Ataramiñe'06 Euskal Errepresaliatu Politikoen Literatura Koadernoak - 05
Tolosa pensando que ahí debería estar el móvil del asesinato. En la historia personal del occiso tenía que estar, necesariamente, la clave sobre
los motivos del crimen; pues a primera vista de lo general y tras el escrupuloso análisis de otro tipo de documentación más específica, así como
de los interrogatorios a testigos y otras indagaciones policiales, no se
desprendía elemento alguno que hiciera pensar en hipótesis mínimamente razonables sobre por qué el pistolero había esquivado a lo más
selecto de la política, el sindicalismo, la intelectualidad vasca para ir directamente a volarle la cabeza a una persona a la que, por lo que se sabía,
ni conocía ni estaba significada en nada.
En toda la información recogida por la Ertzaintza tampoco había dato
alguno, por mínimo que este fuera, que hiciera pensar que los protagonistas del incidente hubieran tenido algún tipo de relación. Es más, todas
74
las fuentes aseguraban, sin reservas y de manera inequívoca, que ambos
no se conocían, que jamás antes se habían encontrado personalmente.
Así que el inspector Goikolea no paraba de darle vueltas a la cabeza
sobre el asunto, al tiempo que inspiraba profundas caladas al pitillo pretendiendo, tal vez, invocar a esos espíritus de la concentración de los que
hablan los fumadores.
En un primer momento, desde algún medio informativo se había barajado la posibilidad de que se tratara de un crimen pasional. Pero Julen
Tolosa llevaba varios años casado y no se le conocían deslices, fuera
aparte de algún escarceo ocasional e intrascendente tras alguna cena de
empresa. No había dato alguno de que conociera a la esposa de su victimario. Este aspecto había sido minuciosamente investigado por agentes de la Ertzaintza, quiénes con exquisita discreción tomaron contacto
durante el día y medio transcurrido desde el óbito con las mujeres con
las que Julen Tolosa había tenido algún tipo de relación, por mínima que
hubiera sido. Por la otra parte, su asesino no sólo estaba felizmente casado sino que no había tenido aventura alguna ajena a su cónyuge desde
años antes de la nupcia. Era, según criterio unánime de todos sus amigos y conocidos, una persona seria, de vida ordenada y muy equilibrado.
Además, no se podía olvidar que no se había recogido información alguna sobre la eventualidad de que homicida y víctima se conocieran personalmente. De vista es posible que sí, podría asegurarse que fijo pues
habría pocas personas en Euskal Herria que no hubieran visto alguna vez
el rostro de Julen Tolosa, a pesar de no tener nadie ni idea de quién era
o a qué se dedicaba concretamente. De esta generalización había que
excluir, evidentemente, a los vendedores del cupón de la Organización
Nacional de Ciegos Vascas, EIEN, los únicos para quienes Julen Tolosa
siempre fue absolutamente nadie.
Quedaron igualmente apartadas de la investigación otras hipótesis sobre
lo acontecido en las que abundaron otros medios. Según esas fuentes,
los protagonistas del suceso podrían haber estado relacionados con
alguna mafia o incluso con los servicios de seguridad de otro país. Esta
75
Fernando Alonso Abad
“Julen Tolosa”eta“Tertulianos”
manifestaba en la presentación del Trabajo, en la página 2.Tal y como se
reconocía en ese texto, el propio Departamento de Documentación se
había quedado estupefacto cuando al ordenador del archivo se le había
pedido que buscara documentos gráficos en los que apareciera el finado. Confesaban abiertamente que había sido tal la sorpresa que, inmediatamente, pensaron en un cuadernillo especial, aun sin saber cuáles
podían ser los méritos de un fulano al que todos reconocían pero nadie
sabía quién era. Aun así, apareciendo tanto en las fotos algún conspicuo
personaje debería ser, y por eso propusieron a la Dirección del periódico la preparación de un suplemento a modo de obituario gráfico para
la posteridad.
Al Departamento de Publicidad le pareció estupendo, y aunque tampoco le conocieran más que por su cara comenzaron inmediatamente a
gestionar anunciantes para la edición especial.
Al ertzainburu Goikolea, evidentemente, también le resultaba conocida
la cara de la víctima pero no alcanzaba a ubicarlo en un papel específico. Estaba en todas pero no pintaba nada en ninguna; ésa era una primera conclusión. Es más, nadie sabía qué hacía concretamente en la zona
VIP de aquel acto en el que le llegó la muerte. Así pues, retiró a un lado
la prolija documentación y se metió de lleno en la biografía de Julen
Tolosa pensando que ahí debería estar el móvil del asesinato. En la historia personal del occiso tenía que estar, necesariamente, la clave sobre
los motivos del crimen; pues a primera vista de lo general y tras el escrupuloso análisis de otro tipo de documentación más específica, así como
de los interrogatorios a testigos y otras indagaciones policiales, no se
desprendía elemento alguno que hiciera pensar en hipótesis mínimamente razonables sobre por qué el pistolero había esquivado a lo más
selecto de la política, el sindicalismo, la intelectualidad vasca para ir directamente a volarle la cabeza a una persona a la que, por lo que se sabía,
ni conocía ni estaba significada en nada.
En toda la información recogida por la Ertzaintza tampoco había dato
alguno, por mínimo que este fuera, que hiciera pensar que los protagonistas del incidente hubieran tenido algún tipo de relación. Es más, todas
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las fuentes aseguraban, sin reservas y de manera inequívoca, que ambos
no se conocían, que jamás antes se habían encontrado personalmente.
Así que el inspector Goikolea no paraba de darle vueltas a la cabeza
sobre el asunto, al tiempo que inspiraba profundas caladas al pitillo pretendiendo, tal vez, invocar a esos espíritus de la concentración de los que
hablan los fumadores.
En un primer momento, desde algún medio informativo se había barajado la posibilidad de que se tratara de un crimen pasional. Pero Julen
Tolosa llevaba varios años casado y no se le conocían deslices, fuera
aparte de algún escarceo ocasional e intrascendente tras alguna cena de
empresa. No había dato alguno de que conociera a la esposa de su victimario. Este aspecto había sido minuciosamente investigado por agentes de la Ertzaintza, quiénes con exquisita discreción tomaron contacto
durante el día y medio transcurrido desde el óbito con las mujeres con
las que Julen Tolosa había tenido algún tipo de relación, por mínima que
hubiera sido. Por la otra parte, su asesino no sólo estaba felizmente casado sino que no había tenido aventura alguna ajena a su cónyuge desde
años antes de la nupcia. Era, según criterio unánime de todos sus amigos y conocidos, una persona seria, de vida ordenada y muy equilibrado.
Además, no se podía olvidar que no se había recogido información alguna sobre la eventualidad de que homicida y víctima se conocieran personalmente. De vista es posible que sí, podría asegurarse que fijo pues
habría pocas personas en Euskal Herria que no hubieran visto alguna vez
el rostro de Julen Tolosa, a pesar de no tener nadie ni idea de quién era
o a qué se dedicaba concretamente. De esta generalización había que
excluir, evidentemente, a los vendedores del cupón de la Organización
Nacional de Ciegos Vascas, EIEN, los únicos para quienes Julen Tolosa
siempre fue absolutamente nadie.
