Cosas que fueron: Cuadros de costumbres - 05

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muerte.--«_Hasta luego_,» le contesté yo á V. cerrando sus ojos con mi
cariñosa mano.
Usted no me oía ya. El problema estaba resuelto para su alma. Acababa V.
de morir.
Entonces coloqué mi mano sobre su fría y calva frente, que tan altiva se
alzaba al cielo pocos momentos antes, y medité:--«¿Dónde está (me dije)
aquel espíritu de investigación que tenía aquí su asiento? Aquella idea
inmensa que llenaba los espacios y los siglos, y llevaba aún más lejos
su curiosidad sublime, ¿dónde está?--¿En este cadaver?--No.--Pues
¿dónde?»
¡Oh! si V. se hubiera visto tan triste, tan yerto, tan mudo, tan solemne
en su inmovilidad, tan diferente de como siempre había sido..., habría
creido en la ausencia de su alma!...
Por lo demás, enterramos su cuerpo de usted en la dura tierra, como V.
había deseado.
Y el cuerpo se convertiría en seguida en gusanos, en frondosa yerba, en
azulado fósforo, etc., etc., como V. había previsto.
Y yo me afirmé más y más en la creencia de que su alma de V. seguía
viva, al reparar en la indiferencia y el despego que me inspiró su
cuerpo de V. desde el momento que lo abandonó el espíritu.
Hasta la vista, pues, señor difunto.

IV.
Mi buen amigo:
Tus hermanas dejaron tu luto á los seis meses.
A la semana siguiente las ví en un baile.

V.
Apreciable camarada, estimado _sido_, querido _ex-ser_:
No sientas haber dejado este mundo. En los tres años que faltas de él,
nada ha ocurrido que pueda darte dentera por no haberlo presenciado.
Todo sigue lo mismo: sólo las mangas de las levitas han cambiado: ahora
se llevan un poco más estrechas.
La Eleuteria se casó.
Cómoda tropezó al fín, realizando tus pronósticos.
Dámasa se ha hecho mujer, y gusta mucho.
Nuestro terrible Canuto cayó al fín en las redes del matrimonio.
Ninguna novia tuya se acuerda de tí.
Nosotros vamos al café á las mismas mesas que cuando tú vivías, y se nos
pasan semanas enteras sin recordarte ni por casualidad.
Tu hermano hace conquistas luciendo tu reloj y tu paraguas.
La política lo mismo: la dificultad en pié.
No hay actrices nuevas.
Seguimos despreciados por toda Europa y por toda América.
Los marroquíes y los mejicanos nos siguen insultando impunemente.
Ni Portugal ni Gibraltar han sido reincorporados á la madre España.
Las _zarzuelas_ no han desaparecido todavía, ni han enjendrado la _ópera
española_.
Ya habrás visto ahí á alguno de nuestros amigos. Hablé á Cárlos en sus
últimos momentos y le encargué expresiones para tí.
Supongo que estarás en el Infierno, y que por lo tanto no habrás visto á
un angel que he perdido y que morará en la Gloria.
Dime si Satanás se parece á la pintura que de él hizo Milton.
Yo espero ir al Purgatorio, ó, por mejor decir, ya estoy en él.
Tu drama sigue muy aplaudido.--¿Te sirve de algo la gloria póstuma?

VI.
Mi bondadoso y apreciable acreedor:
¡Conque se murió V...!
¡Dios lo tenga en su gloria!
¿Me perdona V. la deuda?--¿Sí?--¡Toma!... ¡Ya lo esperaba yo de su
generosidad!!!
Dígame V., ¿hay algo de cierto en lo de la metempsícosis?--¡Hombre...
cuidado! ¡No sea V. atroz! ¡No vuelva V. á nacer, por María Santísima!
¿Quiere V. creerme? Hasta que murió usted estuve persuadido de que había
hombres inmortales... (¡No es broma!)--Y desde que ha muerto V., siento
creer en la inmortalidad del alma.
Conque... hasta el valle de Josafat..., donde me excusaré de pagarle...,
porque..., como resucitará V. desnudo..., no tendrá bolsillo en que
meterse el dinero.
¡Abur!

