Cosas que fueron: Cuadros de costumbres - 04

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El _adios_ hablado se pierde ya en el aire, sin llegar á los oidos...
Las oscilaciones de las olas rompen la cadena magnética de las
miradas...
¡Ya no distinguís el rostro que habéis contemplado tantas y tantas
horas!
Ya confundís el contorno de su adorado cuerpo con los objetos que la
rodean...
Ya la creéis perdida... ¡perdida para siempre!...
El corazón se desploma helado en el fondo del pecho, como un cadaver en
la sepultura... Prorumpe al fín la fuente de un inacabable llanto... La
soledad os ahoga entre sus brazos de hierro... Vais á morir...
Entonces veis ondear á lo lejos un _pañuelo_ blanco...
¡Es _ella_! ¡Es _ella_! ¡_Ella_ otra vez! Es su voz, es su mirada, es su
beso, es su corazón, es su alma que os visita de nuevo...
Así vivís otros fugitivos instantes...
Pero cuando el _pañuelo_ blanco se reduzca, se achique, desaparezca
completamente en alta mar... ¡perded toda esperanza! ¡Las puertas del
paraiso se han cerrado detrás de vuestros pasos!
Mas, si tenéis otro _pañuelo_, él será vuestro paño de lágrimas.
1857.



SI YO TUVIERA
CIEN MILLONES...

I.
Ay de mí! ¡Hace muy cerca de veintisiete años que ando desaladamente por
este valle de lágrimas que llamamos _Tierra_, buscando, como si se me
hubieran perdido antes de nacer, cinco millones de duros del reinado de
Fernando VII, ó sea cien millones de reales!
Creo inutil decir que todavía no los he encontrado, ni (lo que es peor)
se me alcanza la manera de dar con ellos.--Yo no espero grandes
herencias: yo he perdido siempre que he jugado: yo no sirvo para el
comercio ni para los negocios: yo no creo en que el metal sale de las
minas: acabáronse los tiempos de los grandes piratas descritos por
Fenimore Cooper, Walter Scott y Lord Byron (profesión que me hubiera
convenido): yo no espero ser nunca... nada, ni, caso que fuera... algo,
me agradaría estafar á mi país: yo, en fín, no tengo paciencia para
buscar tesoros en las alcazabas morunas ó en los cementerios
judíos...--Comprenderéis, pues, que no abrigue ni la más remota
esperanza de encontrar los dichos cien millones.
No ocultaré, sin embargo, que muchas veces me han pasado (y todavía temo
que vuelvan á pasarme)... por la imaginación... dos ideas ó proyectos,
además de los citados, que acaso hubieran podido... que quizás
podrían... que tal vez podrán... proporcionarme aquella cantidad...
dentro del círculo de mis peculiares circunstancias...
Estos proyectos ó ideas son del tenor siguiente.

II.
Consiste el primero en dirigirme á uno de esos infinitos lores ó
banqueros ingleses, solterones, viejos, hipocondriacos, aburridos,
excéntricos, que poseen, cuando menos, ochocientos ó nuevecientos mil
millones de libras esterlinas, y decirle estas ó semejantes palabras:
--«Señor: vos tenéis setenta años de edad y un caudal inmenso.
»Carecéis de hijos que os hereden, y de tiempo y ocasión en que gozar de
todos vuestros tesoros.
»Desprendiéndoos de cien millones de reales, quedaríais aún tan
poderosamente rico, que no conoceríais en nada la insignificante merma
que habríais hecho en el oceano de oro que surca el pobre bajel de
vuestra vida.
»Podríais seguir con los mismos palacios, con los mismos trenes, con la
misma servidumbre, con la misma mesa y con la misma cama que tenéis hoy.
»¡Nada perderíais, absolutamente nada; como el Oceano no pierde ni un
átomo de su poderío, ni tiene que rectificar sus fronteras, cuando
extraemos de él una ó veinte toneladas de agua!
»En cambio, dándome esos cien millones, ganaríais muchas cosas que hoy
no poseéis, muchos placeres que nunca habéis sentido, una gerarquía á
que no habéis llegado y aquella paz del alma que le falta á vuestra
vida.
»Ganaríais respeto entre los buenos, cariño verdadero y gratitud
profunda en mi corazón, ufanía de vos mismo á vuestros propios ojos y
títulos meritorios ante la misericordia divina.