Quedaron igualmente apartadas de la investigación otras hipótesis sobre
lo acontecido en las que abundaron otros medios. Según esas fuentes,
los protagonistas del suceso podrían haber estado relacionados con
alguna mafia o incluso con los servicios de seguridad de otro país. Esta
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Fernando Alonso Abad
“Julen Tolosa”eta“Tertulianos”
última versión fue precisamente sobre la que se extendió un rotativo en
concreto, que expuso desde sus páginas rocambolescas historias más
propias de la literatura fantástica que de un trabajo periodístico serio y
profesional. Los redactores se basaban únicamente en que Julen Tolosa
había estado presente en todos y cada uno de los acontecimientos políticos registrados en Euskal Herria en los últimos años. No se aportaba
dato alguno sobre el tipo de trabajo que presuntamente habría realizado el muerto, se limitaban exclusivamente a exponer una recopilación
de momentos que tenían como denominador común su presencia; únicamente eso, su constante presencia.
Y es que la imagen del finado aparecía en todos los eventos más relevantes de la reciente historia vasca vinculados al proceso que condujo a
la soberanía.
Partiendo únicamente de esa evidencia, los firmantes de los dos reportajes, publicados en las ediciones de sábado y domingo, sostenían la idea
de que Julen Tolosa había sido un agente de la Guardia Civil infiltrado.
Aseguraban los periodistas que durante los convulsos años de la
Transición habría desarrollado un papel de estratégica importancia
pasando información al Ministerio del Interior español. Sin embargo, a
medida que fue introduciéndose en la maquinaria del proceso democrático vasco Julen Tolosa se habría sentido reducido por los acontecimientos, rompiendo poco a poco sus vínculos con los aparatos de ocupación españoles para implicarse de lleno en aquello contra lo que estaba instruido para combatir. Según esa hipótesis, su asesinato habría sido
un atentado en ajuste de cuentas por aquellos hechos. Los reporteros
pasaban de puntillas sobre el homicida, y que de hacerlo su tesis se
hubiera venido abajo estrepitosamente.
Cuando el primero de esos reportajes cayó en manos del inspector
Goikolea sentenció que no era más que basura para vender periódicos
y no le dio importancia alguna dado que no servía para su investigación.
Al reportaje del domingo apenas echó un rápido vistazo, lo suficiente
para reafirmarse en la opinión del día anterior y tirarlo a un lado de la
mesa de un manotazo. De paso, y como el cenicero estaba próximo al
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lugar en el que quedó el ejemplar, aprovechó para apagar el cigarro y
reubicarse en su asiento.
Como seguía sorprendido por la abundancia del material gráfico en el
que aparecía Julen Tolosa, un personaje contrastadamente irrelevante e
incluso innominado hasta el día de autos, pidió a su subordinado que le
proporcionara los dos anuarios previos a la transición para ver si es que
se trataba de alguien que en aquellas épocas tuviera algún peso específico concreto y que en tiempos posteriores hubiera ido perdiendo nombre público. La verdad es que lo dudaba, pues de haber sido así no sólo
lo recordaría perfectamente sino que constaría como tal en las semblanzas biográficas publicadas o figuraría en los informes policiales.
Ninguno de los casos se daba, pero aun así pidió los anuales para dejar
zanjada definitivamente esa línea de investigación.
En apenas diez minutos, en los cuales aprovechó para prepararse un café
en la mesita del despacho, uno de los ertzianas estaba ya dejando sobre
la mesa los volúmenes solicitados. El inspector Goikolea le agradeció la
rapidez y seguidamente comenzó a hojear el primero de ellos con la
mano izquierda mientras con la otra sostenía la jícara del café. Julen
Tolosa aparecía también en numerosas fotografías de aquella época, aunque en los pies de foto no había referencia alguna ni a él ni a la supuesta tarea que estuviera realizando para haber quedado recogido en la instantánea. Pasando páginas hacia atrás sobre aquellas decisivos días le
reconoció, con algunos años menos, caminando junto a uno de los artífices de la confluencia abertzale, a quien parecía hurtar espacio. En otras,
figuraba en la mesa en conferencias de prensa flanqueado por destacados dirigentes. Las había a las entradas y salidas de reuniones históricas,
portando la pancarta de manifestaciones multitudinarias. Esa imagen de
subalterno omnipresente que acapara con expresión medida más foco
que el propio protagonista del acontecimiento era una constante.
Apuró Goikolea el último sorbo de café y se puso a revisar los textos
tratando de descubrir alguna pretérita referencia al ubicuo personaje.
No encontraba nada, únicamente toda una serie de fotografías sobre
impactantes momentos del arranque de la transición vasca en los cua-
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Fernando Alonso Abad
“Julen Tolosa”eta“Tertulianos”
última versión fue precisamente sobre la que se extendió un rotativo en
concreto, que expuso desde sus páginas rocambolescas historias más
propias de la literatura fantástica que de un trabajo periodístico serio y
profesional. Los redactores se basaban únicamente en que Julen Tolosa
había estado presente en todos y cada uno de los acontecimientos políticos registrados en Euskal Herria en los últimos años. No se aportaba
dato alguno sobre el tipo de trabajo que presuntamente habría realizado el muerto, se limitaban exclusivamente a exponer una recopilación
de momentos que tenían como denominador común su presencia; únicamente eso, su constante presencia.
Y es que la imagen del finado aparecía en todos los eventos más relevantes de la reciente historia vasca vinculados al proceso que condujo a
la soberanía.
Partiendo únicamente de esa evidencia, los firmantes de los dos reportajes, publicados en las ediciones de sábado y domingo, sostenían la idea
de que Julen Tolosa había sido un agente de la Guardia Civil infiltrado.
Aseguraban los periodistas que durante los convulsos años de la
Transición habría desarrollado un papel de estratégica importancia
pasando información al Ministerio del Interior español. Sin embargo, a
medida que fue introduciéndose en la maquinaria del proceso democrático vasco Julen Tolosa se habría sentido reducido por los acontecimientos, rompiendo poco a poco sus vínculos con los aparatos de ocupación españoles para implicarse de lleno en aquello contra lo que estaba instruido para combatir. Según esa hipótesis, su asesinato habría sido
un atentado en ajuste de cuentas por aquellos hechos. Los reporteros
pasaban de puntillas sobre el homicida, y que de hacerlo su tesis se
hubiera venido abajo estrepitosamente.
Cuando el primero de esos reportajes cayó en manos del inspector
Goikolea sentenció que no era más que basura para vender periódicos
y no le dio importancia alguna dado que no servía para su investigación.
Al reportaje del domingo apenas echó un rápido vistazo, lo suficiente
para reafirmarse en la opinión del día anterior y tirarlo a un lado de la
mesa de un manotazo. De paso, y como el cenicero estaba próximo al
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lugar en el que quedó el ejemplar, aprovechó para apagar el cigarro y
reubicarse en su asiento.