VII.
Joven suicida:
Os matasteis... ¿y qué?
Las gacetillas de Madrid hablaron pedagógicamente del asunto.
Yo he olvidado ya vuestro nombre:--lo olvidé al minuto de leerlo.
Vuestra coqueta querida se convenció de que érais un adversario indigno
de ella, y sonrió con desprecio.
Vuestra madre está loca de dolor.
¡Sois un infame!
¡Sois un mezquino!
Lo segundo es peor que lo primero.
Pues tan filósofo érais; pues tanto despreciabais la vida, ¿por qué no
moristeis como Eróstrato?
Así, al menos, hubierais llegado á la posteridad.
¡Qué! ¿No hay ya ningun _Templo de Diana_ que quemar para hacerse
célebre?
¿No sabíais la historia del _Lagarto de Jaen_?

VIII.
Muy señor mío y de mi mayor consideración:
Mucho tiempo hace que no lee V. los periódicos.
Antes, todas las mañanas, en la cama, después del chocolate, se aprendía
V. de memoria el correo extranjero de _El Clamor Público_, y se
levantaba V. tan satisfecho como si acabara de recorrer toda la
Europa...
¿Cómo puede V. pasarse ahora sin saber lo que sucede en estos mundos de
Dios?

IX.
D. Dimas:
¡Esto es un sacrilegio! Mi amigo Luis derrocha el caudal que reunísteis
grano á grano.
Vuestra avaricia ha engendrado su prodigalidad.
¡Qué abnegación la vuestra, D. Dimas!--Vivísteis en bohardilla por
ahorrar dinero, y este dinero paga hoy un cuarto principal en que habita
vuestro sobrino.
Vos comíais arenques: él come salmón.
Vos no fuísteis nunca al teatro: él va todas las noches.
Y vuestro oro, vuestro amarillo, vuestro reluciente, vuestro querido
oro, vuestras rancias peluconas, corren que es un portento de garito en
garito, de lupanar en lupanar.
¿Cómo no resucitáis, D. Dimas, y recogéis vuestro dinero, y os coméis á
vuestro sobrino?

XI.
Duque:
Tu lacayo tiene la insolencia de vivir más que tú.--Él toma el sol,
respira el aire y va al teatro de la Zarzuela, mientras que á tí te
comen los gusanos...
¡Duque! ¡Señor duque!

XII.
¡Duermes al fín!...--¡Ah! sí, descansa, descansa en paz!
¡Ya eres más dichosa que yo!
Cuando mi aparente dicha hería como un sarcasmo tu infortunio;
Cuando tus desventuras me vengaban;
Cuando un prematuro otoño te brindaba frutos enfermizos, que no eran la
cosecha de la vida, sino los esqueletos de sus flores;
Cuando, sin fé, sin amor, sin esperanza, era tu porvenir una maldición,
tu pasado un remordimiento, tu presente un páramo de horribles
decepciones;
Cuando, perdida la juventud del alma y la frescura del cuerpo, te
mirabas y no te conocías, me mirabas y llegabas á conocerme, y á
temblar, y á arrepentirte;
Cuando el mundo se desprendía de ti, como de una hoja seca;
Cuando yo mismo apartaba los ojos de tu belleza profanada, y confiaba en
olvidarte, y ponía hacia otras regiones el rumbo de mis días, y te
dejaba sola en tu desesperación,--como quien abandona una isla desierta;
Cuando tú te convenciste dolorosamente de que yo (tu primero y último
amigo, el más fiel, el más generoso), también te desahuciaba, también te
huía...
¡Ah! ¿qué te restaba sino morir?
Moriste á tiempo.--Los ojos de la Misericordia se han vuelto hacia el
último instante de tu vida, y lágrimas y flores y bendiciones te han
acompañado á la tumba!
¡Has sabido morir!--¡Duerme en paz! ¡Reposa, reposa, al fin, después de
tan deshechas tempestades!
Ya estás redimida: tu sepulcro es tu pedestal,--y, por la vez primera
después de muchos años en que el orgullo me ha servido de mordaza, puedo
decirte sin sonrojarme esta verdad, única de tu vida, que tanto te
hubiera consolado en la hora de tu muerte:
_¡Nunca dejé de amarte!_
Madrid 1855.



LO QUE SE VE
CON UN ANTEOJO.