»Tendríais en mí un hijo, y una familia en la mía; familia é hijo
sumamente respetuosos y amantes (y además muy _desinteresados_), que no
se alegrarían de vuestra muerte, sino que la llorarían de todas veras;
dado que, habiéndoos heredado en vida, ningún legado esperarían ya en
vuestro testamento.
»Viviríais oyendo nuestras bendiciones...
»Moriríais acompañado de nuestro amor...
»Mis hijos y los hijos de mis hijos adornarían de flores vuestra
sepultura, como la del bienhechor de su estirpe...
»Tendríais defensores, mientras estuviéseis en este mundo; y gente que
rogase é intercediese por vos, cuando estuviéseis en el otro.
»Y todo esto, os lo repito, _desinteresadamente_; pues el interés pasado
no se llama _interés_; tiene un nombre más bello y santo: se llama
_gratitud_.
»É interés futuro, ninguno, absolutamente ninguno, nos llevaríamos
respecto de vos; supuesto que (os lo juro por la salvación de mi alma),
si me diérais esos cien millones, nunca, jamás volveríamos á pediros
nada, ni admitiríamos recompensa alguna por los obsequios, por las
atenciones, por los cuidados que os dispensaríamos contínuamente!
»Ahora bien (y prescindiendo de vos por un momento): este gran negocio
que os propongo (que ya sería muy grande para vos, aunque no se tratara
de mí, que soy bueno: aunque se tratara del más ingrato de los hombres;
pues ningún alma grande cobra la usura de la gratitud cuando hace una
buena obra); este grandísimo negocio, repito, adquiere doble y triple
importancia tratándose de una persona como yo.
»Yo soy bueno, vuelvo á deciros; pero mis bellas dotes no son sólo de
corazón; son también de inteligencia...
»Y he aquí por qué me apresuro á aconsejaros que, una vez convencido
(como espero que os convenzáis), de lo mucho que os acomoda desprenderos
de cien millones, me prefiráis á mí entre los muchos necesitados que
conoceréis y áun quizás estimaréis en el mundo.--¡Convenientísimo os
sería siempre dar á cualquiera esa pequeña suma; pero _dármela á mí_ os
acomoda mucho más!
»Sí, señor; yo brillo por las grandes cualidades de corazón y de
inteligencia... para gastar dinero; para hacerlo lucir; para estirar una
onza... como suele decirse.
»Yo me jacto (y á justo título) de conocer perfectamente la vida y las
cosas de la vida; de distinguir los placeres legítimos de los
falsificados; de discernir claramente en materia de afectos y creencias;
de no confundir lo positivo con lo ilusorio, tomando por positivo lo
material y pasajero, ó por ilusorio lo ideal, lo poético, el sacro
imperio del alma; de no trocar los frenos en punto á lo que es divino y
á lo que es humano, y de saber apreciar los inconvenientes de ciertas
alegrías y las ventajas de ciertos dolores.--Yo soy filósofo.
»Yo sé dónde está la verdadera miseria, digna de solícitos socorros;
cuáles son los mejores platos y los mejores vinos, los mejores cigarros
y el mejor café; qué sastre es el más habil; qué virtudes merecen
recompensa; qué mujeres resultan más encantadoras; qué poetas y qué
sabios necesitan protección; qué muebles son los más cómodos; qué trenes
los más bonitos; qué libros los que no tengo, y qué clase de vida la más
provechosa para el cuerpo y para el alma.--Yo soy artista.
»Yo tengo hecho, en fín, mi presupuesto de gastos...
»Sólo me falta el de ingresos.
»Yo tengo estudiadas á las mil maravillas todas mis necesidades...
»Sólo me falta dinero para satisfacerlas.
»No sería yo ciertamente uno de esos hombres á quienes estorban los
millones para ser personas decentes. No sería yo ese becerro de oro que
patrocina el mal gusto, que levanta edificios abigarrados, que afea y
vulgariza cuanto toca. No sería yo como el mayorazgo calavera que gasta
su patrimonio en proteger neciamente el vicio, en fomentar locamente el
mal. No sería yo como el insensato pródigo que vive en perpetuo
escándalo, pagando comilonas á vagos y parásitos que se ríen de él y lo
arruinan. No sería yo como el vil avaro, solterón, egoista, que pasa la
vida contando su dinero, lleno de privaciones y de zozobras, para que el
mejor día la portera de su casa se lo encuentre muerto en un miserable
catre de tijera, y cargue con las onzas de oro que él ha colocado en
simétricos cartuchos. No sería yo como el desatentado jugador, ni como
el imbecil domador de bailarinas; ni tampoco como el sandio especulador,
que pudiendo llevar una vida sosegada, lleva una vida de perros, con tal
de doblar un capital que, después de doble, no puede retribuirle los
afanes ni el tiempo que le ha costado doblarlo...