Como seguía sorprendido por la abundancia del material gráfico en el
que aparecía Julen Tolosa, un personaje contrastadamente irrelevante e
incluso innominado hasta el día de autos, pidió a su subordinado que le
proporcionara los dos anuarios previos a la transición para ver si es que
se trataba de alguien que en aquellas épocas tuviera algún peso específico concreto y que en tiempos posteriores hubiera ido perdiendo nombre público. La verdad es que lo dudaba, pues de haber sido así no sólo
lo recordaría perfectamente sino que constaría como tal en las semblanzas biográficas publicadas o figuraría en los informes policiales.
Ninguno de los casos se daba, pero aun así pidió los anuales para dejar
zanjada definitivamente esa línea de investigación.
En apenas diez minutos, en los cuales aprovechó para prepararse un café
en la mesita del despacho, uno de los ertzianas estaba ya dejando sobre
la mesa los volúmenes solicitados. El inspector Goikolea le agradeció la
rapidez y seguidamente comenzó a hojear el primero de ellos con la
mano izquierda mientras con la otra sostenía la jícara del café. Julen
Tolosa aparecía también en numerosas fotografías de aquella época, aunque en los pies de foto no había referencia alguna ni a él ni a la supuesta tarea que estuviera realizando para haber quedado recogido en la instantánea. Pasando páginas hacia atrás sobre aquellas decisivos días le
reconoció, con algunos años menos, caminando junto a uno de los artífices de la confluencia abertzale, a quien parecía hurtar espacio. En otras,
figuraba en la mesa en conferencias de prensa flanqueado por destacados dirigentes. Las había a las entradas y salidas de reuniones históricas,
portando la pancarta de manifestaciones multitudinarias. Esa imagen de
subalterno omnipresente que acapara con expresión medida más foco
que el propio protagonista del acontecimiento era una constante.
Apuró Goikolea el último sorbo de café y se puso a revisar los textos
tratando de descubrir alguna pretérita referencia al ubicuo personaje.
No encontraba nada, únicamente toda una serie de fotografías sobre
impactantes momentos del arranque de la transición vasca en los cua-
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Fernando Alonso Abad
“Julen Tolosa”eta“Tertulianos”
les Julen Tolosa parecía ser la estrella del acontecimiento, a juzgar por la
imagen, pero sobre el que no aparecía ni la más mínima mención. Fuera
aparte de su presencia no había nada en los anuarios que pudiera aportar alguna luz sobre el papel que desempeñaba.
El inspector Goikolea había descontado desde un primer momento que
se tratara de algún acompañante de seguridad; antes de la transición
porque resultaba grotesco que un escolta fuera tan exhibicionista, y en
la actualidad porque debería ser obligatoriamente miembro de la
Ertzaintza o de su cuerpo auxiliar ya que en Euskal Herria no existe la
seguridad privada.
Volvió a tomar en sus manos el cuadernillo especial de obituario gráfico
para comprobar que, en lo referente a presencia de Julen Tolosa durante los tres últimos años, no había prácticamente diferencia alguna con lo
que acababa de ver en los anuales. El finado mantenía las mismas poses
y seguía buscando el objetivo fotográfico a pesar de que en ningún caso
pintara nada.
El inspector Goikolea no seguía en la actualidad los devenires políticos
como años atrás, pero al sumergirse en los anuarios recordó que en
aquellos tiempos él mismo había comentado con sus amigos en numerosas ocasiones el caso de ese fulano que siempre encontraba algún
recurso para entrar en escena y chupar protagonismo. Era algo inaudito, por lo que su olfato policial le indicaba que era por ahí por donde
debería enfocar la investigación del crimen. Convencido de que debía de
existir algún dato que hasta ahora se le había escapado, y sobre el que
gravitaría necesariamente la clave para la resolución del asesinato, se dispuso a eliminar de la mesa lo que consideraba inicialmente material
superfluo para arrancar de nuevo todo el procedimiento de indagación.
Realizada una primera criba, consideró que lo más rápido y seguramente más efectivo era ponerse en contacto inmediatamente con los líderes políticos junto a los que siempre aparecía y preguntarles qué pintaba en todo aquello un individuo con semejante afán de notoriedad, un
fulano irrelevante a la luz de toda la información procesada y que, sin
78
embargo, parecía copar más protagonismo que los auténticos protagonistas.
Entonces sonó el teléfono de la línea interior. Al otro lado del hilo, el sargento Aldi, uno de los agentes de investigación de la escena del crimen,
le informó de que tenía retenida una llamada de una persona que decía
haber estado con el asesino minutos antes del suceso y que ofrecía un
dato que, aunque a simple vista pudiera parecer estúpido, él consideraba cuanto menos interesante. Le señaló que ya se habían hecho las
oportunas comprobaciones sobre la identidad del comunicante y que se
trataba de un tal Kepa Bilbao que, según decía, volvía de gaupasa a su
domicilio cuando casualmente cruzó unas palabras con el agresor en la
degustación en la que desayunaba con la pretensión de regresar algo
más presentable a casa. El inspector le advirtió al sargento si no se trataría de algún iluminado; pero como éste le aseguró que no, pidió que
le pasara la llamada.
Así fue como el ertzainburu Goikolea tomó contacto telefónico con
Kepa Bilbao aquella mañana del domingo 3 de mayo.Tal y como le había
adelantado el sargento Aldai, Bilbao comenzó relatando al inspector que
él se encontraba desayunando en una degustación de la margen derecha del Ibaizabal próxima al embarcadero de los botes que cruzan la ría
hacia el Parque Natural de Urbinaga. Había pasado toda la noche fuera
tras una cena de celebración del primero de mayo con compañeros del
trabajo y tenía la cabeza lo suficientemente embotada como para pasarle desapercibido cualquiera que estuviera sentado a su lado. Sin embargo, la persona que tenía a su derecha se dirigió a él con bastante vehemencia y comenzó a hablarle, aunque como su capacidad de entendimiento a esas horas y en aquellas condiciones estaba demasiado mermada no le prestó inicialmente atención alguna. Eso hasta que le confesó que llevaba un arma envuelta en una bolsa de plástico que tenía
sobre las piernas y que pensaba utilizarla. Según contaba por teléfono a
duras penas levantó la mirada de su café con leche, pero cuando comprobó que efectivamente aquel desconocido ocultaba un revolver fue
como si se le pasara de golpe la resaca.
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Fernando Alonso Abad
“Julen Tolosa”eta“Tertulianos”
les Julen Tolosa parecía ser la estrella del acontecimiento, a juzgar por la
imagen, pero sobre el que no aparecía ni la más mínima mención. Fuera
aparte de su presencia no había nada en los anuarios que pudiera aportar alguna luz sobre el papel que desempeñaba.