I.
Hacia la mitad del mes que viví encerrado (porque tal fué mi gusto) en
el Castillo de Gibralfaro, sucedió que cierta mañana, después de
almorzar sosegada y grandemente, cogí un magnífico anteojo que había
puesto á mi disposición el Gobernador de la fortaleza, salí de mi
pabellón, y me dirigí hacia la Batería de _Poniente_.
Aquella batería es una torrecilla almenada, que domina á Málaga más que
ninguna otra del Castillo.--Y ¡qué panorama tan sublime se descubre
desde aquella torre!
Allí, montado en un obús de á 7, con el anteojo en una mano y una
corneta en la otra, he pasado los días más tranquilos, más uniformes,
más dichosos de mi breve, pero ya fatigosa vida...--He aquí mis
operaciones diarias:
Contemplar el azul Mediterráneo, que se extendía á mi izquierda hasta
donde una línea de azul más oscuro que el cielo y que el Mediterráneo
marcaba, en los días muy claros, el contorno de la costa de Africa:
Ver á mis piés á Málaga, graciosa, apiñada, nueva, floreciente:
Extasiarme mirando las campiñas, que se dilataban á mi derecha hasta
festonear los zócalos de las montañas:
Es decir: abarcar de una ojeada el mar, la población y el campo, no
teniendo sobre mí otra cosa que la inmensidad del cielo:
Ver salir el sol:
Verlo ponerse:
Esperar por la noche á la luna, como quien espera á su novia:
Decirle ¡adios! cuando, al amanecer, caía rendida en los montes de
Occidente:
Ver entrar en el puerto barcos de todos los países...
O despedirlos cuando desaparecían hacia el Estrecho de Gibraltar, hacia
América!...
Seguir de noche la rotación del Faro y sus reverberaciones en el agua:
Oir el canto del marinero y del pescador:
Contemplar la capital iluminada en medio de las tinieblas, como un ancho
túmulo en una catedral sombría:
Escuchar el rugido ó el llanto de las olas, el zumbido de la población
despierta y la respiración de la población dormida, el _alerta_ de los
centinelas, el canto de las aves, el repique de júbilo de las campanas ó
su toque de agonía:
Y, por último, ver á los hombres caminar incesantemente, como hormigas,
desde Málaga hacia aquel otro pueblecito de mármol que está detrás de la
ciudad,--el Cementerio--, y _pensar_ en que mi _pensamiento_ era más
ancho que aquel horizonte y que aquellas estrechas vidas de la capital;
más ancho que el tiempo y que la distancia; tan inconmensurable como el
cielo que nos envolvía á mí y á la Tierra en su ilimitado manto azul...

II.
Hallábame, pues, aquella mañana en la tal Batería, viendo con el anteojo
á las lindas malagueñas que se creían más solas y menos observadas en
sus gabinetes, patios ó azoteas, y saludando á mis amigos con tal ó cual
toque de corneta, cuando, en un momento de descanso, distinguí á la
simple vista..., allá, en la orilla del Guadalmedina, junto á una
solitaria torre..., un numeroso grupo de gente, enmedio del cual
brillaban algunas armas.
Puse hacia allí la dirección del anteojo, y ví un gran cuadro de tropa,
fuera del cual se agitaba mucha gente.
¿Qué era aquello?
Acostumbrado á los simulacros de los llanos de Armilla de Granada y del
Campo de Guardias de Madrid, creí que iba á asistir á un _ensayo de
guerra_..., ¡y me alegré!
Pero ¡ah! esta vez no se trataba de un _simulacro_.
He de advertir que, merced al anteojo, distinguía yo hasta las caras de
aquella muchedumbre, como si las viese á dos pasos de distancia.
Estaba, pues, en medio del gentío..., tocándolo con la mano...
De pronto ví salir de la ciudad y caminar hacia aquel sitio una hilera
de _Niños_... _de la Providencia_, como dicen allá.
Iban con sus saquitos negros, con su melancólica apostura, con su triste
condición en la frente.
¿Qué representaban allí aquellos parias de la humanidad?
Llegaron al fín, y penetraron en el cuadro, donde quedaron inmóviles,
con las manos cruzadas...
Una punzante idea bajó de mi cabeza á mi corazón...
¡Las oraciones y las armas sólo van unidas delante ó detrás de la
Muerte!
El día se iba ennegreciendo á mis ojos.
Poco después entró un hombre en el cuadro de tropa, llevando un mueble,
que dejó en tierra.
La interposición de su cuerpo no me dejó clasificar aquel mueble; pero,
en cambio, advertí que lo clavaba en el suelo.
Apartóse el hombre en seguida..., y ya lo comprendí todo.
Era una silla cenicienta, sin más espaldar que un palo, y con un solo
pié.
Iban á fusilar á alguien.