»¡Oh! no; yo no sería nada de eso.
»Yo gastaría mi dinero como filósofo, como artista, como cristiano.
Procuraría ante todo estar en paz con mi alma, y que mi alma estuviera
también en paz con Dios: protegería el mérito; premiaría la virtud (no
en públicos certámenes); socorrería la miseria; fomentaría, en fín, las
ciencias, las artes y la literatura. ¡Cada onza mía dejaría un rastro
luminoso en la historia del género humano!
»¡Cuántas grandes obras se realizarían bajo mis auspicios! ¡Qué
preciosidades artísticas adornarían mis salones! ¡Hasta la fachada de
mi palacio sería un monumento público, un recreo para todos, una página
para la civilización, una ufanía para mi siglo!
»¡Y cuántas familias haría yo felices! ¡Cuántos genios ignorados sacaría
yo á luz!... ¡Yo, que conozco tantos y tantos que sólo necesitan veinte
duros para brillar!...
»¡Qué viajes tan útiles y tan aprovechados haríamos juntos! ¡Cómo
emplearía en el bien la influencia que mis cien millones me darían cerca
del Gobierno! ¡Qué periódico tan independiente fundaría, que dijese la
verdad al público! ¡Cuántas feas me deberían su dote, su casamiento y su
felicidad! ¡Qué conciertos, qué comidas, qué reuniones literarias, qué
concursos, qué torneos, qué de maravillas habría en mi casa!
»¡Oh, señor inglés! ¡Oh, _señor lord_! ¡Oh, señor banquero!... Os veo
conmovido... (continuaría yo exclamando.) ¡La verdad de mis palabras ha
lucido ante vuestros ojos! ¡Vos mismo no habéis podido menos de
asombraros al pensar en el ruido, en la gloria, en el provecho que
podrían dar al mundo esos cien millones que duermen en vuestra arca,
inútiles, mudos, empolvados, envilecidos en un ocio abominable! ¡Vos
mismo os habéis espantado del inmenso poder que adquiere el dinero en
unas manos como las mías! ¡Vos acabáis de recordar aquella gran frase
de un filósofo: _La prueba del poco aprecio que da Dios al dinero está
en la clase de gente á quien se lo otorga á manos llenas_! ¡Vos, en fín,
sentís ya remordimientos de haber sido hasta aquí tan estérilmente rico,
de no haberme conocido antes, de no haber adivinado mi existencia, de no
haberme dado esos cien millones... no bien puse los piés en vuestra
casa!»
Ahí tenéis mi primera idea.
¡Creo que es magnífica!
Yo, á lo menos, juro que, si me viera en el caso del inglés que he
descrito; si fuera él y se me presentase un joven como yo y me dirigiese
una arenga semejante á la que acabáis de oir..., le entregaría sin
vacilar los cien millones...
¡Se los entregaría, sí! ¡Lo juro por lo más sagrado!
Pues bien: varias veces he consultado esa idea con hombres de mucho
mundo y de grandísima experiencia, y todos me han aconsejado... «_que no
vaya á Londres_, si no quiero perder el dinero del viaje.»
Es decir, que mis consejeros opinan que el inglés no haría caso de mi
arenga, y que desde luego me tomaría por loco.
¡Es decir (y aquí necesito ya hacer uso de las admiraciones), que mi
colosal idea sería desconocida, befada y despreciada, como lo fué mucho
tiempo la de Colón, como lo fué la de Galileo, como lo es la de
Montemayor!
¡Es decir, que el mundo seguirá siempre sordo á la voz del genio, ciego
á la luz de la verdad, insensible á los rayos de la inspiración!!!
Después de desahogarme á mis anchas con tales ó parecidas exclamaciones,
consideré oportuno, al cabo de algún tiempo, renunciar á tan sencilla
idea, y dí cabida á esta otra, que no me pareció menos feliz y
peregrina.

III.