El inspector Goikolea había descontado desde un primer momento que
se tratara de algún acompañante de seguridad; antes de la transición
porque resultaba grotesco que un escolta fuera tan exhibicionista, y en
la actualidad porque debería ser obligatoriamente miembro de la
Ertzaintza o de su cuerpo auxiliar ya que en Euskal Herria no existe la
seguridad privada.
Volvió a tomar en sus manos el cuadernillo especial de obituario gráfico
para comprobar que, en lo referente a presencia de Julen Tolosa durante los tres últimos años, no había prácticamente diferencia alguna con lo
que acababa de ver en los anuales. El finado mantenía las mismas poses
y seguía buscando el objetivo fotográfico a pesar de que en ningún caso
pintara nada.
El inspector Goikolea no seguía en la actualidad los devenires políticos
como años atrás, pero al sumergirse en los anuarios recordó que en
aquellos tiempos él mismo había comentado con sus amigos en numerosas ocasiones el caso de ese fulano que siempre encontraba algún
recurso para entrar en escena y chupar protagonismo. Era algo inaudito, por lo que su olfato policial le indicaba que era por ahí por donde
debería enfocar la investigación del crimen. Convencido de que debía de
existir algún dato que hasta ahora se le había escapado, y sobre el que
gravitaría necesariamente la clave para la resolución del asesinato, se dispuso a eliminar de la mesa lo que consideraba inicialmente material
superfluo para arrancar de nuevo todo el procedimiento de indagación.
Realizada una primera criba, consideró que lo más rápido y seguramente más efectivo era ponerse en contacto inmediatamente con los líderes políticos junto a los que siempre aparecía y preguntarles qué pintaba en todo aquello un individuo con semejante afán de notoriedad, un
fulano irrelevante a la luz de toda la información procesada y que, sin
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embargo, parecía copar más protagonismo que los auténticos protagonistas.
Entonces sonó el teléfono de la línea interior. Al otro lado del hilo, el sargento Aldi, uno de los agentes de investigación de la escena del crimen,
le informó de que tenía retenida una llamada de una persona que decía
haber estado con el asesino minutos antes del suceso y que ofrecía un
dato que, aunque a simple vista pudiera parecer estúpido, él consideraba cuanto menos interesante. Le señaló que ya se habían hecho las
oportunas comprobaciones sobre la identidad del comunicante y que se
trataba de un tal Kepa Bilbao que, según decía, volvía de gaupasa a su
domicilio cuando casualmente cruzó unas palabras con el agresor en la
degustación en la que desayunaba con la pretensión de regresar algo
más presentable a casa. El inspector le advirtió al sargento si no se trataría de algún iluminado; pero como éste le aseguró que no, pidió que
le pasara la llamada.
Así fue como el ertzainburu Goikolea tomó contacto telefónico con
Kepa Bilbao aquella mañana del domingo 3 de mayo.Tal y como le había
adelantado el sargento Aldai, Bilbao comenzó relatando al inspector que
él se encontraba desayunando en una degustación de la margen derecha del Ibaizabal próxima al embarcadero de los botes que cruzan la ría
hacia el Parque Natural de Urbinaga. Había pasado toda la noche fuera
tras una cena de celebración del primero de mayo con compañeros del
trabajo y tenía la cabeza lo suficientemente embotada como para pasarle desapercibido cualquiera que estuviera sentado a su lado. Sin embargo, la persona que tenía a su derecha se dirigió a él con bastante vehemencia y comenzó a hablarle, aunque como su capacidad de entendimiento a esas horas y en aquellas condiciones estaba demasiado mermada no le prestó inicialmente atención alguna. Eso hasta que le confesó que llevaba un arma envuelta en una bolsa de plástico que tenía
sobre las piernas y que pensaba utilizarla. Según contaba por teléfono a
duras penas levantó la mirada de su café con leche, pero cuando comprobó que efectivamente aquel desconocido ocultaba un revolver fue
como si se le pasara de golpe la resaca.
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Al parecer, que él recordara, el homicida no le habría dicho ni el nombre ni dato alguno sobre su identidad. Pero lo que Kepa Bilbao sí dijo
recordar sin el menor género de dudas fue algo parecido a esto: “Estoy
ya hasta los cojones de ver hasta en la sopa desde hace años a este parásito figurón que, encima, no pinta nada en ningún sitio; y le voy a meter
dos tiros entre las cejas”. A continuación había abandonado la degustación para ir a coger la embarcación que le llevaría a la otra margen,
mientras Kepa Bilbao, según su propio testimonio, pugnaba por discernir
si aquella escena había sido real o se trataba de algún efecto secundario
de todo el alcohol que llevaba en sangre.
En estricto cumplimento de su trabajo, el inspector Goikolea le preguntó por qué había esperado casi dos días para ponerse en contacto con
la Ertzaintza, a lo que Bilbao respondió que había pasado todo el sábado en la cama purgando la descomunal resaca del día anterior y que
había llamado nada más ver el periódico del domingo y la foto del asesino.
El ertzainburu le pidió que se pasara lo antes posible, a poder ser antes
del mediodía, por la Ertzainetxea de Sestao para tomarle declaración
formal de todo lo que acababa de relatar. Le agradeció la colaboración
prestada y se despidió hasta que volvieran a verse en las instalaciones
policiales.
Cuando el ertzainburu Goikolea, jefe de investigación criminal de la
Ertzainetxea de Sestao, colgó el teléfono, se recostó en su sillón ergonómico de oficina y lanzó una mirada general y pausada sobre el abundante material que tenía sobre la mesa. Se incorporó ligeramente hasta
alcanzar el obituario gráfico y tras esbozar una sonrisa maliciosa exclamó: “ La verdad sea dicha, a mí también comenzaba a tocarme los cojones el tal Julen Tolosa”.-
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Tertulianos
“Parece que no se le pasa, habrá que llamar rápido a un médico”, dijo Isabel
de la Concha en voz baja pero alterada preocupándose bien de que sus
palabras no se colaran por el micrófono. “Desde luego, no sé si al médico
o a quién, pero en el estado en el que está César no se puede seguir esperando. Habrá que hacer algo urgente”, murmuró Germán Vienés tapando
el sonido de Carmen Guesurraga, quien no paraba de balbucear expresiones para todos incomprensibles. Vienés hacía gestos al técnico para que
controlara que todo aquel cúmulo de despropósitos no saliera en antena.
En medio del incidente, Carlos Partagás, conductor de la tertulia, no perdía
la calma. Al menos así lo parecía, pues mantenía el ritmo de su programa
radiofónico de tal manera que su audiencia no pudiera percatarse de la
dramática situación que se estaba viviendo en aquellos momentos en los
estudios de la emisora.
Pilar Adarduna continuaba su intervención como si nada pasara, abundando en la enésima afirmación categórica salida de la boca de José María
Ordoño. Entre el diálogo de Adarduna y Ordoño, Carlos Partagás introducía alguna perla pulida y engalada, de esas que le habían hecho la estrella
de los conductores de las tertulias políticas de la mañana radiofónica.