III.
Espectáculo nuevo para mí, que solo había visto dar garrote cuantas
veces había podido.
Hace cuatro años, emprendí un viaje expresamente por ver una ejecución.
¡Qué queréis! Yo gozo en eso.
Me gusta ver á la sociedad entera, representada por el Clero, la
Magistratura, el Ejército y la muchedumbre popular, reunir sus
fuerzas--mandando, no prohibiendo, consintiendo y no protestando--para
matar á un hombre, solo, inerme, atado, enfermo, suplicante...
Me gusta, sobre todo, considerar allí varias cosas.
Y, cuando muere el protagonista, cuando cae el telón, me gusta también
escuchar, ó creer escuchar, este grito, que sale, ó parece salir, de la
boca de todos aquellos millares de verdugos:
--¡ALLELUIA! ¡La sociedad se ha salvado!...
Mientras que cada corazón va murmurando sordamente:
--¿Qué hemos hecho?
A lo que responde la conciencia:
--¡Dios lo sabe!...
Y contesta la naturaleza:
--¡Algo muy horrible!

IV.
Algunos minutos después salió de la ciudad y dirigióse hacia el cuadro,
entre otra gran masa de gente, el esperado lúgubre cortejo.
Componíanlo un hombre, que llevaba un estandarte morado; diez ó doce
guardias civiles; unas veinte personas vestidas de frac (hermanos de la
Paz y Caridad, sin duda); cuatro clérigos, y un soldado raso.
Un soldado (yo lo veía entonces por detrás) de mediana estatura, enjuto
de carnes, con el hueso occipital estrecho y alto (señal de estupidez),
el pelo lacio, negro, lustroso, las orejas pequeñas y muy encarnadas, y
el cuello delgado, moreno, erguido, amoratado por la fiebre.
Vestía el tosco capote del soldado de infantería; pero suelto,
desceñido..., innoble, y una gorrilla de cuartel cubría su cabeza.
Aquel degradante _negligé_ era espantoso.
Llevaba atadas las manos, cruzadas sobre la espalda.
Un carabinero asía la punta de la cuerda.
Carabinero debía de ser también el reo; pues en todo el aparato de la
ceremonia descollaban los uniformes de color de castaña.
Aquel capote de infantería era una especie de hopa militar.
Detrás del sentenciado iban dos hombres.
El de la derecha era portador de una gran cesta con viandas, _por si la
víctima quería comer antes de morir_...
¡Oh caridad sin ejemplo! ¡Ved la hiel y el vinagre!
El de la izquierda llevaba sobre sus hombros un ataud.
Esto ya consolaba algo.--En aquel ataud descansaría el pobre reo.
Había otros hombres dignos de mención.
Por ejemplo:
Un espendedor de bollos, tortas y merengues, que aprovechaba aquella
solemnidad y aquel concurso para hacer una ganancia loca.
Varios espectadores, que amenizaban el rato comiendo á dos carrillos.
Y el _Entierro_, que esperaba en el río á que hubiese _cadaver_ que
enterrar...

V.
Retiré el anteojo con ira.
El espectáculo se desvaneció como un sueño.
Y me hallé solo.
Allá percibíase una mancha negra sobre el campo... Parecía la sombra de
una nubecilla, y, en realidad, era un hormiguero humano.
He aquí todo.
¡Qué diminutos somos los hombres mirados desde una elevación de cien
piés, ó á mil pasos de distancia! ¡Qué cómicas son nuestras seriedades,
qué inciertas y risibles nuestras justicias é injusticias!
Calmóse súbitamente mi indignación.
El horror que iba á verificarse parecíame, desde tan lejos, un juego de
niños, una danza de muñecos movidos por resortes, una lucha de insectos
sobre la superficie de un lago.
¡Oh! sí... ¡Cuán mezquino, cuán insignificante era todo lo que había
visto, todo lo que iba á ver, comparado con el sol, con el mar, con el
cielo, con aquellos tres grandes reflejos de Dios que embelesaban mi
alma!
Entonces exclamé, como si pudiera ser oido por la distante muchedumbre:
--¡Miserables! ¿Qué vais á hacer? ¿Qué entendéis vosotros de _fuerza_,
de _justicia_, ni de _leyes_? ¡Si rodara un trozo de esa montaña, os
aplastaría á todos, jueces, soldados, criminal y verdugos! ¡Si avanzasen
un poco las olas de ese mar, os sorberían como á granos de arena!
Figuráos que Dios desencadenase á cualquiera de los ejecutores de su
cólera, á la tempestad, á la peste, al terremoto... ¿Creéis que sólo
mataría á ese llamado _reo_? ¡Vosotros, que os llamáis _inocentes_,
moriríais al par del culpable!--Esa muerte, ese hecho de _matar_ que
tenéis en tanto, porque no sabéis hacer otra cosa, ¿no os recuerda
¡imbéciles! que todos estáis sentenciados á morir, y que, si respiráis,
si vivís, si tenéis acción para matar á nuestro hermano, lo debéis á la
clemencia de un insecto que no emponzoña vuestra sangre, ó á la piedad
de un soplo de viento que no os borra de la superficie de la tierra?