--Pepe... (dije un día á cierto José que tiene mucho talento, pero que
necesita otros cien millones de reales): Pepe, _¡eureka!_
--¿Cómo? ¿Qué has encontrado?
--¡Los cien millones de reales!
--¡Son partibles!--exclamó Pepe.
--No es necesario... (repliqué yo.) Te regalo otros ciento.
--¡Esto es serio! (repuso Pepe, acercando su silla á la mía.) Explícame
tu idea.
--¡Es una idea de primer orden!...
--Veámosla enseguida.
--Atiende y la sabrás.--¿Cuántos habitantes tendrá la Tierra?
--Yo creo que tendrá de novecientos á mil millones...
--Me contento con que la habiten ochocientos cincuenta millones de seres
humanos.--Yo necesito buscar el modo de que cada uno de ellos me dé un
cuarto. Conseguido esto, heme ya poseedor de cien millones de reales.
--Exactamente... (respondió mi amigo.) Has echado bien la cuenta.
--Nadie me llamará ambicioso. ¡No hay pobre tan pobre que no tire
diariamente un cuarto, ni hay padre que no lo dé hasta por su niño
recién nacido, si se trata de procurarle alguna cosa muy precisa!--Ahora
bien; para que esta cosa muy precisa, Tendida á cuarto, me deje un
cuarto de ganancia, yo necesito: 1.º, que no me cueste nada: 2.º, poder
llevarla á todos los puntos de la Tierra sin gastos de conducción ó de
trasporte; y 3.º, cobrar todos y cada uno de esos cuartos sin descuento
ni quebranto alguno.--Por consiguiente, mi mercancía no ha de ser
física; ha de ser moral.--Siendo moral, no me cuesta nada el adquirirla,
ni el trasportarla, y logro al mismo tiempo simplificar la cobranza de
tal manera, que con hacer cuatro grandes viajes (cosa que deseo
muchísimo) á las cuatro Partes del Mundo que aún no conozco, habré
cobrado los cien millones.--Me explicaré.
Supongamos que digo á los habitantes del Planeta:--«Señores: yo soy
adivino. Yo sé qué día va á acabarse el mundo; y la prueba de que lo sé,
es esta, y esta, y la otra... Sin embargo, yo no se lo diré á nadie, á
menos que cada habitante de la Tierra me pague cuatro maravedís
adelantados. ¿Quién, por un cuarto, no querrá saber con anticipación la
terrible fecha del día del Juicio?--Pues bien: vosotros, europeos,
mandaréis ese cuarto á Madrid, calle de tal, número tantos, para lo cual
podéis reuniros por Municipios, enviar vuestro contingente á las
Capitales de provincia, de las Capitales de Provincia á las Metrópolis,
y de las Metrópolis á mi casa; ó bien podrá partir la iniciativa de los
Gobiernos, adelantándome cada uno la cantidad que corresponda á su
Nación, con arreglo á los habitantes que ésta cuente, imponiendo luego
una capitación de á cuarto por persona, ó inventando un arbitrio nuevo
sobre cualquier operación inocente é imprescindible de la
vida.--Vosotros, africanos, haréis lo mismo en Ceuta: vosotros,
asiáticos, podréis reunir vuestra cuota en Bombay: vosotros, americanos,
en la Habana; y vosotros, habitantes de la Oceanía, girad sobre Manila,
que es ciudad española.»
Esto diría yo á los habitantes de la Tierra.
Con el contingente de Europa, que, según te he indicado, podría cobrar
en mi casa, emprendería el viaje á Ceuta, á Cuba, á Filipinas y á la
India, y al cabo de un par de años me encontraría poseedor de todo mi
dinero y autor de un viaje de circunvalación.--Entonces, ó ya se les
habría olvidado á todos que me habían dado la despreciable cantidad de
un cuarto, ó diría yo para cumplir: «El mundo se acaba dentro de dos
siglos.» ¡Y que fueran á buscarme al terminar el plazo!--Queda, pues,
reducida la dificultad á probar y hacer creer que soy adivino.
--Eso es facil...--murmuró Pepe con acento filosófico.
--¡Y tan facil!--repliqué yo.
--La dificultad... (prosiguió mi amigo aún más filosóficamente): la
dificultad consiste en otras muchas cosas.
--¿En qué cosas?