Simultáneamente,Vienés se encargaba de tranquilizar a Guesurraga mientras De la Concha hacía lo posible para que al desplomarse al suelo César
Lumbreras, algo que parecía ya inevitable, no se partiera un cuerno contra
los motivos del crimen; pues a primera vista de lo general y tras el escrupuloso análisis de otro tipo de documentación más específica, así como
de los interrogatorios a testigos y otras indagaciones policiales, no se
desprendía elemento alguno que hiciera pensar en hipótesis mínimamente razonables sobre por qué el pistolero había esquivado a lo más
selecto de la política, el sindicalismo, la intelectualidad vasca para ir directamente a volarle la cabeza a una persona a la que, por lo que se sabía,
ni conocía ni estaba significada en nada.
En toda la información recogida por la Ertzaintza tampoco había dato
alguno, por mínimo que este fuera, que hiciera pensar que los protagonistas del incidente hubieran tenido algún tipo de relación. Es más, todas
74
las fuentes aseguraban, sin reservas y de manera inequívoca, que ambos
no se conocían, que jamás antes se habían encontrado personalmente.
Así que el inspector Goikolea no paraba de darle vueltas a la cabeza
sobre el asunto, al tiempo que inspiraba profundas caladas al pitillo pretendiendo, tal vez, invocar a esos espíritus de la concentración de los que
hablan los fumadores.
En un primer momento, desde algún medio informativo se había barajado la posibilidad de que se tratara de un crimen pasional. Pero Julen
Tolosa llevaba varios años casado y no se le conocían deslices, fuera
aparte de algún escarceo ocasional e intrascendente tras alguna cena de
empresa. No había dato alguno de que conociera a la esposa de su victimario. Este aspecto había sido minuciosamente investigado por agentes de la Ertzaintza, quiénes con exquisita discreción tomaron contacto
durante el día y medio transcurrido desde el óbito con las mujeres con
las que Julen Tolosa había tenido algún tipo de relación, por mínima que
hubiera sido. Por la otra parte, su asesino no sólo estaba felizmente casado sino que no había tenido aventura alguna ajena a su cónyuge desde
años antes de la nupcia. Era, según criterio unánime de todos sus amigos y conocidos, una persona seria, de vida ordenada y muy equilibrado.
Además, no se podía olvidar que no se había recogido información alguna sobre la eventualidad de que homicida y víctima se conocieran personalmente. De vista es posible que sí, podría asegurarse que fijo pues
habría pocas personas en Euskal Herria que no hubieran visto alguna vez
el rostro de Julen Tolosa, a pesar de no tener nadie ni idea de quién era
o a qué se dedicaba concretamente. De esta generalización había que
excluir, evidentemente, a los vendedores del cupón de la Organización
Nacional de Ciegos Vascas, EIEN, los únicos para quienes Julen Tolosa
siempre fue absolutamente nadie.
Quedaron igualmente apartadas de la investigación otras hipótesis sobre
lo acontecido en las que abundaron otros medios. Según esas fuentes,
los protagonistas del suceso podrían haber estado relacionados con
alguna mafia o incluso con los servicios de seguridad de otro país. Esta
75
Fernando Alonso Abad
“Julen Tolosa”eta“Tertulianos”
manifestaba en la presentación del Trabajo, en la página 2.Tal y como se
reconocía en ese texto, el propio Departamento de Documentación se
había quedado estupefacto cuando al ordenador del archivo se le había
pedido que buscara documentos gráficos en los que apareciera el finado. Confesaban abiertamente que había sido tal la sorpresa que, inmediatamente, pensaron en un cuadernillo especial, aun sin saber cuáles
podían ser los méritos de un fulano al que todos reconocían pero nadie
sabía quién era. Aun así, apareciendo tanto en las fotos algún conspicuo
personaje debería ser, y por eso propusieron a la Dirección del periódico la preparación de un suplemento a modo de obituario gráfico para
la posteridad.
Al Departamento de Publicidad le pareció estupendo, y aunque tampoco le conocieran más que por su cara comenzaron inmediatamente a
gestionar anunciantes para la edición especial.
Al ertzainburu Goikolea, evidentemente, también le resultaba conocida
la cara de la víctima pero no alcanzaba a ubicarlo en un papel específico. Estaba en todas pero no pintaba nada en ninguna; ésa era una primera conclusión. Es más, nadie sabía qué hacía concretamente en la zona
VIP de aquel acto en el que le llegó la muerte. Así pues, retiró a un lado
la prolija documentación y se metió de lleno en la biografía de Julen
Tolosa pensando que ahí debería estar el móvil del asesinato. En la historia personal del occiso tenía que estar, necesariamente, la clave sobre
los motivos del crimen; pues a primera vista de lo general y tras el escrupuloso análisis de otro tipo de documentación más específica, así como
de los interrogatorios a testigos y otras indagaciones policiales, no se
desprendía elemento alguno que hiciera pensar en hipótesis mínimamente razonables sobre por qué el pistolero había esquivado a lo más
selecto de la política, el sindicalismo, la intelectualidad vasca para ir directamente a volarle la cabeza a una persona a la que, por lo que se sabía,
ni conocía ni estaba significada en nada.
En toda la información recogida por la Ertzaintza tampoco había dato
alguno, por mínimo que este fuera, que hiciera pensar que los protagonistas del incidente hubieran tenido algún tipo de relación. Es más, todas
74
las fuentes aseguraban, sin reservas y de manera inequívoca, que ambos
no se conocían, que jamás antes se habían encontrado personalmente.
Así que el inspector Goikolea no paraba de darle vueltas a la cabeza
sobre el asunto, al tiempo que inspiraba profundas caladas al pitillo pretendiendo, tal vez, invocar a esos espíritus de la concentración de los que
hablan los fumadores.
En un primer momento, desde algún medio informativo se había barajado la posibilidad de que se tratara de un crimen pasional. Pero Julen
Tolosa llevaba varios años casado y no se le conocían deslices, fuera
aparte de algún escarceo ocasional e intrascendente tras alguna cena de
empresa. No había dato alguno de que conociera a la esposa de su victimario. Este aspecto había sido minuciosamente investigado por agentes de la Ertzaintza, quiénes con exquisita discreción tomaron contacto
durante el día y medio transcurrido desde el óbito con las mujeres con
las que Julen Tolosa había tenido algún tipo de relación, por mínima que
hubiera sido. Por la otra parte, su asesino no sólo estaba felizmente casado sino que no había tenido aventura alguna ajena a su cónyuge desde
años antes de la nupcia. Era, según criterio unánime de todos sus amigos y conocidos, una persona seria, de vida ordenada y muy equilibrado.
Además, no se podía olvidar que no se había recogido información alguna sobre la eventualidad de que homicida y víctima se conocieran personalmente. De vista es posible que sí, podría asegurarse que fijo pues
habría pocas personas en Euskal Herria que no hubieran visto alguna vez
el rostro de Julen Tolosa, a pesar de no tener nadie ni idea de quién era
o a qué se dedicaba concretamente. De esta generalización había que
excluir, evidentemente, a los vendedores del cupón de la Organización
Nacional de Ciegos Vascas, EIEN, los únicos para quienes Julen Tolosa
siempre fue absolutamente nadie.