VI.
Cogí de nuevo el anteojo, y en un momento me hallé otra vez en medio del
teatro del suplicio.
El reo, entregado ya á los sacerdotes, marchaba atónito por el centro
del cuadro.
De vez en cuando alzaba la cabeza y miraba la luz, el día, el sol, el
cielo...
Aquello, hecho maquinalmente, significaba sed de libertad.
Luégo, parándose, miraba á su alrededor...
¡Estoy seguro de que veía mil millones de hombres y de bayonetas!
Entonces, los clérigos le presentaban un Crucifijo.
Y el reo andaba.
Se comprendía que el afán de los Ministros de Jesucristo era extirpar en
el moribundo aquellos deseos de libertad (última, loca y suprema
esperanza de la desesperación), y hacerle ver apetecible el martirio,
aceptable aquel banco, gloriosa aquella muerte.
Yo no oía, ni podía oir... Pero veía la enérgica y elocuente
gesticulación de uno de los sacerdotes; veía sus inspirados y santos
ademanes, la noble llama que brotaba de sus ojos, las tiernas caricias
que hacía al insensato reo...
Veía esto, y veía á la víctima caminar con paso firme, resuelto,
decidido... ¡Estaba ansiosa de entrar en aquella otra vida que le
ofrecían, vida donde ya no sería juguete de tantos lobos sanguinarios,
vida en que no habría capitanes, ni soldados, ni fusiles, ni nada de lo
que había caido sobre él como una montaña de plomo!
¡Ah! ¿Quién sino la Religión, convencería á ese hombre de que la muerte
es la felicidad?
¿Quién, sino ella, le haría asir el cáliz con mano tranquila y llevarlo
mansamente á los labios?
¿Quién, sino tú, divina Religión de los cristianos, quitaría su
ignominia, su horror y su ferocidad á esa muerte arbitraria, _evitable_,
no decretada por Dios, ni conforme á las leyes de la naturaleza?
¿Quién, sino tú, apagaría el instinto de la carne, de la sangre, de los
nervios, que lo retraen, que lo apartan de aquel sitio, que le impulsan
á que se resista, á que luche, á que rabie, á que muerda, á que patee, á
que diga, en fín, que no, que no quiere morir..., que no quiere, que no
puede, que no debe?
Ved aquí el más grande triunfo del espíritu sobre la materia, del alma
sobre el cuerpo.
* * * * *
El sacerdote se sentó en el banquillo.
Y el patíbulo dejó de ser infame.
¡El ministro de Dios no habría olvidado decir á aquel manso cordero, que
Jesucristo sufrió la misma afrenta!
El reo se arrodilló á los piés del sacerdote, y empezó la confesión...
¡Reo! ¡acúsate de que eres hombre y que vives entre los hombres!
Ya diré antes de concluir cuál era el crimen de aquel pobre hermano
nuestro.
El reo se sentó á su vez en el banco...
¡Ni un movimiento de repulsión!
Yo lo veía ya de frente.
Era joven; había regularidad en su semblante; tenía la barba algo
crecida, los ojos vagos, la tez cárdena y lustrosa.
Atáronlo, y no se resistió...
Ni tembló siquiera.
Sin duda estaba ya imbécil.
Le vendaron los ojos...
¡Ay!... quedaban pocos minutos.
Él lo sabía..., y no botó sobre el patíbulo; y no dió un grito
espantoso; y no exclamó, reventando: «¡mi vida! ¡mi vida!»
¡Él, un hombre tosco, sin reflexión, sin ideas, sin capacidad para el
heroismo, sin condiciones de mártir!
¡Oh Religión! ¡Qué inagotables son tus consuelos! ¡Cuántos bienes
derramas todavía sobre la Tierra!
Cuatro compañeros de aquel hombre atado, vendado, inmóvil, agonizante y
lleno al mismo tiempo de vida, de robustez y de salud...; cuatro
carabineros, cuatro amigos suyos tal vez, se destacaron de una fila,
avanzaron al centro con paso acelerado, alevoso, maldito, y se pararon
en frente del condenado.
Este debió de oir _preparar_...; debió de oir la voz de mando...
Los cuatro soldados se echaron las carabinas á la cara...
Pero, en esto, se enturbiaron los cristales del anteojo..., y no ví más.
¡Acaso eran mis ojos los que se enturbiaban!
Levantéme á impulso de un rapto de ira; me golpeé la frente con las
manos, y miré al sitio fatal...
Allí estaba el hormiguero.
Encima de él oscilaba un poco humo...
Era lo único que se distinguía á la simple vista.
La Naturaleza continuaba entre tanto esplendorosa, risueña, palpitante
bajo las caricias del sol, como una mujer enamorada...
El mar, el campo, la atmósfera, todo había permanecido indiferente ante
la ridícula soberbia del hombre.