--Primeramente, en la concurrencia, ó sea en la competencia.--Tan luego
como tú echases á volar el anuncio ó reclamo, y viesen tus prójimos que
el negocio prometía, en cada ciudad del mundo aparecería un prospecto
ofreciendo una edición económica de tu noticia: es decir, que los
kurdos, los mongoles, los japoneses, los hotentotes, los franceses, los
italianos, todos y cada uno de los pueblos á quienes pidieras el
_cuarto_, darían de sí un industrial que ofreciese revelar el día del
fín del mundo _por un ochavo_, ó sea con un 50 por 100 de rebaja. En
segundo lugar, muchos pueblos del globo no tienen todavía moneda. En
tercer lugar, carecen de periódicos y demás medios de publicidad, de
modo que tu proyecto tardaría cuarenta ó cincuenta años en llegar á
conocimiento de todos los hombres. En cuarto lugar, para entenderte con
el género humano entero, necesitarías poseer todos los idiomas del
mundo, ó buscar personas que los poseyeran, lo cual es prácticamente
imposible. En quinto lugar, como tú no tendrías medios de declarar la
guerra á la Nación que te estafase, resultaría que muchos Gobiernos,
sobre todo en los pueblos incultos, harían la cobranza y _se comerían tu
sangre_, como el otro que dice. En sexto lugar...
--¡No te canses, Pepe! (interrumpí yo). Estoy convencido. ¡Ni el hombre
ni la humanidad me darán los cien millones! ¡El hombre, ó sea el inglés,
será sordo á mis argumentos! ¡La humanidad, hostil á mis
intereses!--¡Oh! ¿Dónde está la familia humana? Si todos los pueblos de
la Tierra hablasen una misma lengua y tuviesen tratados aduaneros
mancomunes, ó (lo que sería mejor) no tuviesen aduanas; si en todas
partes fuesen iguales los pesos, las medidas, la moneda, las
costumbres, la forma de gobierno, las modas y las creencias, ¡qué
especulaciones tan grandes, qué negocios tan gigantescos podrían
hacerse! ¡Desde luego, yo les sacaría sin sentir á los hijos de Adán
esos cien millones de reales!

IV.
Ahí tenéis los dos únicos medios que se me han ocurrido en toda mi vida
para lograr la susodicha cantidad.--Ambos han sido declarados ineficaces
por personas competentes; y yo, aunque no convencido del todo ni de la
competencia de éstos ni de la ineficacia de aquéllos, la verdad es que
he renunciado á ponerlos en planta.--¡Graduad mi desesperación!
Sin embargo, como el que no se contenta es porque no quiere, heme
dedicado últimamente á buscar la equivalencia de esa cantidad dentro de
mí mismo, y dentro de mí mismo _la he encontrado_...
¿Qué no encontrará el hombre en su corazón ó en su cabeza, en sus
sentimientos ó en su fantasía, si sabe sondearlos?
El alma humana es un reflejo del infinito, y hasta quizás el infinito
mismo. El alma es como una reducción fotográfica de la Creación, y en
ella están condensadas todas las obras de Dios; pero tan condensadas,
que á primera vista sólo vemos un punto negro. Un punto negro es también
el mundo exterior, cuando lo velan las tinieblas, y dentro de ese punto
están comprendidas, sin embargo, todas las cosas. Sólo falta un rayo de
luz que disipe las sombras, para que las cosas se esclarezcan y el punto
se convierta en el universo. Y para que la reducción fotográfica de
nuestro espíritu descubra todos los tesoros que guarda, basta que le
apliquemos el vidrio de aumento de la fé ó de la inspiración.--_Tienen
ojos y no ven_, dice el Evangelio.
¡Sí! ¡yo he encontrado dentro de mí, en los bolsillos de mi imaginación,
esos cien millones de reales!
¿De qué manera?--De una manera muy sencilla, que está al alcance de
todos: dedicándome en cuerpo y alma á hacer castillos en el aire, como
los muchachos de trece años; partiendo del principio, ó sea del punto
matemático, de que poseo los cien millones, y poniéndome á pensar muy
seriamente, durante muchas horas seguidas, en las cosas que yo haría con
ese dinero.
A este fín me acuesto al ponerse el sol; apago la vela; meto la cabeza
entre las almohadas, y me estoy así (procurando no dormirme) hasta la
madrugada del día siguiente, que me duermo... y sigo soñando que soy
millonario.
Todo este tiempo, que equivale á la mitad de mi vida, lo paso
disfrutando con la imaginación los placeres de la riqueza, bien esté
despierto, bien esté dormido.