Quedaron igualmente apartadas de la investigación otras hipótesis sobre
lo acontecido en las que abundaron otros medios. Según esas fuentes,
los protagonistas del suceso podrían haber estado relacionados con
alguna mafia o incluso con los servicios de seguridad de otro país. Esta
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Fernando Alonso Abad
“Julen Tolosa”eta“Tertulianos”
última versión fue precisamente sobre la que se extendió un rotativo en
concreto, que expuso desde sus páginas rocambolescas historias más
propias de la literatura fantástica que de un trabajo periodístico serio y
profesional. Los redactores se basaban únicamente en que Julen Tolosa
había estado presente en todos y cada uno de los acontecimientos políticos registrados en Euskal Herria en los últimos años. No se aportaba
dato alguno sobre el tipo de trabajo que presuntamente habría realizado el muerto, se limitaban exclusivamente a exponer una recopilación
de momentos que tenían como denominador común su presencia; únicamente eso, su constante presencia.
Y es que la imagen del finado aparecía en todos los eventos más relevantes de la reciente historia vasca vinculados al proceso que condujo a
la soberanía.
Partiendo únicamente de esa evidencia, los firmantes de los dos reportajes, publicados en las ediciones de sábado y domingo, sostenían la idea
de que Julen Tolosa había sido un agente de la Guardia Civil infiltrado.
Aseguraban los periodistas que durante los convulsos años de la
Transición habría desarrollado un papel de estratégica importancia
pasando información al Ministerio del Interior español. Sin embargo, a
medida que fue introduciéndose en la maquinaria del proceso democrático vasco Julen Tolosa se habría sentido reducido por los acontecimientos, rompiendo poco a poco sus vínculos con los aparatos de ocupación españoles para implicarse de lleno en aquello contra lo que estaba instruido para combatir. Según esa hipótesis, su asesinato habría sido
un atentado en ajuste de cuentas por aquellos hechos. Los reporteros
pasaban de puntillas sobre el homicida, y que de hacerlo su tesis se
hubiera venido abajo estrepitosamente.
Cuando el primero de esos reportajes cayó en manos del inspector
Goikolea sentenció que no era más que basura para vender periódicos
y no le dio importancia alguna dado que no servía para su investigación.
Al reportaje del domingo apenas echó un rápido vistazo, lo suficiente
para reafirmarse en la opinión del día anterior y tirarlo a un lado de la
mesa de un manotazo. De paso, y como el cenicero estaba próximo al
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lugar en el que quedó el ejemplar, aprovechó para apagar el cigarro y
reubicarse en su asiento.
Como seguía sorprendido por la abundancia del material gráfico en el
que aparecía Julen Tolosa, un personaje contrastadamente irrelevante e
incluso innominado hasta el día de autos, pidió a su subordinado que le
proporcionara los dos anuarios previos a la transición para ver si es que
se trataba de alguien que en aquellas épocas tuviera algún peso específico concreto y que en tiempos posteriores hubiera ido perdiendo nombre público. La verdad es que lo dudaba, pues de haber sido así no sólo
lo recordaría perfectamente sino que constaría como tal en las semblanzas biográficas publicadas o figuraría en los informes policiales.
Ninguno de los casos se daba, pero aun así pidió los anuales para dejar
zanjada definitivamente esa línea de investigación.
En apenas diez minutos, en los cuales aprovechó para prepararse un café
en la mesita del despacho, uno de los ertzianas estaba ya dejando sobre
la mesa los volúmenes solicitados. El inspector Goikolea le agradeció la
rapidez y seguidamente comenzó a hojear el primero de ellos con la
mano izquierda mientras con la otra sostenía la jícara del café. Julen
Tolosa aparecía también en numerosas fotografías de aquella época, aunque en los pies de foto no había referencia alguna ni a él ni a la supuesta tarea que estuviera realizando para haber quedado recogido en la instantánea. Pasando páginas hacia atrás sobre aquellas decisivos días le
reconoció, con algunos años menos, caminando junto a uno de los artífices de la confluencia abertzale, a quien parecía hurtar espacio. En otras,
figuraba en la mesa en conferencias de prensa flanqueado por destacados dirigentes. Las había a las entradas y salidas de reuniones históricas,
portando la pancarta de manifestaciones multitudinarias. Esa imagen de
subalterno omnipresente que acapara con expresión medida más foco
que el propio protagonista del acontecimiento era una constante.
Apuró Goikolea el último sorbo de café y se puso a revisar los textos
tratando de descubrir alguna pretérita referencia al ubicuo personaje.
No encontraba nada, únicamente toda una serie de fotografías sobre
impactantes momentos del arranque de la transición vasca en los cua-
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Fernando Alonso Abad
“Julen Tolosa”eta“Tertulianos”
última versión fue precisamente sobre la que se extendió un rotativo en
concreto, que expuso desde sus páginas rocambolescas historias más
propias de la literatura fantástica que de un trabajo periodístico serio y
profesional. Los redactores se basaban únicamente en que Julen Tolosa
había estado presente en todos y cada uno de los acontecimientos políticos registrados en Euskal Herria en los últimos años. No se aportaba
dato alguno sobre el tipo de trabajo que presuntamente habría realizado el muerto, se limitaban exclusivamente a exponer una recopilación
de momentos que tenían como denominador común su presencia; únicamente eso, su constante presencia.
Y es que la imagen del finado aparecía en todos los eventos más relevantes de la reciente historia vasca vinculados al proceso que condujo a
la soberanía.
Partiendo únicamente de esa evidencia, los firmantes de los dos reportajes, publicados en las ediciones de sábado y domingo, sostenían la idea
de que Julen Tolosa había sido un agente de la Guardia Civil infiltrado.
Aseguraban los periodistas que durante los convulsos años de la
Transición habría desarrollado un papel de estratégica importancia
pasando información al Ministerio del Interior español. Sin embargo, a
medida que fue introduciéndose en la maquinaria del proceso democrático vasco Julen Tolosa se habría sentido reducido por los acontecimientos, rompiendo poco a poco sus vínculos con los aparatos de ocupación españoles para implicarse de lleno en aquello contra lo que estaba instruido para combatir. Según esa hipótesis, su asesinato habría sido
un atentado en ajuste de cuentas por aquellos hechos. Los reporteros
pasaban de puntillas sobre el homicida, y que de hacerlo su tesis se
hubiera venido abajo estrepitosamente.
Cuando el primero de esos reportajes cayó en manos del inspector
Goikolea sentenció que no era más que basura para vender periódicos
y no le dio importancia alguna dado que no servía para su investigación.
Al reportaje del domingo apenas echó un rápido vistazo, lo suficiente
para reafirmarse en la opinión del día anterior y tirarlo a un lado de la
mesa de un manotazo. De paso, y como el cenicero estaba próximo al
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lugar en el que quedó el ejemplar, aprovechó para apagar el cigarro y
reubicarse en su asiento.