VII.
Después supe que aquel infeliz, _pasado por las armas_, se llamaba Juan
Perez Fernandez, y que era soltero, natural de Boal (Asturias),
carabinero, de 31 años.
Su delito consistía en haber dado un ligero golpe á su sargento, en
ocasión que éste lo insultaba por cuestión de amores!!!
En la legislación civil, semejante falta se corrige con cinco días de
arresto.
En la legislación castrense, tamaño crimen se castiga con la última
pena.
En la legislación de Dios... ¡Dios juzgará á su vez!
1854.



EL AÑO NUEVO.
_Ecce nunc in pulvere dormiam_
_et si mane me quæsieris non subsistam._
(JOB.)

I.
Cuando ciertos días del año, al tiempo de vestiros, reparáis en que el
chaleco no pesa lo suficiente, y os preguntáis con asombro: «_¿Qué he
hecho yo de la paga de este mes?_», acuden á vuestra imaginación tan
pocas cosas dignas de aprecio, que apenas halláis haber disfrutado
placeres ó adquirido mercancías equivalentes á tres reales de vellón.
Pues lo mismo acontece cuando, en la más melancólica de las noches (la
noche de San Silvestre, confesor y papa), os preguntáis con melancólica
extrañeza: «_¿Qué he hecho de los 365 días y seis horas de este año?_»
Y es que, en la una como en la otra ocasión, sólo recuerda vuestra
memoria cuatro estremecimientos de tal ó cual especie; corbatas que se
rompieron; guantes que se ensuciaron; embriagueces de amor ó de vino
que se disiparon á las pocas horas; días de gloria ó de regocijo, que
terminaron en su infalible noche; conversaciones que se llevó el aire;
ratos de frío y de calor; mucho desnudarse y vestirse; mucho acostarse y
levantarse; mucho comer y volver á tener apetito; mucho dormir; mucho
soñar; haber llorado algunos días, creyendo un dolor eterno; haber reido
y gozado más que nunca pocos días después; soles de primavera que se
pusieron; lluvias que cayeron y se secaron... ¿Y qué más?--¡Nada más! ¡Y
lo mismo siempre! ¡Y el año pasado como el anterior! ¡Y el año que llega
como el que acaba de pasar! ¡Y todo sopena de morirse!
¡Ay! los años son cifras hechas en el aire con el dedo.--La vida es una
lucha con la muerte, lucha en que el hombre se bate en retirada hasta
que la muerte lo pone en la del rey y le da con la puerta en los
hocicos.--Ó, por mejor decir, no hay _vida_ ni _muerte_, sino que la
muerte es el olvido de la vida, como la vida es el olvido de la muerte.
Encuentro á un niño, y le pregunto:
--¿Adónde vas?
--¡Voy á la _vida_!--me responde con ansia y curiosidad.
Encuentro á un anciano, y le pregunto:
--¿De dónde vienes?
--Vengo de la _vida_...--me contesta melancólicamente.
Recorro entonces (recorriendo estoy ahora) los años que median entre
niño y anciano, diciéndome: «¡Aquí debe de estar la _vida_!», y busco, y
miro, y palpo, y encuentro que la _vida_ es un centenar de pórticos que
se suceden en forma de galería, y encima de los cuales se lee, en los
cincuenta primeros: MAÑANA... MAÑANA... MAÑANA..., y en los cincuenta
últimos: AYER... AYER... AYER...--Me paro entre el último _mañana_ y el
primer _ayer_, y tiendo los brazos, y digo: «Este es el apogeo de la
existencia. Aquí vienen ó de aquí tornan todos los peregrinos. ¡Veamos
el objeto de tan penoso viaje! _Ayer_... esperaba: _mañana_...
recordaré. Por consiguiente, entre estos dos pórticos está la _vida_...»
Y me hallo solo conmigo mismo, abrazando contra mi corazón la sombra y
el vacío, consumiendo un día cualquiera como el pasado y el futuro,
_esperando_ ó _recordando_, pero nunca _poseyendo_... Y entonces no
puedo menos de repetir aquel perpétuo aviso que un panadero puso á la
puerta de su tienda: «Hoy no se fía; mañana sí.»
_¡Año nuevo!_...--El Almanaque lo dice, y muchos lo creen verdad!--En
cuanto á mí, creo que es más _viejo_ que el anterior.
_¡Año nuevo!_ repiten algunos con alegría, como si dijesen: _¡levita
nueva!_...--¡Ah, señores! ¡Contened vuestro entusiasmo! ¿Quién sabe si
el año que hoy estrenáis habrá de ser vuestra mortaja?
_¡Año nuevo!_--¿Por qué? ¡_Año limpio_ fuera más exacto!--El año que
empieza es el mismo que ya conocemos. ¡Es ese traje de cuatro remiendos,
que han llevado todos los hombres, todas las generaciones, todos los
siglos! Es el arlequín de las cuatro Estaciones.
Es un cómico que murió anoche sobre las tablas y que hoy principia á
representar la misma tragedia. Es la propia tragedia, si queréis, cuyo
argumento no puede ya interesar á casi nadie.
Y, si no, recordemos algunas escenas.