Nada falta á mi ilusión. Yo toco el oro; yo veo los billetes de Banco;
yo giro letras sobre las primeras casas de Europa; yo recorro mis
fincas; yo taso mis coches, mis cuadros, mis muebles, mis libros, mis
estátuas, mis caballos, mis músicos, mis bufones, mis caridades, mis
placeres, todos mis gastos; yo soy rico, en fin, y pienso en lo que
piensan los más opulentos; y duermo poco, como á ellos les acontece.
--«_Si yo tuviera cien millones_... (me digo cien veces cada velada.) Si
yo tuviera cien millones, compraría esto, lo otro y lo de más allá;
echaría por este camino, evitaría el otro; viviría de tal suerte;
pensaría en tal sentido, etc., etc., etc., etc., etc., etc.
Y es la verdad que, durante esta fantasmagoría, pasa ante mis ojos la
vida entera; formo mil novelas en la imaginación, hago la crítica de
todos los afectos, de todas las personas, de todas las virtudes, de
todos los vicios; desentraño cuestiones muy profundas de moral, de
filosofía, de gobierno, de arte, de economía..., y todo sin intención
de ello, como quien lee libros en un idioma que no comprende.
Quizás algún día escriba una obra compuesta de muchos volúmenes, con el
mismo título de este artículo. En ella referiré todas mis cavilaciones
de una noche de esas fantásticas, y enumeraré las cosas portentosas que
haría yo en el mundo, si tuviese cien millones de reales...
Desde ahora hasta entonces, salud, y acostarse temprano.
Madrid Junio de 1859.



CARTAS
Á MIS MUERTOS.
MADRID 2 DE NOVIEMBRE DE 1855.
* * * * *
¡Ay del que en una y otra sepultura
prendas del alma sumergirse vió,
y ansioso tornó á amar en su locura,
y otra vez y otra vez su bien perdió!
¡Ay de mí, que, rebelde y furibundo,
de la fé y del temor rompí los lazos,
y abarqué el universo..., y ví que el mundo
era un cadaver más entre mis brazos!
(VERSOS INÉDITOS MÍOS.)

PREFACIO.
Ningún día del año, ninguno; ni el de San José, ni el de los Santos
Reyes, ni el de año-nuevo, ni el viernes de Dolores, ni antes de
emprender un viaje, ni después de un cambio político, ni en vísperas de
elecciones, ni al salir de una enfermedad, ni cuando me entran ganas de
ser Académico, ni á poco de contraer matrimonio, ni la mañana del
estreno de un drama mío, ni al día siguiente de perder mi caudal al
juego... (ya comprenderán ustedes que la mitad de estas cosas no me han
sucedido ni una vez siquiera); nunca, en fín, es tan larga la lista de
mi tarjetero, nunca me encuentro con tantas visitas que hacer, como el
día de la _Conmemoración de los Fieles Difuntos_.
¡Y es que pocos hombres de mi edad habrá en la tierra que tengan con el
cielo una cuenta tan larga como la mía!
De cuantos barcos eché á la mar, y fueron muchos... (hablo
metafóricamente), apenas veo ya alguno que otro, roto y desarbolado por
los huracanes, tendido y solo sobre las arenas de la playa.--Los demás
se hundieron para siempre en el Oceano.
Dice Quevedo, y dice bien:
_No tanto me alegrárades con hojas_
_en los robres antiguos, remos graves,_
_como colgados en el Templo, y rotos!_
¡Noble, filosófico, ascético pensamiento, digno de un espíritu de primer
orden! Pero, si Quevedo estaba en lo firme, no es menos cierto que la
Tierra se reduce ya para mí á un inmenso Campo-Santo.--Mi verdadera
patria se encuentra ya _ultra-tumba_.--Cuando yo muera me figuraré que
resucito.--_Allá_ tengo muchas más relaciones que _acá_.
Por eso me agrada ir todos los años, tal día como hoy, á visitar el
cementerio más próximo á mi casa. Poco me importa que el panteón sea
este ó aquél. La muerte es cosmopolita.--Donde quiera que hallo cruces,
flores, cirios y coronas, allí creo que están mis muertos, los mios, mis
predilectos finados, los seres que me abandonaron y cuya ausencia
debiera llorar todos los días.--¿No es cada Campo-Santo una colonia de
esa patria de todos que se llama la Eternidad?