Como seguía sorprendido por la abundancia del material gráfico en el
que aparecía Julen Tolosa, un personaje contrastadamente irrelevante e
incluso innominado hasta el día de autos, pidió a su subordinado que le
proporcionara los dos anuarios previos a la transición para ver si es que
se trataba de alguien que en aquellas épocas tuviera algún peso específico concreto y que en tiempos posteriores hubiera ido perdiendo nombre público. La verdad es que lo dudaba, pues de haber sido así no sólo
lo recordaría perfectamente sino que constaría como tal en las semblanzas biográficas publicadas o figuraría en los informes policiales.
Ninguno de los casos se daba, pero aun así pidió los anuales para dejar
zanjada definitivamente esa línea de investigación.
En apenas diez minutos, en los cuales aprovechó para prepararse un café
en la mesita del despacho, uno de los ertzianas estaba ya dejando sobre
la mesa los volúmenes solicitados. El inspector Goikolea le agradeció la
rapidez y seguidamente comenzó a hojear el primero de ellos con la
mano izquierda mientras con la otra sostenía la jícara del café. Julen
Tolosa aparecía también en numerosas fotografías de aquella época, aunque en los pies de foto no había referencia alguna ni a él ni a la supuesta tarea que estuviera realizando para haber quedado recogido en la instantánea. Pasando páginas hacia atrás sobre aquellas decisivos días le
reconoció, con algunos años menos, caminando junto a uno de los artífices de la confluencia abertzale, a quien parecía hurtar espacio. En otras,
figuraba en la mesa en conferencias de prensa flanqueado por destacados dirigentes. Las había a las entradas y salidas de reuniones históricas,
portando la pancarta de manifestaciones multitudinarias. Esa imagen de
subalterno omnipresente que acapara con expresión medida más foco
que el propio protagonista del acontecimiento era una constante.
Apuró Goikolea el último sorbo de café y se puso a revisar los textos
tratando de descubrir alguna pretérita referencia al ubicuo personaje.
No encontraba nada, únicamente toda una serie de fotografías sobre
impactantes momentos del arranque de la transición vasca en los cua-
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“Julen Tolosa”eta“Tertulianos”
les Julen Tolosa parecía ser la estrella del acontecimiento, a juzgar por la
imagen, pero sobre el que no aparecía ni la más mínima mención. Fuera
aparte de su presencia no había nada en los anuarios que pudiera aportar alguna luz sobre el papel que desempeñaba.
El inspector Goikolea había descontado desde un primer momento que
se tratara de algún acompañante de seguridad; antes de la transición
porque resultaba grotesco que un escolta fuera tan exhibicionista, y en
la actualidad porque debería ser obligatoriamente miembro de la
Ertzaintza o de su cuerpo auxiliar ya que en Euskal Herria no existe la
seguridad privada.
Volvió a tomar en sus manos el cuadernillo especial de obituario gráfico
para comprobar que, en lo referente a presencia de Julen Tolosa durante los tres últimos años, no había prácticamente diferencia alguna con lo
que acababa de ver en los anuales. El finado mantenía las mismas poses
y seguía buscando el objetivo fotográfico a pesar de que en ningún caso
pintara nada.
El inspector Goikolea no seguía en la actualidad los devenires políticos
como años atrás, pero al sumergirse en los anuarios recordó que en
aquellos tiempos él mismo había comentado con sus amigos en numerosas ocasiones el caso de ese fulano que siempre encontraba algún
recurso para entrar en escena y chupar protagonismo. Era algo inaudito, por lo que su olfato policial le indicaba que era por ahí por donde
debería enfocar la investigación del crimen. Convencido de que debía de
existir algún dato que hasta ahora se le había escapado, y sobre el que
gravitaría necesariamente la clave para la resolución del asesinato, se dispuso a eliminar de la mesa lo que consideraba inicialmente material
superfluo para arrancar de nuevo todo el procedimiento de indagación.
Realizada una primera criba, consideró que lo más rápido y seguramente más efectivo era ponerse en contacto inmediatamente con los líderes políticos junto a los que siempre aparecía y preguntarles qué pintaba en todo aquello un individuo con semejante afán de notoriedad, un
fulano irrelevante a la luz de toda la información procesada y que, sin
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embargo, parecía copar más protagonismo que los auténticos protagonistas.
Entonces sonó el teléfono de la línea interior. Al otro lado del hilo, el sargento Aldi, uno de los agentes de investigación de la escena del crimen,
le informó de que tenía retenida una llamada de una persona que decía
haber estado con el asesino minutos antes del suceso y que ofrecía un
dato que, aunque a simple vista pudiera parecer estúpido, él consideraba cuanto menos interesante. Le señaló que ya se habían hecho las
oportunas comprobaciones sobre la identidad del comunicante y que se
trataba de un tal Kepa Bilbao que, según decía, volvía de gaupasa a su
domicilio cuando casualmente cruzó unas palabras con el agresor en la
degustación en la que desayunaba con la pretensión de regresar algo
más presentable a casa. El inspector le advirtió al sargento si no se trataría de algún iluminado; pero como éste le aseguró que no, pidió que
le pasara la llamada.
Así fue como el ertzainburu Goikolea tomó contacto telefónico con
Kepa Bilbao aquella mañana del domingo 3 de mayo.Tal y como le había
adelantado el sargento Aldai, Bilbao comenzó relatando al inspector que
él se encontraba desayunando en una degustación de la margen derecha del Ibaizabal próxima al embarcadero de los botes que cruzan la ría
hacia el Parque Natural de Urbinaga. Había pasado toda la noche fuera
tras una cena de celebración del primero de mayo con compañeros del
trabajo y tenía la cabeza lo suficientemente embotada como para pasarle desapercibido cualquiera que estuviera sentado a su lado. Sin embargo, la persona que tenía a su derecha se dirigió a él con bastante vehemencia y comenzó a hablarle, aunque como su capacidad de entendimiento a esas horas y en aquellas condiciones estaba demasiado mermada no le prestó inicialmente atención alguna. Eso hasta que le confesó que llevaba un arma envuelta en una bolsa de plástico que tenía
sobre las piernas y que pensaba utilizarla. Según contaba por teléfono a
duras penas levantó la mirada de su café con leche, pero cuando comprobó que efectivamente aquel desconocido ocultaba un revolver fue
como si se le pasara de golpe la resaca.
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les Julen Tolosa parecía ser la estrella del acontecimiento, a juzgar por la
imagen, pero sobre el que no aparecía ni la más mínima mención. Fuera
aparte de su presencia no había nada en los anuarios que pudiera aportar alguna luz sobre el papel que desempeñaba.
El inspector Goikolea había descontado desde un primer momento que
se tratara de algún acompañante de seguridad; antes de la transición
porque resultaba grotesco que un escolta fuera tan exhibicionista, y en
la actualidad porque debería ser obligatoriamente miembro de la
Ertzaintza o de su cuerpo auxiliar ya que en Euskal Herria no existe la
seguridad privada.