II.
Cuando en el mes de Noviembre próximo se vista de luto el Año para
representar el último acto de la tal tragedia; cuando las hojas que aún
no han brotado hoy caigan al suelo marchitas...--porque brotarán y
caerán según costumbre;--cuando los tísicos y los pámpanos vuelvan á la
madre Tierra, dejándonos, aquéllos sus obras, si son artistas, y éstos
su vino, sus uvas ó sus pasas..., los estudiantes de medicina que hayan
sido aplicados tendrán un _año_ más de carrera, lo cual llenará de
orgullo á sus señores padres, que dirán muy sériamente, como si esto no
fuese un absurdo: _Mi chico no ha perdido el año._--Y, en efecto: su
chico sabrá cómo se respira y se digiere, y hasta quizás dónde reside el
alma, y las relaciones de ésta con los nervios...; de cuyas resultas
padecerá las mismas enfermedades que los demás hombres; habrá _ganado_
un año universitario y _perdido_ otro de vida, y se morirá como esos
gladiadores que, al espirar, dicen á su enemigo: «_Me ha matado V. en
cuarta._»
Mas no seamos tan descorazonados. Puede que el año neófito encierre algo
más agradable que lo conocido hasta aquí. ¡Quién sabe si, durante él,
variará la forma de los cuellos de camisa ó la situación de Europa; lo
cual, al llegar otro San Silvestre, nos consolará de tener una arruga
más ó un cabello menos!
¡Esperemos, señores! En un año _nuevo_ pueden suceder muchas cosas
_nuevas_. V. gr.: El año difunto ¡bendito sea él! ha respetado la vida
de algunas personas que amamos... (¡Año misericordioso! ¡Ha preferido su
propia muerte!--¡Parárase el tiempo, aunque no conociésemos las modas
que han de venir, los reyes que han de reinar y los grandes inventos
que aún me prometo del hombre, y no correrían peligro de morir nuestros
padres, hermanos y novias!) Pero el tiempo no se para; el tiempo vuela.
Tenemos año nuevo: preparad los lutos; si no para este año, para el que
viene; si no para el otro. ¡Pensad, en fín, que cada 1.º de Enero es una
amenaza!--Ahora: si queréis libraros de estos disgustos, podéis moriros
de antemano.
¡Salud á 1859! ¡á la nueva incógnita! Pero ¡haga Dios que la historia no
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