Y no voy á llorar...; porque ya no se estila hacerlo.
Ni á rezar...; porque nunca rezo en público.
Ni á dar limosna para misas; porque conozco á algunos sacerdotes que me
las dicen de balde.
Voy á consolarme de no ser ministro, ni sabio, ni hermoso, ni banquero.
Y, de camino, felicito á mis difuntos y los entero de cuanto ocurre por
aquí.
Pero ¡ay! este año son tantos mis quehaceres, que me es imposible ir á
darles los días en persona.
Quédame dichosamente el moderno recurso del correo interior, y á él
apelo, temeroso de que mis amigos del otro mundo se figuren que los he
olvidado y mueran de pena, ó, por mejor decir, _resuciten_...;--lo cual
sería mucho más espantoso... para ellos.
Ved, pues, lo que les digo con esta fecha.

I.
Amigo mío:
Tu mujer era una hipócrita: todas las promesas de eterno amor que te
hizo durante la luna de miel, y todos los ofrecimientos de viudez
perpetua que te dió á libar en tus últimos instantes, hanse convertido
en un Capitán de caballería, con el cual se casará de un día á otro, si
ya no se ha casado.
En mi concepto, la mujer que contrae segundas nupcias al año de
enviudar, amaba á su marido lo bastante para procurarle un Cirineo si
llega á tardar en morirse.
Yo te doy, pues, la enhorabuena por el tino que has mostrado rompiendo
tan á tiempo los lazos que te unían á semejante Lucrecia Borgia, y te
aconsejo que no contraigas ahí segundas nupcias, aunque la misma
Semíramis te ofrezca su mano y Satanás se brinde á ser tu padrino.
Tuyo afectísimo, etc.

II.
Mujer invencible, corazón de piedra, encantadora y terrible criatura, he
asistido á tus funerales.
Te he vencido en generosidad. ¡Tú fuiste siempre implacable para mí! ¡Yo
te he visto vencida por la muerte..., y he llorado!
¿Qué era ya de tu orgullo, de tu coquetería, de tu soberbia?
¡Allí estabas sin poder ninguno sobre mí, roca inexpugnable! Podía
engreirme en tu sepulcro..., y arrojé en él una flor.
Pero ahora me engrío.--¡Ah! ¡Cómo he triunfado de tu esquivez! Ya no te
deseo; ya no me atormenta tu imagen. Tú has dado por mí el salto de
Léucades, y he curado de tu amor.
Horas enteras te he estado viendo tendida en el ataud. Estabas tan
desarmada por la muerte, que te compadecí.--¡Oh! mi compasión te hubiera
matado, si ya no estuvieras muerta!... ¡Yo, compasión de tí, reina
mía!--Sí, la tuve.
Estabas fea, asquerosa..., y te dejé.
A mi regreso á casa, ví en el balcón á Dolores, y la saludé
tiernamente... Me acordé de tí... y--¡óyelo!--suspiré de nuevo.
Conque adios: hasta el año que viene.

III.
Muy señor mío: Hace algunos años, desde el borde del sepulcro, me
prometió V. irónicamente venir, _si podía_, luego que muriese, á darme
la razón, _suponiendo que yo la tuviera_, en nuestra constante polémica
acerca de los destinos de la humanidad, de la existencia del espíritu,
de la inmortalidad del alma.
Tenía V. ochenta años, y yo diez y ocho, cuando reñíamos tan tremenda
batalla. Usted era ateo, y yo creyente. V. se acercaba á la tumba
diciéndome: «_Dentro de pocas horas habré vuelto al sueño de la
nada_...», y yo penetraba en la existencia diciéndole á V.: «_Nuestra
vida mortal es el verdadero sueño del espíritu, y con la muerte del
cuerpo principiará el despertar del alma._»
Han pasado algunos años desde que murió usted, y, aunque no me ha
cumplido su promesa de aparecérseme una noche para contarme los reinos
_de ultra-tumba_, debo decirle á usted que no por eso he dudado de que
semejantes reinos existan.
Yo ví á V. arrojar el último suspiro entre una sonrisa de incredulidad,
es cierto; pero con la calma del hombre valeroso y honrado cuya vida
había sido un modelo de virtudes domésticas y sociales!--«_¡Hasta
nunca!_» fueron las últimas terribles palabras que pronunció V.,
continuando así nuestra polémica desde las mismas regiones de la
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