
bocado y todo, como si fuese el más brioso corcel, y la ilusión habría
sido completa, sin el cesto de uvas y de higos, cubiertos de pámpanos,
que sujetaba sobre el arzón con el brazo derecho...
¡Muy viejo estaba!... pero risueño y tranquilo. Lo reconocí en el acto,
y él lloró de júbilo al enterarse de quién era yo. Dióme á probar sus
higos y uvas, y nos separamos para siempre.
Murió tan digna y feliz persona pocos meses después, y de seguro que
inmediatamente subió al cielo, donde, como ya he dicho, no podrían menos
de colocarle entre los grandes héroes de á caballo, sin tener para nada
en cuenta la parte literaria y pedagógica de su vida.--Mientras tanto,
había yo vuelto á la córte, ó sea á mis cuarteles de invierno, y hasta
dos ó tres años más tarde, que regresé á mi pueblo á vender unas viñas,
no supe que el antiguo maestro de primeras letras sólo vivía ya en la
memoria de sus discípulos.


ÍNDICE.

Páginas.
DEDICATORIA. 5
PRÓLOGO DE LA PRIMERA EDICIÓN. 7
ADVERTENCIA DE LOS EDITORES. 29
La Noche-buena del poeta. 31
Las ferias de Madrid. 53
El pañuelo. 67
Si yo tuviera cien millones. 89
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