Volvió a tomar en sus manos el cuadernillo especial de obituario gráfico
para comprobar que, en lo referente a presencia de Julen Tolosa durante los tres últimos años, no había prácticamente diferencia alguna con lo
que acababa de ver en los anuales. El finado mantenía las mismas poses
y seguía buscando el objetivo fotográfico a pesar de que en ningún caso
pintara nada.
El inspector Goikolea no seguía en la actualidad los devenires políticos
como años atrás, pero al sumergirse en los anuarios recordó que en
aquellos tiempos él mismo había comentado con sus amigos en numerosas ocasiones el caso de ese fulano que siempre encontraba algún
recurso para entrar en escena y chupar protagonismo. Era algo inaudito, por lo que su olfato policial le indicaba que era por ahí por donde
debería enfocar la investigación del crimen. Convencido de que debía de
existir algún dato que hasta ahora se le había escapado, y sobre el que
gravitaría necesariamente la clave para la resolución del asesinato, se dispuso a eliminar de la mesa lo que consideraba inicialmente material
superfluo para arrancar de nuevo todo el procedimiento de indagación.
Realizada una primera criba, consideró que lo más rápido y seguramente más efectivo era ponerse en contacto inmediatamente con los líderes políticos junto a los que siempre aparecía y preguntarles qué pintaba en todo aquello un individuo con semejante afán de notoriedad, un
fulano irrelevante a la luz de toda la información procesada y que, sin
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embargo, parecía copar más protagonismo que los auténticos protagonistas.
Entonces sonó el teléfono de la línea interior. Al otro lado del hilo, el sargento Aldi, uno de los agentes de investigación de la escena del crimen,
le informó de que tenía retenida una llamada de una persona que decía
haber estado con el asesino minutos antes del suceso y que ofrecía un
dato que, aunque a simple vista pudiera parecer estúpido, él consideraba cuanto menos interesante. Le señaló que ya se habían hecho las
oportunas comprobaciones sobre la identidad del comunicante y que se
trataba de un tal Kepa Bilbao que, según decía, volvía de gaupasa a su
domicilio cuando casualmente cruzó unas palabras con el agresor en la
degustación en la que desayunaba con la pretensión de regresar algo
más presentable a casa. El inspector le advirtió al sargento si no se trataría de algún iluminado; pero como éste le aseguró que no, pidió que
le pasara la llamada.
Así fue como el ertzainburu Goikolea tomó contacto telefónico con
Kepa Bilbao aquella mañana del domingo 3 de mayo.Tal y como le había
adelantado el sargento Aldai, Bilbao comenzó relatando al inspector que
él se encontraba desayunando en una degustación de la margen derecha del Ibaizabal próxima al embarcadero de los botes que cruzan la ría
hacia el Parque Natural de Urbinaga. Había pasado toda la noche fuera
tras una cena de celebración del primero de mayo con compañeros del
trabajo y tenía la cabeza lo suficientemente embotada como para pasarle desapercibido cualquiera que estuviera sentado a su lado. Sin embargo, la persona que tenía a su derecha se dirigió a él con bastante vehemencia y comenzó a hablarle, aunque como su capacidad de entendimiento a esas horas y en aquellas condiciones estaba demasiado mermada no le prestó inicialmente atención alguna. Eso hasta que le confesó que llevaba un arma envuelta en una bolsa de plástico que tenía
sobre las piernas y que pensaba utilizarla. Según contaba por teléfono a
duras penas levantó la mirada de su café con leche, pero cuando comprobó que efectivamente aquel desconocido ocultaba un revolver fue
como si se le pasara de golpe la resaca.
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Al parecer, que él recordara, el homicida no le habría dicho ni el nombre ni dato alguno sobre su identidad. Pero lo que Kepa Bilbao sí dijo
recordar sin el menor género de dudas fue algo parecido a esto: “Estoy
ya hasta los cojones de ver hasta en la sopa desde hace años a este parásito figurón que, encima, no pinta nada en ningún sitio; y le voy a meter
dos tiros entre las cejas”. A continuación había abandonado la degustación para ir a coger la embarcación que le llevaría a la otra margen,
mientras Kepa Bilbao, según su propio testimonio, pugnaba por discernir
si aquella escena había sido real o se trataba de algún efecto secundario
de todo el alcohol que llevaba en sangre.
En estricto cumplimento de su trabajo, el inspector Goikolea le preguntó por qué había esperado casi dos días para ponerse en contacto con
la Ertzaintza, a lo que Bilbao respondió que había pasado todo el sábado en la cama purgando la descomunal resaca del día anterior y que
había llamado nada más ver el periódico del domingo y la foto del asesino.
El ertzainburu le pidió que se pasara lo antes posible, a poder ser antes
del mediodía, por la Ertzainetxea de Sestao para tomarle declaración
formal de todo lo que acababa de relatar. Le agradeció la colaboración
prestada y se despidió hasta que volvieran a verse en las instalaciones
policiales.
Cuando el ertzainburu Goikolea, jefe de investigación criminal de la
Ertzainetxea de Sestao, colgó el teléfono, se recostó en su sillón ergonómico de oficina y lanzó una mirada general y pausada sobre el abundante material que tenía sobre la mesa. Se incorporó ligeramente hasta
alcanzar el obituario gráfico y tras esbozar una sonrisa maliciosa exclamó: “ La verdad sea dicha, a mí también comenzaba a tocarme los cojones el tal Julen Tolosa”.-
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Tertulianos
“Parece que no se le pasa, habrá que llamar rápido a un médico”, dijo Isabel
de la Concha en voz baja pero alterada preocupándose bien de que sus
palabras no se colaran por el micrófono. “Desde luego, no sé si al médico
o a quién, pero en el estado en el que está César no se puede seguir esperando. Habrá que hacer algo urgente”, murmuró Germán Vienés tapando
el sonido de Carmen Guesurraga, quien no paraba de balbucear expresiones para todos incomprensibles. Vienés hacía gestos al técnico para que
controlara que todo aquel cúmulo de despropósitos no saliera en antena.
En medio del incidente, Carlos Partagás, conductor de la tertulia, no perdía
la calma. Al menos así lo parecía, pues mantenía el ritmo de su programa
radiofónico de tal manera que su audiencia no pudiera percatarse de la
dramática situación que se estaba viviendo en aquellos momentos en los
estudios de la emisora.
Pilar Adarduna continuaba su intervención como si nada pasara, abundando en la enésima afirmación categórica salida de la boca de José María
Ordoño. Entre el diálogo de Adarduna y Ordoño, Carlos Partagás introducía alguna perla pulida y engalada, de esas que le habían hecho la estrella
de los conductores de las tertulias políticas de la mañana radiofónica.
Simultáneamente,Vienés se encargaba de tranquilizar a Guesurraga mientras De la Concha hacía lo posible para que al desplomarse al suelo César
Lumbreras, algo que parecía ya inevitable, no se partiera un cuerno contra
- Parts
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